Efectos secundarios (7 page)

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Authors: Almudena Solana Bajo

BOOK: Efectos secundarios
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V

Una gota de Viscofresh oxigena mi vista y me hace sentir en la playa, incluso; me regala vacaciones. Junto con Efferalgan, ése es mi medicamento, sí señor. Su principio activo se llama carmelosa sódica, que es algo que así, de entrada, suena bien.

Cuando me duele algo, las pastillas efervescentes oxigenan el agua del vaso y hasta un poco el ambiente, por eso me gusta también Efferalgan, con su paracetamol y todo su ácido cítrico anhidro, bicarbonato sódico, carbonato sódico anhidro, sorbitol, docusato sódico, polividona, sacarina sódica, benzoato de sodio... Éstas son las medicinas que consumimos los que estamos físicamente bien. Aunque eso no lo pone el prospecto, claro. Yo lo he leído. Por primera vez he leído un prospecto; se lo diré a mi hermano mañana.

«He cambiado, Visco.»

Va... Un tío soltero y sin problemas, bueno, yo qué coño sé. Digo que soltero porque no he ido a su boda. Pero los problemas... ésos uno los lleva dentro, como el olor, como la pena. Yo soy fuerte y tengo salud. Ahora tengo un prospecto en mis manos que me habla de algo que llevo haciendo mal toda mi vida.

«Lea todo el prospecto detenidamente antes de empezar a tomar el medicamento. Consérvelo, puede tener que volver a leerlo. Si tiene alguna duda, consulte a su médico o farmacéutico. Este medicamento se le ha recetado a usted y no debe darlo a otras personas.»

No sé, me siento importante, parece que me hablan a mí. Es como si volviera a empezar; como si la vida me permitiera, a mis años, saber de una vez. Quien lee un prospecto y no se fía solo de lo que le dicen ya ha avanzado mucho. A mí, que no había leído ni prospecto ni libro alguno, me ha gustado. Puedo llegar a entender todo ese empeño de diferenciar las dosis de los cuidados. Tomo Efferalgán desde siempre, pero ahora me doy cuenta de que lo he hecho mal toda la vida. Siempre he bebido el agua cuando la pastilla está en pleno burbujeo, como si fuera una chavala que toma rápido rrrrrápido la Fanta de naranja con todo su gas... No. Eso no se hace con los medicamentos, aunque sea el único gusto que uno les encuentre, no... Es necesario esperar a que cese la efervescencia. Tampoco debo utilizar Viscofresh —«esa solución oftálmica estéril»— si el envase monodosis ha cambiado de color. ¡Qué forma de decir las cosas tienen los prospectos! ¿Y yo me estaba perdiendo esto?

Lo voy a guardar, como cuando de pequeña guardaba los sellos usados de las cartas que llegaban a casa, algunas de fuera. Yo creo que la primera vez que vi un avión fue en uno de los sobres que recibía mi madre; decía «por avión» y venía uno dibujado en la parte superior izquierda, mientras el rojo y el azul, dispuestos en diagonal como en las antiguas barberías, recubrían todos los lados, alrededor. Sí, mi madre recibía muchas cartas por avión; ahora es lo habitual, pero en aquel momento no lo era, por eso se especificaba en el sobre: «Por avión.» A nuestra manera, estábamos en movimiento pero quietas, como yo ahora en mi silla de trabajo; mi madre, con la cabeza en todas partes, guardaba las cartas y yo me quedaba los sellos para ampliar la colección. ¿Y mi hermano? Me acuerdo más de los sellos que de él, ni siquiera de niño.

Mañana lo veré cuando volvamos a reunirnos los dos, como toda estirpe, para hacer barullo junto a mi madre, como si fuéramos muchos los involucrados en la familia para que su proceso de ajuste a la habitación y sus nuevas rutinas sean un éxito. A ver si mi hermano está menos agilipollado. He escrito lo que él quería. Bueno, lo que me ha parecido a mí; que borre lo que quiera. Le puedo decir que he leído completos los prospectos de Viscofresh y de Efferalgán, las únicas medicinas que tomo. También le diré que, mira por dónde, leerlos me ha hecho feliz como solo hacen feliz esas cosas que se hacen por primera vez en la vida. Incluso le diré que, no contenta con todo eso, me he dejado llevar por la curiosidad y he investigado más cosas. Ahora sé que mis pastillas efervescentes se fabrican en Agen, Francia, en la avenida del Docteur Jean Bru, en la misma avenida donde otras personas venden flores, según investigué después. Tal vez sea lo mismo. Tal vez las medicinas sean flores, algunas blancas, otras de color.

AUGMENTINE
¡ORO!, ¡COMPRO ORO!
I

Augmentine. Llamaremos así a una de las pocas amigas de Adiro; la única, habíamos dicho. Sí, éste podría ser su nombre. De hecho, eso ya lo pensó su padre, el actor Tom Candle, al ver por primera vez la cara de su hija.

Augmentine (de apellido Vela), cuyo equivalente en nombre real podría ser Valentina, Clementina o algo similar, es una mujer fina —se le notaba desde bebé—, casi frágil, pero de compacta constitución. Por eso su tos, cuando viene, empareja mejor con su robustez que con su delicadeza. No está gorda (no encajaría del todo con su trabajo como
coolhunter
para Zara). Pero sabe disfrutar de los agasajos que le proporciona su profesión de olfateadora de tendencias por el mundo, y se ríe de los excesos de la carne, siempre en el plato, nada más.

La tos llega cuando se presenta una infección. Lo malo es que es bastante proclive a dañarse los bronquios con cualquier hilo de aire acondicionado, un regalo siempre unido a su oficio de viajera. En lo posible, huye de los aviones. Pero resulta difícil, porque los traslados por mar o tierra no son muy factibles; requieren mucho más tiempo del que dispone. La única excepción es el tren, al menos cuando las cosas encajan.

Pero adentrémonos más en su vida.

Le gustaba ir a trabajar a Europa, porque, tras algún trayecto obligado en avión, lo demás eran raíles de tren, su medio de transporte favorito. Por ejemplo, lo tomaba en Madrid por la tarde, a las siete en punto, en la estación de Chamartín, y dormía en él para llegar a París a la mañana siguiente, a la
gare
Austerlitz. También disfrutaba del sol y de los veloces paisajes en la cara cuando dejaba Milán para dar un salto a Roma. El tren, como las lecturas, se adaptaba muy bien a su estado de ánimo y daba respuesta a su cultura delicada. Augmentine, amante de Flaubert, eligió a Guy de Maupassant para acercarse a todo lo que él había dicho sobre el maestro. Por él supo la dulce verdad de que a Flaubert le atraían personajes (como aquella pareja parisina...) de altos anhelos y bajos resultados; aquellos que, tras fracasados años de tentativas, reconocen —o asumen de una vez— que la esperanza no es más que un tipo de vanidad de la que conviene defenderse. Ésta es la última muestra de orgullo antes de aceptar la decepción final camuflada con visillos blancos de honradez, como si el desenlace fuera una decisión propia, ampliamente contrastada: «Lo dejo, no sigo por ese camino.» En lugar de decir: «Abandono.»

Así es la vida de casi todos. «El mundo es de talla mediana», como dice Houellebecq en el arranque de
Lanzarote
. Pero dejemos mis lecturas y volvamos a las de Augmentine.

Devoraba las páginas de Georges Perec o incluso de Tolstoi, con su
Confesión
. Con
La conciencia de Zeno
, de Italo Svevo, lloró como solo lloran los que acostumbran a compadecerse de sí mismos. La pilló triste Svevo a Augmentine. Se recreó en unas líneas de su novela tal vez insignificantes para otros, incluso ni siquiera parecía que fueran significativas en el conjunto de sus cuatrocientas veintidós páginas. Solo para la lectora del tren cobraba especial sentido leer una y otra vez esas frases del autor, esas que explicaban que las lágrimas no expresan simplemente el dolor, sino que lo que expresan es... su historia. Así, la frágil Augmentine recorrió su vida y le parecía una lágrima, y su historia, una gota de agua recorriendo de un lado a otro la gran ventana del tren.

Pero hasta el ánimo ofrece momentos variables. En otro orden de cosas, Augmentine, últimamente, se dejaba acompañar por el libro de Nina Sankovitch, su amiga de Connecticut, su compañera de la Universidad de Tufts. Su título es
Tolstoy and the Purple Chair
, editado por HarperCollins. Tras la muerte de su hermana Anna Marie —a la que también conoció Augmentine—, Nina se encerró un año durante el cual leyó un libro por día, «for pleasure and escape... but also reading to forget». Fue su acto de rebeldía, más que eso, un acto de contrición ante su propia furia, su esfuerzo más grande que dio como resultado el libro que Augmentine tiene entre manos y que ya forma parte del paisaje ahora cuando lo lee... Es la forma que tiene de abrazar a su amiga en la distancia, compartiendo las letras y el duelo en uno de sus días nublados, camino de París.

Pero no pensemos que Augmentine era siempre así, con tendencia a la pena, porque, cuando se terciaba, ni con los ataques de tos perdía la compostura de la risa. Cada día tenía su tono, que podía oscilar entre la profunda melancolía y la «frivolidad
but
culta», un concepto que ella misma se inventó entre risas tomando un
bloody mary
con la redactora jefe de
Vogue
en un
back-stage
de la Mercedes Benz Fashion Week de Madrid del que nadie se quería marchar. En ese caso, cuando tenía esa actitud ante la vida alegre y divertida, en los viajes —incluso por tren— se lanzaba a las revistas de decoración para, inevitablemente, terminar en las de moda con artículos siempre parecidos que hablaban de los lujos asequibles o de esas cosas
cheap but so chic
, que son una forma limitada de acercarse a ese mundo de altos sueños de Flaubert que, al final, se impone a los que quisieron volar y se quedaron en el suelo, leyendo los horóscopos, las últimas recetas de comida sana y ese anuncio de las braguitas
sloggi hot hips
de microfibra, ciento por ciento invisibles que, según resaltaba la publicidad, te hacen sentir como entre ángeles.

Fuera cual fuera el libro que tuviera en sus manos, cuando le llegaba ese suave cansancio que le hacía cerrar los ojos, el tren tamizaba no solo las lecturas, sino todas las experiencias anteriores y la volcaba hacia el inicio de todo, a la renovación total de sí misma.

El leve runrún del tren, hacia

delante,

hacia

atrás

la transportaba, por ejemplo, a los brazos de su padre cuando, aún borracho, le cantaba una nana y ella, de otra manera, se rendía al mundo etílico, al de los sanos sueños.

«Runrún, run mi niña», le cantaba su padre, Tom Candle, acunándola entre ronquidos repentinos que también decían runrún.

Su madre nunca existió para ella, se fue. Por eso sus recuerdos de infancia son huérfanos; el resto de la vida ya no. Pero sí la infancia, esa infancia licuada entre alcohol y biberones de leche ardiendo, que no recuerda en absoluto, pero sabe que existieron porque, cuando una sopa está muy caliente o en una cafetería se exceden con el vapor de la máquina del agua al preparar el té, se hacen presentes en ella los recuerdos no retenidos y, sin embargo, ardientes todavía en su paladar. También sabe, o mejor, intuye, que sus pañales debieron pesar más de la cuenta por el acumulo de horas de pis sin recambio; sabe que de nada le habría servido llorar —en caso de que lo hubiera hecho— y que saciaba el hambre en contacto con el plástico y la tetina de un biberón medianamente limpio, limpiado con escobillas que adecentaban también otros tarros, incluso otras superficies de difícil clasificación. Nunca le faltó nada, de eso está segura, y la relación con su padre (un antiguo galán de cine, ahora retirado y sin trabajo) es directa, sin ambages, con todo el peligro y la maravilla que encierra una relación tan franca. Lo quiere, eso es cierto, muy cierto. Lo quiere mucho y se lo dice cuando lo visita en el apartotel en el que vive; así lo llama él, aunque en realidad es una residencia de ancianos adinerados.

Una vez le dijo a su padre, así, a la cara, que su tos infecciosa era fruto de sus quejas del pasado, que salían ahora a relucir todas juntas, condensadas dentro de los submarinos plateados que recubren el Augmentine Plus 1000/62,5 miligramos, un comprimido de liberación prolongada, blanco y tremendamente grande.

La tos más fuerte la atacó el día que acudió para decirle que estaba embarazada. Ni siquiera lo sabía su amiga Adiro. Un padre está primero, pensó. Pero no se dieron las circunstancias.

—¿No será tos alérgica, Aug? —Así la llamaba.

—No, papá. Llevo así toda la vida —le respondió antes de poder hablar de nada más.

II

Augmentine tampoco se lo pudo comunicar a su marido porque nada fue como esperaba. Quería decirle que estaba embarazada, y que había ocurrido sin que se lo hubieran propuesto. ¿O no? «Que estamos en Babia, Lexatin, que parecemos ignorantes, que...» Por eso se acercó a él con el prospecto en la mano, con el mismo semblante que cuando irrumpía en el salón con el recibo de la última multa de tráfico.

Guerra. Eso es lo que quería.

Y leyó en voz alta lo que decía el prospecto en sus últimas líneas: «Comunique a su médico o farmacéutico si está tomando anticonceptivos orales. Al igual que otros antibióticos, Augmentine puede reducir la eficacia de los anticonceptivos orales, por lo que se deben tomar las precauciones adecuadas.»

Lexatin, ese hombre tranquilo con el que se acababa de casar, levantó la mirada de
La importancia de los peces fluorescentes
y respondió, ausente, como si volviera del fondo del mar.

«Aug —también la llamaba así—, ¿qué pasa?» No había escuchado nada.

Ella, enfadada, no supo aportar nada más a lo que acababa de leer. Por eso dejó la situación en suspenso y desapareció. Se lanzó a la calle en busca del tumulto.

«¡Oro, compro oro...!», gritaba un hombre envuelto en un cartel amarillo.

Jóvenes, viejos, parejas, enfermeras, ejecutivos, personas anuncio, gente que entregaba publicidad... Obesos, flacos, gritones de buen humor, tristes... Profesionales de los arreglos callejeros y de la construcción, gente en paro... Todos. Cualquiera de ellos —y, cuantos más, mejor— serían buena compañía. Adultos, solo quería adultos; gente más o menos locuaz, coherente, sensata... Cualquiera menos niños. Ni niños, ni bebés ni cochecitos de bebés. ¡No, eso no! Solo los adultos con cara de manejar más o menos sus vidas le servirían para olvidar por un rato su insensatez.

La responsable de compras de Zara se sumergió en su tiempo libre en la zona de tiendas más concurrida de la ciudad, algo que no habría hecho nunca en condiciones normales. El ánimo agitado del ambiente emparentó perfectamente con el suyo. Así, sumando ambientes gemelos, consiguió que su cuerpo empezara a olvidar las contracturas de su espalda. Éste fue el paso previo antes de dejarse llevar por la catarata de gente. Ese mundo consumista, en movimiento; esos seres aparentemente elocuentes, los que le daban de comer, en definitiva, la salvaron del susto ante su embarazo. Nadie sabe explicar bien lo que ocurrió después. Pero la realidad fue que la profesional de Zara, alérgica no solo a las campañas de fidelización comercial, sino a todo lo que le recordara su trabajo, buscó, de manera compulsiva, aportar sus datos personales en cuanta firma comercial le augurara los mejores descuentos. Así, recolectó tarjetas de Clinique, Pórtico, Max Mara, Fnac... De esta manera, mientras rellenaba formularios, desmanteló poco a poco sus nervios, mientras Lexatin, su marido, pasaba tranquilamente las páginas del periódico, preocupado por la continua subida del precio del petróleo.

No volvió la tos hasta que reapareció para acompañar a otra preocupación, que compartió por teléfono con Adiro: le contó por fin todo desde el principio e intercambiaron varias exclamaciones... hasta llegar a la pregunta final.

—¿Y las malformaciones, Adi? —Augmentine tosió más fuerte—. Llevo tanto tiempo tomando antibióticos...

—¡Ni pienses en eso!

—Vi el prospecto en Internet, Adi, y lo dice bien claro: «No se recomienda el uso de este medicamento durante el embarazo o la lactancia. En caso necesario, su médico valorará la conveniencia o no de utilizarlo.»

Obtuvo de su amiga todas las respuestas que necesitaba oír. Ya en un banco en esa zona peatonal, descansó en la meca de los depredadores de moda rápida. Desde luego, no hacía falta observar esos andares desacompasados de la gente ni sus desmesurados aspavientos al hablar para darse cuenta de que aquél no era el hábitat de los seguidores silenciosos de la alta costura, el mundo de Augmentine, mejor dicho, el mundo que habría deseado tener. Desde pequeña soñaba con diseñar algún día vestidos maravillosos. Era en esos años cuando se disfrazaba con retales fascinantes de épocas pasadas en los camerinos adonde tantas veces, de niña, solía acompañar a su padre, ya fuera en funciones de teatro o, sobre todo, en los sets de cine. Su padre siempre le decía: «Aug, en el cine te pagan por esperar, básicamente.»

Lo demás eran maquillaje, pruebas, degustaciones que facilitaba el equipo de producción y... jugar con su hija. Quién sabe si, en otra circunstancia, su padre habría jugado con ella. Pero allí, sin poder beber, necesitaba invertir su tiempo en algo y ese algo era ella, una niña fascinada por un mundo muy distinto al de sus compañeros de colegio. En el camerino, para ella transcurrían las horas muy deprisa, mucho más rápido que para su padre, a pesar de que entonces era un galán de cine asediado por cualquiera que pudiera acercarse a él o, incluso, por parte del propio equipo, que también le pedía que le firmara fotos para familiares o amigos de familiares...

Fueron los años más felices de Augmentine. Por eso, para ella, la felicidad siempre estuvo relacionada con la alta costura, o con lo que ella imaginaba que era la alta costura: escenarios maravillosos, telas fascinantes y lentos ademanes. Quería que ése fuera su mundo del futuro, por eso aprendió francés en el colegio, y arte, y humanidades... Después, aleccionada por su padre, no tuvo más remedio que estudiar derecho, convencida como estaba de que el actor siempre tenía razón.

«Hija, el derecho te da la solidez. Así sabrás defenderte, ya lo verás. Vas a sumar dos mundos en uno.»

Pero no fue así. Lo más que consiguió después de una experiencia en una consultoría fue derivar sus pasos al marketing promocional y las ventas para después acceder al otro lado del puente, el reservado a una mujer con buen ojo para aventurarse con éxito en el mundo de las transacciones relacionadas con lo que puede marcar tendencia aun en momentos críticos para el consumo. Sus decisiones siempre dan en el blanco. Toma estilos de aquí y de allá, y señala al equipo de diseño de Zara aquello en lo que conviene trabajar para conseguir una rápida aceptación en el mundo del
prêt-à-porter
.

Pero hoy querría tener a su padre sentado ahí, al otro lado de este banco de la calle peatonal; querría volver al set gigante de la ficción. Ese lugar oscuro —y mal climatizado, muchas veces— donde brillaban los turbantes y las telas de los faraones, de las princesas e incluso de las reinas, vestidas de oro y plata a la vez. No se le van de la cabeza estas imágenes que componen lo más dulce de su pasado.

Éste fue el acompañamiento en la aceptación de su nuevo estado; casi como una despedida definitiva del mundo de los sueños.

En ese momento decidió tomar un helado de chocolate de palo, de esos que siempre se derriten demasiado pronto, aunque tal vez esté equivocado; con los helados tal vez pasa como con la ropa, no todos sudamos con los mismos tejidos.

Al terminar, observó el palo de madera y entonces se dio cuenta de que la gota espesa de chocolate casi alcanzaba su muñeca derecha. La absorbió y se vio a sí misma rodeada de folletos promocionales y cupones de descuento de las firmas comerciales a las que había confiado todos sus datos personales en las últimas dos horas.

El helado, al menos, suavizó su garganta, y se le fue la tos. Hoy no había tomado Augmentine y se notaba que la infección no remitía.

Definitivamente, ella misma recapacitó que, una vez superado el susto, debía dejar las tarjetas y llamar a su ginecóloga. Ahora solo quería seguir disfrutando de esa soledad callejera tan característica, porque, en el fondo, la calle la hacía sentirse acompañada, más que acompañada, escoltada por seres acostumbrados a escoltarse entre sí, entre rebajas repentinas, cortinajes de probadores, aires acondicionados innecesarios y tallas con todos sus números y coordenadas.

Tomó la decisión de levantarse. Alzó los pies camino del parking y en ese momento se sintió aplastada por un cielo que, en cambio, no se hacía muy presente. Tal vez fuera el primer síntoma de ese embarazo del que ni su padre ni su marido sabían nada todavía.

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