Ecce homo (12 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: Ecce homo
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Inmediatamente después de acabar la mencionada obra, y sin perder un solo día, acometí la ingente tarea de la transvaloración, con un soberano sentimiento de orgullo a que nada se equipara, cierto en todo momento de mi inmortalidad y grabando signo tras signo en tablas de bronce, con la seguridad propia de un destino. El prólogo es del 3 de septiembre de 1888: cuando aquella mañana, tras haberlo redactado, salí al aire libre, me encontré con el día más hermoso que la Alta Engadina me ha mostrado jamás: transparente, de colores encendidos, conteniendo en sí todos los contrastes, todos los grados intermedios entre el hielo y el sur. Hasta el 20 de septiembre no dejé Sils-Maria, retenido por unas inundaciones, siendo al final el único huésped de ese lugar maravilloso, al que mi agradecimiento quiere otorgar el regalo de un nombre inmortal. Tras un viaje lleno de incidencias, en que incluso mi vida corrió peligro en el inundado Como, donde no entré hasta muy entrada la noche, llegué en la tarde del día 21 a Turín, mi lugar probado, mi residencia a partir de entonces. Tomé de nuevo la misma habitación que había ocupado durante la primavera,
via Carlo Alberto 6, III
, frente al imponente
palazzo Carignano
, en el que nació Vittorio Emanuele, con vistas a la
piazza Carlo Alberto
y, por encima de ella, a las colinas. Sin titubear y sin dejarme distraer un solo instante me lancé de nuevo al trabajo: quedaba por concluir tan sólo el último cuarto de la obra. El 30 de septiembre, gran victoria, conclusión de la
Transvaloración
; ociosidad de un dios por las orillas del Po. Todavía ese mismo día escribí el prólogo de
Crepúsculo de los ídolos
, la corrección de cuyas galeradas había constituido mi recreación en septiembre. No he vivido jamás un otoño semejante ni tampoco he considerado nunca que algo así fuera posible en la Tierra, un Claude Lorrain pensado hasta el infinito, cada día de una perfección idéntica e indómita.

El caso Wagner
Un problema para amantes de la música

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Para ser justos con este escrito es preciso que el destino de la música nos cause el sufrimiento que produce una herida abierta. ¿De qué sufro cuando sufro del destino de la música? De que la música ha sido desposeída de su carácter transfigurador del mundo, de su carácter afirmador, de que es música de
décadence
y ha dejado de ser la flauta de Dioniso. Pero suponiendo que se sienta de ese modo la causa de la música como causa propia, como historia del sufrimiento propio, se encontrará este escrito lleno de deferencias y sobremanera suave. En tales casos el conservar la jovialidad y el burlarse bondadosamente de sí mismo
“ridendo dicere severum”
[decir cosas severas riendo] allí donde el
verum dicere
[decir la verdad] justificaría todas las durezas es el humanitarismo en persona. ¿Quién duda verdaderamente de que yo, como viejo artillero que soy, me encuentro en situación de disparar contra Wagner mi artillería pesada? Todo lo decisivo en este asunto lo retuve dentro de mí, he amado a Wagner. En definitiva, al sentido y al camino de mi tarea corresponde un ataque a un «desconocido» más sutil, que otro difícilmente adivinaría —oh, yo tengo que desenmascarar a otros «desconocidos» completamente distintos y no a un Cagliostro de la música—, aun más, y ciertamente, un ataque a la nación alemana, que cada vez se vuelve más perezosa, más pobre de instintos en las cosas del espíritu, más honorable, nación que con un envidiable apetito continúa alimentándose de antítesis y lo mismo se traga, sin tener dificultades de digestión, la «fe» que el cientificismo, el «amor cristiano» que el antisemitismo, la voluntad de poder (de
«Reich»)
que el
évangile des humbles
[evangelio de los humildes]. ¡Ese no tomar partido entre las antítesis! ¡Esa neutralidad y «desinterés» estomacales! Ese sentido justo del paladar alemán, que a todo otorga iguales derechos, que todo lo encuentra sabroso. Sin ningún género de duda, los alemanes son idealistas. La última vez que visité Alemania encontré el gusto alemán esforzándose por conceder iguales derechos a Wagner y a El
trompetero de Säckingen
; yo mismo fui testigo personal de cómo en Leipzig, para honrar a uno de los músicos más auténticos y más alemanes, alemán en el viejo sentido de la palabra, no un mero alemán del
Reich
, el maestro
Heinrich Schültz
, se fundó una Sociedad Listz, con la finalidad de cultivar y difundir
artera
música de iglesia. Sin ningún género de duda, los alemanes son idealistas.

2

Pero aquí nada ha de impedirme ponerme grosero y decirles a los alemanes unas cuantas verdades duras: ¿quién lo hace si no? Me refiero a su desvergüenza
in historicis
[en cuestiones históricas]. No es sólo que los historiadores alemanes hayan perdido del todo la visión grande de la andadura, de los valores de la cultura, que todos ellos sean bufones de la política (o de la Iglesia): esa visión grande ha sido incluso proscrita por ellos. Es necesario ser primero «alemán», ser «raza», dicen, luego podrá decidirse sobre todos los valores y no-valores
in historicis
[en cuestiones históricas]. El vocablo «alemán» es un argumento,
Deutschland, Deutschland über alles
[Alemania, Alemania sobre todo] es un axioma, los germanos son en la historia «el orden moral del mundo»; en relación con el
imperium romanum
[imperio romano] son los depositarios de la libertad, en relación con el siglo XVII son los restauradores de la moral, del «imperativo categórico». Existe una historiografía del
Reich
alemán, existe, incluso, me temo, una historiografía antisemita, existe una historiografía áulica, y el señor Von Treitschke no se avergüenza. Recientemente un juicio de idiota
in historicis
[en cuestiones históricas], una frase del esteta suabo Vischer, por fortuna ya difunto, dio la vuelta por los periódicos alemanes como una «verdad» a la que todo alemán tenía que decir sí. «El Renacimiento y la Reforma protestante, sólo ambas cosas juntas constituyen un todo —el renacimiento estético y el renacimiento moral». Tales frases acaban con mi paciencia, y experimento placer, siento incluso como deber el decir de una vez a los alemanes todo lo
que
tienen ya sobre su conciencia. ¡Todos los grandes crímenes contra la cultura en los últimos cuatro siglos los tienen ellos sobre su conciencia! Y siempre por el mismo motivo, por su profundísima cobardía frente a la realidad, que es también la cobardía frente a la verdad, por su falta de veracidad, cosa que en ellos se ha convertido en un instinto, por «idealismo». Los alemanes han hecho perder a Europa la cosecha, el sentido de la última época grande, la época del Renacimiento, en un instante en que un orden superior de los valores, en que los valores aristocráticos, los que dicen sí a la vida, los que garantizan el futuro, habían llegado a triunfar en la sede de los valores contrapuestos, de los valores de decadencia ¡y hasta en los instintos de los que allí se asentaban! Lutero, esa fatalidad de fraile, restauró la Iglesia y, lo que es mil veces peor, el cristianismo, en el momento en que éste sucumbía. ¡El cristianismo, esa negación de la voluntad de vida hecha religión! Lutero, un fraile imposible, que atacó a la Iglesia por motivos de esa su propia «imposibilidad» y —¡en consecuencia!— la restauró. Los católicos tendrían razones para ensalzar a Lutero, para componer obras teatrales en honor de él. Lutero —¡ y el «renacimiento moral»! ¡Al diablo toda sicología!— Sin duda los alemanes son idealistas. Por dos veces, justo cuando con inmensa valentía y vencimiento de sí mismo se había alcanzado un modo de pensar recto, inequívoco, perfectamente científico, los alemanes han sabido encontrar caminos tortuosos para volver al viejo «ideal», reconciliaciones entre verdad e «ideal», en el fondo fórmulas para tener derecho a rechazar la ciencia, derecho a la mentira. Leibniz y Kant, —¡esos dos máximos obstáculos para la rectitud intelectual de Europa! Finalmente, cuando a caballo entre dos siglos de
décadence
se dejó ver una
forte majeure
[fuerza mayor] de genio y voluntad, lo bastante fuerte para hacer de Europa una unidad, una unidad política y económica, destinada a gobernar la Tierra, los alemanes, con sus «guerras de liberación», han hecho perder a Europa el sentido, el milagro de sentido que hay en la existencia de Napoleón, con ello tienen sobre su conciencia todo lo que vino luego, todo lo que hoy existe, esa enfermedad y esa sinrazón, las más contrarias a la cultura, que existen, el nacionalismo, esa
névrose nationale
[neurosis nacional] de la que está enferma Europa, esa perpetuación de los pequeños Estados de Europa, de la pequeña política: han hecho perder a Europa incluso su sentido, su razón la han llevado a un callejón sin salida. ¿Conoce alguien, excepto yo, una vía para escapar de él? ¿Una tarea lo suficientemente grande para unir de nuevo a los pueblos?

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Y en última instancia, ¿por qué no he de manifestar mi sospecha? También en mi caso volverán los alemanes a ensayar todo para que de un destino inmenso nazca un ratón. Hasta ahora se han desacreditado conmigo, dudo que en el futuro vayan a hacerlo mejor. ¡Ay, cuánto deseo ser en esto un mal profeta! Mis lectores y oyentes naturales son ya ahora rusos, escandinavos y franceses, ¿lo serán cada vez más? Los alemanes se hallan inscritos en la historia del conocimiento sólo con nombres ambiguos, no han producido nunca más que falsarios «inconscientes» (Fichte, Schelling, Schopenhauer, Hegel, Schleiermacher merecen esa palabra, lo mismo que Kant y Leibniz; todos ellos son meros fabricantes de velos
(Schleiermacher]
): no van a tener nunca el honor de que el primer espíritu íntegro en la historia del espíritu, el espíritu en el que la verdad viene a juzgar a los falsarios de cuatro siglos, sea incluido entre los representantes del espíritu alemán. El «espíritu alemán» es mi aire viciado: me cuesta respirar en la cercanía de esa suciedad
in psycholo gicis
[en asuntos psicológicos] convertida en instinto y que se revela en cada palabra, en cada gesto de un alemán. Ellos no han atravesado jamás un siglo XVII de severo examen de sí mismos, como los franceses, un La Rochefoucauld, un Descartes son cien veces superiores en rectitud a los primeros alemanes: no han tenido hasta ahora un solo psicólogo. Pero la sicología constituye casi el criterio de la limpieza o suciedad de una raza. Y cuando no se es siquiera limpio, ¿cómo se va a tener profundidad? En el alemán, de un modo semejante a lo que ocurre en la mujer, no se llega nunca al fondo, no lo tiene: eso es todo. Pero no por ello se es ya superficial. Lo que en Alemania se llama «profundo» es cabalmente esa suciedad instintiva para consigo mismo de la que acabo de hablar: no se quiere estar en claro acerca de sí mismo. ¿Me sería lícito proponer que se usase la expresión «alemán» como moneda internacional para designar esa depravación psicológica? En este momento, por ejemplo, el emperador alemán afirma que su «deber cristiano» es liberar a los esclavos de África: nosotros los otros europeos llamaríamos a esto sencillamente «alemán». ¿Han producido los alemanes un solo libro que tenga profundidad? Incluso se les escapa la noción de lo que en un libro es profundo. He conocido personas doctas que consideraban profundo a Kant; me temo que en la corte prusiana se considere profundo al señor Von Treitschke. Y cuando yo he alabado ocasionalmente a Stendhal como psicólogo profundo, me ha ocurrido, estando con catedráticos de universidad alemanes, que me han hecho deletrearles el nombre.

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¿Y por qué no había yo de llegar hasta el final? Me gusta hacer tabla rasa. Forma incluso parte de mi ambición el ser considerado como despreciador
par excellence
de los alemanes. La desconfianza contra el carácter alemán la manifesté ya cuando tenía veintisiete años (tercera
Intempestiva
, p. 71); para mí los alemanes son imposibles. Cuando me imagino una especie de hombre que contradice a todos mis instintos, siempre me sale un alemán. Lo primero que hago cuando «sondeo los riñones» de un hombre es mirar si tiene en el cuerpo un sentimiento para la distancia, si ve en todas partes rango, grado, orden entre un hombre y otro, si distingue: teniendo esto se es
gentilhomme
[gentilhombre]; en cualquier otro caso se pertenece irremisiblemente al tan magnánimo, ay, tan bondadoso concepto de la
canaille
[chusma]. Pero los alemanes son
canaille
; ¡ay!, son tan bondadosos. Uno se rebaja con el trato con alemanes: el alemán nivela.
Si
excluyo mi trato con algunos artistas, sobre todo con Richard Wagner, no he pasado ni una sola hora buena con alemanes. Suponiendo que apareciese entre ellos el espíritu más profundo de todos los milenios, cualquier salvador del Capitolio opinaría que su muy poco bella alma tendría al menos idéntica importancia. No soporto a esta raza, con quien siempre se está en mala compañía, que no tiene mano para las
nuances
[matices] —¡ay de mí!, yo soy una
nuance
—, que no tiene
esprit
[ligereza] en los pies y ni siquiera sabe caminar. A fin de cuentas, los alemanes carecen en absoluto de pies, sólo tienen piernas. Los alemanes no se dan cuenta de cuán vulgares son, pero esto constituye el superlativo de la vulgaridad, ni siquiera se avergüenzan de ser meramente alemanes. Hablan de todo, creen que ellos son quienes deciden, me temo que incluso han decidido sobre mí. Mi vida entera es la prueba
de rigueur
[rigurosa] de tales afirmaciones. Es inútil que yo busque en el alemán una señal de tacto, de
délicatesse
[delicadeza] para conmigo. De judíos, sí la he recibido, pero nunca todavía de alemanes. Mi modo de ser hace que yo sea dulce y benévolo con todo el mundo —tengo
derecho
a no hacer diferencias—: esto no impide que tenga los ojos abiertos. No hago excepciones con nadie, y mucho menos con mis amigos, ¡espero, en definitiva, que esto no haya perjudicado a mi cortesía para con ellos! Hay cinco, seis cosas de las que siempre he hecho cuestión de honor. A pesar de ello, es cierto que casi todas las cartas que recibo desde hace años me parecen un cinismo: hay más cinismo en la benevolencia para conmigo que en cualquier odio. A cada uno de mis amigos le echo en cara que jamás ha considerado que mereciese la pena estudiar alguno de mis escritos: adivino, por signos mínimos, que ni siquiera saben lo que en ellos se encierra. En lo que se refiere a mi
Zaratustra
, ¿cuál de mis amigos habrá visto en él algo más que una presunción ilícita, que por fortuna resulta completamente indiferente? Diez años y nadie en Alemania ha considerado un deber de conciencia el defender mi nombre contra el silencio absurdo bajo el que yacía sepultado; un extranjero, un danés, ha sido el primero en tener suficiente finura de instinto y suficiente coraje para indignarse contra mis presuntos amigos. ¿En qué universidad alemana sería posible hoy dar lecciones sobre mi filosofía, como las ha dado en Copenhague durante la última primavera el doctor Georg Brandes, demostrando con ello una vez más ser psicólogo? Yo mismo no he sufrido nunca por nada de esto; lo necesario no me hiere;
amor fati
[amor al destino] constituye mi naturaleza más íntima. Pero esto no excluye que me guste la ironía, incluso la ironía de la historia universal. Y así, aproximadamente dos años antes del rayo destructor de la
Transvaloración
, rayo que hará convulsionarse a la tierra, he dado al mundo El
caso Wagner
: los alemanes deberían atentar de nuevo inmortalmente contra mí, ¡y eternizarse; ¡todavía hay tiempo para ello! ¿Se ha conseguido esto? ¡Delicioso, señores alemanes! Les doy la enhorabuena. Para que no falten siquiera los amigos, acaba de escribirme una antigua amiga diciéndome que ahora se ríe de mí. Y esto, en un instante en que pesa sobre mí una responsabilidad indecible, en un instante en que ninguna palabra puede ser suficientemente delicada, ninguna mirada suficientemente respetuosa conmigo. Pues yo llevo sobre mis espaldas el destino de la humanidad.

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