—¿Tienes la misma hora que yo? —preguntó Catherine, mirando su reloj de pulsera—. Un minuto puede ser de vital importancia.
—Yo tengo las siete y treinta y ocho minutos —dijo Grieg mientras pasaba junto a él un empleado de la catedral, vestido con una bata azul y con una gran llave en la mano, dispuesto a cerrar el portón exterior de la capilla.
—Nos quedan… veintidós minutos para conseguir averiguar dónde puede estar ese dragón que a su vez es un cajón… —La voz de Catherine sonó entre desconcertada y angustiada.
Gabriel Grieg trataba de concentrarse, pero le resultaba imposible. «No sé qué es lo que busco», se repitió. Nada podía resultar más alejado a su forma de ser y de actuar que toda aquella precipitada improvisación y ausencia de método.
—Aún no hemos tenido tiempo de conversar sobre nuestras respectivas profesiones —expuso Grieg, mirando de reojo a Catherine, que eludió contestar directamente a esa pregunta.
—No te preocupes, cuando encontremos ese dragón ya tendremos tiempo de conversar más tranquilamente.
—No sé por qué razón intuía que me responderías algo parecido —repuso Grieg mientras se mordía la comisura de los labios—. De cualquier manera, sospecho que estará relacionado con la Historia o con la Historia del Arte. No hace falta que te indique detalladamente lo que, al margen de lo meramente espiritual, significa una catedral tanto artística como históricamente: los millones de elementos diferentes que la forman y que se van superponiendo en su interior y en su exterior a lo largo de los años y siglo tras siglo.
—No es necesario —respondió Catherine, que no tenía la más leve intención de fijar su atención en otro motivo que no estuviese directamente relacionado con la materia que les había llevado hasta allí—. Debemos centrarnos única y exclusivamente en los dragones. Estamos obligados por las circunstancias; además, un dragón debe resaltar vivamente entre la iconografía de una catedral.
Grieg se detuvo en seco.
—¿Un dragón? ¿Un dragón, dices? ¿Tienes idea de lo que estás diciendo? Estamos en Cataluña. Sant Jordi, san Jorge, es su patrón. Su imagen, casi siempre, va acompañada de un dragón al que atraviesa con una lanza por el vientre o el cuello. Están omnipresentes. Se representan en cualquier material: en hierro, en piedra, en mármol, en pequeñas y en grandes esculturas, en bajorrelieves… Aquí los dragones están por todas partes.
Mientras conversaba con Catherine, Grieg se iba percatando de que la empresa que les había llevado hasta allí aún era mucho más difícil de lo que había creído en un principio.
Atravesaron una estrecha puerta y salieron al claustro de la catedral.
Quedaron impresionados. La potente luz que provenía de los focos situados en los arranques de los arcos, a causa de la densa niebla, escapaba de forma humeante entre las palmeras, las hiedras colgantes y los magnolios del jardín interior, lo que le daba al claustro un aspecto sobrecogedor.
—Nunca había visto el claustro así —exclamó Grieg frente al sarcófago de piedra de un caballero que tenía un perro a sus pies.
Las rejas de hierro forjado, dispuestas entre las columnas y las arcadas, no podían detener el lento avance de la niebla, que ascendía en dirección hacia el interior de las capillas, tras recubrir vaporosamente las tumbas que enlosaban la totalidad del suelo del claustro.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó Catherine sin apartar la vista de las enmohecidas bóvedas.
—Te aseguro que no será fácil encontrar el dragón que buscamos —dijo Grieg, mirando hacia la sala capitular—. Fíjate, ahí tenemos uno.
—Catherine, giró rápidamente la cabeza en dirección hacia donde señalaba el dedo de Grieg.
—¡Es fantástico! —exclamó al contemplar la capilla de Sant Jordi, situada junto a la pared norte del claustro. El santo, sobre un brioso corcel, hundía su lanza en el lomo de un terrible dragón que reflejaba su dolor abriendo de par en par sus fauces.
—Nos resultará muy difícil saber a qué dragón se refiere la anotación del plano.
«Buscar un dragón que a su vez es un cajón supone un reto, incluso si hubiéramos dispuesto de toda una semana para buscarlo», pensó Grieg. No hizo falta que mirase su muñeca para saber qué hora marcaba su reloj.
—Debemos darnos prisa, ya sólo quedan veinte minutos para las ocho —dijo Catherine—. ¿Dónde hay más dragones?
—Aquí mismo, en el claustro, hay dos de los más significativos de Cataluña, pero dudo que alguno de ellos sea el que estamos buscando. Yo casi los descartaría, para no perder tiempo. Nadie escondería ningún objeto secreto en un lugar tan concurrido.
—¡Nada de eso! Muy a menudo lo que resulta más evidente esconde lo más oculto. ¿Tantos dragones hay en la catedral que ya hay que empezar a descartarlos? —preguntó Catherine, abrumada.
Grieg aceleró el paso hasta que se detuvo en el lado sur del claustro, junto al estanque de agua, en el ángulo más cercano a la puerta gótica de la Pietat. Las ocas parecían encontrarse muy a gusto en medio de aquel suelo mohoso invadido por la niebla, y se lo hacían saber al mundo graznando de un modo atronador.
—Ahí tienes uno; y allá arriba, otro.
Grieg se refería a los dos dragones que están en el interior del templete del claustro. Catherine fijó su atención en un pequeño Sant Jordi que a lomos de un caballo daba muerte a un dragón de bronce situado sobre una fuente.
—No creo que sea un cajón —exclamó, mirando pensativa la delicada figura.
—No te olvides del otro. —Grieg señaló hacia arriba con el dedo índice de la mano derecha.
Catherine levantó la cabeza con excitación, dada la proliferación de dragones que se exhibían en el interior del claustro. En lo más alto de la bóveda, en su mismo centro, en una gran clave del siglo XV, vio un San Jorge intentando salvar a una dama de un imponente dragón esculpido en piedra. Rodeando la escena, un coro de ocho ángeles completamente atemorizados parecía contemplar la cara del monstruo que lanzaba fuego por la boca.
Grieg no pudo evitar pensar en su propio temor y en el peligro inminente que según Catherine le sobrevendría en cuestión de veinticuatro horas. Miró su reloj y comprobó, desolado, que sólo quedaban diecinueve minutos para que cerrasen la catedral; aún no tenía la menor idea de dónde encontrarían aquello que habían venido a buscar.
—Vámonos de aquí. ¡Debemos darnos prisa! —indicó Grieg tras dar un pequeño sorbo de agua en uno de los surtidores de la fuente y en tanto miraba de reojo el cuerpo de Catherine—. Un dragón puede estar representado, en pequeño tamaño, en cualquier parte de la catedral: desde el más antiguo, que está en la plaza de Sant Iu, grabado en la piedra, hasta estos dos que tenemos aquí.
—Tenemos que dar con él —repuso inmediatamente Catherine.
—No es tan fácil —le replicó Grieg—. En un lugar como éste puedes encontrarte con un dragón en cualquier lugar, desde una gárgola de fauna situada en la terraza, hasta cualquier pedestal bajo un santo o una santa, que son representados aplastando con los pies animales fantásticos: sierpes, grifos, culebras, dragones y lo que haga falta para representar su santidad y su oposición al mal y al pecado.
—Nos queda muy poco tiempo, en algún lugar debe de estar ese maldito dragón. Pero… ¿dónde? ¿En qué lugar?
—No lo sé. ¿Cómo quieres que lo sepa? —adujo Grieg—. Será mejor entrar en la catedral antes que nos prohíban el paso.
Traspasaron la puerta que conduce al crucero de la catedral, bajo un arco del antiguo templo románico.
Ya estaban en el interior de la basílica.
Un gran silencio, impregnado de lejanas reverberaciones, los invadió.
La catedral apareció ante ellos majestuosa, severa de líneas, con las tres naves delimitadas por grandiosas columnas que se elevaban hacia las alturas sin arbotantes ni contrafuertes exteriores.
Se dirigieron hacia el centro de la nave mayor, hacia el coro, que aún permanecía accesible frente al altar, pero ya completamente clausurado tras el elaborado relieve en mármol blanco de origen renacentista situado ante la entrada principal.
—Te vuelvo a repetir que esto es una locura. —La preocupación se reflejaba en el rostro de Grieg—. ¿Cómo vamos a encontrar lo que buscamos en apenas quince minutos?
—Ya se nos ocurrirá algo para dar con ese dragón. Aún queda bastante tiempo. No tiremos la toalla tan pronto.
El pretor romano, esculpido en el relieve del trascoro, parecía clavar su marmórea mirada en Catherine en vez de en santa Eulalia.
Grieg miró a su alrededor. La catedral se estaba quedando vacía. Los feligreses y los turistas empezaban a salir por la puerta situada en la fachada principal.
Junto a ellos pasó el empleado de la catedral, con la bata azul y el gran manojo de llaves oxidadas, el mismo que habían visto en la capilla de Santa Lucía. Cada vez les quedaba menos tiempo.
Doce minutos.
Grieg alzó la vista en un afán de encontrar algo de luz en las estilizadas vidrieras policromadas. Era inútil. Había olvidado que Barcelona estaba completamente ensombrecida bajo la niebla, y además, ya era de noche. Bajó la cabeza mientras recorría las apagadas cristaleras con una amarga sensación de impotencia.
Catherine no sabía dónde dirigirse.
Grieg miró hacia una capilla del lado de la epístola y vio a una devota tocada con una horrible permanente rubia y con unas facciones dignas de un mastín; portaba entre las manos una vieja y grasienta caja de cartón llena de velas, cirios y velones.
La mirada de Grieg se iluminó y se le volvieron a llenar completamente de oxígeno los pulmones.
«¡No se trata de pensar que el dragón es un cajón…, sino que ¡el cajón tiene forma de dragón!»
—Creo que ya sé dónde podemos encontrar ese dragón —exclamó Grieg en un tono de voz tan bajo como eufórico.
—¿Cómo dices? ¿Dónde? —preguntó Catherine, sorprendida por la inesperada reacción de Grieg.
—Está apenas a unos metros de aquí, pero debes mentalizarte de que cuando veas el lugar donde creo que se encuentra —Grieg miró fijamente a los ojos de Catherine—, nos sentiremos desbordados y creeremos que somos incapaces de atrapar a ese escurridizo «monstruo escupefuego».
El coro de la catedral de Barcelona está situado en el centro de la nave mayor frente al presbiterio. En 1519 tuvo lugar en él un hito sin precedentes; algunos historiadores han coincidido en interpretarlo como un arcaico embrión de la actual ONU.
Allí se celebró la XIX Reunión del Toisón de Oro, convocada por el emperador Carlos V. Tras haber tenido lugar la asamblea, se pintaron a todo color, sobre los sillares, los blasones de los caballeros que habían acudido desde todos los puntos de Europa para parlamentar, en vez de guerrear.
Grieg y Catherine se detuvieron frente a la entrada del coro. Aún estaba iluminado y tenía las puertas de la reja de hierro forjado abiertas de par en par.
—¡Es fantástico! —exclamó Catherine, sorprendida por lo que tenía delante de sus ojos.
La sillería del coro de la catedral de Barcelona.
Sillares del siglo XIV, primorosamente tallados en madera de nogal, a dos alturas. La sillería coral inferior, con los sitiales al aire y los sillares altos, que, además de estar tallados de una forma primorosa, tenían pintados, a todo color, los escudos de los caballeros capitulares, y, sobre ellos, estilizados doseletes rematados a su vez por pináculos de crestería.
«No hemos venido a admirarte, sino a buscar un dragón», pensó Grieg, sabedor de las inconmensurables figuras talladas en la madera.
—Tengo que comunicarte dos noticias —musitó Grieg sin apartar la vista del coro—. Una buena y otra mala.
—Te escucho —contestó Catherine—. Empieza por la que quieras, pero hazlo rápido, por favor.
—Empezaré primero por la buena noticia. —Grieg miró fijamente a los ojos de Catherine—. El dragón que estamos buscando está aquí.
—¿Aquí? —exclamó sorprendida Catherine.
—Así es. Está en alguno de estos sillares que tenemos delante. Creo que está tallado en un respaldo o bajo cualquier asiento de la sillería del coro.
—Perfecto. ¡Busquémoslo! —declaró Catherine, que penetró en el interior del coro.
—Un momento, un momento… —Grieg la detuvo suavemente con su mano derecha—, espera. Ahora viene la mala noticia.
—¿Qué mala noticia? ¿A qué te refieres? —Catherine volvió bruscamente la cabeza en espera de una respuesta.
—Lamento decepcionarte, pero debo decirte que no hay modo —Grieg miró su reloj— de encontrar en unos minutos ese pequeño dragón. No es posible. Hay más de cien sillares, con cientos de figuras talladas en ellos.
—Pero es preciso que lo encontremos. ¡Debemos hacer algo! —A Catherine le costó reprimir el tono de su voz.
Ambos recorrieron lentamente el amplio pasillo central con la mirada orientada hacia las numerosas figuras talladas que sobresalían de los sillares.
Buscaban una que tuviese forma de dragón.
Vieron figuras y personajes grotescos, que en otras circunstancias los hubiesen deleitado y hecho sonreír por la fina ironía de los tallistas. En otras, hubiesen visto expresiones de horror, e incluso la representación iconográfica del Maligno.
No era el momento.
Quedaban diez minutos para que cerrasen la catedral. Buscaban un dragón. Un dragón que parecía escabullirse entre los tableros, los brazales y los respaldos de doble fondo de los sillares… Reyes, reinas, príncipes, monjes, caballos, niños, peces, ninfas, enanos, jorobados, caballeros, villanos, ricos, mendigos… La imaginación de los artesanos que esculpieron en los sillares todas aquellas figuras no tenía límite. Sabían perfectamente lo que tallaban, para qué y por qué.
Catherine no parecía resignarse, a pesar de todo. Uno tras otro, recorría con su vista los sillares del coro bajo, que estaban junto a la reja de hierro forjado. De pronto, levantó la cabeza. Había encontrado algo.
—Fíjate, aquí hay un dragón.
Grieg, con paso rápido, se dirigió hacia donde ella le indicaba albergando la esperanza de que fuese el dragón que estaban buscando.
En los sillares bajos, en el interior de grandes círculos de madera de nogal había tres animales fantásticos muy similares a los dragones: uno con cara de niño, otro del que sobresalía un grotesco pico, y un tercero con la cara de un ogro barbudo.
—Sí, son dragones —afirmó Grieg, ladeando los labios—, pero ninguno de ellos es el que estamos buscando.