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Authors: Friedrich Nietzsche

Ecce homo (7 page)

BOOK: Ecce homo
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6

Para dar una idea de mí como psicólogo recojo aquí un curioso fragmento de sicología que aparece en
Más allá del bien y del mal
. Prohíbo, por lo demás, toda conjetura acerca de quién es el descrito por mí en este pasaje. «El genio del corazón, tal como lo posee aquel gran oculto, el dios-tentador y cazarratas nato de las conciencias, cuya voz sabe descender hasta el inframundo de toda alma, que no dice una palabra, no lanza una mirada en las que no haya un propósito y un guiño de seducción, de cuya maestría forma parte el saber parecer y no aquello que él es, sino aquello que constituye, para quienes lo siguen, una compulsión más para acercarse cada vez más a él, para seguirle de un modo cada vez más íntimo y radical: el genio del corazón, que a todo lo que es ruidoso y se complace en sí mismo lo hace enmudecer y le enseña a escuchar, que pule las almas rudas y les da a gustar un nuevo deseo, el de estar quietas como un espejo, para que el cielo profundo se refleje en ellas; el genio del corazón, que a la mano torpe y apresurada le enseña a vacilar y a coger las cosas con mayor delicadeza, que adivina el tesoro oculto y olvidado, la gota de bondad y de dulce espiritualidad escondida bajo el hielo grueso y opaco y es una varita mágica para todo grano de oro que yació largo tiempo sepultado en la prisión del mucho cieno y arena; el genio del corazón, de cuyo contacto todo el mundo sale más rico, no agraciado y sorprendido, no beneficiado y oprimido como por un bien ajeno, sino más rico de sí mismo, más nuevo que antes, removido, oreado y sonsacado por un viento tibio, tal vez más inseguro, más delicado, más frágil, más quebradizo, pero lleno de esperanzas que aún no tienen nombre, lleno de nueva voluntad y nuevo fluir, lleno de nueva contravoluntad y nuevo refluir...»

El nacimiento de la tragedia

1

Para ser justos con
El nacimiento de la tragedia
(1872) será necesario olvidar algunas cosas. Ha influido e incluso fascinado por lo que tenía de errado, por su aplicación al
wagnerismo
, como si éste fuese un síntoma de ascensión. Este escrito fue, justo por ello, un acontecimiento en la vida de Wagner: sólo a partir de aquel instante se pusieron grandes esperanzas en su nombre. Todavía hoy se me recuerda a veces, en las discusiones sobre
Parsifal
, que en realidad yo tengo sobre mi conciencia el hecho de que haya prevalecido una opinión tan alta sobre el valor cultural de ese movimiento. He encontrado muchas veces citado este escrito como
El renacimiento de la tragedia en el espíritu de la música
; sólo se ha tenido oídos para percibir en él una nueva fórmula del arte, del propósito, de la tarea de Wagner; en cambio no se oyó lo que de valioso encerraba en el fondo ese escrito. «Grecia y el pesimismo», éste habría sido un título menos ambiguo; es decir, una primera enseñanza acerca de cómo los griegos acabaron con el pesimismo, de con qué lo superaron. Precisamente la tragedia es la prueba de que los griegos no fueron pesimistas: Schopenhauer se equivocó aquí, como se equivocó en todo. Examinándolo con cierta neutralidad,
El nacimiento de la tragedia
parece un escrito muy intempestivo: nadie imaginaría que fue comenzado bajo los truenos de la batalla de Wörth. Yo medité a fondo estos problemas ante los muros de Metz, en frías noches de septiembre, mientras trabajaba en el servicio de sanidad; podría creerse más bien que la obra fue escrita cincuenta años antes. Es políticamente indiferente —no «alemana», se dirá hoy—, desprende un repugnante olor hegeliano, sólo en algunas fórmulas está impregnada del amargo perfume cadavérico de Schopenhauer. Una «idea» —la antítesis dionisiaco y apolíneo—, traspuesta a lo metafísico; la historia misma, vista como el desenvolvimiento de esa «idea»; en la tragedia, la antítesis superada en unidad; desde esa óptica, cosas que jamás se habían mirado cara a cara, puestas súbitamente frente a frente, iluminadas y comprendidas unas por medio de otras. La ópera, por ejemplo, y la revolución. Las dos innovaciones decisivas del libro son, por un lado, la comprensión del fenómeno dionisiaco en los griegos: el libro ofrece la primera sicología de ese fenómeno, ve en él la raíz única de todo el arte griego. Lo segundo es la comprensión del socratismo: Sócrates, reconocido por vez primera como instrumento de la disolución griega, como
décadent
típico. «Racionalidad» contra instinto. ¡La racionalidad a cualquier precio, como violencia peligrosa, como violencia que socava la vida! En todo el libro, un profundo, hostil silencio contra el cristianismo. Éste no es ni apolíneo ni dionisiaco; niega todos los valores estéticos, los únicos valores que
El nacimiento de la tragedia
reconoce: el cristianismo es nihilista en el más hondo sentido, mientras que en el símbolo dionisiaco se alcanza el límite extremo de la afirmación. En una ocasión se alude a los sacerdotes cristianos como una «pérfida especie de enanos», de «subterráneos».

2

Este comienzo es extremadamente notable. Yo había descubierto el único símbolo y la única réplica de mi experiencia más íntima que la historia posee, justo por ello había sido yo el primero en comprender el maravilloso fenómeno de lo dionisiaco. Asimismo, por el hecho de reconocer a Sócrates como
décadent
había dado yo una prueba totalmente inequívoca de que la seguridad de mi garra psicológica no es puesta en peligro por ninguna idiosincrasia moral: la moral misma entendida como síntoma de
décadence
es una innovación, una singularidad de primer rango en la historia del conocimiento. ¡Con estas dos ideas había saltado yo muy alto por encima de la lamentable charlatanería, propia de mentecatos, sobre optimismo
contra
pesimismo! Yo fui el primero en ver la auténtica antítesis: el instinto degenerativo, que se vuelve contra la vida con subterránea avidez de venganza ( el cristianismo, la filosofía de Schopenhauer, en cierto sentido ya la filosofía de Platón, el idealismo entero, como formas típicas), y una fórmula de la afirmación suprema, nacida de la abundancia, de la sobreabundancia, un decir sí sin reservas aun al sufrimiento, aun a la culpa misma, aun a todo lo problemático y extraño de la existencia. Este sí último, gozosísimo, exuberante, arrogantísimo dicho a la vida no es sólo la intelección suprema, sino también la más honda, la más rigurosamente confirmada y sostenida por la verdad y la ciencia. No hay que sustraer nada de lo que existe, nada es superfluo; los aspectos de la existencia rechazados por los cristianos y otros nihilistas pertenecen incluso a un orden infinitamente superior, en la jerarquía de los valores, que aquello que el instinto de
décadence
pudo lícitamente aprobar, llamar bueno. Para captar esto se necesita coraje y, como condición de él, un exceso de fuerza: pues nos acercamos a la verdad exactamente en la medida en que al coraje le es
lícito
osar ir hacia delante, exactamente en la medida de la fuerza. El conocimiento, el decir sí a la realidad, es para el fuerte una necesidad, así como son una necesidad para el débil, bajo la inspiración de su debilidad, la cobardía y la huida frente a la realidad, el «ideal». El débil no es dueño de conocer: los
décadents
tienen necesidad de la mentira, ella es una de sus condiciones de conservación. Quien no sólo comprende la palabra «dionisiaco», sino que se comprende a sí mismo en ella, no necesita ninguna refutación de Platón, o del cristianismo, o de Schopenhauer, huele la putrefacción.

3

En qué medida, justo con esto, había encontrado yo el concepto de lo «trágico» y había llegado al conocimiento definitivo de lo que es la sicología de la tragedia, es cosa que he vuelto a exponer últimamente en el
Crepúsculo de los ídolos
, p. 139. «El decir sí a la vida incluso en sus problemas más extraños y duros; la voluntad de vida, regocijándose en su propia
inagotabilidad
al sacrificar a sus tipos más altos, a eso fue a lo que yo llamé dionisiaco, eso fue lo que yo adiviné como puente que lleva a la sicología del poeta trágico. No para desembarazarse del espanto y la compasión, no para purificarse de un afecto peligroso mediante una vehemente descarga de ese afecto —así lo entendió Aristóteles— sino para, más allá del espanto y la compasión, ser nosotros mismos el eterno placer del devenir, ese placer que incluye en sí también el placer de destruir». En este sentido tengo derecho a considerarme el primer filósofo trágico, es decir, la máxima antítesis y el máximo antípoda de un filósofo pesimista. Antes de mí no existe esta transposición de lo dionisiaco a un
pathos
filosófico: falta la sabiduría trágica; en vano he buscado indicios de ella incluso en los grandes griegos de la filosofía, los de los dos siglos anteriores a Sócrates. Me ha quedado una duda con respecto a Heráclito, en cuya cercanía siento más calor y me encuentro de mejor humor que en ningún otro lugar. La afirmación del fluir y del aniquilar, que es lo decisivo en la filosofía dionisiaca, el decir sí a la antítesis y a la guerra, el devenir, el rechazo radical incluso del concepto mismo de «ser»; en esto tengo que reconocer, en cualquier circunstancia, lo más afín a mí entre lo que hasta ahora se ha pensado. La doctrina del «eterno retorno», es decir, del ciclo incondicional, infinitamente repetido, de todas las cosas, esta doctrina de Zaratustra
podría
, en definitiva, haber sido enseñada también por Heráclito. Al menos la Estoa, que ha heredado de Heráclito casi todas sus ideas fundamentales, conserva huellas de esa doctrina.

4

En este escrito deja oír su voz una inmensa esperanza. Yo no tengo, en definitiva, motivo alguno para renunciar a la esperanza de un futuro dionisiaco de la música. Adelantemos nuestra mirada un siglo, supongamos que mi atentado contra los milenios de contranaturaleza y de violación del hombre tiene éxito. Aquel nuevo partido de la vida que tiene en sus manos la más grande de todas las tareas, la cría selectiva de la humanidad, incluida la inexorable aniquilación de todo lo degenerado y parasitario, hará posible de nuevo en la tierra aquella demasía de vida de la cual tendrá que volver a nacer también el estado dionisiaco. Yo prometo una edad trágica: el arte supremo en el decir sí a la vida, la tragedia, volverá a nacer cuando la humanidad tenga detrás de sí la conciencia de las guerras más duras, pero más necesarias, sin sufrir por ello. A un psicólogo le sería lícito añadir incluso que lo que en mis años jóvenes oí yo en la música wagneriana no tiene nada que ver en absoluto con Wagner; que cuando yo describía la música dionisiaca describía aquello que yo había oído, que yo tenía que trasponer y transfigurar instintivamente todas las cosas al nuevo espíritu que llevaba dentro de mí. La prueba de ello, tan fuerte como sólo una prueba puede serlo, es mi escrito
Wagner en Bayreuth
: en todos los pasajes psicológicamente decisivos se habla únicamente de mí, es lícito poner sin ningún reparo mi nombre o la palabra «Zaratustra» allí donde el texto pone la palabra «Wagner». La entera imagen del artista ditirámbico es la imagen del poeta preexistente del
Zaratustra
, dibujado con abismal profundidad y sin rozar siquiera un solo instante la realidad wagneriana. Wagner mismo tuvo una noción de ello; no se reconoció en aquel escrito. Asimismo, «el pensamiento de Bayreuth» se había transformado en algo que no será un concepto enigmático para los conocedores de mi
Zaratustra
, en aquel gran mediodía en que los elegidos entre todos se consagran a la más grande de todas las tareas ¿quién sabe? La visión de una fiesta que yo viviré todavía. El
pathos
de las primeras páginas pertenece a la historia universal; la mirada de que se habla en la página séptima es la genuina mirada de Zaratustra; Wagner, Bayreuth, toda la pequeña miseria alemana es una nube en la que se refleja un infinito espejismo del futuro. Incluso psicológicamente, todos los rasgos de mi naturaleza propia están inscritos en la de Wagner, la yuxtaposición de las fuerzas más luminosas y fatales, la voluntad de poder como jamás hombre alguno la ha poseído, la valentía brutal en lo espiritual, la fuerza ilimitada para aprender sin que la voluntad de acción quedase oprimida por ello. Todo en este escrito es un presagio: la cercanía del retorno del espíritu griego, la necesidad de
Antialejandros
que vuelvan a atar el nudo gordiano de la cultura griega, después de que ha sido desatado. Óigase el acento histórico-universal con que se introduce en la página 30 el concepto de «mentalidad trágica»: todos los acentos de este escrito pertenecen a la historia universal. Ésta es la «objetividad» más extraña que puede existir: la absoluta certeza sobre lo que yo soy se proyectó sobre cualquier realidad casual, la verdad sobre mí dejaba oír su voz desde una horrorosa profundidad. En la página 71 se describe y anticipa con incisiva seguridad el estilo del
Zaratustra
; y jamás se encontrará una expresión más grandiosa para describir el acontecimiento Zaratustra, el acto de una gigantesca purificación y consagración de la humanidad, que la que fue hallada en las páginas 43-46.

Las Intempestivas

1

Las cuatro
Intempestivas
son íntegramente belicosas. Demuestran que yo no era ningún «Juan el Soñador», que me gusta desenvainar la espada, acaso también que tengo peligrosamente suelta la muñeca. El primer ataque (1873) fue para la cultura alemana, a la que ya entonces miraba yo desde arriba con inexorable desprecio. Una cultura carente de sentido, de sustancia, de meta: una mera «opinión pública». No hay peor malentendido, decía yo, que creer que el gran éxito bélico de los alemanes prueba algo en favor de esa cultura y, mucho menos, su victoria sobre Francia. La segunda
Intempestiva
(1874) descubre lo que hay de peligroso, de corrosivo y envenenador de la vida, en nuestro modo de hacer ciencia: la vida, enferma de este engranaje y este mecanismo deshumanizados, enferma de la «impersonalidad» del trabajador, de la falsa economía de la «división del trabajo». Se pierde la finalidad, esto es, la cultura: el medio, el cultivo moderno de la ciencia, barbariza. En este tratado el «sentido histórico», del cual se halla orgulloso este siglo, fue reconocido por vez primera como enfermedad, como signo típico de decadencia. En la tercera y en la cuarta
Intempestivas
son confrontadas, como señales hacia un concepto superior de cultura, hacia la restauración del concepto de «cultura», dos imágenes del más duro egoísmo, de la más dura cría de un ego, tipos intempestivos
par excellence
, llenos de soberano desprecio por todo lo que a su alrededor se llamaba
Reich
, «cultura», «cristianismo», «Bismarck», «éxito», Schopenhauer y Wagner o, en una sola palabra, Nietzsche.

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