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Authors: Irène Némirovsky

El ardor de la sangre (7 page)

BOOK: El ardor de la sangre
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—No —dijo François—. Era Coudray, donde vivía la vieja tía Cécile. Tenías sed y llorabas, así que entramos para que te diera un vaso de leche. Tu madre no quería, no recuerdo por qué; pero, como no parabas de llorar, cedió para que te callaras. Entonces tenías seis años.

—Espera… Ahora recuerdo muy bien a una señora mayor que llevaba una pañoleta amarilla sobre los hombros y a una niña de unos quince años. Entonces esa chica… ¿era su pupila?

—Pues claro, tu amiga Brigitte Declos. Aunque debería decir Brigitte Ohnet, puesto que está a punto de casarse con ese chico.

Colette se quedó callada y miró pensativamente por la ventanilla.

—Así pues, ¿es verdad? —preguntó al cabo de unos instantes.

—Sí, parece que el domingo leen las amonestaciones.

—¡Ah! —murmuró Colette, y sus labios temblaron; pero, con voz firme, añadió—: Espero que sean felices.

No volvió a abrir la boca hasta que François cogió el camino más largo a Maluret, que no pasaba por el Molino Nuevo. Tras unos instantes de vacilación, se inclinó hacia él y le tocó el hombro.

—Por favor, papá, no creas que volver a ver el molino me resultará doloroso. Al contrario. Comprende que me fui de allí el mismo día en que enterramos a Jean, y todo estaba tan oscuro y tan triste que conservo un recuerdo lúgubre, y… y en cierto modo no es justo. No, no es justo para Jean. No puedo explicarlo, pero… Él hizo todo lo que pudo para que yo fuera feliz y amara esa casa. Me gustaría exorcizar el recuerdo —añadió bajando la voz, apurada—. Me gustaría volver a ver el río. Puede que eso me cure del miedo al agua.

—Ese miedo desaparecerá solo. ¿Para qué…?

—¿Tú crees? Es que sueño con el río a menudo, y me parece siniestro. Volver a verlo así, con este sol, me sentará bien, creo. Te lo ruego, papá.

—Como quieras —respondió François, e hizo girar el coche.

Pasamos por delante de Coudray (Colette lanzó una mirada triste y celosa hacia las ventanas abiertas), recorrimos el camino del bosque y cruzamos el puente, desde donde divisé el Molino. La gente de la granja nos vio pasar, pero, como no nos saludaron, le pregunté a Colette si eran los mismos aparceros que yo conocía, los que habían enviado a aquel chico a Coudray la noche del accidente.

—No. La madre había sido la nodriza de Jean, y desde su muerte se sentía a disgusto en el Molino. El contrato expiraba en octubre; no quisieron renovarlo. Están en Saint-Arnould.

Mientras hablaba, posó la mano en el hombro de su padre para que detuviera el coche. Como he dicho, hacía un día espléndido, pero el otoño estaba tan cerca que, en cuanto el sol se escondía, se notaba frío y todo parecía oscuro. En pleno verano nunca ocurre eso, porque la misma sombra difunde una especie de secreto calor.

Mientras contemplábamos el molino, una nube se deslizó sobre el sol, y el río, alegre y luminoso hasta ese momento, pareció entenebrecerse.

Colette se recostó en el asiento y cerró los ojos. François volvió a poner en marcha el coche.

—No he debido hacerte caso —murmuró al cabo de unos instantes.

—No —dijo Colette con un hilo de voz—. Creo que jamás podré olvidarlo.

En Maluret ya estaban acabando el almuerzo, «las cuatro horas», como lo llaman aquí. Todo el mundo estaba en la sala, aunque no tardarían en volver al trabajo. Maluret es un antiguo palacio que perteneció a los barones de Coudray. Hace ciento cincuenta años, el Coudray de tía Cécile también formaba parte de la propiedad. En esa época, la familia noble, arruinada, abandonó la región y la finca se desmembró. El abuelo de Jean Dorin construyó el Molino Nuevo y compró el palacio; pero calculó mal sus recursos, o puede que, cegado por la ambición, no viera que el edificio se encontraba en un estado lamentable. En cualquier caso, no tardó en comprender que no era lo bastante rico para restaurarlo, y lo convirtió en la aparcería que sigue siendo en la actualidad. Tiene un aspecto tan imponente como calamitoso, con su gran patio de armas, que ahora ocupan los gallineros y las conejeras, su terraza, donde talaron los castaños y ahora tienden la colada, y su portal, coronado por un escudo destrozado durante la Revolución. La familia que la habita (se apellidan Dupont, pero los llaman «los Maluret», como es costumbre aquí, donde los hombres y sus tierras se confunden a tal punto que es imposible disociar a los unos de las otras) es gente poco sociable, desconfiada, casi salvaje. Maluret, rodeado por un enorme cinturón forestal (el antiguo parque señorial, convertido de nuevo en bosque), está lejos del pueblo. En invierno, los granjeros pasan entre seis y ocho meses sin ver a nadie. En consecuencia, no tienen nada en común con nuestros campesinos, ricos y charlatanes, cuyas hijas se pintan y ponen medias de seda los domingos. Los de Maluret son tan avaros como pobres, si no más. De humor taciturno, armonizan perfectamente con el destartalado palacio y sus desnudas habitaciones. Los suelos de madera se hunden bajo los pies; los muros dejan caer piedras y los tejados, azuladas pizarras. Los cerdos se guardan en la antigua biblioteca; la lana se cuelga en el interior de la vivienda, en chimeneas tan inmensas que nunca se encienden: el fuego devoraría el bosque. Hay una pequeña habitación exquisita, con una alcoba pintada y una profunda ventana; la alcoba alberga la provisión de patatas para el invierno y alrededor de la ventana penden doradas ristras de ajos.

Dice François que entenderse con los de Maluret es especialmente difícil. Ya no recuerdo lo que tenía que hablar con el dueño ese día; salieron los dos a ver el techo de un granero que había ardido. El resto de la familia, los criados, los amigos y los vecinos que habían acudido a ayudar con la trilla, siguieron comiendo parsimoniosamente. Los hombres con la cabeza cubierta, según la costumbre. Colette se sentó al pie de la enorme chimenea esculpida y yo, en la larga mesa. Había algunos rostros conocidos, pero también muchos extraños, o puede que sólo me lo parecieran y simplemente hubieran envejecido, como yo, hasta el punto de resultarme irreconocibles. Entre los comensales se encontraban los antiguos aparceros del Molino Nuevo, los que se habían mudado tras la muerte de Jean. Les pregunté por la anciana nodriza de Dorin. Había muerto. La familia se componía de diez o doce hermanos, ya no lo recuerdo; uno de ellos era el chico que había ido a comunicar el accidente a Brigitte. Tenía dieciséis o diecisiete años y bebía como un hombre, seguramente por primera vez. Parecía un poco achispado; tenía los ojos rojos e hinchados y las mejillas encendidas. Miraba a Colette con una insistencia extraña y, de repente, se dirigió a ella por encima de la mesa:

—Entonces es verdad que ya no vive allí arriba, ¿eh?

—No —respondió Colette—. Volví a casa de mis padres.

El chico abrió la boca como para decir algo, pero al ver entrar a François se abstuvo y se sirvió otro gran vaso de vino.

—Beberán con nosotros, ¿verdad? —dijo el dueño de Maluret, e indicó a su mujer que sacara más botellas.

François aceptó.

—¿Y usted, señora? —le preguntaron a Colette.

Ella se levantó y se unió a nosotros, porque aquí no se puede hacer el desaire de rechazar un vaso de vino, sobre todo en las grandes celebraciones campesinas. Los hombres, en pie desde antes del amanecer, con diez horas de trabajo a las espaldas y después de haber comido como ogros, estaban todos medio borrachos, con esa embriaguez pesada y taciturna de los campesinos. Las mujeres se afanaban alrededor de la cocina. Los adultos empezaron a burlarse del chico, que estaba sentado a mi lado. Él replicaba con una especie de feroz insolencia que resultaba cómica. Se veía que tenía mal vino y ganas de armarla, que se encontraba en ese estado en que la lengua te puede, como dicen aquí. El calor de la sala, el humo de las pipas, el aroma de las tartas sobre la mesa, el zumbido de las avispas alrededor de los fruteros rebosantes y las sonoras risotadas de los campesinos debían de aumentar todavía más la sensación de irrealidad, de sueño, en la que se flota cuando se ha bebido y no se sabe aguantar el vino. Y no dejaba de mirar a Colette.

—¿No echas de menos el Molino Nuevo? —le preguntó distraídamente François.

—¿El molino? ¡Quia! Se está mejor allá arriba.

—¡Qué ingratitud! —dijo Colette sonriendo, un tanto incómoda—. ¿Ya no te acuerdas de las buenas tardes que pasábamos juntos?

—¡Uy, que si me acuerdo!

—Bueno, menos mal.

—¡Uy, que si me acuerdo! —repitió el chico, que apretaba el tenedor en su enorme mano mirando a Colette con una atención extraordinaria—. Me acuerdo de todo —añadió de pronto—. Hay mucha gente que lo ha olvidado, pero yo me acuerdo de todo.

La casualidad quiso que pronunciara esas palabras en medio de un repentino silencio, lo que hizo que sonaran con tanta fuerza que todo el mundo lo miró.

Colette, súbitamente pálida, se quedó callada. Pero su padre preguntó sorprendido:

—¿Qué quieres decir, muchacho?

—Quiero decir… quiero decir que si aquí alguien ha olvidado cómo murió el señor Jean, yo sí me acuerdo.

—Nadie lo ha olvidado —tercié, y le hice una seña a Colette para que abandonara la mesa, pero no se movió.

François se olió algo, pero, como estaba a mil leguas de sospechar la verdad, en lugar de hacer callar al chico, se inclinó hacia él y le preguntó con ansiedad:

—¿Quieres decir que viste algo esa noche? Habla, por favor. Esto es muy grave.

—No le haga caso —intervino el dueño de Maluret—. Ya ve que está borracho.

«¡Tate! —pensé—. Lo saben, lo saben todos. Pero si este idiota no habla, los demás no respirarán». Nuestros campesinos no son charlatanes y temen como a la peste mezclarse en asuntos que no les conciernen.

Pero lo sabían; todos agachaban la cabeza con incomodidad.

—¡Venga, levanta! —gruñó el Maluret—. Ya has bebido bastante. Volvemos a trabajar.

Pero François, agitado, agarró al chico por el brazo.

—Escucha… No te vayas. Tú sabes algo que nosotros ignoramos, estoy seguro. He pensado muchas veces que aquella muerte no fue natural; nadie se cae al agua por un descuido desde una pasarela que lleva cruzando toda la vida, porque reconoce cada tabla con los pies. Además, ese día el señor Jean había cobrado una fuerte suma en Nevers. Su cartera no apareció. Supusimos que la había perdido al caer y que la había arrastrado el río. Pero puede que simplemente lo asesinaran, le robaran y lo asesinaran. Escucha, si sabes algo que ignoramos, tu deber es decirlo. ¿No es así, Colette? —preguntó volviéndose hacia su hija.

Ella no tuvo fuerzas para decir que sí y se limitó a asentir.

—Mi pobre hija… Esto es muy penoso para ti. Vete, déjame solo con este chico.

Ella negó con la cabeza. Todo el mundo estaba callado. El chico parecía haberse serenado de golpe. Cuando al fin respondió a las insistentes preguntas de François, temblaba visiblemente:

—Bueno, sí, vi que alguien lo empujaba al agua. Se lo dije a la abuela esa misma noche, pero ella me prohibió hablar.

—¡Pero bueno! Si hubo un asesinato, hay que poner una denuncia y atrapar al culpable… Esta gente es increíble —me dijo François en voz baja—. Verían matar a un hombre ante sus propios ojos y se callarían, «para no meterse en problemas». Y seguro que vieron al pobre Jean y no han dicho nada en dos años. ¡Colette! Dile que no tiene derecho a callar. ¿Lo oyes, muchacho? La viuda del señor Jean te ordena hablar.

—¿Es verdad, señora? —dijo él alzando los ojos hacia Colette.

Ella suspiró un «sí» y se cubrió la cara con las manos. Las mujeres habían dejado la cocina y los cacharros para escuchar, con las manos entrelazadas sobre el estómago.

—Bueno —empezó el chico—, lo primero que tiene que saber es que esa noche mi padre me había castigado por culpa de una vaca a la que no había vendado bien. Me pegó y me mandó fuera sin cenar. Como yo estaba furioso, no quise volver a entrar. Cuando empezaron a llamarme a la hora de dormir, fingí no oírlos. Mi padre dijo: «Pues si está enfadado, que pase la noche al raso, así aprenderá». A mí me habría gustado entrar, pero no quería que se burlaran de mí. Así que cogí pan y queso en la cocina a escondidas y fui a ocultarme al río. Ya sabe, señora Érard, bajo los sauces de la orilla, donde a veces iba usted a leer en verano. Estando allí, oí llegar el coche del señor Jean. «Vaya, ha vuelto antes de lo previsto», pensé. Recordará que no lo esperábamos hasta el día siguiente. Pero paró el coche en el prado. Y se quedó mucho rato junto a él; tanto que, no sé por qué, tuve miedo. Era una noche extraña; hacía viento y todos los árboles se movían. He dicho que se quedó junto al coche, pero yo no lo veía. Para llegar al molino tenía que cruzar la pasarela, y yo estaba enfrente. Parecía esconderse o esperar a alguien. Estuvo así tanto rato que me dormí. Me despertaron unos ruidos en la pasarela. Eran dos hombres que se peleaban. Fue todo tan rápido que no me dio tiempo a esconderme. Uno empujó al otro al agua y huyó. Oí gritar al señor Jean y reconocí su voz. Dijo: «¡Oh, Dios mío!» Luego se oyó el ruido del agua. Entonces eché a correr. Cuando llegué a casa, los desperté a todos para contar lo que había pasado. La abuela me dijo: «Tú no tienes más que callarte; no has visto nada, no has oído nada, ¿entendido?» No llevaba allí ni cinco minutos cuando llegó usted, señora, pidiendo auxilio y diciendo que su marido se había ahogado y que la ayudáramos a buscarlo. Entonces, mi padre bajó al molino, la abuela, que le había dado el pecho al señor Jean, dijo: «Voy a buscar una sábana para amortajar con mis propias manos a mi pobre niño», y mi madre me mandó a Coudray a avisar que el señor se había ahogado. Y eso es todo. Eso es todo lo que sé.

—¿No te lo habrás imaginado? ¿Repetirías lo que nos has dicho ante el juez?

—Sí, lo haría —respondió el chico tras una breve vacilación—. Es la verdad.

—Y ese hombre que empujó al señor Jean al agua… ¿lo conoces?

Hubo un silencio muy largo, un silencio durante el cual todas las miradas se clavaron en el chico. La única que no había levantado la cabeza era Colette. Tenía las manos entrelazadas y le temblaban los dedos.

—No lo conozco —dijo al fin el chico.

—¿No pudiste verlo? ¿Ni por un segundo? Sin embargo, la noche era bastante clara…

—Aún estaba medio dormido. Vi a dos hombres peleando. Eso es todo.

—¿El señor Jean no pidió socorro?

—Si lo pidió, yo no lo oí.

—¿Hacia dónde huyó el otro hombre?

—No sé, hacia el bosque.

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