No sabía qué pensar de todo aquello.
Un mecanismo, situado en lo más recóndito de su cerebro, había activado una señal de alarma que permaneció en silencio durante muchos años. Uno a uno, sentía cómo se iban tensando todos los músculos de su cuerpo.
—Supongo que no es necesario que me presente, usted… —Grieg empezó a hablarle como quien se dirige a una efigie de hielo, pero ella lo interrumpió inmediatamente y sin ningún reparo.
—No, no…, por favor —exclamó la desconocida, mientras movía rápidamente su mano izquierda en señal de desaprobación—. Tutéame, y te agradecería que me permitieras seguir empleando contigo el mismo trato. Mi nombre es Catherine.
La voz de la mujer resonó en el elegante salón con una vocalización perfecta; acaso, con un muy sutil acento francés.
—¡Vamos a ver, Catherine…, o como quiera que te llames! ¿Me puedes decir de qué va este juego? Porque no te sigo… —El tono de Grieg sonó un tanto exasperado en el silencio del salón—. ¿Se trata de una broma del graciosillo de mi socio? Es eso, ¿no?
—Tranquilízate, Gabriel Grieg —dijo la mujer, tratando de calmarle—. No se trata de ninguna broma. Te lo aseguro. No tenemos mucho tiempo. Es trascendental que tomes rápidamente conciencia de que tienes un problema muy grave. Debo convencerte de que la única persona sobre la Tierra que puede ayudarte soy yo. Y no dispongo de mucho tiempo para ello.
Grieg no podía dar crédito a lo que acababa de oír de labios de aquella desconocida.
—¿De qué demonios me estás hablando? —La voz de Grieg adquirió un tono deliberadamente provocador.
En un último intento de convencerse a sí mismo de que aquel asunto no iba con él, levantó la caja de música en busca de una marca personal que grabó de niño con una navaja. «¡Maldita sea!», se dijo al ver dos letras que reconoció al instante, y que se clavaron como dos diminutas y certeras flechas en sus ojos: «G.G.».
Las dos iniciales de su nombre, que él había grabado siendo aún niño bajo la base circular de latón, estaban allí, igual que dos certificados de autenticidad que avalarían las palabras de aquella mujer antes de ser pronunciadas.
—Debo mostrarte urgentemente unos documentos —dijo mientras apuraba su taza de té—, pero no puedo hacerlo aquí.
—Lo que tengas que decirme, dímelo sin demora. Este lugar es tan válido como cualquier otro.
—Este salón no reúne los requisitos adecuados, dada la confidencialidad de los documentos que debo mostrarte —expuso con determinación la mujer, al tiempo que recogía del sofá la chaqueta y la colocaba junto a su bolsa—. Debemos subir a la sala de reuniones. Supongo que para ti no debe representar ningún problema. Sé que participaste en la rehabilitación del hotel, y sabrás a quién solicitárselo para que nos autorice su uso.
Catherine se quedó mirando fijamente a Grieg con sus hermosos ojos azules, esperando su reacción, con una mano apoyada en el rostro, y la otra, repiqueteando con las uñas sobre la mesa.
Se produjo un corto silencio.
Grieg trataba de evaluar rápidamente el atrevimiento y la seguridad con que actuaba aquella intrusa. Le había llamado por su nombre, conocía su número de teléfono, estaba al corriente de los entresijos de su trabajo, y ya sugería estratégicamente lo que debía hacer. Todo era demasiado complejo para ser analizado adecuadamente en sólo unos segundos. Grieg dedujo que había estado estudiando sus movimientos, durante mucho tiempo, antes de hablar con él. «Pero ¿para qué?»
—¿Quién eres? —preguntó Grieg, que de antemano sabía que la respuesta sería una más que probable evasiva.
—No tengo tiempo para contestar a esa pregunta —respondió Catherine con semblante serio—. No se trata de saber quién soy yo, sino… por qué estoy aquí ahora.
Gabriel Grieg volvió a sumirse en sus pensamientos.
Sostenía entre sus manos la caja de música y hacía sonar levemente con el dedo índice los pequeños cascabeles dorados que el arlequín lucía en cada una de las seis crestas del capirote.
Del mismo modo que solía hacer de pequeño.
En esa ocasión, no lo hizo como un juego de niños, fue para facilitar su concentración, en un afán de sopesar la jugada. Rápidamente se convenció de que no podía eludir aquella conversación y de que debía examinar los documentos que portaba la mujer que tenía enfrente.
—¡Está bien! Acabemos con esto de una maldita vez. Espérame frente a la puerta del ascensor, estaré allí dentro de menos de un minuto.
Grieg se levantó y se dirigió hacia la recepción.
Catherine introdujo la caja de música en el interior de la bolsa, y después, tras colocársela en bandolera, se levantó con la chaqueta doblada en uno de sus brazos. Sin demora se dirigió hacia el ascensor.
Gabriel Grieg volvió rápidamente con una tarjeta de plástico entre sus manos. La llave permitía el acceso a una de las salas de reuniones del hotel.
Cuando Grieg pulsó el botón del ascensor y se volvió para ver, por primera vez de cerca, los ojos de aquella mujer que decía llamarse Catherine, no pudo evitar que un angustioso pensamiento se apoderara por completo de él: «Espero que no sea quién me temo que es».
La puerta del ascensor se abrió, y tuvo la desagradable sensación, mientras miraba el estilizado rostro de Catherine, de que su vida, tal como él la entendía hasta entonces, había terminado.
Aquélla era la «temida visita» que había estado esperando desde hacía más de treinta años.
Gabriel Grieg y Catherine salieron del ascensor y se dirigieron hacia la sala de reuniones del hotel. La conversación, que había quedado interrumpida en torno a la mesa que sostenía la caja de música, se reanudó.
—Quisiera que me aclarases un pequeño detalle —afirmó Grieg con un gesto de preocupación en el rostro—: cuando me advertiste de que tengo un «problema» muy grave, ¿a qué clase de problema te referías?
Catherine respondió inmediatamente, añadiendo una carga aún mayor de desasosiego.
—Mira, Gabriel, la conversación que vamos a mantener tiene una trascendencia que es imposible, por el momento, que puedas llegar a calibrar ni siquiera remotamente… —Catherine no perdía, ni por un momento, su discreta compostura y se dirigía a Grieg con total naturalidad—. Si resumiera el asunto que me ha traído hasta aquí, pongamos en cien palabras, es muy probable que ocurriesen dos cosas: o bien que creyeses que soy una demente, o bien que huyeses de mí, y como comprenderás, ésa no es mi intención.
Grieg, confuso por las inquietantes palabras que le dirigía aquella misteriosa mujer, introdujo la tarjeta de plástico en la cerradura de la puerta, que se abrió impelida por un resorte, y pulsó un interruptor. Una moderna sala de reuniones, presidida por una gran mesa ovalada de madera de roble, apareció ante sus ojos.
Catherine extrajo de su bolsa un portafolios de aluminio, que contenía en su interior cuadernos, pliegos de papel y algunos pergaminos. Los colocó encima de la mesa y a continuación se sentó cómodamente.
Grieg, que permanecía muy atento a todos sus movimientos, optó por permanecer de pie al otro extremo de la mesa.
—Me gustaría que analizases un documento de gran importancia —indicó ella, sosteniendo la carpeta de aluminio.
La mujer abrió de nuevo el portafolios y extrajo del interior de una funda de plástico transparente un cuaderno de dibujo que Gabriel Grieg reconoció al instante, sin poder dar crédito a lo que estaba viendo.
El cuaderno de dibujo, apaisado, era de tamaño folio, de color amarillo y tenía la figura de un caballo rampante impresa en su cubierta, sobre la que con alguna dificultad podía adivinarse, escrita con trazo infantil, la firma un tanto ilegible de un niño de diez años y el curso de bachillerato al que pertenecía.
—Pero… ¿qué diablos significa esto? —exclamó Grieg en tanto se aproximaba a la mesa para examinar con detenimiento el cuaderno de dibujo.
—¿Reconoces este documento? —preguntó Catherine—. Tómate tu tiempo. Piénsalo bien. Tu análisis es de extrema importancia, porque de él dependerá el éxito o el fracaso de mis suposiciones.
Catherine hablaba moviendo apenas los labios, con una contenida expresión de preocupación en su rostro.
Concentrada e inmóvil quedó en espera de la respuesta de Grieg.
—¿Importante documento? ¿Esto…? ¿Que si conozco este «documento»? —El tono de Grieg adquirió por primera vez categoría de enfado—. Oye, Catherine, o como te llames, ¿qué has venido a buscar aquí? ¿Qué pretendes de mí?
Frente a frente, los dos mantenían un sibilino combate intelectual en el que parecía que Gabriel Grieg iba perdiendo claramente a los puntos. Catherine, que comprendía en su justa medida la trascendencia de lo que allí se estaba dirimiendo, sabía que gran parte de su vida futura dependería de lo que Grieg le contestase en aquel preciso momento.
—Insisto, espero tu respuesta. —Catherine rompió aquel intenso silencio, al tiempo que señalaba el cuaderno con un movimiento enérgico de su mano derecha—. ¿Habías visto anteriormente este documento?
—¡Naturalmente que lo reconozco! Se trata de mi cuaderno de dibujo. Uno que utilicé hace muchísimos años —contestó Grieg mientras pasaba rápidamente las hojas en blanco—. No me cabe ninguna duda. Esa es la firma que utilizaba entonces. Aunque me temo que los dibujos que había en las primeras hojas han desaparecido. Pero sigo sin comprender… ¿Qué importancia puede tener una simple libreta? ¿Por qué disparatada razón le confieres a este cuaderno de dibujo la categoría de «documento»?
—¡Estaba convencida de ello! —exclamó eufórica Catherine—. Sabía que tú eras el… —La frase se detuvo en seco, como si no quisiera pronunciar una palabra tabú—. Esto confirma mis suposiciones. Tú eres la persona a la que durante muchos años hemos estado buscando.
Grieg se mostraba más y más perplejo.
—¿Habéis estado buscando? ¿Quiénes? —preguntó Grieg, que arqueó las cejas y acercó rápidamente la cabeza hacia Catherine, que había vuelto a recuperar su aire de frialdad.
—Ahora no es el momento de hablar de eso —contestó ella, que se pellizcó levemente el lóbulo de su oreja derecha.
—Mira, Catherine…, te voy a decir una cosa que jamás le he dicho a nadie, y que no pienso repetirte nunca más. —Grieg inició la frase dando un intenso suspiro—. Yo trabajo duro. Intento ganarme la vida restaurando edificios y buscando datos entre viejos legajos y polvorientos planos atestados de ácaros. Quiero decir con ello que, a veces, a partir de un insignificante indicio, del más nimio, puedo llegar a relacionar dos datos unidos entre sí por remotos vínculos…
Catherine adivinó la conclusión que Grieg extraería en escasos segundos.
—… te lo digo porque estoy muy acostumbrado a ello…, pero, por más que me devano los sesos, no veo dónde está el «importante documento» en el cuaderno de dibujo de un niño, y además, ¡con las hojas en blanco!
—La importancia de ese cuaderno no reside en lo que «se ve», sino en lo que «no se ve». —Catherine se levantó de la silla, bordeó la mesa, puso junto a Grieg una lámpara de flexo y la encendió—. Fíjate en las marcas que se pueden apreciar en esta zona —dijo, señalando con el dedo índice una hoja, aunque sin rozar la superficie del papel—. Alguien escribió un plano muy esquemático en la hoja anterior que había en el cuaderno de dibujo y después la arrancó; aun así, y debido a la presión, la marca quedó grabada en la lámina que había debajo.
Gabriel Grieg inclinó la hoja acercándola a la lámpara.
Observó en la superficie del papel, en la parte superior de la lámina, unas marcas que formaban en su conjunto un dibujo muy detallado de la cabeza de un dragón, y en la parte inferior, un triángulo escaleno, cuyas líneas rebasaban los propios vértices, pero cuya geometría lo aproximaba a un triángulo rectángulo.
Sobre el papel, podían apreciarse varias muescas en forma de aspa, y algunas palabras ilegibles junto a cada una de ellas.
—¿Reconoces el dibujo? —preguntó Catherine, que se situó junto a Grieg, que se sintió, de repente, agradablemente invadido por una aromática fragancia de perfume francés.
—Ese triángulo me sugiere algo, aunque no se pueden apreciar con claridad los detalles.
—Espera un momento. Te facilitaré el trabajo.
Le pareció que Catherine extraía de su bolsa un pequeño disco. Empezó a buscar un ordenador por toda la sala de reuniones, pero se percató rápidamente de que todo el material de informática estaba guardado en el interior de un armario cerrado con llave. Tan sólo había quedado fuera un proyector de transparencias. Volvió a dirigirse hacia su bolsa y extrajo, de una de sus carpetas, una lámina transparente de acetato que parecía contener unos dibujos impresos sobre ella, y tras poner en marcha el aparato, la colocó sobre el cristal del proyector.
Se dirigió al interruptor de la luz y tras pulsarlo dejó a oscuras la sala de reuniones.
La cabeza del dragón y el extraño triángulo que Grieg acababa de observar en el cuaderno de dibujo aparecieron, en gran panorámica, sobre la superficie de la pantalla de proyección, por lo que se pudieron apreciar con total nitidez todos sus detalles.
En el plano se podían observar tres cruces en forma de aspa que fijaban tres puntos concretos de un lugar indeterminado. Gabriel Grieg fijó su atención en la «hipotenusa» del triángulo, que descendía de la parte superior izquierda del plano a la inferior derecha y que tenía una cruz marcada casi en su mismo centro.
—¿Identificas el lugar que trata de representar simbólicamente ese triángulo? —preguntó Catherine con el rostro iluminado parcialmente por el proyector.
—Podría ser. Todo esto es muy confuso —musitó Grieg, sorprendido por aquella situación, tan alejada del motivo que le había llevado aquella noche al hotel—. El triángulo creo que es un croquis, una representación muy esquemática de Barcelona.
—De momento, compartimos el criterio. Yo también lo creo —dijo ella sin apartar la vista del plano luminoso.
—La «hipotenusa», por llamarla de alguna manera, vendría a ser l'Avinguda de la Diagonal, el «cateto corto» creo que sería el Parallel, y el «cateto largo» es la Gran Vía.
—¿Y las cruces en forma de aspa y el texto?
—Eso ya es más problemático. El texto que está junto a la cruz más alejada por debajo de la Gran Vía está en el límite de lo ilegible, y los otros dos, también. —Grieg se levantó y se acercó a la cruz situada en el centro de la hipotenusa del triángulo y leyó «C.R.», seguido de varias palabras absolutamente ininteligibles.