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Authors: Friedrich Nietzsche

Ecce homo (4 page)

BOOK: Ecce homo
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Con el problema de la alimentación se halla muy estrechamente ligado el problema del lugar y del clima. Nadie es dueño de vivir en todas partes; y quien ha de solucionar grandes tareas que exigen toda su fuerza tiene aquí incluso una elección muy restringida. La influencia del clima sobre el metabolismo, sobre su retardación o su aceleración, llega tan lejos que un desacierto en la elección del lugar y del clima no sólo puede alejar a cualquiera de su tarea, sino llegar incluso a sustraérsela del todo: no consigue verla jamás. El vigor animal no se ha hecho nunca en él lo bastante grande para alcanzar aquella libertad desbordante que penetra hasta lo más espiritual y en la que alguien conoce: esto sólo yo puedo hacerlo. Una inercia intestinal, aun muy pequeña, convertida en un mal hábito basta para hacer de un genio algo mediocre, algo «alemán»; el clima alemán, por sí solo, es suficiente para desalentar a intestinos robustos e incluso nacidos para el heroísmo. El
tempo
[ritmo] del metabolismo mantiene una relación precisa con la movilidad o la torpeza de los pies del espíritu; el «espíritu» mismo, en efecto, no es más que una especie de ese metabolismo. Examinemos en qué lugares hay y ha habido hombres ricos de espíritu, donde el ingenio, el refinamiento, la maldad formaban parte de la felicidad, donde el genio tuvo su hogar de manera casi necesaria: todos ellos poseen un aire magníficamente seco. París, la Provenza, Florencia, Jerusalén, Atenas... estos nombres demuestran una cosa: el genio está condicionado por el aire seco, por el cielo puro, es decir, por un metabolismo rápido, por la posibilidad de recobrar una y otra vez cantidades grandes, incluso gigantescas, de fuerza. Tengo ante mis ojos un caso en que un espíritu dotado de una constitución notable y libre se volvió estrecho, encogido, se convirtió en un especialista y en un avinagrado, meramente por falta de finura de instintos en asuntos climáticos. Y yo mismo habría acabado por poder convertirme en ese caso si la enfermedad no me hubiera forzado a razonar, a reflexionar sobre la razón que hay en la realidad. Ahora que, tras prolongada ejercitación, leo en mí mismo como en un instrumento muy delicado y fiable los influjos de origen climático y meteorológico, y ya en un pequeño viaje, de Turín a Milán por ejemplo, calculo fisiológicamente en mí la variación de grados en la humedad del aire, pienso con terror en el hecho siniestro de que mi vida, exceptuando estos diez últimos años, no ha transcurrido más que en lugares falsos y realmente prohibidos para mí. Naumburgo, Schulpforta, Turingia en general, Leipzig, Basilea… otros tantos lugares nefastos para mi fisiología. Si yo no tengo ni un solo recuerdo agradable de mi infancia ni de mi juventud, sería una estupidez aducir aquí las llamadas causas «morales», por ejemplo, la indiscutible falta de compañía adecuada, pues esta falta existe ahora como ha existido siempre, sin que ella me impida ser jovial y valiente. La ignorancia
in physiologicis
[en cuestiones de fisiología] —el maldito «idealismo»— es la auténtica fatalidad en mi vida, lo superfluo y estúpido en ella, algo de lo que no salió nada bueno y para lo cual no hay ninguna compensación, ningún descuento. Por las consecuencias de este «idealismo» me explico yo todos los desaciertos, todas las grandes aberraciones del instinto y todas las «modestias» que me han apartado de la tarea de mi vida; así, por ejemplo, el haberme hecho filólogo; ¿por qué no, al menos, médico o cualquier otra cosa que abra los ojos? En mi época de Basilea toda mi dieta espiritual, incluida la distribución de la jornada, fue un desgaste completamente insensato de fuerzas extraordinarias, sin tener una recuperación de ellas que cubriese de alguna manera aquel consumo, sin siquiera reflexionar sobre el consumo y su compensación. Faltaba todo cuidado de sí un poco más delicado, toda
protección
procedente de un instinto que impartiese órdenes, era un equipararse a cualquiera, un «desinterés», un olvidar la distancia propia, algo que no me perdonaré jamás. Cuando me encontraba casi al final comencé a reflexionar, por el
hecho
de encontrarme así, sobre esta radical sinrazón de mi vida. el «idealismo». la enfermedad fue lo que me condujo a la razón.

3

La elección en la alimentación; la elección de clima y lugar; la tercera cosa en la que por nada del mundo es licito cometer un desacierto es la elección de la especie propia de recrearse. También aquí los límites de lo permitido, es decir, de lo útil a un espíritu que sea
sui generis
[peculiar] son estrechos, cada vez más estrechos. En mi caso toda lectura forma parte de mis recreaciones: en consecuencia, forma parte de aquello que me libera a mí de mí, que me permite ir a pasear por ciencias y almas extrañas, cosa que yo no tomo ya en serio. La lectura me recrea precisamente de mi seriedad. En épocas de profundo trabajo no se ve libro alguno cerca de mí; me guardaría bien de dejar hablar y aun menos pensar a alguien cerca de mí. Y esto es lo que significaría, en efecto, leer. ¿Se ha observado realmente que, en aquella profunda tensión a que el embarazo condena al espíritu y, en el fondo, al organismo entero, ocurre que el azar, que toda especie de estímulo venido de fuera influyen de un modo demasiado vehemente, «golpean» con demasiada profundidad? Hay que evitar en lo posible el azar, el estímulo venido de fuera; un emparedarse dentro de sí forma parte de las primeras corduras instintivas del embarazo espiritual. ¿Permitiré que un pensamiento ajeno escale secretamente la pared? Y esto es lo que significaría, en efecto, leer. A las épocas de trabajo y fecundidad sigue el tiempo de recrearse: ¡acercaos, libros agradables, ingeniosos, inteligentes! ¿Serán libros alemanes? Tengo que retroceder medio año para sorprenderme con un libro en la mano. ¿Cuál era? Un magnífico estudio de Víctor Brochard,
Les Sceptiques Grecs
[Los escépticos griegos], en el que se utilizan mucho también mis
Laertiana
[Estudios sobre Laercio] ¡Los escépticos, el único tipo respetable entre el pueblo de los filósofos, pueblo de doble y hasta de quíntuple sentido! Por lo demás, casi siempre me refugio en los mismos libros, un número pequeño en el fondo, que han demostrado estar hechos precisamente para mí. Acaso no esté en mi naturaleza el leer muchas y diferentes cosas: una sala de lectura me pone enfermo. Tampoco está en mi naturaleza el amar muchas o diferentes cosas. Cautela, incluso hostilidad contra libros nuevos forman parte de mi instinto, antes que «tolerancia»,
largeur de cceur
[amplitud de corazón] y cualquier otro «amor al prójimo» En el fondo yo retorno una y otra vez a un pequeño número de franceses antiguos: creo únicamente en la cultura francesa y considero un malentendido todo lo demás que en Europa se autodenomina «cultura», para no hablar de la cultura alemana. Los pocos casos de cultura elevada que yo he encontrado en Alemania eran todos de procedencia francesa, ante todo la señora Cósima Wagner, la primera voz, con mucho, en cuestiones de gusto que yo he oído. El que a Pascal no lo lea, sino que lo ame como a la más instructiva víctima del cristianismo, asesinado con lentitud, primero corporalmente, después psicológicamente, cual corresponde a la entera lógica de esa forma horrorosa entre todas de inhumana crueldad; el que yo tenga en mi espíritu, ¡quién sabe!, acaso también en mi cuerpo algo de la petulancia de Montaigne; el que mi gusto de artista no defienda sin rabia los nombres de Molière, Corneille y Racine contra un genio salvaje como Shakespeare: esto no excluye, en definitiva, el que también los franceses recentísimos sean para mí una compañía encantadora. No veo en absoluto en qué siglo de la historia resultaría posible pescar de un solo golpe psicólogos tan curiosos y a la vez tan delicados como en el París de hoy: menciono como ejemplos —pues su número no es pequeño— a los señores Paul Bourget, Pierre Loti, Gyp, Meilhac, Anatole France, Jules Lemaitre, o, para destacar a uno de la raza fuerte, un auténtico latino, al que quiero especialmente, Guy de Maupassant. Dicho entre nosotros, prefiero esta generación incluso a sus grandes maestros, todos los cuales están corrompidos por la filosofía alemana: el señor Taine, por ejemplo, por Hegel, al que debe su incomprensión de grandes hombres y de grandes épocas. A donde llega Alemania, corrompe la cultura. La guerra es lo que ha «redimido» al espíritu en Francia. Stendhal, uno de los más bellos azares de mi vida —pues todo lo que en ella hace época lo ha traído hasta mí el azar, nunca una recomendación— es totalmente inapreciable, con su anticipador ojo de psicólogo, con su garra para los hechos, que trae al recuerdo la cercanía del gran realista (
ex ungue Napoleonem
[por la uña se reconoce a Napoleón;]) y finalmente, y no es lo de menos, en cuanto ateísta honesto, una especie escasa y casi inencontrable en Francia —sea dicho esto en honor de Prosper Mérimée ¿Acaso yo mismo estoy un poco envidioso de Stendhal? Me quitó el mejor chiste de ateísta, un chiste que precisamente yo habría podido hacer: «La única disculpa de Dios es que no existe.» Yo mismo he dicho en otro lugar: ¿cuál ha sido hasta ahora la máxima objeción contra la existencia? Dios.

4

El concepto supremo del lírico me lo ha proporcionado
Heinrich Heine
. En vano busco en los imperios todos de los milenios una música tan dulce y tan apasionada. Él poseía aquella divina maldad sin la cual soy yo incapaz de imaginarme lo perfecto; yo estimo el valor de hombres, de razas, por el grado de necesidad con que no pueden concebir a Dios separado del sátiro. ¡Y cómo maneja el alemán! Alguna vez se dirá que Heine y yo hemos sido, a gran distancia, los primeros virtuosos de la lengua alemana, a una incalculable lejanía de todo lo que simples alemanes han hecho con ella. Yo debo tener necesariamente una afinidad profunda con el
Manfredo
de
Byron
: todos esos abismos los he encontrado dentro de mí, a los trece años ya estaba yo maduro para esa obra. No tengo una palabra, sólo una mirada, para quienes se atreven a pronunciar la palabra
Fausto
en presencia del
Manfredo
. Los alemanes son incapaces de todo concepto de grandeza: prueba, Schumann. Propiamente por rabia contra este empalagoso sajón he compuesto yo una anti-obertura para el
Manfredos
, de la cual dijo Hans von Bülow que no había visto jamás nada igual en papel de música: que era un estupro cometido con Euterpe. Cuando busco mi fórmula suprema para definir a Shakespeare, siempre encuentro tan sólo la de haber concebido el tipo de César. Algo así no se adivina, se es o no se es. El gran poeta se nutre únicamente de su realidad, hasta tal punto que luego no soporta ya su obra. Cuando he echado una mirada a mi Zaratustra, me pongo después a andar durante media hora de un lado para otro de mi cuarto, incapaz de dominar una insoportable convulsión de sollozos. No conozco lectura más desgarradora que Shakespeare: ¡cuánto tiene que haber sufrido un hombre para necesitar hasta tal grado ser un bufón! ¿Se comprende el
Hamlet
? No la duda, la certeza es lo que vuelve loco. Pero para sentir así es necesario ser profundo, ser abismo, ser filósofo. Todos nosotros tenemos miedo de la verdad. Y, lo confieso: instintivamente estoy seguro y cierto de que lord Bacon es el iniciador, el auto-torturador experimental de esta especie de literatura, la más siniestra de todas: ¿qué me importa la miserable charlatanería de esas caóticas y planas cabezas norteamericanas? Pero la fuerza para el realismo más poderoso de la visión no sólo es compatible con la más poderosa fuerza para la acción, para lo monstruoso de la acción, para el crimen, los presupone
incluso
. No conocemos, ni de lejos, suficientes cosas de lord Bacon, el primer realista en todo sentido grande de esta palabra, para saber todo lo que él ha hecho, lo que él ha querido, lo que él ha experimentado dentro de sí. Y ¡al diablo, señores críticos! Suponiendo que yo hubiera bautizado mi
Zaratustra
con un nombre ajeno, el de Richard Wagner por ejemplo, la perspicacia de dos milenios no habría bastado para adivinar que el autor de
Humano, demasiado humano
es el visionario del Zaratustra.

5

Ahora que estoy hablando de las recreaciones de mi vida necesito decir una palabra para expresar mi gratitud por aquello que, con mucho, más profunda y cordialmente me ha recreado. Esto ha sido, sin ninguna duda, el trato íntimo con Richard Wagner. Doy por poco el resto de mis relaciones humanas; mas por nada del mundo quisiera yo apartar de mi vida los días de Tribschen, días de confianza, de jovialidad, de azares sublimes, de instantes profundos. No sé las vivencias que otros habrán tenido con Wagner: sobre nuestro cielo no pasó jamás nube alguna. Y con esto vuelvo una vez más a Francia; no tengo argumentos, tengo simplemente una mueca de desprecio contra los wagnerianos
et hocgenus omne
[y toda esa gente] que creen honrar a Wagner encontrándolo semejante a sí mismos. Dado que yo soy extraño, en mis instintos más profundos, a todo lo que es alemán, hasta el punto de que la mera proximidad de una persona alemana me retarda la digestión, el primer contacto con Wagner fue también el primer respiro libre en mi vida: lo sentí, lo veneré como tierra extranjera, como antítesis, como viviente protesta contra todas las «virtudes alemanas» Nosotros, los que respiramos de niños el aire cenagoso de los años cincuenta, somos por necesidad pesimistas respecto al concepto de «alemán»; nosotros no podemos ser otra cosa que revolucionarios, nosotros no admitiremos ningún estado de cosas en que domine el santurrón. Me es completamente indiferente el que el santurrón represente hoy la comedia vestido con colores distintos, el que se vista de escarlata o se ponga uniformes de húsar. ¡Bien! Wagner era un revolucionario; huía de los alemanes. Quien es artista no tiene, en cuanto tal, patria alguna en Europa excepto en París; la
délicatesse
[delicadeza] en todos los cinco sentidos del arte presupuesta por el arte de Wagner, la mano para las
nuances
[matices], la morbosidad psicológica se encuentran únicamente en París. En ningún otro sitio se tiene esa pasión en cuestiones de forma, esa seriedad en la
mise en scène
[puesta en escena] es la seriedad parisiense
par excellence
. En Alemania no se tiene ni la menor idea de la gigantesca ambición que alienta en el alma de un artista parisiense. El alemán es bondadoso, Wagner no lo era en absoluto. Pero ya he dicho bastante (en
Más allá del bien y del mal
, pp. 256 s.) sobre cuál es el sitio a que Wagner corresponde, sobre quiénes son sus parientes más próximos: es el tardío romanticismo francés, aquella especie arrogante y arrebatadora de artistas como Delacroix, como Berlioz, con un
fond
[fondo] de enfermedad, de incurabilidad en su ser, puros fanáticos de la expresión, virtuosos de arriba abajo... ¿Quién fue el primer partidario inteligente de Wagner? Charles Baudelaire, el primero también en entender a Delacroix, Baudelaire, aquel
décadent
típico, en el que se ha reconocido una generación entera de artistas, acaso él haya sido también el último. ¿Lo que no le he perdonado nunca a Wagner? El haber condescendido con los alemanes, el haberse convertido en alemán del
Reich
. A donde Alemania llega, corrompe la cultura.

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