Efectos secundarios (11 page)

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Authors: Almudena Solana Bajo

BOOK: Efectos secundarios
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II

En la residencia se compraban muchos comprimidos en envases clínicos de quinientas unidades. Solo uno le hizo falta para saber que no sería el último y que, como los ancianos de su centro de mayores, pese a los suaves efectos adversos, que dejaban un recuerdo de cierto cansancio de sus músculos, lo ayudaría a vivir mejor en una vida sin nada.

Orfidal, marca registrada, Wyeth...
ey, Wyeth,... come on
... Pronunciar este nombre era como animarse químicamente a un
laisser faire.
Era también hacer un corte de mangas entre almohadones a la angustia peleona o lanzarse a un último brindis al sol de un último
carpe diem
tan diminuto como esas pastillas redonditas y dispuestas en ese rectángulo crujiente y plateado dentro de su caja de cincuenta comprimidos. Unas pastillas que le parecían hasta coquetas, dulcemente enfiladas, una detrás de la otra. Una al lado de la otra, cada una en su sitio, ninguna fuera de lugar.

La dosis recomendada no fue suficiente para combatir el cansancio mental, ese que siempre llega tras la simulación de actividad y aburrimiento frenético. Por eso tomó vacaciones cinco días. En realidad podría parecer que él mismo tuviera programada una pequeña luna de miel, como su amigo. El día de la boda de Lexatin, Orfidal desapareció, se fue a una casa rural situada en un extraño paraje.

Todo le parecía insólito. Luego el encanto suprimió cualquier duda.

La casa estaba regentada por un matrimonio de sordos. Tenía la dimensión adecuada como para ser considerada casa. Casa grande y, sin embargo, coqueta, con sus ocho habitaciones más salón con chimenea, zona de comidas y de juegos de cartas. Era un pequeño hogar, uno de esos que consiguen la perfecta combinación entre puntilla y flor fresca; fregona y visillos. Me refiero a que no debemos pensar en un lugar invadido de moquetas y espesas cortinas de color plata, sino en toda una gama de añiles que se llevaban bien con los blancos de las sábanas y toallas y con otros tantos colores del exterior, tan salvaje.

Era el lugar de prolongada costumbre que necesitaba.

Las arañas, las ratas de campo, ardillas, lagartos, lagartijas, salamandras; las libélulas azules con ojos rojos... Todo ello y unos vecinos totalmente sordos, según descubrió poco a poco, iban a ser sus nuevos acompañantes en algunos otros fines de semana de silencio.

Más adelante supo que el matrimonio de sordos tenía dos hijos varones sordos, de unos cincuenta años, que también trabajaban allí y en la finca de al lado, una casa para actividades al aire libre apoyada por la Organización Nacional de Ciegos, ONCE. Así las cosas, la casa rural podría parecer una residencia especializada, pero nada más lejos de la realidad. El propio Orfidal llegó allí por una recomendación de Internet, sin necesitar para decidirse nada más que leer algunas opiniones favorables. Que él fuera casi el único que escuchaba sin problemas fue una simple coincidencia, ya que durante esos días se alojaban en la casa los residentes sordos de algunas de las habitaciones de la finca de al lado, afectadas por obras de cañerías y canalizaciones.

El silencio era absoluto. Aunque tal vez decir esto no es exacto, sino simplemente una de esas extravagancias desmesuradas que adquirimos al hablar, siempre demasiado categóricas y tan inexactas... Porque, en realidad, salvo para los sordos, no había silencio absoluto, no, ¡es falso! Lo único que no había era ruido. Pero la falta de ruido no es un silencio completo; es otro tipo de sonido, ese que está formado por resonancias insonoras y, sin embargo, llenas de musicalidad; bravías, incansables, como las que Orfidal encontraba debajo del agua, buceando brevemente en la piscina de su centro de trabajo para que sus oídos descansaran un poco del ruido cuando los tapones de goma no eran suficientes.

La acústica en esas pequeñas vacaciones era de una riqueza incalculable, porque le hacía olvidar esos problemas cotidianos relacionados con las bolsas de plástico demasiado estridentes, las cucharas que se caen y, en general, los locales mal insonorizados. Su despacho en la residencia de mayores, por ejemplo, estaba cerca de la zona del comedor. Era tal el ruido que Orfidal casi sabía diferenciar el turno de trabajadores según la cantidad de veces que los cuchillos, tenedores y cucharas se caían al suelo, o simplemente por la forma en que —según qué manos— los dejaban caer, o bien, encestar (a veces, incluso despeñar) en los correspondientes compartimentos dentro de los lavavajillas industriales.

No, ese paraje estaba lleno de cuidados. Y en él no ocurría nada. Ésa es la joya que esconden los lugares de prolongada costumbre. Nada ocurre y sin embargo el tiempo baila dulcemente mientras uno es consciente como en ningún otro lugar de que la vida no chorrea, paso previo al regocijo.

Todo era satisfacción.

En ese mundo sin ruido, nuestro protagonista se calmó como se calmaba de niño, de la misma manera, sin pensar qué más podría ocurrir. La ansiedad desaparecía sin que él mismo se diera cuenta. Tampoco era consciente de que él era el enfermo que estaba necesitando tomar Orfidal, al menos para dormir. En eso se diferenciaba de su amigo Lexatin. En las jornadas de ejercicios espirituales del colegio, lo que para uno era un motivo de diversión para otro era, de verdad, recogimiento.

Con ese recogimiento lo esperaban ahora los libros en la sala de la chimenea situada en la planta baja de la casa rural. No era el único que la frecuentaba, es más, parecía como si todos acudieran a ese lugar con fuego para olvidar las diferencias auditivas. La lectura igualaba todas las discapacidades en aquel silencio de la tarde. Los lectores se sonreían suavemente en los momentos en que los ojos descansaban de letras y levantaban la vista, encontrándose con otros ojos que hacían tranquilamente lo mismo, mirar hacia el frente, hacia arriba, a ningún lado en realidad. En ese entorno Orfidal descubrió los ojos más... cómo decir, más limpios que nunca jamás había encontrado en su vida, ni siquiera entre los mayores de la residencia que dirigía, ni aun lo lograría siquiera sumando todos los ojos del mundo invadidos de cataratas y edad. Ningunos eran tan limpios como los que se encontró allí, en aquella cabeza no tan menuda y muy sonriente. Aquel hombre en paz, recogido pero de enérgico trato, era, aparte de él, la única persona no sorda, según supo después.

Apenas intercambió con él dos palabras. Solo supo que se llamaba Juan, por deseo de su madre. Juan Villamor, con el apellido del padre, y supo también que su edad no era de mentira, aunque nadie le creyera. Leía sin gafas; nadaba cada día; caminaba también.

—Setenta y ocho años... —dijo sonriendo.

Orfidal descubrió después que en realidad Juan no leía aunque tuviera un libro en las manos, y eso resultaba chocante porque aguantaba así horas, divirtiéndose de verdad, leyendo con su imaginación, recordando tal vez lo que le dejaba recordar su mente de memoria caprichosa. Orfidal también descubrió en un cruce fortuito de miradas que le resultaba lejanamente familiar; tenía para él la llaneza de un abuelo lejano; una de esas caras que se quedan columpiando en los recuerdos reconfortantes del pasado. Tal vez esa familiaridad no correspondía ni siquiera a un rostro de algún antecesor, sino, quién sabe, a alguien fortuito del pasado; el dependiente de la tienda de ultramarinos, el señor que vendía dulces en el quiosco cerca del colegio o la imagen publicitaria de un lejano cabrero, de esos que aparecen con carrillos colorados en las montañas del norte degustando tranquilamente kéfir.

No hacía mucho, por ejemplo, había viajado solo a Bulgaria. Y él no lo sabe, pero el hombre de mirada limpia era igual que aquel que saludaba desde una foto en blanco y negro pinchada en la puerta de una casa.

Cuando se viaja, se comparte el tiempo con caras nuevas, nuevos rasgos, otras culturas. En ese viaje que Orfidal realizó por Bulgaria, tuvo por primera vez la sensación de conocer gente que ya había muerto; aparecían en las fotos pinchadas en las puertas de las casas... Eran los obituarios, tan presentes en esas tierras de inmensos bosques y, tal vez, delicados ataúdes.

Una imagen lo impactó, y era la que ahora se repetía en esa mirada limpia. A Orfidal le habría encantado conocer al hombre búlgaro que había muerto hacía dos años, según le descifraron el mensaje que aparecía escrito en el papel en su recuerdo. Y la vida lo compensó, porque, de alguna manera, lo llegó a conocer, a reconocer... Porque, aun sin saber de ellos, se reconoce la lozanía de los hombres buenos. Esos que, si hubiera que resumir, podrían ser los perfectos acompañantes de las granjeras frondosas. Aquellos que, contradiciendo la tradición de los cuentos, no permitirían que esas mujeres con pañoletas cargaran con el cántaro de leche cuando vinieran de las montañas, sino que, solícitos, las acompañarían y les ofrecerían su ayuda a lo largo del paseo por los verdes prados, mientras ellas, al fin, se podrían quitar las pañoletas. De esta manera, la antigua portadora del cántaro podría, al fin, secar el sudor de su nuca, con la melena a favor del viento y los brazos libres en su caída, con la única preocupación de si rozar o no su falda con ellos.

La vida también es de los muertos, porque nunca se van del todo.

Pero volvamos a nuestra historia.

Así era su incondicional Juan Villamor, setenta y ocho años y la sonrisa más amable que jamás había visto. En sus dos nombres agrupó tal vez dos recuerdos, dos sensaciones que fueron necesarias para decidir que, al final, la familiaridad le venía porque se trataba de uno de los residentes de día en su centro de mayores.

Como quiera que fuera, lejos del centro de mayores, de la rutina... inmerso en esa naturaleza apabullante y en ese sonido calmado, Orfidal, por encima de todo, se reconoció a sí mismo. Los días allí lo cambiaron, o tal vez le recordaron cómo era antes. Orfidal (Fido, como lo llamaban de pequeño), un niño querido, lleno de amigos y que, sin embargo, se fue quedando solo por el camino por algo muy concreto, una extraña enfermedad que se instaló en su mente y convertía en amenaza a cualquiera que se cruzara con él. A todos los amigos les encontraba un problema, daba igual si eran hombres o mujeres; cualquiera podía ser el emisario de algo malo.

Orfidal terminó siendo la suma enérgica y agobiante de todos los amigos y conocidos que había ido dejando por el camino. Todos quedaron atrás menos Lexatin, y ni siquiera pudo reunir la fuerza suficiente para ir a su boda.

Pero aún recordaba cómo había sido antes de volverse tremendamente irritable, temeroso, desafiante, enfermizo. En cinco días fue reduciendo la dosis de Orfidal,
Wyeth, come on
, Orfidal... estabiliza tu estado psíquico,
Wyeth, oh yeeeeth
...

Sabía que no era bueno automedicarse ni tomar decisiones a la ligera, pero redujo el tratamiento con lorazepam de 1 miligramo; pasó de tomar la mitad del comprimido a un cuarto. La decisión, pese al desconocimiento, no era caprichosa: Orfidal quería ser de nuevo un Fido grande casi al completo. Un directivo joven de una empresa triste, eso es lo que hay, se dijo.

Pero hasta los prospectos esconden cosas buenas; que no todo son contraindicaciones. Los medicamentos curan, nos ayudan a sobrellevar el dolor y nos dejan más despejados para afrontar la pena cuando se instala, o la tristeza, o el aburrimiento, la ansiedad, las manías... Este prospecto, el de Orfidal Wyeth, como todos, recordaba al final que era una marca registrada y que, como todos también, no podía utilizarse después de la fecha de caducidad... Pero, a este medicamento en concreto —que Orfidal compraba para su centro de mayores de quinientos en quinientos y para él de cincuenta en cincuenta—, lo hacía grande una pequeña aclaración. Porque, si alguien dice en alto que el tratamiento con benzodiacepinas incluido Orfidal, aunque raramente, puede producir amnesia o desempolvar depresiones preexistentes, es como reconocer que el medicamento está hecho para valientes. En su situación no se cumplió la advertencia y, de haber sido así, resultó un cóctel excelente. En cualquier caso, su existencia desempolvada era mejor que su presente, algo parecido a una vida sin nada.

Una vida sin nada, y sin embargo llena en la casa de los visillos y las ventanas abiertas. Sonidos, silencio.

Pero sonó su móvil.

«Imposible», pensó.

Nadie tenía su número. Solo su único amigo, Lexatin.

III

La llamada provenía del centro de mayores. Sabían cómo localizar a su director en situaciones de urgencia. Tom Candle (registrado con su nombre, Voltarén Vela) había aparecido muerto en la residencia y se pensaba que no era una muerte natural. Nadie podía tocar nada, estaban a la espera de que llegara la policía y un médico forense. La escena, por tanto, se mantenía más paralizada de lo que podría congelarse en una obra de teatro o en el rodaje del plano secuencia de un film. En eso también la realidad supera siempre a la ficción; cuando uno muere, se va; ya no se puede volver a levantar. O tal vez sea al revés: la muerte es la única ocasión en la que, al fin, la ficción le demuestra a la realidad su aplastante e incuestionable poder, porque hasta se ríe de ella, porque en la ficción hasta la muerte, igual que viene, se va.

La realidad decía que Tom Candle había muerto.

Fuera, la noche, temprana como el invierno, dejaba en evidencia las luces artificiales que, sin querer, resaltaban la escena. Incluso fotos,
flashes
; en otras circunstancias, habría estado contento el actor.

Los ancianos, entre el primer y el segundo turno de la cena, eran reconducidos por pasillos alternativos para llegar a los mismos lugares; unos al salón del televisor, otros hacia el comedor, todos por zonas del interior sin visión directa al jardín. Había órdenes estrictas de evitar las miradas hacia esa zona exterior lateral, la que más sol recibía durante el día, la del banco cercano a la lavanda. Se pretendía naturalidad en estos traslados por parte del personal del centro; una naturalidad, sin embargo, demasiado enérgica para unos señores calmados a los que nunca nadie antes habían sonreído tanto. Tampoco sus sillas habían sido empujadas con tanto ahínco.

—¿Vamos al salón de la tele por aquí? —«Auxiliar de geriatría» se leía en el uniforme de quien hablaba con una extraña sonrisa congelada en su cara.

Se dirigía a mi madre.

—¿Y mi hijo dónde está? —preguntó ella—. ¡Hace mucho que no viene a verme! Si lo ve, dígale que las pastillas son siempre a la misma hora. Pobrecito mi hijo, qué lástima...

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