—La desagradable persecución por el interior del cementerio ha sido provocada porque tenía que volver a verte, ineludiblemente. Quiero explicarte las razones por las que me vi obligada a tomar la inevitable decisión del Passatge Permanyer, además…
Grieg ni siquiera intentaba oírla.
Había visto la muerte de cerca. Tenía los ojos enrojecidos y sintió una profunda sensación de náusea, que a punto estuvo de provocarle el vómito, cuando los dos automóviles se pusieron en movimiento.
—¿Por qué permaneces en silencio, Gabriel? Deberías sentirte agradecido después del enorme esfuerzo que he tenido que hacer para volver a dar contigo. Tengo novedades muy importantes que comunicarte, perdona que…
—¿Que te perdone? —la interrumpió Grieg con los oídos muy obstruidos y oyendo retumbar sus propias palabras en el cráneo—. Que te perdone, dices… ¿Tienes idea del susto de muerte que me he llevado cuando he visto a los enterradores?
—¿Enterradores? ¿De qué enterradores me hablas? —preguntó Catherine, sorprendida—. Yo no he visto a ningún enterrador.
—¿Qué me dices de los hombres que llevaban palas? —le increpó Grieg.
—¡Ah! ¡Te refieres a las zapas! —Catherine reprimió a duras penas una sonrisa muy inoportuna, tapándose la boca con la mano—. ¡Lo siento! ¡Has pensado que…!
—¿Qué querías que pensase? Estamos en un cementerio…
—¿Recuerdas esta mañana frente al Palau Robert?
—¿Por qué sacas ahora a colación el Palau Robert?
—Con esas palas removieron la tierra y los escombros que había en el interior de los sacos en busca de la Chartham. —Catherine se agachó y tomó algo entre sus dedos—. Fíjate, éstas son hojas de adelfa que se quedaron adheridas en el calzado de nuestros perseguidores…
Grieg optó por guardar silencio.
Comprendió, de inmediato, que Catherine, dándole un «giro copernicano» a la situación, había añadido una nueva variable a su ya endemoniada ecuación anterior.
La perseguida se había transformado en perseguidora.
Catherine no sólo utilizaba los mismos recursos y medios que sus antiguos enemigos, sino que estaba al mando de ellos. Y parecía comportarse con mucha naturalidad en su nuevo papel de factótum. Iba elegantemente vestida con un liviano abrigo de terciopelo negro, falda corta y camisa de seda blanca con brocados.
«Es mejor permanecer a la defensiva.»
Un hombre uniformado —un empleado del cementerio— salió del vehículo delantero sosteniendo un gran manojo de llaves. «Ese debe de ser el tipo que permitió pasar a los Mercedes cuando el taxista interpuso la cadena en el camino.»
«¿A quién secundará Catherine?», se preguntó, observando las maderas de raíz con que estaban rematados los asientos de cuero, cosido a mano, de la berlina y el completo equipo audiovisual e informático que tenía delante de él.
Gabriel Grieg, aún aturdido, trató de prestar atención al itinerario que seguían los coches. Desde el estrecho camino del mirador salieron al Passeig del Migdia, circunvalaron el Estadi Olímpic de Montjuic y se detuvieron en algún punto de la montaña cercano a la Font del Gat.
Grieg creyó distinguir entre las sombras el edificio del Museu Etnológic.
Unas señales acústicas sonaron en el panel del coche. Catherine golpeó levemente con las uñas la mampara protectora y, al instante, ésta se abrió. El conductor y un fornido guardaespaldas situado junto a él y que tenía el pelo muy corto la miraron prestos a sus órdenes.
—Tendrás que perdonarme —indicó Catherine—, pero tengo que atender un asunto urgente. Sólo serán unos minutos.
Grieg continuó en silencio y con el gesto grave.
La mujer abrió la puerta; muy discretamente, el guardaespaldas movió el retrovisor, apuntándolo hacia el lugar en el que se encontraba el ocupante del asiento posterior.
«Demasiados coches oficiales», detectó Grieg, al tiempo que miraba hacia un punto donde centelleaban los
flashes
y los focos de las cámaras de televisión. Los destellos provenían de un vasto jardín frente a una formidable mansión.
Mirando de soslayo el monitor de televisión que tenía delante, Grieg dedujo que Catherine se había dirigido hacia el Palau Albéniz, donde sin duda se estaba llevando a cabo una recepción oficial.
Lentamente, acercó su mano, procurando que quedara fuera del alcance de la vista del guardaespaldas y giró completamente a la izquierda el botón correspondiente al sonido.
Pulsó la tecla de encendido.
Al instante, se activó el televisor, sin volumen, que mostraba las imágenes de un informativo, donde una periodista hablaba a la cámara, mientras se proyectaban unas imágenes en un gran monitor situado detrás. En ellas podían verse a dos cardenales en el aeropuerto romano de Fiumicino a punto de subir a un avión. Trató de leer en los labios de la presentadora, pero le resultó imposible conocer el alcance de la noticia.
Grieg miró a través del retrovisor y vio los ojos de alguien que no le quitaba la vista de encima. Al ver las imágenes del informativo, donde aparecían obispos y cardenales pertenecientes a la curia romana, con la cúpula de San Pedro al fondo, pensó que tenía que hallar el modo de saber qué estaba pasando en el Palau Albéniz.
En una nueva conexión, comprobó que el periodista comentaba la noticia mientras detrás, en una gran pantalla, se proyectaban, a tiempo real, las imágenes que correspondían al fulgurante punto de luz que Grieg tenía delante.
Tres señales acústicas sonaron en el transmisor del guardaespaldas, que contestó a la llamada pronunciando un número en italiano, sin quitarle los ojos de encima al hombre que estaba vigilando.
«¡Ya lo tengo!», dedujo Grieg al oír lo que acababa de pronunciar el guardián. Había encontrado el modo de enterarse de la noticia sin que sus dos vigilantes se percatasen de ello.
Lentamente, extendió su brazo izquierdo y pulsó un botón del receptor de televisión. Apareció un menú de «teletexto», y a continuación marcó tres números: los correspondientes a: «Noticias. Última hora».
Durante quince segundos, tres dígitos empezaron a bailar, hasta detenerse en el número que Grieg previamente había marcado.
Apareció una pantalla con un texto escrito con unos caracteres del tipo «fixedsys», pero en las palabras, algunas de las letras lo hacían en «wingdings», lo que dificultaba de un modo global la comprensión de la noticia.
Grieg vio la sombra de una persona que se disponía a abrir la puerta de la berlina y apagó inmediatamente el monitor. Cuando Catherine abrió la puerta del coche, Gabriel Grieg sintió una sacudida muy intensa de desahogo, al notar cómo sus oídos se desobstruían de golpe; volvía a oír con naturalidad.
El coche se puso en movimiento en dirección a un lugar desconocido.
—Tengo que comentar muchas cosas contigo —dijo Catherine una vez cerrada la mampara del coche.
—¿No eres aquí la «Gran Dama»? ¿Quién te lo impide? —le contestó Grieg sin mirarla.
Catherine sonrió, pero sabiendo de antemano que las últimas palabras de Grieg no eran un elogio hacia su persona.
Trató, dadas las circunstancias, de ser condescendiente.
—Las piezas del ajedrez ya han empezado a moverse y todo aquel que esté implicado puede ir a parar de una manera fulgurante a la caja —le previno Catherine.
—¿Qué piezas? —preguntó Grieg, que había captado con toda nitidez la metáfora del ajedrez, y en especial la de la caja—. ¿De qué piezas me hablas?
—Ha venido a Barcelona el secretario de Estado del Vaticano en ¡visita oficial!
—Te creía mucho más inteligente, Catherine. Ese viaje estaría programado desde hace meses, quizás años.
—Pienso demostrarte que estás equivocado. Disponemos de dos horas para…
—¿Disponemos? —la interrumpió Grieg de un modo brusco—. Tú no puedes disponer nada que afecte a mi persona sin consultarlo previamente conmigo. ¿Quién te ha dado esas dos horas, Catherine? ¿Para qué?
—Si supieras el favor que te hago, seguro que te dirigirías a mí de otro modo —murmuró Catherine con una sonrisa amarga en sus labios.
—¿Hacia dónde vamos? —preguntó Grieg, que vio la cara del conductor a través de la mampara y del cristal del retrovisor.
Catherine guardó silencio y se limitó a señalar con el dedo índice, y de un modo inequívoco, el punto más elevado del
sky line
de Barcelona.
Desde la lujosa Suite Royal del hotel Arts, situada a 150 metros de altura, Catherine tenía la mirada fijada en la escultura de Frank Gehry con forma de gigantesco pez, sin cabeza ni cola, formada enteramente por escamas metálicas doradas y situada junto a tres enigmáticas esculturas: una esfera, un cubo y una gran pirámide.
«Tengo que convencer a Grieg para que venga conmigo al Palau de Pedralbes», pensó mirando el mar, que se extendía ante sus ojos como una superficie enorme y despejada, sin que la oscuridad de la noche ni la bruma le permitieran llegar a contemplar la línea del horizonte.
Grieg estaba cómodamente sentado en un amplio y mullido sofá de piel, de color blanco, frente a una mesa sobre la que reposaba una surtida bandeja de canapés de
foie,
salmón, caviar ruso, así como una botella de cava enterrada en hielo.
—Espero que tanto la ropa interior como los pantalones téjanos y la camisa oscura sean de tu gusto —conjeturó Catherine, sin volverse y con la mirada puesta en el suave vaivén de los yates de recreo atracados en el Port Olímpic.
—He de reconocerlo: tienes mucho talento a la hora de calcular tallas masculinas «a ojo» —admitió provocativamente tras engullir un canapé.
—Por cierto, ¿dónde conseguiste el taxista? Conducía como un piloto de Fórmula Uno.
—Responderé a esa pregunta cuando me digas quién paga la nómina de los matones, la gasolina de los Mercedes-Benz y la cuenta de la «posada» —le contestó Grieg, que no dejaba de observar la lujosa Suite Royal.
—Me gustaría que me dijeras en qué momento te llevaste el interior de la Chartham —apuntó Catherine—. ¿Fue cuando me dirigí hacia la alacena en el Passatge de Permanyer? ¿No es cierto?
Grieg no dijo nada.
—Ese silencio me tranquiliza.
—Yo que tú, no estaría tan segura de eso. Es un grave error convertir mis silencios en afirmaciones.
—Debes saber que la «burbuja de protección» que te estoy proporcionando está a punto de estallar, como si fuese una pompa de jabón. Irán a por ti, Gabriel. Te lo aviso. Tu tiempo se está acabando.
—El estribillo de la canción ya me lo conozco muy bien, Catherine, debes procurar cantarme algo más de la letra.
Grieg continuaba dando buena cuenta de la bandeja de canapés.
—No sabes lo que llevas entre manos. —Catherine se dirigió hacia el amplio sofá y se sentó junto a Grieg.
—Háblame de la Chartham —inquirió Grieg—. ¿Dónde desapareció la última vez…?
—Se ha llegado a saber con certeza que a la Chartham se le perdió el rastro, definitivamente, el 7 de junio de 1926 a las cinco de la tarde, tras un desgraciado accidente donde un tranvía atropello a un peatón en Barcelona —dijo Catherine tras apurar un vaso de agua—. Supongo que esa fecha te dice algo, ¿no?
—Si no añades algo más… —contestó Grieg.
—Sabes perfectamente a lo que me estoy refiriendo —insistió Catherine.
Gabriel Grieg puso una expresión grave en su rostro.
—Conozco el suceso. Fue la hora y el día en el que fue atropellado por un tranvía el arquitecto Antoni Gaudí.
—Tras ese desgraciado accidente —continuó Catherine—, el tema de la Chartham entró en un terreno de especulaciones y controversias.
—¿Qué crees que pasó?
—Alguien se encontró una cartera de mano tirada sobre una acera de la calle de Las Cortes y posiblemente se la llevó a su casa, sin sospechar, ni siquiera remotamente, que contenía algo muy valioso —determinó Catherine, mirándole fijamente a los ojos.
—Te estás refiriendo a quien yo creo, ¿no? —preguntó Grieg, sospechando y temiendo la respuesta a partes iguales.
—Ya no hay la más mínima duda al respecto: la cartera que llevaba Gaudí ese día se la encontró tu
padrí.
Grieg se quedó pensativo durante unos instantes, antes de hablar.
—Y si mis deducciones son ciertas, supongo que los actos programados para hoy en el Palau de Pedralbes están relacionados con el lugar hacia donde debía dirigirse esa maleta, y que el trágico accidente «desvió». ¿No es así?