—¡Tenemos que hacer algo! No queda tiempo.
Catherine ni siquiera tuvo valor para mirar su reloj. No le hacía falta calcular los minutos que quedaban para las ocho.
Pocos. Muy pocos.
«¡Debo esforzarme al máximo!», pensó Grieg.
El inquietante documento de exhumación de un cadáver, unido a la advertencia de que su vida correría peligro a partir de las ocho de la noche del día siguiente, exactamente dentro de veinticuatro horas, le causó desasosiego y angustia.
Un día.
La iluminación del coro en ese preciso instante se apagó, y los sumió en la semioscuridad.
Aquella repentina inmersión entre las sombras, permitió a Gabriel Grieg apreciar la tenue luz que iluminaba la cripta de la catedral. Como en un
déjà vù
, vio a alguien que le transportó al pasado.
«Aunque sea algo delirante, debo intentarlo. Es la única posibilidad de encontrar ese maldito dragón», pensó Grieg mientras un escalofrío recorría su espalda.
Gabriel Grieg había tenido una idea sobrecogedora.
—Voy a poner en práctica un plan… que quizá nos resuelva el problema.
—¿De qué se trata? —preguntó Catherine, sorprendida.
—Es algo…, algo, un tanto… descabellado.
Grieg parecía no encontrar las palabras, mientras mantenía la vista fija en la cripta de la catedral, que, por un momento, se había encendido, con lo que iluminó de un modo parcial el reluciente suelo de la catedral.
—¿En qué puedo ayudarte? —Catherine intentaba adivinar, en vano, qué podría habérsele ocurrido.
—¿Llevas encima el dragón? —preguntó Grieg sin mirarla a los ojos.
—¿Cómo dices? —Ella pareció sacudir la cabeza ante lo inesperado de la pregunta.
—¿Que si tienes alguna copia en papel del dragón que estamos buscando?
—Tengo muchas. ¿Por qué?
La mirada de Grieg seguía completamente centrada en alguien que permanecía de pie sobre el primer escalón de la escalera que conducía a la cripta de la catedral. Más que una persona parecía un ángel turiferario que hubiese recobrado la corporeidad en aquel mismo instante.
Catherine extrajo de su bolsa varios dibujos con la figura del dragón y se los extendió a Grieg, que los estudió durante unos segundos.
Escogió uno del tamaño de medio folio.
—Éste servirá. No te muevas de aquí. Repito, no te muevas de donde estás ahora mismo. Pase lo que pase. Tengo un plan.
Grieg seguía completamente concentrado y sin apartar, ni por un segundo, la vista de la delgada figura que se encontraba detenida sobre el escalón de la escalera, que descendía hasta la iluminada cripta.
Catherine se sorprendió cuando vio que Grieg se dirigía hacia la zona del crucero que daba acceso al claustro.
—¿Adónde vas? Si te ven ahí te echarán inmediatamente, ya casi es la hora de cerrar. —Catherine estaba cada vez más desconcertada.
—No te muevas de donde estás.
Grieg se detuvo bajo los dos cofres funerarios de Ramón Berenguer I y de su esposa Almodis. Finalmente, colocó entre dos salientes de la pared, junto a la pila de agua bendita, el dibujo del dragón. Tratando de que nadie le viese, regresó de nuevo hacia el coro donde Catherine le aguardaba, sin entender absolutamente nada de lo que Grieg se llevaba entre manos.
El empleado de la bata azul, encargado del cierre de las puertas de la catedral, ya estaba cerrando el portón de la Plaça de Sant Iu.
El próximo destino del guarda sería, ya, la puerta principal.
Grieg y Catherine volvieron a entrar en el coro y se sentaron en dos sillares junto a la verja. Grieg lo hizo en uno donde sobresalía en la madera un caballero que arremetía, lanza en ristre, contra un enorme jabalí.
—Pero… ¿qué estamos haciendo? —protestó Catherine al borde mismo del enfado.
—Tranquilízate. Sé lo que hago. Ahora nos vamos a quedar sentados y no nos moveremos de aquí hasta que llegue el momento adecuado. —Grieg mostraba una serena tranquilidad que Catherine no comprendía, ni siquiera remotamente.
En ese preciso instante, la poca luz proveniente de los laterales de la catedral se apagó, y sumió en la oscuridad al centenar de sillares que conformaban en su totalidad el coro. Tan sólo una tenue luz procedente del presbiterio iluminaba parcialmente el amplio pasillo central. La delgadísima línea de luz se difuminaba al llegar a una trampilla, para después, extinguirse, devorada por las sombras del subsuelo de la catedral.
—¿No vamos a hacer nada por encontrar el dragón? ¿Nos vamos a quedar aquí sentados sin hacer absolutamente nada? El tiempo se agota.
Las preguntas de Catherine resultaban impecablemente lógicas, pero Gabriel Grieg seguía una intuición a la que trataba de ser fiel a toda costa.
—Es demasiado tarde para intentar otra cosa que no sea la que estamos poniendo en práctica —aseguró.
—Pero ¡si no estamos haciendo nada!
—¡No alces la voz! Nos van a oír —le advirtió Grieg.
Catherine no comprendía, en absoluto, su estrategia y se negaba a seguir esperando. Pensó cuál podría ser el argumento que le hiciese entender que aquélla era una táctica equivocada.
—¡Son las ocho menos tres minutos! Y la catedral ya está casi vacía. Por favor, explícame cuál es tu plan.
La mirada de Catherine no dejaba lugar a dudas, exigía una explicación de un modo inmediato.
Grieg alargó un brazo hacia una de aquellas grotescas figuras talladas en la madera de un sillar contiguo. Colocó su poderosa mano de antiguo escalador totalmente extendida sobre ella. Igual que si se tratase del redondeado pomo de una puerta, la giró hacia uno de sus lados y tiró con fuerza.
Catherine, inclinada hacia delante, no perdía detalle de los movimientos de Grieg.
Su garganta profirió un leve grito de horror al ver el objeto que esgrimía Grieg en su mano derecha.
Su rostro reflejó fascinación y asombro.
—¡Qué te parece! —declaró Grieg, desplazando su mano derecha—. ¡Mira cómo se las gastaban en la Antigüedad!
Grieg mostró algo que hizo retroceder a Catherine. Se trataba de un ingenioso artilugio que poseía una función doble. En el sillar era un elemento decorativo más. Una vez extraído de él, se convertía en un instrumento capaz de intimidar e incluso de dar muerte. De un grueso mango de madera, antropomorfo, nacía una afiladísima hoja de forma cónica, de ébano, capaz de penetrar en la carne a la menor presión.
—¡Santo Cielo! ¡Una daga! —exclamó Catherine.
—Estoy seguro de que el dragón que buscamos está en un compartimento secreto similar a éste —dijo Grieg mientras volvía a insertar la temible arma en el sillar—. Cuando los caballeros se encerraban aquí para dirimir sus cuestiones terrenales, apreciaban tener cerca artilugios como el que acabas de ver.
—En otros sillares también debe de haber compartimentos secretos —pronosticó Catherine.
—Así es, lo he recordado cuando he visto la caja que llevaba la mujer con cara de mastín —aseguró Grieg.
—¿Cómo dices? —preguntó Catherine, sorprendida.
—Nada. Cosas mías. Cada uno de esos compartimentos es un
calaix,
que, como ya sabes, en catalán significa «cajón». En ellos escondían documentos, elixires afrodisiacos e incluso veneno. Se trata de un secreto que muchos desconocen, y que te ruego sigas manteniendo.
—Busquemos el
calaix
con la cabeza de dragón. Quizá tengamos suerte —insistió, incansable, Catherine.
—Ya es demasiado tarde para poder hacer nada; sólo cabe esperar.
Las campanas de la catedral empezaron a tañer.
Eran las ocho.
La escasa iluminación que había en el coro pareció debilitarse aún más. Alguien se había detenido delante de la reja.
Y una silueta se recortaba a contraluz.
Tan sólo eran visibles sus contornos, igual que si se tratara de un ser formado enteramente de luz. Sus pasos, cuando penetró en el coro, fueron silenciosos; sus movimientos, lánguidos.
Parecía buscar algo y llevaba en su mano izquierda el dibujo de un dragón.
La silueta contorneada de luz penetró en el coro de la catedral.
Cruzó por delante de Catherine y de Grieg, y se dirigió lentamente hacia el grupo de sillares correspondientes al lado de la epístola. Tenía la vista fija en el rincón donde lucía el escudo de Enrique VIII, rey de Inglaterra; sin embargo, antes de llegar a él se detuvo a la altura del sillar de Jaime III, conde de Hornes. Parecía dubitativa y sin saber qué hacer. Sostenía en la mano el papel con la cabeza del dragón y, en casi total ausencia de luz, simulaba observarlo minuciosamente.
Catherine golpeó bruscamente la rodilla de Grieg; a continuación, se encogió de hombros apretando levemente los labios, como preguntándole en silencio: «¿Quién diablos es la persona que lleva la cabeza del dragón en la mano?».
Grieg le contestó colocando un dedo índice sobre los labios.
Inesperadamente, la silueta movió bruscamente la cabeza hacia la izquierda y hacia la derecha, mientras se dirigía con lentos pasos hacia el centro del pasillo. Se detuvo, permaneciendo varios segundos con la vista fija en el centro de los sillares del costado de don Caries, con la cabeza levemente alzada, los brazos ligeramente elevados y las palmas de las manos vueltas hacia arriba.
Los dos testigos que presenciaban en silencio aquella extraña ceremonia se preguntaron a quién o a qué estaría invocando aquella silueta contorneada de luz.
Tras la invocación, la silueta bajó los brazos y de un impulso enérgico se dirigió hacia los sillares del coro bajo y se arrodilló sobre uno de ellos. Echó su cuerpo hacia delante y empezó a levantar varios tableros de algunos sillares del coro alto, y a mirar junto a las misericordias y los brazales que los conformaban.
La silueta se ocultó tras los sillares bajos. Ni Grieg ni Catherine pudieron saber, debido a la penumbra, qué estaba haciendo ni en qué sillares. Cuando volvió a pasar frente a ellos en dirección hacia la cripta, su paso se avivó hasta desaparecer disuelta en la oscuridad del transepto de la catedral.
—¡Date prisa! —murmuró Grieg, tomando de la mano a Catherine—. Debemos buscar el dragón.
—¿Cómo dices?
Gabriel Grieg subió hasta los sillares altos y Catherine le siguió, sin comprender absolutamente nada de lo que estaba sucediendo. Entre los sillares de Enrique III, conde de Nassau, y el de Jaime de Gavre, señor de Frezin, buscaron el dibujo que había dejado la silueta.
—¡Aquí está el papel con la cabeza del dragón! —exclamó Catherine—. Pero no puedo ver la figura, tallada en la madera, que está debajo.
—Déjame ver —dijo Grieg—. Creo que hemos encontrado el dragón, pero no consigo verlo. ¿Tienes una linterna en el bolso?
—No —respondió Catherine—, pero al tacto parece la figura de un dragón con las fauces abiertas. Creo que se trata del que estamos buscando. ¿Cómo has podido…?
—Ahora no es momento de hablar. Ya te lo explicaré. Debo hallar la «combinación».
Grieg se introdujo totalmente en el hueco del sillar y asió fuertemente la figura con su mano derecha.
Los artesanos tallaban en la madera los compartimentos secretos, y cada uno de ellos tenía su propia combinación de apertura. En unos debían empujarse las figuras hacia fuera y girarse luego a izquierda y derecha para abrirse, o viceversa. Cada uno tenía su propio movimiento de apertura, que era conocido como
clau
o llave.
Grieg lo intentó, a ciegas, de varias formas.
Estiró fuerte y giró su mano en todas las direcciones, pero la cabeza del dragón permanecía clavada en el sillar. Lo volvió a intentar de nuevo, cambiando el sentido del giro y de la presión, con resultado negativo.
«Estamos demasiado cerca del objetivo para que nos sorprendan ahora», pensó Grieg mientras miraba hacia la reja exterior del coro. Ver aparecer, en ese preciso instante, a un vigilante, de los numerosos que había en la catedral, comportaría funestas consecuencias.
Grieg, abstraído en ese pensamiento, no supo cuál fue la última combinación de movimientos que había hecho con su mano derecha, pero al tirar hacia sí, un pequeño y alargado cajoncito de unos cinco centímetros de profundidad y veinte de largo quedó entre sus manos.
—¡Lo has conseguido! —exclamó, sorprendida, Catherine.
—Debemos darnos prisa. Dame tu bolso.
—No. Toma este sobre. Es más adecuado.
Grieg introdujo por completo el
calaix
con la cabeza de dragón y después lo giró ciento ochenta grados. Todo el contenido cayó en el interior del sobre.
Grieg lo dobló varias veces y se lo colocó en la espalda.
Deslizó la mano por el interior del pequeño vientre de madera del dragón y, tras comprobar que estaba completamente vacío, lo volvió a introducir en el sillar. El mecanismo de cierre resultó más sencillo que el de apertura porque la cabeza encajó a la primera. Todo volvió a quedar en su lugar, por lo menos, externamente.
—Larguémonos de aquí. No perdamos ni un segundo. —La voz de Grieg sonó aliviada después de haber creído que el dragón, de los muchos que había entre los sillares, era únicamente ornamental.
Catherine descendió al coro bajo, y Grieg la siguió. Cuando finalmente traspasaron la reja de hierro forjado que delimitaba el coro se sintieron aliviados, pero aún estaban en el interior de la catedral y ya estaba cerrada.
Sin necesidad de palabras, los dos avivaron el paso.
La catedral se había sumido en una iluminación propia de la Edad Media. Bajo las apagadas vidrieras veían brillar tenuemente, al fondo de la nave central y junto a la puerta principal, velas de todos los tamaños, centenares de ellas, titilantes como diminutas estrellas encerradas en el interior de aquel enorme universo de piedra que era la catedral.
Estaban llegando a la puerta principal y no había nadie que la protegiera. «Quizás aún esté abierta», pensó Catherine.
Una orden imperativa los obligó a detenerse en seco.
—¡Eh! ¡Alto! ¿De dónde salen ustedes? —gritó un hombre uniformado de unos dos metros de altura, que a su vez iba acompañado por otro vigilante; rápidamente se les unieron dos más, en cuanto oyeron la voz del que parecía ser su jefe.
—Esto no me gusta nada. Si nos registran ahora, vamos a tener problemas. Problemas graves —susurró Catherine mientras veía cómo se acercaban hacia ellos los hombres uniformados.
—¿De dónde salen ustedes? —repitió la pregunta el gigante—. ¿Dónde se habían metido?