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Authors: Almudena Solana Bajo

Efectos secundarios (16 page)

BOOK: Efectos secundarios
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III

El Sintrom trajo orden a mi vida. Yo creo que también me trajo la conciencia.

—Siempre a la misma hora,
German
. Esto es lo más importante, tómalo siempre a la misma hora —me recordaba cada vez mi amigo el farmacéutico.

—¡Pareces mi madre! —le dije.

—Una vez al día, tu dosis,
German
. Anota la hora. Ponte la alarma en el móvil...

Acenocumarol, se leía debajo de Sintrom. La caja, amarilla y blanca, podría ser un campo de luz y girasoles, pero esta percepción es debida al puro desconocimiento. El desvarío siguió en el prospecto, porque me hizo ver otros componentes del Sintrom, algunos iguales, o parecidos, como el almidón de maíz y el almidón de maíz pregelatinizado, lo que demuestra que hasta los comprimidos para la salud exhiben distintos atributos en función de sus fachadas. El componente que de verdad me sorprendió encontrar en el prospecto fue el talco. ¡Talco! Tal vez no sea lo mismo que yo pienso, o sí... La infancia no escapa ni de las peores situaciones, y no es que quiera dramatizar la mía, porque, en definitiva, tomo Sintrom y se acabó, y cuando lo pueda dejar, lo dejaré. No porque ahora el medicamento me cueste más ni porque me descuenten menos en la Seguridad Social, no; lo dejaré de comprar cuando no lo necesite. Tal vez lo que necesite sea llevarme el talco al interior de mi cuerpo. El talco... El talco podría ser esa neblina del pasado bueno. El pasado de las cosas blancas; con esas cosas blancas se forma una vida. De la sábana blanca al pañal y del pañal al talco; del talco a la tiza; de la tiza a las nubes; de las nubes al deslumbre de la velocidad de la luz, y de ahí a la realidad de una mesa de mármol claro y a las manchas de un mantel que era blanco y ya no lo es. El detergente, los productos antimanchas, los dentífricos, los medicamentos, las nubes y su lluvia, las gomas de borrar... Ellos son los detectives del color más blanco, la sonrisa más blanca, el cuaderno más limpio, el más blanco resplandor.

«¿Qué eres, Germán?» A veces me lo pregunto.

Se me fue media vida con mi adicción a los detalles de los demás. En ese sentido, ser policía ayuda. Los problemas, la suciedad, siempre han sido de los otros y yo, mientras, me lo he pasado bien.

Pero he de hablar de mi medicamento, como le pedí a mi hermana. Del Sintrom recuerdo que siempre ha sido fácil partir un cuarto, clavando la uña en esa pastilla con ranura. Pastillas obedientes, frágiles como un ser humano frágil. Cumplieron su función y la siguen cumpliendo. Me han hecho un poco más fuerte.

Se puede llegar a echar de menos una pequeña caja de medicamento. Tal vez un día me ocurra.

—¡Ya lo creo! Mira: tengo un nuevo tren. ¿Ves?, en aquella balda —me dijo el farmacéutico.

—Sí, ¿qué pasa?

No me respondió.

Mi vida continúa entre prospectos.

—¿Tú también vas a escribir? —me preguntó mi hermana.

—Yo ya estoy terminando —le dije.

—¿Ah sí?, ¿y a ti qué te duele?, si se puede saber.

Mi hermana me sigue hablando como si estuviéramos peleándonos en esa infancia que no tuvimos en común. Apenas la recuerdo de entonces, cuando se quejaba porque desordenaba su colección de sellos matados.

«¡Vete de aquí! ¡Vete!»

Tengo la sensación de haber crecido en otro lado, siempre yéndome de allí, de cualquier sitio. Nunca nos llevamos bien; es lo poco que recuerdo de mi infancia. Vivía con nosotros quien yo creía que era mi padre, pero resultó ser solo el padre de mi hermana. Un vendedor de seguros de Mapfre que casi siempre estaba trabajando y, cuando no, se iba con mi hermana a cambiar sellos a la Plaza Mayor y a tomarse una horchata de vuelta. Siempre daba por sentado que sus planes a mí seguro que no me interesarían. Opté por no preguntar mucho y, de alguna extraña manera, decidí algo: crecer pronto, hacerme mayor.

No hablaba demasiado; las personas mayores a mi alrededor no lo hacían y yo pensaba que aquello era un síntoma de madurez. Mi madre atendía las cartas, mi hermana cortaba los sellos, su padre recelaba de toda correspondencia que llegaba a casa y yo, sin preguntar nada, hacía trenes con cajas de zapatos. Todos estábamos en permanente sigilo.

Cuando tuve la edad suficiente empalmé el silencio con la acción.

«Hijo, ¿no te gustaría estudiar para policía?» Mi madre me ayudó.

Ella me veía sufrir; en el fondo se daba cuenta de que yo sentía que sobraba, es duro decirlo, pero es así.

«O el ejército. ¿No te parece bien?»

Terminé en la Escuela de la Policía Nacional; al cabo de un tiempo me destinaron fuera. Me costó regresar a Madrid, justo dos años después de que el padre de mi hermana muriera en un accidente de tráfico. He crecido lejos de ellos y la vida ahora me devuelve el silencio de una madre sin memoria y una hermana que ya es huérfana de padre, como siempre lo he sido yo.

—He cambiado —le dije hace unas semanas.

—¿Qué?

—Que he cambiado.

—Perdona, pero no tengo ni idea de cómo eras antes, joder.

—Mejor.

—¿Qué?

—¡Que mejor! Pero ¿estás sorda?

Volvimos a llevarnos mal, de manera amable, como para decir adiós a los malos recuerdos.

—Toma. —Me alcanzó unos folios.

—¿Lo has escrito? —Creo que notó mi alegría.

Hubo un gran silencio. Solo quería empezar a leer. Después de un rato, ella me preguntó.

—¿Te gusta mi
infinite scarf
?

Fue la primera vez en mi vida que la vi reír.

EFECTOS SECUNDARIOS
I

En los prospectos, como en la vida, hay excepciones. En estas pequeñas sábanas de papel que acompañan nuestras medicinas —y hemos de leer— se nos cuenta también lo que es indeseable; esas remotas probabilidades de que el medicamento ofrezca una respuesta que no es la esperada. Son los «efectos adversos», así se los denomina en todos los medicamentos por los que hemos viajado, salvo en uno. Será una casualidad, pero solo en la pomada Voltarén, la que utilizaba el desdichado Tom Candle, se habla de estos otros resultados, los no esperados, como «efectos secundarios», una expresión más abierta y positiva.

La vida no es nada sin los efectos secundarios, las reacciones inesperadas, las carreteras paralelas, las sorpresas, los sustos, las lentas cavilaciones, los rápidos enamoramientos y todos sus desplantes. Es en la vida de las dificultades y de los imprevistos donde se da lo máximo de uno mismo, y hay que estar sano para ello. La vida se hace completa y necesitada de cuidados, de complejos vitamínicos y visitas al doctor y a la farmacia. En este mundo de los prospectos se esconden más excepciones de las que imaginamos; todas ellas conforman esos comodines que nos ofrece la vida. Esto dice mi amigo el farmacéutico.

—Mira este tren,
German
. —Señaló otra balda—. He investigado y, de los medicamentos más caros del mercado, estos diez son los que más se venden hoy.

—¿Los más caros?

—También hablan de nosotros. Mira, ¿los ves?: Lyrica, Spiriva, Seretide, Lantus, Zyprexa, Cialis, Viagra.... Ahí está la vida también,
German
...

—Claro.

—Más allá de los catarros y el asma, un día, si quieres... —Me lanzó un pequeño puñetazo en el hombro con su brazo ya recuperado—. Si quieres... hablamos de hombre a hombre de lo que es una sociedad obesa, bipolar e invadida de colesterol. —Boxeó sonriendo.

—Ya veremos —le dije.

—Somos química,
German
—concluyó aún moviendo los pies como un púgil en el cuadrilátero.

Hablaba, según me dijo después, de los medicamentos más vendidos en volumen de precio.
Mi
balda, en cambio, la de mis personajes, compone el tren de los más vendidos por unidades... Algo que, en el fondo, me pareció más democrático, incluso antes de saber que en ese estante estaban los raíles de mi vida. Es cierto que siempre pasa un tren por la vida de cada uno, aunque sea tarde, y es cierto que hay que subirse... Yo lo he hecho y, aunque no lo imaginaba, he encontrado en él a la familia que nunca tuve. Éste ha sido el gran efecto secundario de todo esto para mí, aunque prefiero guardarlo en secreto por lo que luego se verá.

II

Todos los medicamentos pueden tener efectos adversos y, aunque la probabilidad es ínfima, fueron ellos los que hicieron coincidir a nuestros protagonistas. Yo mismo he obtenido una respuesta no buscada, y eso me hace estar completamente vivo, y feliz. Cuento con los dedos de mi mano. Señalo a mi novia Adiro, a mi hermana Viscofresh y a Nolotil quejándose de esa erupción en la piel. Un poco más allá, en la ventana del tercero, veo que Ventolin despliega cierta hiperactividad. Menos de uno de cada diez mil pacientes de Ventolin llegan a notar este síntoma. Ella lo advierte este sábado a la caída de la tarde. Acostumbrada a vigilar sus dolencias, se nota algo extraña cuando interpreta sus últimas canciones con el saxo mirando sin mirar uno de los bancos del jardín del centro de mayores y a dos ancianos sentados en él. Esta ligera hiperactividad se acentúa con la llamada de su novio, Nolotil, para decirle que cancela la cita, aunque tal vez más tarde pueda salir. Hay mucho lío en el centro de mayores porque uno de los pacientes, el padre de una amiga, ha muerto en extrañas circunstancias. Tal vez esa muerte, o los propios efectos adversos de su Paracetamol Kern, le han provocado a mi madre esa bajada de tensión que está requiriendo atención. Por su parte, Lexatin se siente cansado como consecuencia de la diferencia horaria debido a un viaje y de la interrupción del sueño por el repentino sonido del móvil de su mujer, Augmentine, cuando Orfidal, el director del centro de mayores y amigo de ambos, también terriblemente cansado, les da la noticia de la muerte inesperada. Ella, Augmentine, acusa esos desarreglos digestivos que le hacen desear no alejarse de su baño.

La vida no es nada sin la sinceridad, al menos en esta vida de prospectos. Sin embargo, algunas veces se prefiere no conocer la verdad; otras simplemente se olvida. Esta reflexión ha sido fundamental para que mi novia Adiro y yo hayamos decidido comenzar una vida en común.

Orfidal, pese a no ser muy hablador, sobre todo con el personal, sabe cómo tratar a los clientes del centro. Con su pelo siempre mojado, muy activo, avanza por los pasillos, de un lado a otro, siempre buscando una solución para alguien. Encuentra gran ayuda, más que en la gobernanta, en Juan Villamor, su mano derecha en resoluciones que impliquen algo de lo que él carece absolutamente: inteligencia emocional. Juan, sin saberlo, podría dar lecciones de eficaz naturalidad. Por eso, desde que Orfidal lo conoció en la casa rural del matrimonio sordo, le agradece su apoyo en la relación con los ancianos ingresados y especialmente con los que, como el propio Juan, no duermen allí, sino que solo acuden al centro de día. Es, sencillamente, el mejor planificando actividades de ocio y esparcimiento.

Ventolin y Nolotil continúan su relación sin prisas, cada uno en su pequeño apartamento. Se echan de menos cuando algún viaje los separa más días de lo normal.

Lexatin ha vuelto a trabajar al periódico deportivo. No le ha costado tanto como creía; tal vez la preocupación por ser padre lo mantenga aturdido con otros asuntos. En realidad, aunque piense que se benefició de dos semanas pagadas a base de mentiras, lo cierto es que las necesitaba, igual que el medicamento para recomponer su ánimo. Con su trabajo, han vuelto los pases a los partidos en los campos de fútbol y baloncesto y las cervezas con su amigo Orfidal, cuando no tiene que trabajar.

Ha sido muy fácil volver a hablar con mi hermana Viscofresh; no así con Augmentine. Sin embargo, ellas se han reconocido. Se vieron por primera vez un día que Augmentine, por los nervios de casi perder un avión a Berlín, o tal vez por los primeros síntomas de su embarazo, se encontró mal y casi cayó en los brazos de una azafata que resultó ser mi hermana. Viscofresh, al ver su palidez, la atendió con sumo cuidado. A pesar de las prisas, pudieron intercambiar unas palabras de apoyo e, incluso, comer juntas un chicle de clorofila con azúcar a pie de avión.

En dos meses Augmentine tendrá un hijo, al que llamará Tomás.

Mi madre sigue en el centro de mayores. Dicen que a veces rompe a llorar con desconsuelo, pero ni mi hermana ni yo la hemos visto nunca así. La vida se vuelve al revés, como cuando un niño se queda en el colegio por primera vez y llora, y, sin embargo, cuando van a recogerlo, ni él mismo se acuerda de que ha estado triste, ni que quería fugarse de ahí unas horas atrás.

El desconocimiento y el olvido al final son la misma cosa. Todo me lleva a mi madre, Paracetamol.

III

Cuando llegué corriendo al jardín y me encontré con el cuerpo sin vida del actor Tom Candle, lo primero que vi fue la muerte, inquietante, descansando en un banco. Es absurdo detenerse en las cosas en un momento así, pero eso fue lo que me ocurrió. No me sentí atrapado por su cara, por sus labios, por sus ojos entreabiertos; mis manos no se lanzaron hacia las suyas para tantear su temperatura ni toqué su cuello con la punta de mis dedos para buscar en él el latido de su corazón, no... No sé si debe avergonzarme reconocer que me fijé, sobre todo, en el viejo tejido de su chaqueta, en las bolillas que formaba la lana en los dos frontales de la prenda; me fijé también en los bolsillos tremendamente dados de sí. Vi que su bolígrafo seguía intacto, pellizcado al bolsillo de la camisa y recorrí las letras cursivas en hilo azul marino que marcaban sus iniciales, con una cuidada labor, T. C., en el dobladillo frontal.

No muy lejos de él vi una liviana bolsa ligeramente blanca y muy fina. Una de esas bolsas que alfombran los suelos de los países sin recursos y que vuelan como si quisieran ser mariposas o barcos de vela, infladas por una vez con algo de belleza. Sin embargo, su destino final siempre es el suelo sucio que comparten con otras bolsas finas, pisoteadas, unas encima de las otras, como cadáveres en la morgue.

En el jardín del centro de mayores, en cambio, una fina bolsa blanca, muy arrugada y quieta en el césped oscuro es un punto de atención fluorescente; es lo más parecido a un reflejo de la luna en el suelo. O podría ser la pequeña estrella de Tom Candle que cayó del cielo en plena noche de invierno y se quedó allí, como una lámpara de exterior, dando un poco de luz entre la lavanda y las flores de pitiminí. La estrella y la luna estaban cerca la una de la otra, no sabría decir cuál brillaba más. No sé cómo fue que recordé la imagen de la película que mi madre me enseñó tantas veces,
La montaña de alabastro
, con la disculpa de que había sido su único filme. Pero ocurrió que, en ese momento en el que los dos actores miraban el horizonte, en mi recuerdo... reconocí no al actor, sino... la historia de mi vida, la que nunca me contaron del todo.

No sé cuánto tiempo permaneció congelada esa imagen en mi mente. Me quedé paralizado yo también.

Por primera vez, miré a Tom Candle reposando en el banco como podría mirarlo un hijo.

Varias ideas relámpago se cruzaron en mi cerebro y todas me llevaban a pensar en mi madre. Estas descargas naturales de información se confundían, unas con otras, como chispazos sin orden. Todo ocurrió con rapidez. Me aislé de la escena, cada vez menos solitaria, y tuve el acto reflejo de coger con decisión la bolsa del suelo y guardármela —como si nada— en el bolsillo del pantalón momentos antes de que llegaran Nolotil, el médico de guardia del centro, y la médica forense.

«¿Qué creéis que ha pasado?» Ésa era la pregunta que nos hacíamos los unos a los otros mientras protegíamos la zona. Después la forense se puso a trabajar.

En ese momento, Nolotil, el médico de guardia, me preguntó por mi madre. Me dio un salto el corazón.

—Hoy se ha cansado mucho —respondí—. La he acompañado a la capilla. Me han dicho que antes durmió mucha siesta... —Tal vez di demasiadas explicaciones.

Opté por ignorarlo todo. Si había sido así mi vida, mejor dejarlo pasar.

—No sé... —decía una y otra vez mirando al actor. Y llegó el momento en el que intenté unirme a la escena como si fuera un policía más en comisión de servicio. Me refugié en el silencio; lo quería dejar ahí. El silencio en forma de desconocimiento ha sido la constante en mi vida y el punto de partida —es verdad— de mi deseo de saber tanto de la de los demás. Pero, si había podido soportarlo cuarenta y cinco años, debería seguir haciéndolo de la misma manera. Igual que la piel de mi madre se aclaró pero su mente se volvió una nube, la acumulación de lo que no me contaron oscureció mi vida. Ésa es mi vida robada.

Fui a tomar un poco de agua de la fuente y allí, entre luz y noche, sin nadie a mi lado, sentí que los chasquidos del frescor y el miedo conferían a mi cuerpo una temperatura constante. Cerré los ojos y sentí mis hombros acariciados por unas manos frágiles y, sin embargo, armadas con fuertes tendones. Un caballero, apacible, se me había acercado. Era uno de los ancianos de la residencia, de nombre Juan Villamor.

—¡Y yo que me he quedado hoy aquí a dormir porque había baile! —Se sentó a mi lado.

—Ah, ya... Sí, no creo que haya.

—Usted siempre está muy triste. ¿Por qué?

—¿Yo? No lo sé.

—La vida es muy dura... Y maravillosa también. —Sonrió.

—¿Usted conoce a mi madre? ¿Conoce a Paracetamol? —le pregunté de manera directa.

—Sí, claro. Se pone muy contenta cuando viene usted. Y su hermana también.

—¿Ah sí?

—¡Ya lo creo!

—¿Y al actor que ha muerto, lo trataba usted?

—No, era imposible —dijo muy serio—. Siempre estaba con su madre, hablando; mire, ahí. —Señaló con su mano—. En el mismo banco donde ha muerto.

—Ah, sí... —Palidecí.

—No le diga nada a su madre, que no le haría ningún bien —dijo tan tranquilo, acercándose a mí.

En ese momento llegó el director del centro, Orfidal, a nuestro lado. Yo estaba realmente intranquilo, muy nervioso. Quería ser el policía de la escena, o lo intentaba, pero no podía. El cielo oscuro cayó sobre mí y, con él, todas las estrellas del firmamento. Me sentía aplastado; no podía reaccionar...

Escuché una voz más elevada de lo normal. Era el propio Juan Villamor, quería hacerme volver de mi palidez, de mi miedo... con estas palabras:

—Coincidimos algún fin de semana en la misma casa rural... —El anciano tocó con suavidad el brazo de Orfidal—. Somos casi amigos, ¿verdad? —Sonrió.

La escena, en cierta manera, me hizo descansar. (Los medicamentos nos ayudan a sobrellevar la dolencia en general. Pero ¿y la alegría?, ¿dónde está? ¿Por qué se esconde aun cuando existe? Todo eso estaba dentro de mi mente.)

—Sí, me gustaría que hubiera habido baile, que no hubiera ocurrido esto —le dijo Juan Villamor a Orfidal, antes de que el director se retirara para acercarse nuevamente al lugar de la muerte, en medio del silencio.

—Usted no diga nada; no resolvería las cosas... —El anciano cambió de tema y me miró profundamente, a conciencia.

—¿Cómo? —Fue lo único que atiné a decir.

—Usted no ha cometido ninguna felonía.

—Perdone, pero no sé qué significa esa palabra. —El miedo se quedó agarrotado en mi garganta; parecía uno de los delincuentes a los que he interrogado tantas veces.


Felonía
es una bonita palabra que significa algo feo, así son las letras, engañan como si fueran mujeres... —Sonrió.

—Sí —dije, como podría haber dicho no.

—Felonía es deslealtad, significa traición; una de esas acciones feas... Y usted no ha traicionado a nadie, ni siquiera ha cometido una mala acción.

—No sabría decir en este momento...

—Me refiero a hace un momento. —Me acorraló.

—Perdone, no me encuentro bien.

—Olvide, olvide sus actos reflejos, olvide todo; no se arreglarían las cosas —volvió a decir.

—Agradezco mucho sus palabras —dije sin levantar la cabeza.

—Verá... Augmentine, Viscofresh y usted tienen la vida por delante... Ustedes han sido tres huérfanos la mayor parte de sus vidas... —Me miró de nuevo, muy cerca—. Usted lleva mucho tiempo huérfano.

Apareció Ventolin en escena, más que ella, su saxo. Interpretaba
Ordinary People
, una pieza ajena a su repertorio habitual, que sonaba triste y animosa a la vez. Tal vez no podía, dada su hiperactividad puntual, quedarse quieta en la habitación de corcho de su casa. Se la escuchaba a lo lejos, en la zona apartada del jardín. No necesitaba la partitura, conocía la pieza. Agradecí su música y esa harina palmeada que siempre traía su presencia. Polvo de talco, harina, azúcar glas, niebla, vapor, olvido. Silencio una vez más.

—Tiene que haber baile una de estas noches, tiene razón. Creo que no he bailado nunca en mi vida —le dije.

—Ese día lo hará. Prométamelo; ya sabe que no me olvido —me respondió—. Solo lo que se olvida está fuera de aquí, fuera de nosotros mismos...

—Ya. —Supe que ese señor afable, y no solo él, tal vez todos, conocía la realidad.

—Pero algo debe tener claro, muchacho —me dijo—. Lo que nunca se supo no merece castigarnos.

—¿Y lo que se intuye?

—Es solo eso, intuición. Olvídelo; mándelo usted al limbo de lo desconocido, al limbo de la vida robada.

Mi madre apareció con una auxiliar. Nos encontró en esa zona recóndita del jardín, donde nada hacía presentir que hubiera todavía un muerto en el lado opuesto de las flores.

—Pero ¿qué haces tú aquí? —casi me recriminó.

—Hola, mamá. —Estaba algo más recuperado, casi contento.

—Hola, doña Paracetamol. ¿Ya se le pasó la bajada de tensión? ¡Qué guapa está usted hoy! —dijo Juan Villamor.

—Eso son tonterías, tonterías...

—Mira que es muy tarde, mamá... —le dije.

—Sí, es muy tarde, señora, hay que ir a acostarse... —añadió la auxiliar de geriatría.

—Pero qué barullo hay esta noche, qué barullo... Qué barbaridad.

—Es verdad —respondimos todos.

—No hay charcos por aquí. ¿Es que no llueve? ¡Qué barbaridad!

—No, no llueve, mamá.

—¿Y dónde está mi hermana, por qué no ha venido? Eh, Germán, ¿por qué no ha venido?

Dijo mi nombre por primera vez. Todo, en cierta manera, concuerda en esta vida de prospectos, como si fueran banderines de colores pendidos de un mismo hilo el día de una gran celebración.

Me levanté y me fui con mi madre a buscar charcos por el jardín.

—¡Quiero pisarlos, hijo! ¡A pisar charcos!

—Si no llueve, mamá. Tú misma lo has dicho.

—¿Que no llueve? ¿Y mi hermana dónde está?

—Mañana seguro que viene, mamá, y te trae un charco enorme.

—Pero ¿eres tonto? No digas tonterías, anda. Vaya bobadas, vaya bobadas...

—Mira, uno, bien grande.

—¿Qué ha pasado? —Se percibía un ambiente extraño—. Mira —dijo inquieta—, han regado las flores de por aquí.

—Es muy tarde, mamá. Tienes que acostarte, te están esperando.

—Mi padre... —dijo de repente—. Mi padre, ¿por qué no viene? Él siempre me da las buenas noches.

Miró largo rato hacia mí, esperando respuesta. Yo sabía que, mientras lo hacía, se olvidaba de la pregunta, de mí y de ella también. Ya me había ocurrido muchas veces. Sin embargo, en esta ocasión, no perdía la postura, como una magnífica actriz mirando en plano corto hacia el horizonte, sin pestañear, mientras una mezcla de luz violeta y naranja transparente le acariciaba las facciones. Su cara era hermosa, como la noche; clara y oscura a la vez.

Yo le di un beso, por hacerme sentir un galán. Y, en ese momento, le perdoné todo lo demás.

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