El alienista (22 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
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Me debatí con este concepto durante todo el trayecto de regreso al 808 de Broadway. Pero al llegar me distraje ante la primera interpretación que podía hacer, con la mente clara, del sitio que, en palabras de Sara, Iba a ser nuestro hogar durante un previsible futuro. Se trataba de un atractivo edificio de ladrillo amarillo que, según me informó Kreizler había sido diseñado por James Renwick, el arquitecto responsable del edificio neogótico de Grace Church, al otro lado de la calle. Las ventanas del cuartel general que daban al sur miraban directamente al patio de la iglesia, al que cubría la oscura sombra proyectada por el enorme campanario ahusado. Predominaba una sensación absolutamente eclesiástica y serena en este tramo de Broadway, a pesar de hallarnos en el mismo centro de una de las avenidas comerciales más concurridas de la ciudad: además de McCreery, a pocos pasos del 808 había tiendas en donde vendían de todo, desde artículos de lencería a botas y material de fotografía. Pero el único monumento que destacaba entre todo este comercio era un edificio enorme, de hierro forjado, que se levantaba frente a la Iglesia al otro lado de la calle Diez. Se trataba de unos grandes almacenes propiedad de A. T. Steward, en aquellos momentos regentados por Hilton, Hughes and Company, y que finalmente obtendrían su gran fama como Wanamaker’s.

El ascensor del 808 era una especie de jaula grande, absolutamente nueva, que nos llevo silenciosamente hasta el sexto piso. Allí descubrimos los enormes progresos que se habían hecho durante nuestra ausencia. Las cosas estaban ahora tan ordenadas que en realidad parecía como si las cuestiones humanas se llevaran a cabo en otro sitio, aunque a uno le resultara difícil precisar exactamente de qué tipo. A las cinco en punto, cada uno de nosotros estaba sentado en uno de los cinco escritorios desde donde podíamos ver claramente a todos los demás y discutir con ellos. Mantuvimos una nerviosa aunque agradable conversación mientras nos distribuíamos, y reinó entre nosotros una auténtica camaradería cuando empezamos a discutir los acontecimientos de los últimos días. Mientras el sol de la tarde descendía sobre el Hudson, proyectando una espléndida luz dorada en las azoteas de la parte occidental de Manhattan y a través de nuestras ventanas neogóticas, me di cuenta de que nos habíamos convertido, y con notable rapidez, en una unidad de trabajo.

Teníamos enemigos, sin duda: Lucius Isaacson informó que al finalizar su examen de los otros dos muchachos asesinados, se habían presentado en el Instituto un par de hombres que aseguraban ser representantes del cementerio de donde se habían exhumado los cadáveres, exigiendo que finalizara el examen. En ese momento Lucius ya había obtenido toda la información que necesitaba, y decidió no presentar batalla. Pero la descripción física que dio de aquellos dos hombres, junto con los hematomas que ofrecían sus caras, coincidía con la de los dos matones que nos habían perseguido a Sara y a mí fuera del piso de los Santorelli. Afortunadamente los dos ex policías no habían reconocido a Lucius como detective (probablemente los habían echado del cuerpo antes de que él ingresara), pero era evidente que, dado que no teníamos idea de quién mandaba a aquellos hombres ni cuál era su objetivo, el Instituto ya no era un sitio seguro para llevar a cabo nuestra labor.

Por lo que se refería al examen que Lucius había realizado, los resultados eran los que esperábamos: en ambos cuerpos aparecían las mismas marcas de cuchillo que habíamos encontrado en Georgio Santorelli y en los hermanos Zweig. Ante esta confirmación, Marcus cogió otras dos agujas de banderita roja y las clavó en el gran plano de Manhattan, una en el puente de Brooklyn y la otra en la estación del trasbordador a Ellis Island. Kreizler anotó las fechas de estos asesinatos— uno de enero y dos de febrero— en el lado derecho de la pizarra, junto con el tres de marzo, día en que había muerto Georgio. Todos sabíamos que en alguno de estos meses y estos días residía una de las muchas pautas que necesitábamos identificar. (Desde un primer momento, Kreizler creyó que al final esta pauta resultaría mucho más compleja que la aparente similitud entre el número del mes y el número del día.)

Marcus Isaacson nos habló de sus esfuerzos, todavía sin recompensa, para establecer el método por el que Gloria había salido de su habitación en el Salón Paresis sin que nadie lo viera. Sara nos informó que ella y Roosevelt habían diseñado un plan para que nuestro grupo pudiera visitar los sitios donde en el futuro se cometiera un asesinato, obra evidente del mismo asesino, antes que lo mancillaran otros detectives o las manos inexpertas de los forenses. El plan representaba un nuevo riesgo para Theodore, pero de momento éste se hallaba completamente a disposición del calendario de Kreizler. Por mi parte, informé de nuestro desplazamiento para ver a Harris Markowitz. Cuando concluyó toda esta exposición, Kreizler se puso en pie ante su escritorio e indicó la gran pizarra, sobre la cual, informó, íbamos a crear a nuestro hombre imaginario: una lista con los datos psíquicos y físicos, referencias coincidentes, revisadas y combinadas hasta que finalizara el trabajo. Por lo tanto, a continuación puso al día aquellos hechos y teorías que ya habíamos discutido o sobre los que habíamos formado alguna hipótesis.

Al finalizar, pareció que en aquel enorme espacio negro había algunas preciosas anotaciones blancas. Sin embargo, Kreizler nos advirtió que algunas de ellas desaparecerían. La utilización de la tiza, dijo, era un indicio de los muchos errores que tanto él como los demás cometeríamos a lo largo de la investigación. Nos encontrábamos en un territorio desconocido, y no debían descorazonarnos los retrasos, las dificultades ni la gran cantidad de material que necesitaríamos dominar mientras tanto. Todos nos quedamos algo confusos ante esta afirmación, pero Kreizler sacó a continuación cuatro pilas idénticas de libros y documentos.

Artículos del amigo de Laszlo, Adolf Meyer, y de otros alienistas, ensayos de filósofos y evolucionistas que iban de Hume y Locke a Spencer y Schopenhauer; monografías del anciano Forbes Winslow, cuyas teorías habían inspirado en un principio la teoría del contexto de Kreizler, y finalmente, con todo el peso y el esplendor de los dos volúmenes, los principios de psicología de nuestro viejo profesor William James… Todo esto cayo sobre nuestro escritorio, produciendo un ruido sonoro, potente. Los Isaacson, Sara y yo intercambiamos miradas de preocupación sintiéndonos como unos estudiantes acosados en su primer día de clase que es lo que sin duda éramos. Kreizler expuso cuál era el propósito de que tuviéramos que pasar por semejante prueba.

A partir de este momento, nos dijo, debíamos hacer todos los esfuerzos posibles para librarnos de cualquier concepto preestablecido sobre el comportamiento humano. Teníamos que procurar ver el mundo no a través de nuestros ojos, ni juzgarlo según nuestros valores, sino a través y según los del asesino. Lo que importaba era su experiencia, el contexto de su vida. Cualquier aspecto de su conducta que nos inquietara, desde lo más trivial a lo más horrendo, debíamos intentar explicarlo dando por sentado unos acontecimientos ocurridos en la infancia y que habían conducido a tales resultados. Este proceso de causa y efecto— lo que se conocía por determinismo psicológico, según averiguaríamos muy pronto— tal vez no siempre nos parecería totalmente lógico, pero sería mas consecuente.

Kreizler hizo hincapié en que nada bueno se obtendría concibiendo a semejante individuo como un monstruo, pues con toda certeza era un hombre (o una mujer), y este hombre, o esta mujer, alguna vez había sido un niño. En primer lugar teníamos que conocer a ese niño, a sus pares, a sus hermanos, todo su mundo. Era inútil hablar sobre la maldad, la barbarie y la locura; ninguno de tales conceptos nos aproximaría más a él. En cambio, si lográbamos captar en nuestra imaginación a la criatura humana, entonces podríamos capturar al hombre.

— Y si esto no es suficiente recompensa— concluyó Kreizler, mirando una tras otra nuestras caras embobadas—, siempre queda la comida.

La comida, averiguaríamos en los días que siguieron, era una de las razones primordiales por las que Laszlo había seleccionado el número 808 de Broadway: allí estábamos a un paso de algunos de los mejores restaurantes de Manhattan. La calle Nueve y University Place proporcionaban cocina francesa en las tradicionales banquetes parisienses, tanto en el Cafe Lafayette como en el pequeño comedor del también pequeño hotel regentado por Louis Martin. Si nos apetecía la comida alemana, podíamos subir por Broadway hasta Union Square y allí entrar en Luchow’s, aquella Meca de los gastrónomos, enorme y forrada de madera oscura. La calle Diez y la Segunda Avenida nos ofrecían sabrosos platos húngaros en el Café Boulevard, y la mejor comida italiana se servía en el comedor del hotel Ganfarone, en el cruce de las calles Ocho y MacDougal. Naturalmente, siempre estaba Delmonico’s, un poco más lejos, aunque sin duda valía el paseo. Todos estos centros de gran brillantez culinaria se convertirían en nuestra sala de conferencias informal durante muchos almuerzos y cenas, aunque en muchas ocasiones el siniestro trabajo que nos preocupaba haría difícil concentrarnos en el placer del gusto.

Esto fue especialmente así durante los primeros días, cuando se hizo más difícil escapar de la certeza de que, si bien estábamos trazando nuevas vías en este trabajo y necesitábamos tiempo para estudiar y comprender todos lo elementos psicológicos y criminológicos que necesariamente conformarían la base del éxito final, también trabajábamos contra reloj. Abajo, en las calles, tras nuestras ventanas arqueadas, había docenas de muchachos como Georgio Santorelli que desarrollaban el siempre peligroso comercio carnal sin saber que un peligro nuevo y especialmente violento andaba suelto entre ellos. Era una sensación extraña acudir a una evaluación con Kreizler, o estudiar las notas en el 808 de Broadway, y permanecer hasta altas horas de la madrugada leyendo en casa de mi abuela, intentando forzar la mente para asimilar información a una velocidad a la que (yo como mínimo) no estaba habituado, y que todo el rato una voz me susurrara al oído: ¡Deprisa, o un chico puede morir! Los primeros días, poco faltó para que enloqueciera: estudiar y volver a estudiar el estado de los distintos cadáveres, así como los sitios en donde los habían encontrado, tratando de hallar pautas en ambos grupos al tiempo que me peleaba con párrafos como éste de Herbert Spencer:

¿Puede la oscilación de una molécula representarse en conciencia al lado de un shock nervioso, y reconocer a ambos como una sola cosa? Ningún esfuerzo nos permite asimilarlo. El que una unidad de sentimiento no tenga nada en común con una unidad de movimiento, resulta más evidente que nunca cuando tratamos de yuxtaponerlas

— Dame tu Derringer, Sara— recuerdo que le grité la primera vez que di con esta afirmación—. Voy a pegarme un tiro.

¿Por qué diablos tenía que aprender esas cosas, me pregunte durante aquella primera semana, si lo que quería saber era dónde se ocultaba nuestro asesino? Sin embargo, con el tiempo llegué a comprender el sentido de tales esfuerzos. Tomemos, por ejemplo, aquella nota de Spencer en particular… Al final descubrí que los intentos de gente como Spencer para interpretar las actividades de la mente como los complejos efectos del movimiento físico que se realizaban dentro del organismo humano habían fracasado. Este fracaso había reforzado la tendencia de los alienistas y psicólogos más jóvenes, como Kreizler y Adolf Meyer, a contemplar los orígenes de la conciencia principalmente en términos de experiencias formativas en la infancia, y sólo secundariamente en términos de pura función física. Esto tendría auténtica importancia para comprender que en nuestro asesino, el paso de la infancia a aquella conducta brutal no había sido el resultado de un proceso físico, al azar, sino mas bien el producto de acontecimientos previsibles.

Nuestros estudios no estaban destinados a desprestigiar ni a denigrar. Si bien el intento de Spencer para explicar los orígenes y la evolución de la actividad mental podía considerarse absolutamente equivocado no podía discutirse su creencia de que los actos seleccionados racionalmente, según considera casi todo el mundo, en realidad son respuestas peculiares (de nuevo establecidas durante las decisivas experiencias de la infancia) que se han desarrollado con la fuerza suficiente por medio del uso repetido, para vencer a los demás impulsos y reacciones: en otras palabras, que han ganado la batalla mental de la supervivencia. Como es obvio, la persona que buscábamos había desarrollado un conjunto profundamente violento de tales instintos, y nos correspondía a nosotros teorizar sobre qué terrible serie de experiencias habían confirmado tales métodos— en su mente— como la reacción más fiable contra los retos de la vida.

Sí, pronto quedaría claro que necesitábamos conocer todo esto y más, mucho más, Si queríamos tener alguna posibilidad de desarrollar a nuestro hombre imaginario. Y a medida que esta verdad penetraba en nosotros empezamos a estudiar y a leer con gran determinación y celeridad, intercambiando reflexiones e ideas a cualquier hora del día o de la noche. Con frecuencia Sara y yo discutíamos acaloradamente sobre filosofía a través de las crepitantes líneas telefónicas a las dos de la madrugada— con gran desespero por parte de mi abuela—, a medida que tanteábamos primero, y captábamos después con mayor profundidad, los grandes conocimientos. El hecho bastante notable de que estábamos logrando una formación extraordinariamente rápida (gran parte de la cual masticamos y tragamos en los primeros diez días, aunque no llegamos a digerirla del todo) se vio oscurecido por la labor práctica y por la atención que debíamos prestar a cualquier pista física o teoría metódica que Marcus y Lucius Isaacson detectaran o planearan. No es que hubiera mucho de esto al principio, ya que no teníamos fácil acceso a ninguno de los escenarios de los crímenes. (Tomemos, por ejemplo, la atalaya del puente de Wflllamsburg. Cuando Marcus examinó el lugar, ya no había esperanzas de obtener huellas digitales de importancia: el sitio era una construcción al aire libre, maltratada cada día por el tiempo y los obreros.) La certeza de que necesitábamos mucho más de lo que teníamos para esbozar un cuadro detallado de los métodos del asesino sólo contribuía a incrementar la morbosa atmósfera de expectación que impregnaba nuestro cuartel general. Aunque inmersos en nuestro trabajo, todos éramos conscientes de que estábamos esperando que ocurriese algo.

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