Authors: Friedrich Nietzsche
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Teniendo en cuenta unas cosas y otras yo no habría soportado mi juventud sin música wagneriana. Pues yo estaba condenado a los alemanes. Cuando alguien quiere escapar a una presión intolerable necesita hachís. Pues bien, yo necesitaba Wagner. Wagner es el contraveneno
par excellence
de todo lo alemán —veneno— no lo niego. Desde el instante en que hubo una partitura para piano del
Tristán
—¡muchas gracias, señor Von Bulow!— fui wagneriano. Las obras anteriores de Wagner las consideraba situadas por debajo de mí, demasiado vulgares todavía, demasiado «alemanas». Pero aún hoy busco una obra que posea una fascinación tan peligrosa, una infinitud tan estremecedora y dulce como el
Tristán
; en vano busco en todas las artes. Todas las cosas peregrinas de Leonardo da Vinci pierden su encanto a la primera nota del
Tristán
. Esta obra es absolutamente el
non plus ultra
de Wagner; con
Los Maestros Cantores
y con
El Anillo
descansó de ella. Volverse más sano: esto es un paso atrás en una naturaleza como Wagner. Considero una suerte de primer rango el haber vivido en el momento oportuno y el haber vivido cabalmente entre alemanes para estar maduro para esta obra: tan lejos llega en mí la curiosidad del psicólogo. Pobre es el mundo para quien nunca ha estado lo bastante enfermo para gozar de esa «voluptuosidad del infierno»: está permitido, está casi mandado emplear aquí una fórmula de los místicos. Pienso que yo conozco mejor que nadie las hazañas gigantescas que Wagner es capaz de realizar, los cincuenta mundos de extraños éxtasis para volar hacia los cuales nadie excepto él ha tenido alas; y como soy lo bastante fuerte para transformar en ventaja para mí incluso lo más problemático y peligroso, haciéndome así más fuerte, llamo a Wagner el gran benefactor de mi vida. Aquello en que somos afines, el haber sufrido, también uno a causa del otro, más hondamente de lo que hombres de este siglo serían capaces de sufrir, volverá a unir nuestros nombres eternamente; y así como es cierto que entre alemanes Wagner no es más que un malentendido, así es cierto que también yo lo soy y lo seré siempre. ¡Dos siglos de disciplina psicológica y artística primero, señores alemanes! Pero una cosa así no se recupera.
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Voy a decir todavía unas palabras para los oídos más selectos: qué es lo que yo quiero en realidad de la música. Que sea jovial y profunda, como un mediodía de octubre. Que sea singular, traviesa, tierna, una dulce mujercita llena de perfidia y encanto. No admitiré nunca que un alemán pueda saber lo que es música. Los llamados músicos alemanes, ante todo los más grandes, son extranjeros, eslavos, croatas, italianos, holandeses o judíos; en caso contrario, alemanes de la raza fuerte, alemanes extintos, como Heinrich Schütz, Bach y Händel. Yo mismo continúo siendo demasiado polaco para dar todo el resto de la música por Chopin: exceptúo, por tres razones, el
Idilio
de
Sigfredo
, de Wagner, acaso también a Listz, que sobrepuja a todos los músicos en los acentos aristocráticos de la orquesta; y por fin, además, todo lo que ha nacido más allá de los Alpes, más acá. Yo no sabría pasarme sin Rossini y aun menos sin lo que constituye mi sur en la música, la música de mi maestro veneciano
Pietro Gasti
. Y cuando digo más acá de los Alpes, propiamente digo sólo Venecia. Cuando busco otra palabra para decir música, encuentro siempre tan sólo la palabra Venecia. No sé hacer ninguna diferencia entre lágrimas y música, no sé pensar la felicidad, el sur, sin estremecimientos de pavor.
Junto al puente me hallaba
hace un instante en la grisácea noche.
Desde lejos un cántico venía:
gotas de oro rodaban una a una
sobre la temblorosa superficie.
Todo, góndolas, luces y la música
ebrio se deslizaba hacia el crepúsculo.
Instrumento de cuerda, a sí mi alma,
de manera invisible conmovida,
en secreto cantábase, temblando
ante los mil colores de su dicha,
una canción de góndola.
¿Alguien había que escuchase a mi alma?
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En todo esto —en la elección de alimentos, de lugar y clima, de recreaciones— reina un instinto de auto conservación que se expresa de la manera más inequívoca en forma de instinto de autodefensa. Muchas cosas no verlas, no oírlas, no dejar que se nos acerquen; primera cordura, primera prueba que no se es un azar, sino una necesidad. La palabra corriente para expresar tal instinto de autodefensa es gusto. Su imperativo no sólo ordena decir no allí donde el sí representaría un «desinterés», sino también decir “no” lo menos posible. Separarse, alejarse de aquello a lo cual haría falta decir no una y otra vez. La razón en esto está en que los gastos defensivos, incluso los muy pequeños, si se convierten en regla, en hábito, determinan un empobrecimiento extraordinario y completamente superfluo. Nuestros grandes gastos son los gastos pequeños y pequeñísimos. El rechazar, el no dejar acercarse a las cosas, es un gasto —no haya engaño en esto—, una fuerza derrochada en finalidades negativas. Simplemente por la continua necesidad de defenderse puede uno llegar a volverse tan débil que ya no pueda defenderse. Supongamos que yo saliese de casa y encontrase, en vez del tranquilo y aristocrático Turín, la pequeña ciudad alemana: mi instinto tendría que bloquearse para rechazar todo lo que en él penetraría de ese mundo aplastado y cobarde. O que encontrase la gran ciudad alemana, ese vicio hecho edificios, un lugar en donde nada crece, en donde toda cosa, buena o mala, ha sido traída de fuera. ¿No tendría yo que convertirme en un erizo? Pero tener púas es una dilapidación, incluso un lujo doble, cuando somos dueños de no tener púas, sino manos abiertas.
Otra listeza y autodefensa consiste en reaccionar las menos veces posibles y en eludir las situaciones y condiciones en que se estaría condenado a exhibir, por así decirlo, la propia «libertad», la propia iniciativa, y a convertirse en un mero reactivo. Tomo como imagen el trato con los libros. El docto, que en el fondo no hace ya otra cosa que «revolver» libros —el filólogo corriente, unos doscientos al día—, acaba por perder íntegra y totalmente la capacidad de pensar por cuenta propia. Si no revuelve libros, no piensa. Responde a un estímulo (un pensamiento leído) cuando piensa, al final lo único que hace ya es reaccionar. El docto dedica toda su fuerza a decir sí y a decir no, a la crítica de cosas ya pensada; él mismo ya no piensa. El instinto de autodefensa se ha reblandecido en él; en caso contrario, se defendería contra los libros. El docto, un
décadent
. Esto lo he visto yo con mis propios ojos: naturalezas bien dotadas, con una constitución rica y libre, ya a los treinta años «leídas hasta la ruina», reducidas ya a puras cerillas, a las que es necesario frotar para que den chispas —«pensamiento»— Muy temprano, al amanecer el día, en la frescura, en la aurora de su fuerza, leer un libro; ¡a esto yo lo califico de vicioso!
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En este punto no es posible eludir ya el dar la auténtica respuesta a la pregunta de cómo se llega a ser lo que se es. Y con ello rozo la obra maestra en el arte de la auto conservación, del egoísmo. Suponiendo, en efecto, que la tarea, la destinación, el destino de la tarea supere en mucho la medida ordinaria, ningún peligro sería mayor que el enfrentarse cara a cara ante esa tarea. El llegar a ser lo que se es presupone el no barruntar ni de lejos lo que se es. Desde este punto de vista tienen su sentido y valor propios incluso los desaciertos de la vida, los momentáneos caminos secundarios y errados, los retrasos, las «modestias», la seriedad dilapidada en tareas situadas más allá de la tarea. En todo esto puede expresarse una gran cordura, incluso la cordura más alta: cuando el
nosce te ipsum
[conócete a ti mismo] sería la receta para perecer, entonces el olvidarse, el malentenderse, el empequeñecerse, el estrecharse, el mediocrizarse se transforman en la razón misma. Expresado de manera moral: amar al prójimo, vivir para otros y para otra cosa pueden ser la medida de defensa para conservar la más dura “mismidad”. Es éste el caso excepcional en que, contra mi regla y mi convencimiento, me incliné por los impulsos «desinteresados»: ellos trabajan aquí al servicio del egoísmo, de la cría de un ego. Es preciso mantener la superficie de la conciencia; la conciencia es una superficie limpia de cualquiera de los grandes imperativos. ¡Cuidado incluso con toda palabra grande, con toda gran actitud! Puros peligros de que el instinto «se entiende» demasiado pronto. Entretanto sigue creciendo en la profundidad la «idea» organizadora, la idea llamada a dominar, comienza a dar órdenes, nos saca lentamente, con su guía, de los caminos secundarios y equivocados, prepara cualidades y capacidades
singulares
que alguna vez demostrarán ser indispensables como medios para el todo, ella va configurando una tras otra todas las facultades subalternas antes de dejar oír algo de la tarea dominante, de la «meta», la «finalidad», el «sentido». Contemplada en este aspecto, mi vida es sencillamente prodigiosa. Para la tarea de una transvaloración de los valores eran tal vez necesarias más facultades que las que jamás han coexistido en un solo individuo, sobre todo también antítesis de facultades, sin que a éstas les fuera lícito estorbarse unas a otras, destruirse mutuamente. Jerarquía de las facultades; distancia; el arte de separar sin enemistar; no mezclar nada, no «conciliar» nada; una multiplicidad enorme, que es, sin embargo, lo contrario del caos, ésta fue la condición previa, el trabajo y el arte prolongados y secretos de mi instinto. Su alto patronato se mostró tan fuerte que yo en ningún caso he barruntado siquiera lo que en mí crece, y así todas mis fuerzas aparecieron un día súbitas, maduras, en su perfección última. En mi recuerdo falta el que yo me haya esforzado alguna vez, no es posible detectar en mi vida rasgo alguno de lucha, yo soy la antítesis de una naturaleza heroica. «Querer» algo, «aspirar» a algo, proponerse una «finalidad», un «deseo», nada de esto lo conozco yo por experiencia propia. Todavía en este instante miro hacia mi futuro —¡un
vasto
futuro!— como hacia un mar liso: ningún deseo se encrespa en él. No tengo el menor deseo de que algo se vuelva distinto de lo que es; yo mismo no quiero volverme distinto. Pero así he vivido siempre. No he tenido ningún deseo. ¡Soy alguien que, habiendo cumplido ya los cuarenta y cuatro años, puede decir que no se ha esforzado jamás por poseer honores, mujeres, dinero! No es que me hayan faltado. Así, por ejemplo, un día fui catedrático de Universidad —nunca había pensado ni de lejos en cosa semejante, pues entonces apenas tenía yo veinticuatro años. Y así un día fui, dos años antes, filólogo: en el sentido de que mi primer trabajo filológico, mi comienzo en todos los aspectos, me fue solicitado por mi maestro Ritschl para publicarlo en su
Rheinisches Museum
(Ritschl —lo digo con veneración—, el único docto genial que me ha sido dado conocer hasta hoy. Él poseía aquella agradable corrupción que nos distingue a los de Turingia y con la que incluso un alemán se vuelve simpático; nosotros, para llegar a la verdad, continuamos prefiriendo los caminos tortuosos. Con estas palabras no quisiera en absoluto haber infravalorado a mi cercano paisano, el
inteligente
Leopold von Ranke.
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En este punto hace falta una gran reflexión. Se me preguntará cuál es la auténtica razón de que yo haya contado todas estas cosas pequeñas y, según el juicio tradicional, indiferentes; al hacerlo me perjudico a mí mismo, tanto más si estoy destinado a representar grandes tareas. Respuesta: estas cosas pequeñas — alimentación, lugar, clima, recreación, toda la casuística del egoísmo— son inconcebiblemente más importantes que todo lo que hasta ahora se ha considerado importante. Justo aquí es preciso comenzar a cambiar lo aprendido. Las cosas que la humanidad ha tomado en serio hasta este momento no son ni siquiera realidades, son meras imaginaciones o, hablando con más rigor, mentiras nacidas de los instintos malos de naturalezas enfermas, de naturalezas nocivas en el sentido más hondo; todos los conceptos «Dios», «alma», «virtud», «pecado», «más allá», «verdad», «vida eterna». Pero en esos conceptos se ha buscado la grandeza de la naturaleza humana, su «divinidad». Todas las cuestiones de la política, del orden social, de la educación han sido hasta ahora falseadas íntegra y radicalmente por el hecho de haber considerado hombres grandes a los hombres más nocivos, por el hecho de haber aprendido a despreciar las cosas «pequeñas», quiero decir los asuntos fundamentales de la vida misma. Nuestra cultura actual es ambigua en sumo grado. ¡El emperador alemán pactando con el Papa, como si el Papa no fuera el representante de la enemistad mortal contra la vida! Lo que hoy se construye ya no se tiene en pie al cabo de tres años. Si me mido por lo que yo puedo hacer, para no hablar de lo que viene detrás de mí, una subversión, una construcción sin igual, tengo más derecho que ningún otro mortal a la palabra grandeza. Y si me comparo con los hombres a los que hasta ahora se ha honrado como a los hombres primeros, la diferencia es palpable. A estos presuntos «primeros» yo no los considero siquiera hombres, para mí son desecho de la humanidad, engendros de enfermedad y de instintos vengativos: son simplemente monstruos funestos y, en el fondo, incurables, que se vengan de la vida. Yo quiero ser la antítesis de ellos: mi privilegio consiste en poseer la suprema finura para percibir todos los signos de instintos sanos. Falta en mí todo rasgo enfermizo; yo no he estado enfermo ni siquiera en épocas de grave enfermedad; en vano se buscará en mi ser un rasgo de fanatismo. No podrá demostrarse, en ningún instante de mi vida, actitud alguna arrogante o patética. El
pathos
de la afectación no corresponde a la grandeza; quien necesita adoptar actitudes afectadas es falso. ¡Cuidado con todos los hombres extravagantes! La vida se me ha hecho ligera, y más ligera que nunca cuando exigió de mí lo más pesado. Quien me ha visto en los setenta días de este otoño, durante los cuales he producido sencillamente, sin pausa, cosas de primera categoría, que ningún hombre volverá a hacer después de mí, ni ha hecho antes de mí, con una responsabilidad para con todos los siglos que me siguen, no habrá percibido en mí rasgó alguno de tensión, antes bien una frescura y una jovialidad exuberantes. Nunca he comido con sentimientos más agradables, no he dormido jamás mejor. No conozco ningún otro modo de tratar con tareas grandes que el juego: éste es, como indicio de la grandeza, un presupuesto esencial. La más mínima compulsión, el gesto sombrío, cualquier tono duro en la garganta son, en su integridad, objeciones contra la persona, ¡y mucho más contra su obra! No es lícito tener nervios. También el sufrir por la soledad es una objeción; yo no he sufrido nunca más que por la «muchedumbre»... En una época absurdamente temprana, a los siete años, ya sabía yo que nunca llegaría hasta mí una palabra humana: ¿se me ha visto alguna vez ensombrecido por esto? Yo muestro todavía hoy la misma afabilidad para con cualquiera, yo estoy incluso lleno de distinciones para con los más humildes: en todo esto no hay ni una pizca de orgullo, de secreto desprecio. Aquel a quien yo desprecio adivina que es despreciado por mí: con mi mero existir ofendo a todo lo que tiene mala sangre en el cuerpo. Mi fórmula para expresar la grandeza en el hombre es
amor fati
[amor al destino]: el no-querer que nada sea distinto ni en el pasado ni en el futuro ni por toda la eternidad. No sólo soportar lo necesario, y aun menos disimularlo —todo idealismo es mendacidad frente a lo necesario— sino amarlo.