—¿A que esas dos letras son «G.G.»?
—Sí.
—Son las iniciales de mi nombre. Yo mismo las escribí hace más de treinta años. Pero también hay algo más.
Catherine leyó dos palabras. Tragó saliva. No creyó en ese momento que Grieg fuese capaz de pronunciar lo que ella estaba leyendo.
Se equivocaba.
—A que esas dos palabras son: «El diablo».
A Grieg no le hizo falta que Catherine le confirmase que estaba en lo cierto. Había silencios que eran más elocuentes que las mismas palabras.
Los dos permanecieron, uno frente al otro, inmóviles durante un instante, mientras la niebla, en el fondo del patio del museo Mares, parecía espesarse aún más.
—Lo acabas de confirmar: tú eres el «enlace perdido» con la Chartham. El que hemos estado buscando durante tanto tiempo.
Escuchar la última frase de Catherine le produjo un profundo desasosiego.
—¿Tú y cuántas personas más? —preguntó Grieg.
—De momento sólo tú y yo lo sabemos. Eso nos da cierta ventaja. Una ventaja que debemos saber aprovechar. A partir de ahora, deberemos seguir un estricto protocolo de seguridad. Desconecta el móvil —indicó Catherine, señalando hacia uno de los bolsillos de la chaqueta de Grieg.
—Eso no es necesario.
—¿Porqué?
—Los colegas que he dejado plantados en el hotel ya me habrán llamado una docena de veces. Lo desconecté cuando decidí acompañarte a la catedral.
—Bien hecho. Yo también lo hice. Los teléfonos móviles son detectables por GPS.
—¿Detectables por GPS? ¿A qué te refieres? —Grieg no acababa de creerse lo que estaba imaginando.
—Quiero decir exactamente lo que sospechas. Aún podemos utilizar la Harley, pero dentro de unas horas, ya no será prudente desplazarse con ella por la ciudad. Será lo primero que buscarán.
Gabriel Grieg no quiso hacer ninguna pregunta más. Aunque hiciese apenas una hora que conocía a aquella mujer, supo que no daría más explicaciones al respecto.
—Tenemos mucho trabajo por delante —aseguró ella—. Debemos interpretar el documento de los etemenankis y tratar de comprender el auténtico significado de la carta, encontrar la otra mitad de la llave de bayoneta y descifrar las palabras que están grabadas en ella, y sobre todo: saber qué arcón o puerta es a la que da acceso.
—Te olvidas de esta pequeña piedra —dijo Grieg mientras la sopesaba en la mano—. ¿Cómo ha ido a parar la «piedra del diablo» al interior de un compartimento secreto de un sillar del coro de la catedral?
—Tienes razón. Además, aún no me explico cómo lograste encontrar el dragón. ¿Quién era la persona que entró envuelta por la penumbra en el coro? Demasiadas preguntas sin respuesta.
Grieg empezó a caminar en dirección a la Plaça Nova.
—Conozco un lugar donde podremos poner un poco de orden a nuestros pensamientos —aseguró Grieg, girando la cabeza, en tanto miraba a Catherine, envuelta por completo entre las vaporosas formas que formaba la niebla—. La ambientación es muy apropiada para la endiablada ceremonia de la confusión que nos rodea.
—¿Y dónde está ese lugar?
—No está demasiado lejos de aquí. Se llama La Montaña del Averno.
Cuando Catherine y Gabriel Grieg llegaron a las puertas de La Montaña del Averno, la niebla se condensaba más y más, hasta el extremo de no permitir la visibilidad más allá de unos escasos metros. Para llegar hasta aquel recóndito y antiguo café habían atravesado, como envuelta en una blanca nube, la Plaça del Diamant, tras haber dejado previamente atrás un imbricado laberinto de estrechas calles que tenían los enfáticos y solemnes nombres de: Progreso, Libertad y Fraternidad.
Catherine, al penetrar en el singular establecimiento, vio una docena de mesas ocupadas por parejas de jóvenes que conversaban distendidamente, y por solitarios que leían libros tomados de las estanterías que poblaban las paredes del vetusto café.
Le extrañó ver brillar sobre las mesas, destacados por la muy escasa iluminación del lugar, unos recipientes de barro con forma de pequeña marmita donde ardía un fuego, entre azul y anaranjado, que confería al local un aspecto de antro que hacía honor a su nombre.
Un cuarentón, con el pelo muy largo recogido hacia atrás en una coleta, de aspecto atlético y poderosos brazos, desde el fondo del café, saludó efusivamente y con una amplia sonrisa a Grieg en el mismo instante en que se percató de su presencia.
—Espera un momento —dijo Grieg a Catherine mientras devolvía el saludo—. Será cuestión de un minuto. Mi amigo, que es el dueño del local, nos permitirá el acceso a un reservado.
De las paredes de aquel peculiar café, pendían numerosas fotografías enmarcadas que mostraban lagunas subterráneas surcadas por pequeñas lanchas hinchables. A bordo de ellas, navegaban espeleólogos por el interior de asombrosas grutas, simulando ser engullidos por unas afiladísimas fauces formadas por estalactitas y estalagmitas. En otras fotografías, podían contemplarse montañas míticas para los alpinistas y paredes rocosas que sostenían a escaladores en posturas extremas durante las ascensiones.
Catherine observó cómo Grieg y el hombre que le había saludado se fundían en un enérgico abrazo, como si hiciese mucho tiempo que no se vieran, tras haber mantenido una fuerte amistad.
Durante algunos minutos, continuó observando las espectaculares fotografías. En una de ellas, se asombró al reconocer a Gabriel Grieg suspendido de unas cuerdas, con el rostro cubierto de hielo, sonriendo a la cámara, mientras señalaba con el dedo índice de una manera decidida hacia la cima de la montaña.
Grieg regresó acompañado del dueño del local, al que las fotografías delataban como antiguo compañero de escalada, y le presentó a Catherine. A continuación, los tres caminaron por un alargado y oscuro pasillo hasta que llegaron a un cubículo formado por tres paredes cubiertas de estanterías llenas de libros. En un extremo, había una vieja mesa iluminada débilmente por una pequeña lámpara que proyectaba sobre la superficie de madera una luz amarillenta. Junto a la mesa, había colgados varios cuadros de diferentes tamaños con los marcos labrados en forma de cenefa y algunos espejos muy apagados a causa de la espesa pátina de nicotina y polvo acumulada durante lustros.
—¡Qué lugar tan extraño! —dijo Catherine, en tanto observaba las polvorientas estanterías—. ¿Qué clase de bebida es la que arde en las marmitas de barro?
—Muy pronto lo comprobarás. Mi amigo ya está en ello.
—Gabriel, ¿por qué razón hemos venido precisamente aquí? —preguntó Catherine, que observó los ennegrecidos espejos y los elaborados marcos de aquellos cuadros.
—Digamos que un lugar que tiene el misterioso y paradójico nombre de La Montaña del Averno me parece un escenario muy adecuado para ver si soy capaz de entender, de una vez por todas, la extraña historia que me cuentas —dijo Grieg, mirando de una manera serena a Catherine—. Aquí, no olvides que nos hemos visto obligados a desconectar hasta los teléfonos móviles, estamos en un entorno que cuenta con mi absoluta confianza, y en el que gozaremos de la intimidad adecuada para que nada de lo que ahora me expongas salga de estas paredes.
—Me parece una decisión acertada —afirmó Catherine.
—Aquí disponemos de libros por si tenemos necesidad de estudiar los antecedentes, y en la trastienda hay un ordenador de última generación conectado a la red. Además, dada la hora que es, de aquí podemos llevarnos cualquier pertrecho que nos haga falta cuando decidamos cuál es el siguiente paso que dar.
—Compruebo que no se te da nada mal la logística.
—Veamos —dijo Grieg, extrayendo de su bolsillo la pequeña piedra con forma de diablo—. Explícame qué demonios tengo yo que ver con todo ese enredo de la Chartham y la torre de Babel, porque me parece que es un tema, no ya sólo confuso, sino que roza la inverosimilitud.
Catherine depositó sobre la mesa la carta firmada con las siglas «C.O.», que encontraron en el sillar de la catedral.
—Bueno, la verdad es que profundizar en el tema sería muy complejo… —alegó Catherine, tomando de nuevo la carta en sus manos—. Deberíamos centrar la atención en tratar de encontrar el lugar donde está situada la «cornucopia» que aquí se cita. Es de vital importancia porque…
Grieg la interrumpió levantando y moviendo lentamente una mano.
—Catherine, un momento…, un momento… Corres mucho, pero antes de empezar a escalar y pretender llegar a la cima, antes, «tienes que conocer a fondo la montaña». ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Creo que sí —contestó Catherine, que había comprendido perfectamente la metáfora.
—No olvides que, según tú, es mi vida la que corre peligro. Por lo tanto, déjame ir por partes. —Grieg extrajo el pergamino con las torres de Babel que hallaron en el sillar y lo colocó bajo la amarillenta luz de la lámpara—. ¿Qué significan estas representaciones iconográficas? Tengo entendido que la torre de Babel es un mito, fundado en bases históricas reales, pero un mito en definitiva.
—La torre de Babel no es exactamente lo que se entiende por un mito. Existió realmente —especificó Catherine, mirando los ojos verdes de Grieg e intuyendo en ellos una férrea voluntad—. Estaba erigida en una vasta extensión de tierra situada entre el Tigris y el Éufrates, y que los griegos denominaron Mesopotamia, que, como ya sabes, significa «tierra entre ríos». La torre se encontraba a unos cien kilómetros de Bagdad, en lo que hoy es Irak.
—¿Y qué era realmente esa fabulosa construcción?
—La que se conoce como torre de Babel, en realidad, era un etemenanki. Su existencia se remonta al reinado de Hammurabi, en el siglo XVIII antes de Jesucristo, pero al ser edificada durante un muy largo periodo de tiempo, nos referimos cuando hablamos de ella a los tiempos de Nabucodonosor II, hace aproximadamente dos mil seiscientos años; él que fue quien la culminó.
Grieg estaba fascinado por la naturalidad con que Catherine disertaba de un tema que, sin duda, dominaba con profundidad.
—¿Y fue el único etemenanki que se construyó?
—No. En Mesopotamia hubo otros… Choga Zambil, Dur Kurigalzu, Ur, Dur Sharrunkin…, pero, sin duda, la torre mesopotámica más insigne fue la que se erigió en Babilonia.
—Supongo que el motivo es debido a que aparece en la Biblia.
—Sin duda alguna —respondió Catherine, moviendo lentamente la cabeza—, y resulta paradójico que su notoriedad sea debida, exclusivamente, a que es citada en las Escrituras, que son totalmente ajenas a la civilización que la construyó.
—Es cierto, no deja de ser curioso.
—La torre de Babel era denominada por los habitantes de Mesopotamia: zigurat o
zihkurat
—continuó Catherine—. Era una gigantesca construcción que se iba elevando progresivamente en terrazas de planta cuadrada o rectangular, que se superponían unas sobre otras…
—Hasta el Cielo… —la interrumpió irónicamente Grieg.
—No…, no… El zigurat que se conoce como la torre de Babel tenía seis terrazas, de planta cada vez más pequeña, y su cúspide estaba rematada por un templo, al que se accedía, eso sí, mediante un conjunto de escaleras monumentales. Sus medidas hasta hace muy poco se creía que eran de 15 x 15 x 15 y cuando se…
—Un momento… —preguntó Grieg, sorprendido—. ¿A qué te refieres cuando hablas de 15 x 15 x 15?
—He olvidado decírtelo. En arqueología, cuando se hace referencia a las medidas de los etemenankis se emplea la escala del sistema métrico babilónico: el
nindanum.
Equivalía a seis metros.
—Por lo tanto —dijo Grieg, observando el pequeño amuleto de su niñez con forma de diablo—, la torre de Babel era una especie de pirámide escalonada de noventa metros de lado en la base y noventa metros de altura.
—Hasta hace muy poco, los arqueólogos creían que ésas eran las medidas de la mítica torre, también denominada «de los siete días de la semana, de los siete colores siderales y de las siete luces», pero todo apunta a que, debido a la compresión del adobe, su estructura no hubiese podido aguantar seis terrazas, más el maravilloso templo que la coronaba, de doce metros de altura, construido con ladrillos esmaltados de lapislázuli en una tonalidad azul centelleante.
—Entonces, su altura era inferior.
—Actualmente, se cree que el etemenanki que se conoce como la torre de Babel medía 15 x 15 x 11
nindanum.
Por lo tanto, sus medidas eran aproximadamente de noventa metros en los cuatro lados que formaban la base. Su altura total era de unos… sesenta y seis metros.
—Así pues, de llegar al Cielo, nada.
—No.
Rien de rien.
Catherine sonrió e hizo una breve pausa, que Grieg aprovechó para mirar detenidamente la sutil perfección que tenían sus facciones.
—¿Y quién la descubrió? —preguntó.
Catherine abrió su bolsa negra y extrajo un cuaderno de tapas duras, completamente repleto de datos y dibujos; Grieg lo observó de soslayo mientras ella pasaba rápidamente las hojas.
—Esa pregunta requeriría una larga respuesta, pero si lo desea, sírvase usted mismo.
Catherine le extendió el cuaderno de notas, abierto por la página número veintisiete, que Grieg leyó de inmediato.
Grieg volvió a cerrar el cuaderno de apuntes y lo depositó sobre la mesa, en el preciso momento en que su amigo entró con una bandeja en la mano, sobre la que reposaban dos vasos de cristal y una pequeña caldera de barro en la que ardía una llama anaranjada.
De inmediato, posó la bandeja en la mesa junto al cuaderno de apuntes, y sin hacer ningún comentario, se retiró para no interferir en la conversación.