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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

El Árbol del Verano (50 page)

BOOK: El Árbol del Verano
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Pues sobre ella se cernía, desgarrándola, destrozándola, penetrándola el padre Laughlin, cuya gentileza había sido para ella una isla durante toda su vida. Y después de él, ella debería haber esperado cualquier cosa, ¡oh, Virgen santa!, ¿cuál era su pecado, qué había hecho para que aquella maldad tuviera sobre ella semejante poder? Porque ahora aparecía Kevin, brutal, destruyéndola y quemándola con la sangre de su mano amputada.

Ningún lugar adonde ir. ¿Qué otro lugar podía haber en los demás mundos? Se hallaba tan lejos, tan lejos, y él era tan vasto; era todos los sitios, era todos los lugares, y lo único que no podía recuperar era su mano. ¿Para qué le servía ella?, oh, ¿para qué?

Las voces, el sondeo de los más profundos entresijos de su alma llevado a cabo sin esfuerzo alguno, como con una pala mecánica, se prolongaron tanto que en medio del dolor perdió la noción del tiempo. Una vez se convirtió en un hombre que no conocía: muy alto, moreno, con la mandíbula cuadrada distorsionada por el odio, y unos ojos marrones que se salían de sus órbitas; pero no lo conocía, sabía que no lo conocía. Y luego, al final, volvió a ser él mismo, más horrible aún si cabe, y se alzó gigantesco sobre ella con la capucha echada hacia atrás, en la que no había nada; sólo los ojos, sólo ellos, que la hacían pedazos como la dulce fruta temprana de su venganza.

Transcurrió bastante tiempo después de que todo concluyera, antes de que ella se diera cuenta. Continuó con los ojos cerrados. Suspiró; todavía estaba viva. «No», se dijo a sí misma, con su alma pendiendo de un hilo en el más tenebroso de los lugares, iluminado sólo por la débil luz que ella misma desprendía. «No», dijo de nuevo con todo su ser; y, abriendo los ojos, lo miró fijamente y habló por segunda vez:

—Puedes apoderarte de ellos por la fuerza —su voz era un arañazo de dolor—, pero yo no te los entregaré y además todos ellos tienen dos manos.

El se echó a reír, porque en aquel lugar la resistencia era un juguete, una propina inesperada de placer.

—Me los entregarás —dijo— por ti misma. Haré de tu voluntad un regalo para mí.

No le comprendió, pero poco después había en la habitación alguien más y, en un instante de alucinación, creyó que era Matt Sören.

—Cuando abandone la habitación —dijo Rakoth—, serás de Blöd, pues me trajo algo que yo codiciaba.

El enano, que no era ciertamente Matt, sonrió. Tenía una expresión hambrienta. Ella estaba desnuda, lo sabía. Abierta.

—Y le darás todo lo que pida —agregó el Desenmarañador—. No le hace falta apoderarse de nada a la fuerza; tú se lo darás y se lo seguirás dando hasta que mueras.

—Se volvió al enano—. ¿Te gusta?

Blód sólo pudo asentir con la cabeza; sus ojos eran terroríficos.

Rakoth se echó a reír otra vez y su carcajada se expandió con el viento.

—Ella hará todo lo que quieras. Al final de la mañana tendrás que matarla. Como quieras, pero debe morir. Hay una razón. —Y, acercándose a ella mientras hablaba, Sathain, el Encapuchado, la tocó una vez más con su única mano entre los ojos.

Oh, a pesar de todo, aquello no había terminado. Pues el hilo del que pendía su alma había desaparecido, había desaparecido la tabla de salvación que le permitía ser lo que era, Jennifer.

Abandonó la habitación y la dejó con el enano. Lo que quedaba de ella. Blód se humedeció los labios.

—Levántate —ordenó y ella se levantó. No tuvo más remedio que hacerlo. Ya no había hilo ni luz que la sostuvieran.

—Suplícame —dijo.

Oh, ¿qué pecado había cometido? Incluso mientras desbordaban de ella vanas súplicas, mientras caían sobre ella obscenos ultrajes, y luego auténtico dolor, que excitaban más y más al enano, incluso a través de todo aquello ella pudo encontrar algo.

No un hilo de luz, pues ya no había ninguna luz, se había apagado; pero aun allí, al final, el último recurso que quedaba era el orgullo. No gritaría, no se volvería loca, a menos que él le ordenara que lo hiciera; y, si se lo ordenaba, tendría que obligarla; después de todo, no se lo concedería con facilidad.

Pero por fin él se cansó y, obediente a las instrucciones recibidas, se dispuso a matarla. Era ingenioso, y al cabo de cierto tiempo se hacía evidente que el dolor tenía limitaciones. El orgullo sólo puede soportar hasta cierto punto y las muchachas rubias pueden morir, de modo que cuando el enano comenzó realmente a hacerle daño, ella no tuvo más remedio que gritar. No quedaba ningún hilo, ninguna luz, ningún nombre, nada excepto la Oscuridad.

Cuando por la mañana la embajada de Cathal hizo su entrada en el Gran Salón de Paras Derval, descubrieron con singular estupefacción que su princesa los esperaba allí para darles la bienvenida.

Kim Ford luchaba por contener su risa. La descripción que le había hecho Sharra de las probables reacciones de la embajada se ajustaban tan asombrosamente a la realidad que, si miraba a la princesa, perdería la compostura. Por eso mantenía bajos los ojos.

Hasta que Diarmuid se acercó. El episodio de los cubos de agua de la noche pasada había generado esa clase de hilaridad que cimenta el nacimiento de la amistad entre dos mujeres. Se habían reído mucho. Sólo más tarde Kim había caído en la cuenta de que era un hombre herido, y era probable que en más de un sentido. Además había actuado aquella tarde de tal forma que había salvado a la vez la vida y el orgullo de Sharra y también había dicho a todos que su hermano debía ser el rey. Debería haber tenido todo esto presente, suponía, pero no podía; simplemente, no podía ser siempre responsable y sensible.

En cualquier caso, el príncipe no se mostraba por el momento afligido. Al abrigo del zumbido que producía la voz de Gorlaes —Aileron, ante la sorpresa de todos, lo había nombrado de nuevo canciller—, se aproximó a las dos mujeres. Sus ojos eran claros, muy azules, y sus maneras no daban el menor indicio de su todavía reciente borrachera, aunque sí lo evidenciaban en parte sus ojeras.

—Espero —murmuró a oídos de Sharra— que ayer satisficieras todos tus deseos de arrojarme objetos.

—Yo no contaría con eso —repuso Sharra desafiante.

El era muy hábil en esos menesteres, se dio cuenta Kim. Hizo una pausa para dirigirle una breve e irónica mirada, como quien mira a un niño cogido en una falta, y luego le volvió la espalda.

—Sería una pena —dijo—. Los adultos tienen otras cosas mejores que hacer. —Y se alejó, elegante y seguro, hasta colocarse junto a su hermano en su calidad de heredero del trono.

Kim sintió un cierto arrepentimiento; arrojarle agua había sido una chiquillada. Pero por otra parte, recordó de pronto, se había atrevido a escalar hasta sus habitaciones. Merecía lo que le había sucedido, y todavía más.

Pero eso, aunque sin duda era cierto, no parecía contar demasiado. En esos momentos se sentía como una criatura. «Dios, es un descarado», pensó, y sintió una corriente de simpatía hacia su nueva amiga. Simpatía y, debía ser honesta consigo misma, un ligero destello de envidia.

Entretanto empezaba a comprender por qué Gorlaes era todavía canciller. Ningún otro hubiera podido poner tanta pompa en el protocolo exigido por aquella clase de ceremonias. O tenerlo en cuenta, dadas las difíciles circunstancias por las que atravesaban. Todavía seguía hablando mientras Aileron esperaba con paciencia, cuando otro hombre, en cierto modo tan atractivo como Diarmuid, se acercó a ella.

—¿Qué es ese anillo que llevas? —le preguntó Levon, sin mediar preámbulos ni saludos, directo como el viento.

Aquello era diferente. Fue la vidente de Brennin la que lo miró apreciativamente.

—El Baelrath —contestó con calma—. Se lo llama la Piedra de la Guerra y tiene un salvaje poder mágico.

El reaccionó ante esas palabras.

—Perdona, pero ¿por qué lo llevas?

—Porque me lo dio la última vidente. Soñó que yo lo llevaba en mi mano.

El asintió con los ojos muy abiertos.

—Gereint me habló de eso. ¿Sabes qué es?

—No del todo. ¿Y tú?

Levon sacudió la cabeza.

—No. ¿Cómo podría saberlo? Son cosas muy alejadas de mi mundo. Yo conozco a los eltors y la Llanura. Pero tengo una idea. ¿Podemos hablar más tarde?

Era extraordinariamente atractivo: un inquieto potro encerrado en el salón.

—De acuerdo —le contestó ella.

Los acontecimientos no se lo permitieron.

Kevin, de pie junto a Paul al lado de una de las columnas frente a las mujeres, estaba muy contento por lo clara que tenía la cabeza. La noche antes habían bebido gran cantidad de cerveza. Con mucha atención vio que Gorlaes y luego Galienth, el emisario de Cathal, concluían sus protocolarios discursos.

Aileron se levantó.

—Os doy las gracias —dijo con sencillez— por haber venido hasta aquí y por vuestras amables palabras en recuerdo de mi padre. Agradecemos que Shalhassan juzgara conveniente enviar a su hija y heredera a nuestro Consejo. Es una confianza que nos honra y es el símbolo de la confianza que nos debemos unos a otros en los días que se avecinan.

El emisario, que —Kevin estaba seguro— no tenía la menor idea de cómo Sharra había llegado hasta allí, mostró su acuerdo con un sabio movimiento de cabeza. El rey, todavía de pie, habló de nuevo.

—En este Consejo todos tendrán derecho a hablar, pues no puede ser de otro modo.

Pero creo que el derecho a hablar en primer lugar no me corresponde a mí, sino al más anciano de nosotros, a aquel cuyo pueblo conoce mejor que ninguno la furia de Rakoth.

Na-Brendel de Daniloth, ¿querrás hablar en nombre de los lios alfar? —Cuando hubo acabado de hablar, hubo un enigmático cruce de miradas con Paul Schafer.

Todos los ojos se fijaron en el lios. Cojeando todavía por sus heridas, Brendel avanzó y con él, para ayudarlo, un hombre que, en tres días, apenas se había separado de su lado.

Tegid lo acompañó solícitamente y luego, con inusitada timidez, se retiró. El lios se quedó solo en medio de todos, con los ojos del color del mar bajo la lluvia.

—Te lo agradezco, soberano rey —dijo—. Nos honras a mí y a mi pueblo en este salón. —Hizo una pausa—. Los lios nunca se han distinguido por la brevedad de los discursos, pues el tiempo transcurre más despacio para nosotros que para vosotros, pero ahora se impone la urgencia y seré breve. Tengo dos pensamientos. —Miró en torno—.

Hace mil años, ante la Montaña, cinco pueblos fueron nombrados guardianes. Cuatro están hoy aquí: Brennin y Cathal, los delreis y los lios alfar. Ninguno de nuestros centinelas de piedra se tornó rojo, pero Rakoth está libre. No tuvimos ningún aviso. El círculo se rompió, amigos míos, y por lo tanto… —dudó y luego expresó en voz alta lo que todos estaban pensando—,… y por lo tanto, debemos guardarnos de Eridu.

Eridu, pensó Kim, acordándose de lo que le había mostrado Eilathen. Una tierra salvaje y hermosa donde vivía una raza de hombres morenos, fieros, violentos.

Y los enanos. Se volvió y vio que Matt contemplaba a Brendel con impasible expresión.

—Ése es mi primer consejo —continuó el lios—. El otro apunta al meollo de la cuestión.

Aunque Rakoth está otra vez libre, ni siquiera con todo su poder la negra fortaleza de Starkadh puede ser levantada de nuevo durante cierto tiempo. Ha anunciado su libertad demasiado pronto. Debemos atacar antes de que esa fortaleza albergue su poder en el hielo. Os digo a todos vosotros que deberíamos abandonar este Consejo y declarar la guerra contra el Desenmarañador. Lo encadenamos una vez y lo haremos otra vez.

Todo él era una llama que quemaba a todos con su fuego. Incluso Jaelle, pudo ver Kevin, tenía una llamarada de color en su cara.

—Nadie —dijo Aileron levantándose de nuevo— hubiera podido expresar con mayor claridad mis propios pensamientos. ¿Qué tienen que decir los dalreis?

En aquel ambiente tan cargado, Levon se adelantó, incómodo pero no avergonzado, y Dave se sintió embargado por el orgullo al oír decir a su nuevo hermano:

—Nunca, en nuestra larga historia, los jinetes hemos fallado al Soberano Reino en tiempos de necesidad. Puedo aseguraros a todos vosotros que los hijos de Revor seguirán a los hijos de Conary y Colan hasta los Páramos de Rük, y más allá, contra Maugrim. Aileron, soberano rey, pongo en tus manos mi vida y mi espada; haz con ellas lo que quieras. Los dalreis no te fallarán.

En silencio, Torc avanzó unos pasos.

—Yo también —dijo—. Mi vida, mi espada.

Grave y erguido, Aileron saludó con la cabeza a ambos en señal de aceptación. Tenía todo el aspecto de un rey, pensó Kevin. En aquel preciso momento caía en la cuenta.

—¿Qué dice Cathal? —preguntó Aileron, volviéndose hacia Galienth. Pero fue otra voz la que le respondió.

—Hace mil años —comenzó Sharra, hija y heredera de Shalhassan—, los hombres del País del Jardín lucharon y murieron en el Bael Rangat. Lucharon en Celidon y entre los altos árboles de Gwynir. Estaban en la playa de Sennett cuando empezó la última batalla y en Starkadh cuando terminó. Volveremos a hacer lo mismo. —Su porte era orgulloso y su belleza resplandecía ante todos ellos—. Combatiremos y moriremos. Pero antes de que me adhiera a la decisión de atacar, me gustaría oír otra voz. En todo Cathal la sabiduría de los líos alfar es proverbial, pero también lo es, aunque a veces ha sido entretejida como una maldición, la ciencia de los seguidores de Amairgen. ¿Qué tienen que decir los magos de Brennin? Me gustaría oír las palabras de Manto de Plata.

Y, con súbita consternación, Kevin advirtió que Sharra tenía razón: el mago no había pronunciado ni una palabra, apenas había dejado notar su presencia. Sólo Sharra lo había notado.

Aileron, pudo ver Kevin, parecía haber seguido la misma línea de pensamiento. Tenía una repentina expresión de preocupación.

E incluso ahora Loren dudaba. Paul apretó el brazo de Kevin.

—No quiere hablar —murmuró Schafer—. Creo que voy a…

Pero cualquiera que fuera la intervención que había planeado hacer, no le dio tiempo, pues entonces se oyó un fuerte martilleo en las grandes puertas que había al final del vestíbulo y, mientras todos, asustados, se volvían a mirar, las puertas se abrieron y avanzó hacia ellos entre las altas columnatas una figura escoltada por dos guardias del palacio. Caminaba con fatigados y vacilantes pasos que revelaban un extremo cansancio y, cuando se hubo acercado un poco, Kevin vio que era un enano.

En medio del pesado silencio, Matt Sören avanzó hacia él.

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