Efectos secundarios (10 page)

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Authors: Almudena Solana Bajo

BOOK: Efectos secundarios
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II

Llueve.

Sin embargo, el sol llega en cualquier momento.

Por ejemplo en ARCO.

Llegó la luz fluorescente; el corazón, el sol.

Que comparto contigo.

Cómo nos gustan el brillo, la luz, desde bien pequeños.

Las estrellas fluorescentes están allí, en el techo, sobre la cama, para marcharse con ellas a las alturas.

Después, los rotuladores, implacables, bajan las estrellas a los apuntes

y las pegan a la tierra del subrayado,

de

lo

importante.

Al final, lo más destacable es uno

y lo que lo trasciende,

la suma de todo.

Mezcla de sol y corazón; energía y desgaste.

Y descubrimos que los rastros de luz que permanecen en la oscuridad son como las propias ganas, que nunca decaen.

Las ganas de crecer de un niño,

las ganas de brillar sin rotulador

de un mayor.

III

Ahí estaba Lexatin, en medio del puente que unía el segundo y el tercer y último Lexatin 1,5 miligramos del día. La tarde avanzaba hacia una de esas horas en las que todo se puede decir. Oscuridad, poco a poco; el alma y los sentidos en alerta. Todo indicaba que era el mejor momento para, en soledad, centrarse en una de las obsesiones sobre las que le gustaba escribir últimamente: el animismo, la vida de las cosas. Le gustaba cómo Preyer, Sully, Stanley, Hall Baldwin y otros autores del siglo
XIX
estudiaban la manera en la que un niño concibe el mundo exterior; cómo aprecia y se involucra en ese pequeño mundo. También le gustaban los autores del siglo
XX
, un siglo fecundo en estos temas de psicología infantil. Las horas se esfumaban con saltos entre Wallon, Karl y Charlotte Bühler, Piaget, Werner... Le gustaba que estos investigadores, igual que él, defendieran que, en realidad, el niño no es totalmente consciente del propio yo, y por eso, malinterpretando a Piaget, el niño traslada caracteres del yo a la realidad exterior; atribuye vida, intenciones y conciencia a los objetos inanimados... Por eso se habla con las muñecas, los coches hacen ruidos como verdaderos motores y la vida de las cosas, en definitiva, se hace humana.

Lexatin, un gran hombre, un gran niño gris, poseía en su interior ese soplo de fantasía, ese egocentrismo infantil... Las cosas, pensaba, deben de tener algún tipo de conciencia para cumplir sus funciones... Pocos conocían este pensamiento suyo, tan íntimo y pueril (tampoco Augmentine, su mujer), pues, el más profundo niño que había dentro de él estaba convencido de cosas inconfesables que le daría vergüenza reconocer. Por ejemplo, él creía que, cuando paseaba de noche, la luna lo seguía, paseaba a su lado, solo un poco por detrás. El sol también lo acompañaba. Porque a él, Lexatin, las constelaciones nunca lo dejaban de lado. Más que pensar en la rotación de la Tierra, prefería fantasear con que los astros solo se movían para hacer buenas migas con él, así, sin más. Tal vez, hoy, un martes cualquiera, se sentía grande y locuaz, se veía capaz de ganar la amistad del gran astro de luz y calor. Que la sombra fuera para otros... La luz la quería para él, el amigo de las cosas, el entendedor de los lápices y hasta de la vida más íntima de los encendedores, como en el libro de Ignacio Padilla que había terminado hacía poco. Igual que el autor, pensaba que las cosas, como los seres, son náufragos del alma y meteoros desalmados... La muñeca y el autómata dependen plenamente de nuestra voluntad, leyó. Sí, era cierto. Su infancia había transcurrido entre la muñeca de trapo y la Barbie, ambos juguetes de su única hermana.

Solo eran dos en la casa de sus padres. La realidad era que los juguetes de su hermana le hacían más caso que los suyos propios y, desde luego, mucho más todavía que su propia hermana, siempre a la gresca con él, aunque generosa, se podría decir, porque ella no sentía apego por sus juguetes ni por su enemigo fraterno. Por eso la muñeca de trapo y la Barbie se convirtieron en sus seres queridos; les hablaba, les daba de comer, compartían aventuras. Con los juegos de su hermana, en definitiva, sentía que su infancia estaba menos malograda.

Quería escribir algo sobre ello, tal vez un ensayo. Pero ¿a quién le interesaría en un periódico de deportes? Desarrolló su afán de escritura más libre colaborando bajo pseudónimo en una página web de difícil clasificación, porque decir solo gay sería poco, incompleto. Era, más bien, la página de los niños grandes, que, cuando querían, eran adultos, y cuando no, recuperaban sus pasos, sus juguetes, sus fantasías. Las fronteras estaban desdibujadas. De hecho, ése era el lema de la página, libertad sin márgenes, respeto tan incontenido y apelmazado como solo los polvos de talco pueden conseguir. Todo parecía limpieza. Pero solo era eso, una apariencia. Nada podía hacer pensar lo contrario en esa web llena de pequeñas historias y sin fotos. Pero había motivos, por eso Lexatin mantenía este oficio en secreto. «Menta» era el pseudónimo que utilizaba en su columna de los jueves, una de las que contaba con mayor número de seguidores. La remuneración era pequeña pero constante; sin duda había un dinero detrás de su colaboración, pero resultaba anecdótico al lado de la inyección de afectos que gracias a ella percibía. Este trabajo, sin duda, suponía un buen complemento para su frágil personalidad.

En sus
posts
semanales se sentía libre, igual que sus lectores. Más que eso, ejercía de niño cuando quería, también de mayor. Menta decidía el contenido de sus artículos. Pero en estos días, con más tiempo libre, su mente imaginativa se había disparado. Escribía sin parar; almacenaba historias de niñas de bocas grandes o chavales muy desobedientes que jugaban al balón en un reformatorio. Gustó especialmente la historia de uno de ellos, tan incorregible en sus ademanes como en su dulzura... Todas las historias surgían en el ordenador mientras daba vueltas a su lápiz de madera. Cuando quería ser más serio o academicista, volvía a las investigaciones, como la del animismo; esa vida que encierran las cosas, un tema de gran calado que también absorbía las horas en esos tiempos de baja laboral. Los más de quince años de crónicas deportivas se esfumaron en solo cuatro días. Ni rastro de su recuerdo.

En estas circunstancias, Lexatin se iba a convertir en padre. Porque los acontecimientos llegan así, como el azúcar glas a una tarta de Santiago, mientras Augmentine come un gran helado en el banco de una calle peatonal y su suegro, el afamado actor ya retirado Tom Candle, se dirige, cansado, a reposar a otro banco, ése cercano a las macetas de lavanda del jardín del geriátrico que dirige Orfidal Villán. La elección justo de ese centro como el lugar donde el actor pasa los últimos días de su vida es otra de las secuelas concatenadas de la existencia humana: Orfidal, el director del centro de mayores —Fido desde la infancia— era amigo de Lexatin desde que ambos habían compartido pupitre en un colegio de Madrid.

—¿Crees que mi padre no se sentirá aprisionado? —le preguntó Augmentine.

—Sabes que estoy ahí, siempre es una garantía. Iremos viendo... —atajó Orfidal.

Augmentine creía en la amistad; se llevaban bien, eso creía.

—Sí, siempre estás ahí. —Accedió.

Solo Orfidal, el director, sabía que su amigo Lexatin también era Menta, pero no se lo había dicho a su mujer, Augmentine. Tampoco a su propio amigo. Y, aunque siguiera siendo un secreto, no pensaba dejar de leer su columna cada jueves.

ORFIDAL
EL DIRECTIVO DE UNA EMPRESA TRISTE
I

Digámoslo pronto: Orfidal nunca soportó a Augmentine, la mujer de Lexatin, su mejor amigo. Aunque tal vez no fuera tan grande su enemistad hacia ella. Lo que ocurría era que no aceptaba compartir a su amigo con nadie.

No es que haya existido un pacto tácito de soltería entre los dos amigos. Pero, quien no conociera la extraña amistad entre ellos, habría podido interpretar la reacción de Orfidal ante la boda de su amigo del colegio como un desengaño casi amoroso. Él, que nunca se había casado y a quien no se le había conocido relación alguna, se sintió abandonado, separado, divorciado, todo en uno, cuando el novio dio un paso hacia el altar del brazo de quien iba a ser su mujer. El director del centro de mayores empezó a automedicarse con Orfidal. Lo necesitaba.

Aquello fue una despedida a toda su vida anterior.

Tanto Orfidal como Lexatin, de la misma edad, habían terminado su vida universitaria algunos años atrás, uno en su carrera de periodismo, el otro, nuestro protagonista, en dirección de empresas en una universidad privada de fácil acceso. Los dos gozaban de la libertad de una vida con pocos compromisos y, sin embargo, repleta de cervezas y buenas entradas sin coste para todos los partidos de fútbol de la Liga.

En honor a la verdad, pues estas observaciones no se detienen en falsedades, hemos de decir que, mientras Lexatin encontró pronto trabajo en un periódico deportivo, Orfidal acumulaba experiencias que no hacían sino generar desconfianza hacia su valía. Una vez, por ejemplo, fue severamente reprendido en un proceso laboral por falsificar su currículum vítae, en el que había incluido un posgrado que no había realizado en realidad.

De todas maneras, este último aspecto no lo aseguro con rotundidad.

¿Por qué?

Porque forma parte de las habladurías que se pegan a uno como un
infinite slobber
. Como una baba pegajosa que se une sin piedad a su víctima, y lo hace de una manera doliente (por eso se
ad-hiere
, porque hiere en el proceso). Estas babas se fijan alrededor de la persona con tal consistencia que consiguen formar algo parecido a otra aureola; la aureola de los bajos instintos. Ésa de la que nunca habla uno, sino que lo hacen los demás. La aureola, en definitiva, aupada por los enemigos, que son los que siempre se detienen en lo más primitivo del ser. Los pegajosos invierten en las falsas miradas y esperan que se conviertan en revalorizada y lustrosa verdad.

Un
voyeur
como yo, en cambio, puede ser el más ecuánime e insobornable juez ante los instintos más básicos del ser humano. Mientras otros, aparentemente más correctos, agrandan las debilidades ajenas haciéndose fuertes con ellas, las personas como yo no podemos sino dejar en evidencia que la realidad no siempre coincide con lo que se transcribe, por eso no quiero enjuiciar con rotundidad a alguien sobre quien me han contado muchas cosas, pero al que he visto en pocos momentos en delicadas situaciones. A decir verdad, nadie conoce a nadie más allá de su nombre. Ruego que el cuestionamiento de la mancha en el currículum vítae de uno de nuestros personajes sirva como ejemplo de la seriedad y la transparencia con la que confío que sea juzgado el contenido de estas páginas. Intento atenerme a los hechos con escrupulosa exactitud, en lo relativo tanto a los personajes que me son cercanos como a los que no conozco en absoluto. Diez seres en total; diez medicamentos para un observador y policía al que nada ya sorprende en el mundo de las babas infinitas.

Lo infinito, en general, es algo que hay que tener en cuenta. Así lo veía Augmentine cuando colocó entre las tendencias de Zara la gama de las
infinite scarves
, las bufandas sin fin de diferentes colores, que, al igual que todo lo que se imponía, estaban situadas justo frente a las escaleras mecánicas de la tercera planta, planta joven y mujeril.

—¿Cuánto cuestan estas
pashminas
? —preguntó una señora al llegar a esa planta de Zara. Llamaba la atención porque llevaba un jersey amplio y zapatos de suela de goma, alejados de toda tendencia.

—No son pashminas, son
infinite scarves
, lo último de esta temporada.

—¿Cómo?

—Es una bufanda larga, ¿ve?, para que usted juegue con ella y se la ponga como quiera...

—Sí, me gustan las cosas así grandes, sueltas... Pero ¿abriga esto?

—Bueno, son la tendencia de «lo infinito», que viene ya para primavera. —La dependienta, vestida en un perfecto azul marino, renovó su sonrisa.

—¿Y el precio, decía?

—Espere, ahora mismo le digo, que justo estamos marcando todo lo nuevo...

—¿Usted se llama Vis? —le preguntó de repente la clienta cuando escuchó el nombre de quien tenía delante, pues la requerían desde la caja para un cambio.

—Sí, Vis... De Visitación. —Miró a su clienta, resignada.

—Yo, Visco... de Viscofresh.

—Ah, Visco. Nunca lo había oído... Mire, 19,90 euros. Ése es el precio.

Y desapareció rápidamente quien la atendía, con esa eficacia que tienen las encargadas de Zara cuando van hacia la caja; en sus manos volaba otra
infinite scarf
animada por el rápido movimiento de sus piernas.

Pero volvamos con Orfidal.

La universidad, también en su infinitud, se hizo insoportable para él, no muy acostumbrado a terminar las cosas. Por eso lució un posgrado inexistente y por eso muchos compañeros terminaron antes que él la carrera, si finalmente la terminó.

Pero llegó un cambio, porque, cuando uno comienza a trabajar, el pasado del estudiante pierde su relieve; toda su orografía se vuelve oronda e insignificante. Así abordó Orfidal su vida laboral cuando un geriátrico de cierto lujo no dio importancia al expediente estudiantil de un candidato que, pese a tener la mano relajada en el saludo, parecía enérgico y decidido. Comenzó a trabajar como responsable de contabilidad, para convertirse después en el garante de la parte comercial más ambiciosa, la que sumaba no solo los resultados, sino los propósitos. Y siguió subiendo, con nuevas ideas para el centro de mayores, como la puesta en marcha de los apartamentos para matrimonios con mínimas necesidades médicas, pero que requerían otras atenciones. Con él llegó el incremento de las cuotas mensuales para los residentes y se abrió un sinfín de nuevos servicios de peluquería, lavandería, podología y atenciones no primarias.

Acababa de ser nombrado director de este centro cuando Orfidal decidió no acudir a la boda de su incondicional Lexatin. Como su amigo, llevaba quince años de trabajo en el mismo lugar, sin cambios. Aún más, sumaban quince años de estrecha amistad, solo interrumpida por la llegada de Augmentine.

Ella estorbaba a Orfidal tanto como el redactor jefe a su amigo Lexatin. La única diferencia era que Lexatin hablaba de su problema en alto, sin cortapisas, y su amigo no podía. La odiaba —eso le habría gustado decirle—, la mataría incluso si pudiera —pero cómo lo iba a decir—; nada deseaba más que su amigo se desenamorara o, al menos, la perdiera de vista en uno de esos viajes de trabajo a los que ella iba con regularidad para captar tendencias de moda y de los que siempre, lamentablemente, regresaba.

En una de esas ocasiones en las que siempre regresaba, tuvo lugar la ceremonia de su boda; los padres de Lexatin conocieron al padre de Augmentine; se convocó también a un puñado de invitados. Entre otros, Orfidal. Su amigo Lexatin incluso le había pedido que leyera un poema y ejerciera de algo parecido a un padrino.

No pudo. No asistió.

El día de la boda de su amigo, Orfidal experimentó su primera crisis de angustia, algo parecido a un estrés psíquico. El día de la boda de su amigo, tomó su primer Orfidal, Wyeth, marca registrada.

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