El alfabeto de Babel (8 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

BOOK: El alfabeto de Babel
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Cuando acabó de formular las preguntas, el sonido ascendió hasta lo más alto de las bóvedas de la catedral, para después descender en forma de reverberación casi inaudible. El jefe de seguridad, situado en el centro, escoltado por los tres vigilantes, permaneció en silencio y con una mirada desafiante, aguardando la respuesta.

—¡Vamos! ¡Estoy esperando! —exclamó autoritariamente.

Catherine miraba de reojo a Grieg, para ver si se le ocurría alguna «coartada» verosímil. Si los registraban, todo habría acabado. El contenido del compartimento secreto del sillar poseía un valor incalculable, aunque se tratase de un pequeño trozo de pergamino.

Ambos desconocían absolutamente qué atesoraba el sobre que Grieg tenía escondido en su espalda. Tal vez contuviese joyas, piedras preciosas o quizás el anillo de oro de un caballero con el escudo capitular grabado entre rubíes y esmeraldas. Objetos fácilmente reconocibles e identificables por los vigilantes de la catedral.

No podían saberlo.

Eran conscientes de la gravedad del momento. Los guardas jurados, apostados delante de ellos, exigían una explicación inmediata y absolutamente convincente.

Grieg miró de reojo a Catherine, antes de dirigirse hacia el hombre uniformado de mayor altura.

—¡Tan oscura está la catedral que no me reconoces! —Gabriel Grieg, en un tono jocoso, se dirigió hacia el jefe de seguridad.

El vigilante se acercó hacia él y lo miró de cerca, en un intento de saber quién era la persona que le hablaba en aquellos términos tan coloquiales.

El gigante dio un respingo.

—¿Señor Grieg? ¿Es usted? Disculpe, no le había reconocido.

—Es natural, está todo tan oscuro —declaró Grieg con una tranquilidad que se veía comprometida al notar el tacto del sobre en su espalda.

—¿Qué hace por aquí a estas horas? —El gigante se tranquilizó por completo y se lo hizo saber a sus compañeros levantando de un modo disuasorio la mano izquierda. Inmediatamente, los tres subordinados se alejaron de allí sin despedirse.

—Hemos entrado un poco tarde en la catedral y como mi colega, también arquitecta, es colaboradora del gabinete de arquitectura y se va esta noche de Barcelona…

El vigilante miró a Catherine, que le sonrió con una de esas sonrisas que uno trata de evitar en las fotografías. Estaba desconcertada y aliviada al mismo tiempo.

—… y deseaba ver la catedral. No nos hemos dado cuenta de la hora que era. Hemos entrado en el coro y se nos ha pasado el tiempo volando.

Grieg esbozó una sonrisa seráfica mientras miraba a Catherine.

, —¡No me hable del coro! ¡Los problemas que nos da! —exclamó el vigilante, tocándose la frente—. Si han podido entrar a esta hora, es porque a mí me gusta comprobar que no queda nadie en su interior antes de cerrar la reja. Antiguamente, era lo primero que se cerraba en la catedral al dar las ocho, pero desde que yo estoy al mando en los asuntos de seguridad, me gusta hacerlo a mi manera. Hemos tenido bastantes sorpresas desagradables… Me gusta repasar sillar por sillar antes de cerrar. La reja es muy baja y puede colarse alguien. Cuando los he visto, iba a proceder a su inspección ocular y a su posterior cierre. ¿Ve? Aquí tengo la llave.

El vigilante les mostró una enorme llave que aparentaba tener centenares de años de antigüedad y que tenía seleccionada entre otras en su mano derecha.

—Veo que lo tienes todo controlado —observó Grieg, mirando de reojo a su «colega arquitecta».

—Dígame, ¿cómo es que ya no viene tanto por aquí?

—Bueno, verás…, tras la reparación que hicimos en la capilla…

El vigilante interrumpió a Grieg.

—La capilla de la Visitación, San Marcos y San Sebastián, donde antiguamente estuvo la cofradía de los Vidrieros.

—Me sorprende tu memoria —aseguró Grieg.

—Lo recuerdo porque aquélla fue mi primera semana de trabajo aquí. En aquel tiempo, yo no sabía nada de catedrales, a los sillares los llamaba sillas… ¡Imagínese! Sin embargo, ahora…

—Disculpa —le interrumpió Grieg—, pero tenemos el tiempo justo para llegar al aeropuerto… Un día de éstos seguiremos hablando.

—Claro, claro, me hago cargo. Yo también tengo trabajo. Vengan por aquí, les abriré el portalón.

El vigilante se dirigió hacia el portón del crucero que da acceso a la Plaça de Sant Iu y llevó a cabo un chirriante ritual de tintineo de llaves y ruido de goznes hasta que consiguió abrirlo. Catherine y Grieg atravesaron la puerta y el gigante se despidió, levemente inclinado y asomando la cabeza.

—Hasta pronto, señor Grieg… y compañía.

Cuando el portón se volvió a cerrar, Catherine exhaló un suspiro de alivio.

—Vaya golpes escondidos que tienes, Gabriel.

—¡Quien tiene un amigo, tiene un tesoro! Yo siempre lo digo.

Grieg extrajo del interior de su pantalón el sobre blanco con el contenido del
calaix
y se lo entregó a Catherine.

—Te felicito. Es una verdadera suerte tener como «amistad» a la versión romántica y agigantada de Quasimodo.

Catherine sonrió mientras volvía a sentirse agradablemente envuelta por la niebla en el centro mismo de la Plaça de Sant Iu.

—Hay amistades —repuso Grieg— que parecen extraídas, también, de un libro de Víctor Hugo, altas, rubias y esbeltas, pero que, a la larga, pueden resultar mucho más peligrosas…

Si hubiese sido verano, a esa misma hora, la Plaça de Sant Iu sería un bullicioso rincón lleno de turistas con pantalones cortos y zapatillas deportivas; sentados en el alargado banco de piedra, tal vez, escucharían a un guitarrista tocar una adaptación del
Concierto de Aranjuez
del maestro Rodrigo, o quizás, una melodía de Bach.

Si hubiese sido verano.

Pero no lo era. Era el último día de invierno. La plaza estaba completamente vacía y, aunque no hacía frío, la niebla se alejaba calleja arriba, hacia la Plaça de la Catedral, depositándose a borbotones en las ventanas enrejadas del museo Mares.

—Sentémonos en ese banco —dijo Catherine—, aprovechemos que no hay nadie. Descubramos qué misterios encierra el sobre.

Apenas diez pasos fueron suficientes para recorrer el ancho de la diminuta plaza.

Grieg se sentó, ligeramente ladeado, en el banco de piedra junto a Catherine, como un jugador de billar que buscase la mejor postura para intentar una carambola imposible.

Catherine desdobló el sobre.

Lentamente, introdujo la mano derecha en él. En su interior había varios objetos. Palpándolos, eligió el que le pareció más frío y misterioso y lo extrajo con emoción.

Apareció un extraño artilugio, de hierro, algo oxidado; redondeado por un extremo y con un mango similar al alargado ojo de una tijera que acababa en un afiladísimo bellote. En el otro extremo, tenía una prolongación en forma de cuña que dibujaba unas formas que simulaban diminutas almenas.

—¿Qué será esto? —preguntó Catherine.

Grieg tomó el artilugio y lo analizó sin mostrar señal alguna de sorpresa. En otras ocasiones, había visto objetos similares, pero no tan antiguos ni tan bien forjados. Leyó las palabras que estaban impresas en uno de sus lados.

CERES

LIX

—Es la mitad de una llave. Una llave de bayoneta —aseguró Grieg, alargando su mano para que Catherine la analizase.

—¿Una llave de bayoneta?

—Sí, son verdaderas rarezas, aunque no llegan al rango de lo excepcional. Se fabricaban antiguamente para abrir cerraduras que guardaban cosas muy importantes.

—¿Y cuál era su función?

—La seguridad. Eso que tienes en la mano es la mitad de una llave, un objeto que carece de utilidad si no va acompañado de la complementaria. Los propietarios ensamblaban en una sola pieza sus dos respectivas mitades, de esa manera, ninguno de ellos podía abrir la cerradura por separado.

—Y las palabras Ceres y lix, ¿qué significado tienen? —preguntó Catherine—. ¿Hacen referencia a la diosa de la agricultura y al 59 escrito en números romanos?

—Parece demasiado evidente. Seguramente se trata de sílabas que forman parte de otras palabras. Podrán verse en su totalidad cuando se encastre con la otra parte de la llave —dijo Grieg, mirando el sobre—. Ya tendremos oportunidad de analizar esos detalles más adelante. Veamos qué sorpresas nos aguardan ahí dentro.

Catherine introdujo la mano en el interior del sobre y extrajo un pergamino que estaba enrollado de un modo especial para ocupar el mínimo espacio. Lo desenrolló cuidadosamente tratando de no dañar el documento, que por su consistencia, parecía tener más de un siglo. Cuando lo desplegó por completo, no pudo reprimir un contenido grito de alegría.

—¡Sabía que la pista que seguía era la correcta!

La sonrisa de Catherine parecía liberar una tensión que había estado acumulando durante meses o quizás años.

—¡Son etemenankis! —La voz de Catherine sonó más cálida mientras sostenía el pergamino entre las manos—. Son esquemas de las diferentes representaciones artísticas que se hicieron de ella a lo largo de la historia de la pintura.

—¿De «ella»? ¿A qué te refieres? —preguntó Grieg.

—A la torre de Babel —le contestó Catherine, que señaló con su dedo índice el pergamino—. Fíjate en estas dos de mayor tamaño, son las más conocidas, las que pintó en el siglo XVI Pieter Brueghel,
el Viejo.
Ésta es la de Abel Grimmer; ésta, de Hendrick van Cleeve…

Gabriel Grieg miraba los ojos azules de Catherine, mientras ella analizaba todos y cada uno de los minuciosos dibujos de las diferentes torres de Babel proyectadas por artistas de todas las épocas.

Se trataba de dibujos realizados a tinta china y extraordinariamente detallados. Todo parecía indicar que el dominio que demostraba Catherine en la materia sobrepasaba el de cualquier mero aficionado. «Es una auténtica experta en el tema», pensó Grieg en tanto Catherine seguía analizando, uno por uno, aquellos dibujos de fabulosas construcciones.

—… ésta la pintó Marten Valken, y ésta es la de Peter Balten… —Catherine se mostraba exultante ante el hallazgo—. Es un documento que puede contener claves muy valiosas. Algunas de estas torres no las reconozco, eso quiere decir con toda probabilidad que sus cuadros originales, desgraciadamente, se han destruido o están colgados en pinacotecas privadas.

Catherine acabó de desenrollar por completo el documento y apareció en su interior un pequeño papel, que rápidamente le extendió a Grieg.

Era una breve misiva.

Una vez que Grieg la leyó, y mientras reflexionaba acerca de su contenido, se la devolvió a Catherine, que la examinó al instante.

Barcelona, 9 de junio de 1909

Contraviniendo el protocolo y sin estar debidamente autorizado para ello, retiro la mitad de la llave. Las circunstancias así lo imponen. Aunque desconozca el lugar exacto, la depositaré hoy mismo, junto a su «complemento» a las dos en punto de la madrugada, bajo la cornucopia que está alrededor de la capilla del italiano.

Los destellos luminosos de la pólvora me indicarán dónde.

Confío en que Dios nuestro Señor me ayude.

C.O.

Catherine y Grieg permanecieron en silencio durante unos segundos tratando de comprender el significado de aquella carta.

—¿Extraes alguna conclusión? —preguntó Catherine, volviendo a colocar la misiva, con sumo cuidado, en el interior del pergamino enrollado y seguidamente en el sobre.

—Deberíamos analizarlo con mucho detenimiento —expuso Grieg, pensativo—, sería cuestión de…

Cuando Grieg vio lo que acababa de extraer Catherine, sintió un inesperado y repentino sudor frío en la frente.

Se trataba de un pequeño paquete envuelto en un trozo de papel satinado de los que se usan para embalar, color azul marino, con unos dibujos que representaban unas diminutas margaritas amarillas. El pequeño paquete estaba sujeto con una cinta adhesiva amarillenta.

—¿Qué te sucede, Gabriel? Has puesto una cara como si acabases de ver un fantasma.

—Es mucho peor que eso —musitó Grieg con un hilo de voz—. Vámonos de aquí.

Grieg se levantó y empezó a caminar hacia la calle Comptes de Barcelona.

—¿Irnos? ¿Adónde? Aún no hemos abierto el paquete. No sabemos qué contiene. —Catherine se levantó también y le siguió muy sorprendida mientras continuaba hablando—. ¿Qué te ocurre, Gabriel?

—Guarda ese paquete junto a las otras cosas. No quiero verlo.

—Pero… si aún desconoces su contenido. ¿No tienes curiosidad por saber qué es lo que encierra?

—No, en absoluto.

Grieg seguía caminando con la vista fija en el muro de niebla que tenía diez pasos por delante de él.

—¿Porqué?

Entonces se paró en seco a la altura de la reja que da al patio del museo Mares y se giró en redondo. Catherine le miró intrigada, tratando de comprender aquella impredecible reacción.

—Porque ya sé lo que hay en su interior. Y me da escalofríos sólo pensarlo.

Catherine movió bruscamente los brazos antes de replicar.

—Pero… ¿cómo vas a saber lo que hay? Por el estado en que se encuentra la cinta adhesiva y el papel, debe de llevar más de treinta años ahí dentro.

—Lo sé.

—La verdad, no entiendo qué es lo que te ocurre —exclamó ella—. De verdad, no sé qué pensar…

—Tenías razón, Catherine. Mi pasado está relacionado con esa extraña historia que me has contado en el hotel. No lo comprendo, pero es así. Ese pequeño paquete es la demostración palpable.

—Pero… ¿cómo puedes estar tan seguro?

—Te lo voy a demostrar. —Grieg miró hacia el interior del patio—. Abre el papel y saca el objeto, sin que yo pueda ver de qué se trata.

Catherine, aunque confundida, extrajo la pequeña pieza del papel cubriéndola con sus manos y la examinó.

—¿A que es de piedra? —preguntó Grieg.

—Así es —respondió Catherine.

—¿Tiene un torso, dos brazos y una cabeza?

Catherine miró asombrada la pequeña estatuilla.

—Sí. Así es, pero no es una definición que lo describa totalmente; es… una figura que representa…

—Sé a lo que te refieres —la interrumpió Grieg—, porque se trata de un fetiche que tiene cuernos.

—Sí. Has vuelto a acertar. Y no lo comprendo.

—Gírala. ¿A que tiene dos iniciales grabadas?

Catherine miró la parte posterior de la figura. La expresión de su rostro mostraba cada vez más su asombro.

—Sí.

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