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Authors: Irène Némirovsky

El ardor de la sangre (3 page)

BOOK: El ardor de la sangre
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Eso es lo que yo sentía, con enorme fuerza, después de aquella buena comida y aquellos excelentes vinos, recordando los días del pasado y al cruel enemigo que me hizo huir de esta tierra. Intenté ser funcionario en el Congo, comerciante en Tahití, trampero en Canadá.

Nada me satisfacía. Creía estar buscando fortuna; en realidad, me empujaba el ardor de mi joven sangre. Pero, como ahora su fuego se ha extinguido, ya no me entiendo. Pienso que he hecho mucho camino inútil para volver al punto de partida. Lo único de lo que estoy contento es de no haberme casado; pero no debería haber corrido tanto mundo.

Debería haberme quedado aquí y haber cuidado de lo mío; ahora sería rico. Sería el tío del que heredar. Me sentiría en mi sitio en la sociedad, en vez de flotar entre toda esta gente pesada y tranquila como el aire entre los árboles.

Fui a ver bailar a los jóvenes. En la oscuridad, veía aquel gran entoldado transparente, del que salían los sonidos metálicos de la orquesta. En el interior habían instalado una iluminación improvisada: hileras de pequeñas bombillas, cuya viva claridad proyectaba las sombras de las parejas sobre la lona. Parecía un baile del Catorce de julio o una verbena, pero así es la costumbre de aquí. El viento de otoño silbaba entre los árboles y por momentos el entoldado parecía oscilar, casi como un barco. Visto desde fuera, desde la oscuridad, aquel espectáculo tenía algo extraño y triste. No sé por qué. Quizá por el contraste entre la naturaleza inmóvil y la agitación de la juventud.

¡Pobres chicos! Se lo estaban pasando en grande. Sobre todo ellas: aquí las educan tan severa y castamente… Hasta los dieciocho años, el internado en Moulins o Nevers; luego, aprender a cuidar y administrar la casa bajo la vigilancia materna, hasta el día de la boda.

Así que cuerpo y alma rebosan fuerza, salud y deseos.

Entré en el entoldado; los observé; oía sus risas y me preguntaba qué gusto podían encontrarle a menearse a compás. Desde hace algún tiempo, la gente joven me produce algo muy parecido al asombro, como si estuviera ante una especie animal distinta de la mía, como si fuera un perro viejo viendo bailar a unos ratones.

A Hélène y François les pregunté si sentían algo parecido. Se echaron a reír y me contestaron que no soy más que un viejo egoísta y que, gracias a Dios, ellos no habían perdido el contacto con sus hijos. En fin. Creo que se hacen demasiadas ilusiones. Si su propia juventud volviera a aparecer ante ellos, les horrorizaría o simplemente no la reconocerían; pasarían de largo y dirían: «Ese amor, esos sueños, esa pasión, no tienen nada que ver con nosotros». Su propia juventud…

Entonces, ¿cómo van a comprender la de otros?

En una pausa de la orquesta, oí las ruedas del coche que se llevaba a los jóvenes recién casados al Molino Nuevo. Busqué con la mirada a Brigitte Declos entre las parejas. Estaba bailando con un joven alto y moreno. Pensé en su marido. Qué imprudente. Sin embargo, seguramente es muy sensato, a su manera. Calienta su viejo cuerpo bajo un edredón rojo y su vieja alma con títulos de propiedad, mientras su mujer disfruta la juventud.

• • •

El día de Año Nuevo comí en casa de mis primos. Es costumbre aquí que la visita sea larga, llegar hacia mediodía, quedarse el resto de la tarde, cenar las sobras del almuerzo y marcharse por la noche.

François tenía que visitar una de sus propiedades; el invierno es duro y los caminos están cubiertos de nieve. Había salido a las cinco y lo esperábamos para cenar, pero eran las ocho y no había vuelto.

—Se habrá entretenido —observé—. Dormirá en la granja.

—No, no; sabe que lo espero —respondió Hélène—. Desde que nos casamos, no ha pasado una noche fuera sin avisar. Sentémonos a la mesa; no puede tardar.

Los chicos no estaban; invitados en casa de su hermana, en el Molino Nuevo, pasarían la noche allí. Hacía mucho tiempo que no estaba a solas con Hélène.

Hablamos del tiempo y la cosecha, que aquí son los únicos temas de conversación.

Nada interrumpió nuestra cena. Realmente, esta región perdida y montaraz, opulenta y recelosa, tiene algo que recuerda tiempos pretéritos. La mesa del comedor parecía demasiado grande para nuestros dos cubiertos. Todo brillaba; todo emanaba limpieza y paz: los muebles de roble, el reluciente suelo, los platos floreados, el enorme aparador de abombada panza, como ya sólo se ven aquí, el reloj, los adornos de cobre del hogar, la lámpara y la ventanilla de roble tallado que comunica con la cocina y por la que se pasan los platos. ¡Qué ama de casa, mi prima Hélène! ¡Qué arte para las mermeladas, las conservas, los pasteles! ¡Cómo tiene el gallinero y el jardín! Le pregunté si había podido salvar a los doce conejitos a los que estaba dándoles el biberón, porque su madre había muerto.

—Da gusto verlos —me dijo.

Pero la notaba distraída. Miraba el reloj y estaba pendiente del ruido del coche.

—Estás preocupada por François, ¿no? Pero a ver, ¿qué puede pasarle?

—Nada. Pero nos separamos tan pocas veces, estamos tan unidos, Sylvestre, que cuando no lo tengo al lado sufro, me preocupo. Ya sé que es ridículo…

—Durante la guerra estuvisteis separados…

—¡Ah! —exclamo Hélène, estremeciéndose al recordarlo—. Esos cinco años fueron tan duros, tan terribles… A veces pienso que nos redimieron de todo el pasado.

Hubo un silencio. La ventanilla se abrió con un chirrido y apareció una tarta de manzana, la última del invierno. El reloj dio las nueve. Del fondo de la cocina nos llegó la voz de la criada:

—El señor nunca había vuelto tan tarde.

Nevaba. Seguíamos callados. Llamaron del Molino Nuevo: allí todo iba bien.

Hélène me reprochó mi pereza:

—¿Cuándo te decidirás a visitar a Colette?

—Es que está lejos —aduje.

—Viejo hurón… Ya no hay quien te saque de tu agujero. ¡Quién te ha visto y quién te ve! Cuando pienso que has vivido entre los salvajes, Dios sabe dónde… Y ahora, para ir de Mont-Tharaud al Molino Nuevo… «está lejos» —repitió remedándome—. Tendrías que verlos, Sylvestre. Esos chicos son tan felices… Colette se ocupa de la granja; tienen una lechería modélica. Aquí, era un poco perezosa; se dejaba mimar. En su casa, es la primera en levantarse, en poner manos a la obra, en preocuparse de todo. Antes de morir, el viejo Dorin volvió a dejar el Molino Nuevo en condiciones. Ya les han ofrecido novecientos mil francos. Naturalmente, no piensan venderlo: el molino pertenece a la familia desde hace ciento cincuenta años. Sólo quieren vivir tranquilos; lo tienen todo para ser felices: juventud y trabajo.

Mi prima siguió hablando en ese tono, haciendo planes para el futuro y viendo ya con la imaginación a los hijos de Colette. Fuera, el enorme cedro, cargado de nieve, crujía y gemía. A las nueve y media, Hélène dijo de pronto:

—De todas formas, es raro. Debía estar aquí a las siete.

No tenía más hambre. Apartó su plato y esperamos en silencio. Pero pasaba el tiempo y François no aparecía. Hélène alzó los ojos y me miró.

—Cuando una mujer ama a su marido como yo, no debería sobrevivirle. Es mayor que yo y más frágil… A veces tengo miedo.

Echó un leño al fuego.

—Ah, Sylvestre… Ante determinados hechos de tu vida, ¿no piensas a veces en el instante del que nacieron, en el germen del que surgieron? No sé cómo decirlo… Imagina un campo en el momento de la siembra, todo lo que contiene un grano de trigo, las cosechas futuras… Bueno, pues en la vida ocurre exactamente igual. El instante en que vi a François por primera vez, en que nos miramos, todo lo que contenía ese instante… ¡Es terrible, es escalofriante, produce vértigo! Nuestro amor, nuestra separación, los tres años que pasó en Dakar, cuando yo estaba casada con otro y… todo lo demás, Sylvestre… Luego, la guerra, los niños… Cosas dulces y también cosas amargas… Su muerte, o la mía, y la desesperación del que se quede solo.

—Sí —dije—. Si supiéramos lo que recogeremos por adelantado, ¿quién sembraría su campo?

—Pues todos, Silvio, todos —aseguró ella llamándome por el nombre que ya casi nunca utilizaba—. La vida es eso, alegría y llanto. Todos queremos vivir, menos tú.

La miré sonriendo.

—¡Cuánto quieres a François!

—Lo quiero mucho —respondió simplemente.

En ese momento llamaron a la puerta de la cocina. Era un chico que el día anterior le había pedido prestado un jaulón para las gallinas a la criada y venía a devolverlo. A través de la ventanilla entreabierta, oí la aguda voz del niño:

—Ha habido un accidente cerca del estanque de Buire.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó la criada.

—Un coche que ha volcado en el camino y un herido que han llevado a Buire.

—¿Sabes cómo se llama?

—No, eso no lo sé —respondió el chico.

—Es François —dijo Hélène, palideciendo.

—¡Vamos, no seas absurda!

—Sé que es François.

—Si hubiera tenido un accidente, habría pedido que te llamaran.

—¿No lo conoces? Para no preocuparme y evitar que salga corriendo hacia Buire en plena noche, dirá que lo traigan aquí, aunque esté herido, aunque esté muriéndose.

—No encontrará ningún vehículo a estas horas y con esta nieve.

Hélène salió del comedor y fue al vestíbulo a buscar el abrigo y el chal. Yo sólo podía repetir:

—No seas absurda. Ni siquiera sabes si se trata de François. Además, ¿cómo piensas ir a Buire?

—Pues… andando, si no hay más remedio.

—¡Hay once kilómetros!

Ni siquiera respondió. Intenté conseguir un coche en casa de algún vecino, pero fue inútil. No teníamos suerte: uno estaba averiado y el otro, el del médico, ocupado por un enfermo al que había que operar esa misma noche en la ciudad. Con los caminos cubiertos de nieve, las bicicletas tampoco podían circular. No hubo más remedio que hacer el trayecto a pie. Hacía un frío terrible. Hélène caminaba deprisa y en silencio: estaba convencida de que François la esperaba en Buire. Yo no intenté desanimarla: no me cabía duda de que podía percibir a distancia la llamada de su marido accidentado. El amor conyugal tiene un poder sobrehumano. Como dice la Iglesia, es un gran misterio. No es lo único misterioso en el amor.

Por el camino, nos cruzamos con varios coches que circulaban muy despacio debido a la nieve. Hélène los escudriñaba con angustia y llamaba a su marido, pero no obtenía respuesta. No parecía cansada.

Avanzaba en la oscuridad sobre el barro helado, entre dos montículos de nieve, con gran seguridad, sin tropezar ni resbalar.

Yo me preguntaba qué cara pondría si al llegar a Buire no encontraba a François. Mas no se equivocaba. El coche accidentado cerca del estanque era el suyo. En la granja, acostado en una gran cama junto al fuego, François, con una pierna rota y ardiendo de fiebre, soltó un débil grito de alegría al vernos entrar:

—¡Hélène! Pero ¿a quién se le ocurre…? No deberíais haber venido… Iban a enganchar el carro para llevarme a casa. A quién se le ocurre… —repetía.

Pero, mientras Hélène le destapaba la pierna y empezaba a vendársela con cuidado, con movimientos suaves y hábiles (durante la guerra fue enfermera), vi que él le cogía la mano.

—Sabía que vendrías —murmuró—. Me dolía, y te llamaba.

• • •

François pasó todo el invierno en cama. Tenía la pierna fracturada en dos sitios, y hubo no sé qué complicaciones… Sólo lleva ocho días levantado.

Hemos tenido un verano bastante fresco y muy poca fruta. En nuestros campos, ninguna novedad. Mi prima Colette Dorin dio a luz el 20 de septiembre. Es un niño. Desde que se casó, sólo había ido una vez al Molino Nuevo. Volví con motivo del nacimiento. Hélène estaba con su hija. Otra vez el invierno, monótona estación… En ningún sitio es tan cierto como aquí el proverbio oriental que dice que los días se arrastran y los años vuelan. Otra vez la oscuridad, que empieza a las tres, el vuelo de los cuervos, los caminos cubiertos de nieve y en cada casa, aislada de las demás, la vida, que parece encogerse para ofrecer al exterior la menor superficie posible, y las largas horas pasadas frente al fuego, sin hacer nada, sin leer, sin beber, sin siquiera soñar.

• • •

Ayer, 1 de marzo, en una mañana soleada y con mucho viento, salí de casa a primera hora para ir a cobrar a Coudray. El viejo Declos me debe ocho mil francos por la compra del prado. En el pueblo me invitaron a unos vinos y me entretuve.

Cuando llegué a Coudray ya caía la tarde. Atravesé un bosquecillo.

Desde el camino, se veían sus jóvenes y tiernos árboles verdes, que separan Coudray del Molino Nuevo. El sol se ocultaba. La sombra de las ramas ya había oscurecido el suelo. Me gusta el silencio de nuestros bosques. Casi nunca ves a nadie. Por eso me sorprendió oír de pronto la voz de una mujer que llamaba a alguien, no muy lejos de mí. Era una llamada modulada sobre dos notas muy altas. Le respondió un silbido. La voz calló.

En ese momento, yo estaba cerca del estanque. Los bosques de mi tierra suelen contener extensiones de agua ocultas a la mirada, rodeadas de árboles y protegidas por cortinas de juncos. Yo las conozco todas. Cuando llega la temporada de caza, me paso la vida en sus orillas. Avanzaba muy despacio. El agua relucía y a su alrededor flotaba una vaga claridad, como la que difunde un espejo en una habitación a oscuras. Vi a un hombre y una mujer yendo el uno hacia el otro por el sendero flanqueado de juncos. No pude distinguir sus facciones; sólo sus siluetas (los dos eran altos y bien proporcionados) y que ella llevaba una chaqueta roja. Seguí mi camino. No me vieron. Se estaban besando.

Llegué a casa de Declos; estaba solo. Dormitaba en un gran sillón, junto a la ventana abierta. Cuando al fin abrió los ojos, soltó un profundo y malhumorado suspiro y me miró un buen rato sin reconocerme.

Le pregunté si se encontraba mal. Pero es un auténtico campesino; para él, la enfermedad es una vergüenza que hay que ocultar hasta el último momento, hasta las ansias de la agonía. Me contestó que se encontraba perfectamente, pero su tez amarillenta, los cercos violáceos alrededor de los párpados, los pliegues que formaba la ropa al flotar sobre su cuerpo, su ahogo, su debilidad, lo desmentían. He oído decir que tiene un «tumor malo». Debe de ser cierto. Brigitte no tardará en ser viuda y rica.

—¿Dónde está su mujer?

—Mi mujer, ¿qué?

De joven fue tratante de caballos y ha conservado el hábito de hacerse el sordo. Pero acabó gruñendo que su mujer estaba en el Molino Nuevo, en casa de Colette Dorin.

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