Ecce homo (9 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: Ecce homo
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Entonces mi instinto se decidió implacablemente a que no continuasen aquel ceder ante otros, aquel acompañar a otros, aquel confundirme a mí mismo con otros. Cualquier modo de vida, las condiciones más desfavorables, la enfermedad, la pobreza. Todo me parecía preferible a aquel indigno «desinterés» en que yo había caído, primero por ignorancia, por juventud, pero al que más tarde había permanecido aferrado por pereza, por lo que se llama «sentimiento del deber». Aquí vino en mi ayuda de una manera que no puedo admirar bastante, y justo en el momento preciso, aquella mala herencia de mi padre, en el fondo, una predestinación a una muerte temprana. La enfermedad me sacó con lentitud de todo aquello: me ahorró toda ruptura, todo paso violento y escandaloso. No perdí entonces ninguna benevolencia y conquisté varias más. La enfermedad me proporcionó asimismo un derecho a dar completamente la vuelta a todos mis hábitos: me permitió olvidar, me ordenó olvidar; me hizo el regalo de obligarme a la quietud, al ocio, a aguardar, a ser paciente. ¡Pero esto es lo que quiere decir pensar! Mis ojos, por sí solos, pusieron fin a toda bibliomanía, hablando claro: a la filología: yo quedaba «redimido» del libro, durante años no volví a leer nada ¡el máximo beneficio que me he procurado! El
mí-mismo
más profundo, casi sepultado, casi enmudecido bajo un permanente
tener-que-oír
a otros
sí-mismos
(¡y esto significa, en efecto, leer!), se despertó lentamente, tímido, dubitativo, pero al final volvió a hablar. Nunca he sido tan feliz conmigo mismo como en las épocas más enfermas y más dolorosas de mi vida: basta mirar Aurora, o El caminante y su sombra, para comprender lo que significó esta «vuelta a mí mismo»: ¡una especie suprema de curación! La otra no fue más que una consecuencia de ésta.

5

Humano, demasiado humano
, este monumento de una rigurosa cría de un ego, con la que puse bruscamente fin en mí a toda patraña superior, a todo «idealismo», a todo «sentimiento bello» y a otras debilidades femeninas que se habían infiltrado en mí, fue redactado en sus partes principales en Sorrento; quedó concluido y alcanzó forma definitiva durante un invierno pasado en Basilea, en condiciones incomparablemente peores que las de Sorrento. En el fondo quien tiene sobre su conciencia este libro es el señor Peter Gast, que entonces estudiaba en la Universidad de Basilea y que se hallaba muy ligado a mí. Yo dictaba, con la cabeza dolorida y vendada; él transcribía, él corregía también, él fue, en el fondo, el auténtico escritor, mientras que yo fui meramente el autor. Cuando por fin tuve en mis manos el libro acabado —con profundo asombro de un enfermo grave—, mandé, entre otros, dos ejemplares también a Bayreuth. Por un milagro de sentido en el azar me llegó al mismo tiempo un hermoso ejemplar del texto de
Parsifal
, con una dedicatoria de Wagner a mí, «a su querido amigo Friedrich Nietzsche, Richard Wagner, consejero eclesiástico». Este cruce de los dos libros, a mí me pareció oír en ello un ruido ominoso. ¿No sonaba como si se cruzasen espadas? En todo caso, ambos lo sentimos así: pues ambos callamos. Por este tiempo aparecieron los primeros Bayreuther Blätter. Yo comprendí para qué cosa había llegado el tiempo. ¡Increíble! Wagner se había vuelto piadoso.

6

Del modo como yo pensaba entonces (1876) acerca de mí mismo, de la seguridad tan inmensa con que conocía mi tarea y la importancia histórico-universal de ella, de eso da testimonio el libro entero, pero sobre todo un pasaje muy explícito: sólo que también aquí evité, con mi instintiva astucia, la partícula «yo» y esta vez lancé los rayos de una gloria histórico-universal no sobre Schopenhauer o sobre Wagner, sino sobre uno de mis amigos, el distinguido doctor Paul Rée, por fortuna, un animal demasiado fino para... Otros fueron menos finos: los casos sin esperanza entre mis lectores, por ejemplo el típico catedrático alemán, los he reconocido siempre en el hecho de que, apoyándose en este pasaje, han creído tener que entender todo el libro como realismo superior. En verdad el libro contenía mi desacuerdo con cinco, con seis tesis de mi amigo: sobre esto puede leerse el prólogo a La genealogía de la moral. El pasaje dice así: ¿Cuál es, pues, la tesis principal a que ha llegado uno de los más audaces y fríos pensadores, el autor del libro Sobre el origen de los sentimientos morales (lisez [léase]: Nietzsche, el primer
inmoralista
), en virtud de sus penetrantes e incisivos análisis del obrar humano? «El hombre moral no está más cerca del mundo inteligible que el hombre fisico, pues el mundo inteligible no existe.» Esta frase, templada y afilada bajo los golpes de martillo del conocimiento histórico (lisez [léase]: transvaloración de todos los valores), acaso pueda servir algún día en algún futuro —¡1890!— de hacha para cortar la raíz de la «necesidad metafísica» o de la humanidad, si para bendición o para maldición de ésta, ¿quién podría decirlo? Pero en todo caso es una frase que tiene las más destacadas consecuencias, fecunda y terrible a la vez, que mira al mundo con aquella doble vista que poseen todos los grandes conocimientos.

Aurora
Pensamientos sobre la moral como prejuicio

1

Con este libro empieza mi campaña contra la moral. No es que huela lo mas mínimo a pólvora: en él se percibirán olores completamente distintos y mucho más amables, suponiendo que se tenga alguna finura en la nariz. Ni artillería pesada, ni tampoco ligera: si el efecto del libro es negativo, tanto menos lo son sus medios, esos medios de los cuales se sigue el efecto como una conclusión, no como un cañonazo. El que el lector diga adiós a este libro llevando consigo una cautela esquiva frente a todo lo que hasta ahora se había llegado a honrar e incluso adorar bajo el nombre de moral no está en contradicción con el hecho de que en todo el libro no aparezca ni una sola palabra negativa, ni un solo ataque, ni una sola malignidad, antes bien, repose al sol, orondo, feliz, como un animal marino que toma el sol entre peñascos. En última instancia, yo mismo era ese animal marino: casi cada una de las frases de este libro está ideada, pescada, en aquel caos de peñascos cercano a Génova, en el cual me encontraba solo y aún tenía secretos con el mar. Todavía ahora, si por casualidad toco este libro, casi cada una de sus frases se convierte para mí en un hilo, tirando del cual extraigo de nuevo algo incomparable de la profundidad: toda su piel tiembla de delicados estremecimientos del recuerdo. No es pequeño el arte que lo distingue en retener un poco cosas que se escabullen ligeras y sin ruido, instantes que yo llamo lagartos divinos, retenerlos no, desde luego, con la crueldad de aquel joven dios griego que simplemente ensartaba al pobre lagartillo, pero sí con algo afilado de todos modos, con la pluma. «Hay tantas auroras que todavía no han resplandecido» —esta inscripción india está colocada sobre la puerta que da entrada a este libro. ¿Dónde busca su autor aquella nueva mañana, aquel delicado arrebol no descubierto aún, con el que de nuevo un día ¡ ay, toda una serie, un mundo entero de nuevos días! se inicia? En una transvaloración de todos los valores, en el desvincularse de todos los valores morales, en un decir sí y tener confianza en todo lo que hasta ahora ha sido prohibido, despreciado, maldecido. Este libro que dice sí derrama su luz, su amor, su ternura nada más que sobre cosas malas, les devuelve otra vez «el alma», la buena conciencia, el alto derecho y privilegio de existir. La moral no es atacada, simplemente no es tomada ya en consideración. Este libro concluye con un «¿o acaso?», es el único libro que concluye con un «¿o acaso?».

2

Mi tarea de preparar a la humanidad un instante de suprema autognosis, un gran mediodía en el que mire hacia atrás y hacia delante, en el que se sustraiga al dominio del azar y de los sacerdotes y plantee por vez primera, en su totalidad, la cuestión del ¿por qué?, del ¿para qué?, esta tarea es una consecuencia necesaria para quien ha comprendido que la humanidad
no
marcha por sí misma por el camino recto, que no es gobernada en absoluto por un Dios, que, antes bien, el instinto de la negación, de la corrupción, el instinto de
décadence
ha sido el que ha reinado con su seducción, ocultándose precisamente bajo el manto de los más santos conceptos de valor de la humanidad. El problema de la procedencia de los valores morales es para mí un problema de primer rango, porque condiciona el futuro de la humanidad. La exigencia de que se debe creer que en el fondo todo se encuentra en las mejores manos, que un libro, la Biblia, proporciona una tranquilidad definitiva acerca del gobierno y la sabiduría divinos en el destino de la humanidad, esa exigencia representa, retraducida a la realidad, la voluntad de no dejar aparecer la verdad sobre el lamentable contrapolo de esto, a saber, que la humanidad ha estado hasta ahora en las peores manos, que ha sido gobernada por los fracasados, por los astutos vengativos, los llamados «santos», esos calumniadores del mundo y violadores del hombre. El signo decisivo en que se revela que el sacerdote (incluidos los sacerdotes enmascarados, los filósofos) se ha enseñoreado de todo, y no sólo de una determinada comunidad religiosa, el signo en que se revela que la moral de la
décadence
, la voluntad de final, se considera como moral en sí, es el valor incondicional que en todas partes se concede a lo no-egoísta y la enemistad que en todas partes se dispensa a lo egoísta. A quien esté en desacuerdo conmigo en este punto lo considero infectado. Pero todo el mundo está en desacuerdo conmigo. Para un fisiólogo tal antítesis de valores no deja ninguna duda. Cuando dentro del organismo el órgano más diminuto deja, aunque sea en medida muy pequeña, de proveer con total seguridad a su autoconservación, a la recuperación de sus fuerzas, a su «egoísmo», entonces el todo degenera. El fisiólogo exige la amputación de la parte degenerada, niega toda solidaridad con lo degenerado, está completamente lejos de sentir compasión por ello. Pero el sacerdote quiere precisamente la degeneración del todo, de la humanidad: por ello conserva lo degenerado; a ese precio domina él a la humanidad. ¿Qué sentido tienen aquellos conceptos-mentiras, los conceptos auxiliares de la moral, «alma», «espíritu», «voluntad libre», «Dios», sino el de arruinar fisiológicamente a la humanidad? Cuando se deja de tomar en serio la auto conservación, el aumento de fuerzas del cuerpo, es decir, de la vida, cuando de la anemia se hace un ideal, y del desprecio del cuerpo «la salud del alma», ¿qué es esto más que una receta para la
décadence
? La pérdida del centro de gravedad, la resistencia contra los instintos naturales, en una palabra, el «desinterés» —a esto se ha llamado hasta ahora moral. Con
Aurora
yo fui el primero en entablar la lucha contra la moral de la renuncia a sí mismo.

La gaya ciencia
(«la gaya scienza»)

1

Aurora
es un libro que dice sí, un libro profundo, pero luminoso y benévolo. Eso mismo puede afirmarse también, y en grado sumo, de
La gaya ciencia
: casi en cada una de sus frases van tiernamente unidas de la mano profundidad y petulancia. Unos versos que expresan la gratitud por el más prodigioso mes de enero que yo he vivido —el libro entero es regalo suyo— revelan suficientemente la profundidad desde la que aquí se ha vuelto
gaya
la «ciencia»:

Oh tú, que con dardo de fuego

el hielo de mi alma has roto,

para que ahora ésta con estruendo

se lance al mar de su esperanza suprema:

cada vez más luminosa y más sana,

libre en la obligación más afectuosa,

¡así es como ella ensalza tus prodigios,

bellísimo Enero!

Lo que «esperanza suprema» significa aquí, ¿quién puede tener dudas sobre ello al ver refulgir, como conclusión del libro cuarto, la belleza diamantina de las primeras palabras del
Zaratustra
? ¿O al leer las frases graníticas del final del libro tercero, con las cuales se reduce a fórmulas por vez primera un destino para todos los tiempos? Las
Canciones del Príncipe Vogelfrei
, compuestas en su mayor parte en Sicilia, recuerdan de modo explícito el concepto provenzal de la «gaya scienza», aquella unidad de cantor, caballero y espíritu libre que hace que aquella maravillosa y temprana cultura de los provenzales se distinga de todas las culturas ambiguas; sobre todo la poesía última de todas,
Al mistral
, una desenfrenada canción de danza, en la que, ¡con permiso!, se baila por encima de la moral, es un provenzalismo perfecto.

Así habló Zaratustra
Un libro para todos y para nadie

1

Voy a contar ahora la historia del
Zaratustra
. La concepción fundamental de la obra, el pensamiento del eterno retorno, esa fórmula suprema de afirmación a que puede llegarse en absoluto, es de agosto del año 1881: se encuentra anotado en una hoja a cuyo final está escrito: «A 6.000 pies más allá del hombre y del tiempo» Aquel día caminaba yo junto al lago de Silvaplana a través de los bosques; junto a una imponente roca que se eleva en forma de pirámide no lejos de Surlei, me detuve. Entonces me vino ese pensamiento. Si a partir de aquel día vuelvo algunos meses hacia atrás, encuentro como signo precursor un cambio súbito y, en lo más hondo, decisivo de mi gusto, sobre todo en la música. Acaso sea lícito considerar el
Zaratustra
entero como música; ciertamente una de sus condiciones previas fue un renacimiento en el arte de oír. En una pequeña localidad termal de montaña, no lejos de Vicenza, en Recoaro, donde pasé la primavera del año 1881, descubrí juntamente con mi maestro y amigo Peter Gast, también él un «renacido», que el fénix Música pasaba volando a nuestro lado con un plumaje más ligero y más luminoso del que nunca había exhibido. Si, por el contrario, cuento a partir de aquel día hacia delante, hasta el parto, que ocurrió de manera repentina y en las circunstancias más inverosímiles en febrero de 1883 —la parte final, esa misma de la que he citado algunas frases en el Prólogo, fue concluida exactamente en la hora sagrada en que Richard Wagner moría en Venecia, resultan dieciocho meses de embarazo. Este número de justamente dieciocho meses podría sugerir, al menos entre budistas, la idea de que en el fondo yo soy un elefante hembra. Al período intermedio corresponde
La gaya ciencia
, que contiene cien indicios de la proximidad de algo incomparable; al final ella misma ofrece ya el comienzo del
Zaratustra
; en el penúltimo apartado de su libro cuarto ofrece el pensamiento fundamental del
Zaratustra
. Asimismo corresponde a este período intermedio aquel
Himno a la vida
(para coro mixto y orquesta) cuya partitura ha aparecido hace dos años en E.W. Fritzsch, de Leipzig, síntoma no insignificante tal vez de la situación de pese año, en el cual el
pathos
afirmativo
par excellence
, llamado por mí el
pathos
trágico, moraba dentro de mí en grado sumo. Alguna vez en el futuro se cantará ese himno en memoria mía. El texto, lo anoto expresamente, pues circula sobre esto un malentendido, no es mío: es la asombrosa inspiración de una joven rusa con quien entonces mantenía amistad, la señorita Lou von Salomé. Quien sepa extraer un sentido a las últimas palabras del poema adivinará la razón por la que yo lo preferí y admiré: esas palabras poseen grandeza. El dolor no es considerado como una objeción contra la vida: «Si ya no te queda ninguna felicidad que darme, ¡bien!, aún tienes tu sufrimiento». Quizá también mi música posea grandeza en ese pasaje. (La nota final del oboe es un do bemol, no un do. Errata de imprenta.) El invierno siguiente lo viví en aquella graciosa y tranquila bahía de Rapallo, no lejos de Génova, enclavada entre Chiavari y el promontorio de Portofino. Mi salud no era óptima; el invierno, frío y sobremanera lluvioso; un pequeño
albergo
[fonda], situado directamente junto al mar, de modo que por la noche el oleaje imposibilitaba el sueño, ofrecía, casi en todo, lo contrario de lo deseable. A pesar de ello, y casi para demostrar mi tesis de que todo lo decisivo surge «a pesar de», mi
Zaratustra
nació en ese invierno y en esas desfavorables circunstancias. Por la mañana yo subía en dirección sur, hasta la cumbre, por la magnífica carretera que va hacia Zoagli, pasando junto a los pinos y dominando ampliamente con la vista el mar; por la tarde, siempre que la salud me lo permitía, rodeaba la bahía entera de Santa Margherita, hasta llegar detrás de Portofino. Este lugar y este paisaje se han vuelto aún más próximos a mi corazón por el gran amor que el inolvidable emperador alemán Federico III sentía por ellos; yo me hallaba de nuevo casualmente en esta costa en el otoño de 1886 cuando él visitó por última vez este pequeño olvidado mundo de felicidad. En estos dos caminos se me ocurrió todo el primer
Zaratustra
, sobre todo Zaratustra mismo en cuanto tipo: más exactamente, éste me asaltó.

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