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Authors: Irène Némirovsky

El ardor de la sangre (11 page)

BOOK: El ardor de la sangre
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Dos años más tarde, volví por fin a Francia.

Mi madre habría podido conservarme a su lado si me hubiera dejado vivir a mi manera, pasar los días en los bosques y las noches junto a ella. Pero, naturalmente, ella quería casarme. En nuestros campos, las uniones se fraguan durante grandes, solemnes comidas a las que se invita a todas las chicas casaderas.

Los hombres se presentan teniendo en mente las cifras de las dotes y las posibles herencias, como se va a una subasta sabiendo el precio de salida de cada artículo.

Pero en ambos casos se ignora el que alcanzará.

¡Los convites de mi tierra! Sopa tan espesa que la cuchara se sostiene sola, lucio suministrado por el estanque de la propiedad, enorme, sabroso, pero con tantas espinas que parece que te has metido en la boca un erizo. No se oye una palabra.

Todos esos gruesos cuellos inclinados hacia delante y esas bocas que mascan mecánicamente, como bueyes en el establo. Y después del lucio, el primer plato de carne, generalmente asado de oca, y el segundo, éste con su salsa y su aroma a hierbas y vino. Y para acabar, tras los quesos, que los invitados se comen a punta de cuchillo, la tarta de manzana o cerezas, dependiendo de la estación.

Después, no hay más que entrar al salón y elegir en el corro de jovencitas con vestidos rosa (antes de la guerra, todas las chicas en edad de merecer vestían de rosa, del rosa apagado de las peladillas al rosa crudo del jamón en lonchas), elegir, digo, entre todas esas chicas con su medallita de oro al cuello y sus guantes de filadiz, el pelo recogido en un moño y las manos rojas, la compañera de tu vida.

Entre ellas se encontraba Cécile Coudray, que tenía entonces treinta y dos o treinta y tres años, pero a la que todavía sacaban arreada con aquella librea rosa de la virginidad, con la esperanza de encontrarle marido a la pobre chica, descolorida y seca, sentada con los labios fruncidos no muy lejos de su joven hermanastra, casada y feliz.

La noche en que la conocí, Hélène llevaba un vestido de terciopelo rojo, lo que, en aquella época y aquel ambiente, se consideraba atrevido. Era una joven de cabellos negros… Sí, querría describirla.

Pero no puedo. Sin duda la miré de demasiado cerca desde el primer momento, como a todo lo que se desea.

¿Conocemos la forma y el color de la fruta que nos llevamos a la boca? A las mujeres que se ha amado, como yo la amé a ella, parece que siempre las hubieras visto a la distancia de un beso. Ojos negros, piel de rubia, un vestido de terciopelo rojo, un carácter apasionado, alegre y serio al mismo tiempo, esa actitud característica de la juventud, de desafío, inquietud e ímpetu… Recuerdo…

El marido debía de tener entonces la edad del viejo Declos cuando murió, pero no era un campesino: mi primo había sido notario en Dijon. Era rico; meses antes de la boda, había traspasado la notaría y comprado la casa que heredó Hélène y en la que sigue viviendo con su segundo marido y sus hijos. Era un anciano alto, frágil, transparente, de pelo muy blanco; mi madre decía que había sido un hombre de innegable atractivo, conocido por sus éxitos con las mujeres. A su joven esposa, apenas le permitía apartarse de su lado; en cuanto se alejaba, decía «Hélène» con una voz tenue como un suspiro, y ella… ¡Oh, aquel gesto de impaciencia, el movimiento de sus hombros, todavía delgados, que se estremecían bruscamente, como se estremece un caballo joven cuando le rozas la piel con la punta de una fusta! Creo que, si la llamaba así, era precisamente por el gusto de ver ese gesto de cólera y el placer de comprobar que ella le obedecía. Fue verla y acordarme de mi sueño.

Entonces yo era joven. Me pregunto si el rostro del hombre que fui seguirá vivo en las profundidades de alguna memoria. Desde luego, Hélène lo ha olvidado.

Pero puede que alguna de aquellas chicas de rosa, convertida en anciana, que no volvió a verme, recuerde a aquel joven delgado, tostado por el sol, que enseñaba los afilados dientes bajo el fino bigote negro. Un día le hablé a Colette de mi bigote puntiagudo para hacerla reír. No, no era un joven de 1910 como se suele imaginar, con la raya en medio y el pelo engominado como una cabeza de cera en la peluquería. Era más ágil, más fuerte, más alegre, más aventurero que los jóvenes de hoy en día. Marc Ohnet se parece un poco a lo que fui.

Yo tampoco andaba sobrado de moralidad. Habría sido capaz de arrojar al agua a un marido celoso, igual que de emborracharme, de cortejar a la mujer del prójimo, de pelear, de soportar las peores fatigas y las condiciones más duras. Era joven.

Así fue nuestro encuentro. Un salón de provincias; un gran piano entreabierto enseñando los dientes. Una joven de rosa salmón —Cécile Coudray— cantando «Más que ayer pero menos que mañana», la somnolienta familia de pueblo, digiriendo trabajosamente la oca asada y la liebre encebollada, y una mujer casada, con un vestido rojo, muy cerca de mí, tan cerca que no tenía más que estirar la mano para tocarla, como en mi sueño, tan cerca que percibía el tenue y fresco olor de su piel, tan cerca y, sin embargo, tan lejos…

• • •

Al llegar a casa aquella noche, tenía la firme intención de volver a ver a Hélène y un plan de seducción trazado en la cabeza: era guapa, tenía veinte años y estaba casada con un viejo; me parecía imposible que se me resistiera mucho tiempo.

Imaginé los encuentros inocentes del principio, luego las citas más secretas, más culpables, y después una relación que se rompería al cabo de unos meses, cuando llegara el momento de marcharme. Es curioso pensar, al cabo de tantos años, que la forma de nuestras relaciones sería exactamente ésa: yo la modelaba groseramente con mis deseos y mis sueños. Lo que no podía prever es el fuego que encendería, ni que la ceniza, aún caliente, seguiría quemándome el corazón después de tantos años.

¡Qué cosa tan rara, que la realidad se pliegue a nuestros deseos!

Siendo niño, en la playa, recuerdo un juego que me encantaba y que prefiguraba toda mi vida: con la marea alta, hacía un reguero en la arena, y de pronto el mar irrumpía en el camino que le había trazado con tal violencia que destruía a su paso mis castillos de guijas y mis diques de barro; arramblaba con todo, lo destrozaba todo y desaparecía dejándome con el corazón encogido y sin coraje para quejarme, porque lo único que había hecho era acudir a mi llamada.

Lo mismo ocurre con el amor. Le haces un gesto, le trazas un camino. Llega la ola, tan distinta de lo que imaginabas, tan salada y tan fría, y estalla contra tu corazón.

Intenté volver a ver a Hélène en casa de su marido. Buscando un pretexto, acabé recordando que en su jardín crecían unas rosas espléndidas, grandes y muy rojas, esas rosas de tallo largo y espinas puntiagudas y duras como el acero que apenas huelen, pero tienen un aspecto robusto y carnoso, una plebeya lozanía que recuerda las mejillas de una guapa campesina.

Me inventé una historia: quería darle una sorpresa a mi madre encargándole unos rosales como aquéllos en la ciudad. Me permití entrar en casa de Hélène para preguntarle el nombre exacto de aquella variedad.

Me recibió. Estaba podadera en mano, con la cabeza descubierta bajo un sol resplandeciente. Cuántas veces la he visto así… Incluso ahora conserva una belleza tan natural como la del melocotonero, con la delicada textura de la piel que apenas conoce el maquillaje y que han dorado el aire y el sol.

Me dijo que su marido estaba enfermo. Empezaba entonces la larga dolencia que aún padecería dos años antes de dejarla viuda. Tenía la coquetería de cerrarle la puerta a su mujer cuando sufría un ataque: era el asma de los viejos, con sus dolorosos ahogos. Más tarde, cuando ya no pudo levantarse de la cama, exigía su presencia constante. Pero en la época de la que hablo, Hélène todavía era libre al menos de recibirme y decirme el nombre de las rosas, en un gran salón con los postigos entornados, donde una abeja zumbaba alrededor de un florero. Recuerdo que la casa ya tenía ese delicioso olor a cera fresca, lavanda y mermelada cociéndose en grandes barreños.

Le pedí permiso para volver a verla. Y volví a verla una, dos, diez veces. La esperaba a la entrada del pueblo, el domingo a la salida de misa, a la orilla del río, en el bosque y en el mismo Molino Nuevo donde más tarde Colette… Ella no lo recuerda. Todavía no lo habían reconstruido. Viejo y sombrío, pese a su nombre, envuelto en el fragor de la corriente, nos veían llegar a menudo para visitar a la molinera a la vuelta de Coudray. A los pocos días de mi encuentro con Hélène, murió su madrastra. Avara como ella sola, no había querido deshacerse de un caballo que había comprado a muy buen precio, pero era demasiado joven para engancharlo al coche que conducía ella misma de vuelta de la iglesia, y el animal lo hizo volcar en la cuneta. Cécile recibió heridas terribles en la cara, pero su madre se fracturó el cráneo y murió en el acto. Cécile heredó la pequeña propiedad de Coudray y una exigua renta. Siempre había sido tímida y huraña, y la herida que la desfiguraba acabó de quitarle la confianza en sí misma. No quería ver a nadie; siempre creía que se burlaban de ella. En unos meses se convirtió en la extraña criatura a la que conocí al final de su vida: flaca, renqueante, nerviosa, volvía constantemente la cabeza a derecha e izquierda con los movimientos bruscos de un pájaro viejo. Hélène la visitaba a menudo en Coudray y, sabiéndolo, yo me presentaba casi todos los días en casa de la pobre Cécile con cualquier pretexto, y luego acompañaba a Hélène hasta el lindero del bosque.

Un día, al ver que miraba el reloj de péndulo e intentaba alargar la visita, Cécile me dijo:

—Hoy Hélène ya no vendrá.

Le aseguré que no era por Hélène. Pero Cécile se levantó, cruzó la sala, deslizó maquinalmente un dedo por el respaldo labrado de un sillón y comprobó si quedaban restos de polvo. (En casa, su madre la había acostumbrado a hacer todas las faenas, que no le dejaban un momento de respiro: siempre estaba dando vueltas por la habitación, arreglando una cortina, echando el aliento a un espejo empañado, enderezando el tallo de una flor, volviendo la cabeza a diestro y siniestro con aprensión, como si esperase ver a su madre, acechándola en la oscuridad).

—A mi casa, señor Sylvestre, nunca ha venido nadie por mí —me dijo entonces con voz alterada—. Hasta los diecisiete años ni me di cuenta. Luego invitamos a gente joven. Unos venían por la criada y otros por la hija de la jardinera, que era rubia y guapa; más tarde, cuando Hélène se hizo mayor, por ella. Las cosas no han cambiado. Y no me extraña. Pero no me gusta que se burlen de mí. Dígame simplemente que quiere ver a Hélène y yo le indicaré los días que vendrá y a qué hora.

Hablaba con una especie de pasión contenida que hacía daño.

—¿Quiere usted a su hermana? —le pregunté.

—No es mi hermana. Para mí es una extraña, pero la conozco desde que era muy pequeña y la quiero, sí, la quiero. Además, no es más feliz que yo —añadió con una especie de sombría satisfacción—. Cada una tiene lo suyo.

—Sobre todo, no vaya a creer que ella está al corriente… No podría soportar que supusiera usted una complicidad…

Cécile meneó la cabeza.

—Hélène es una mujer fiel —afirmó.

—¿De veras? Dada su edad, su marido no puede esperar razonablemente una fidelidad que, de darse, sería casi monstruosa —repliqué con vehemencia—. Ella tiene veinte años y él más de sesenta. Una unión como ésa sólo puede explicarla la desesperación.

—Efectivamente, ésa es la explicación. Como comprenderá, siendo Hélène el fruto del primer matrimonio de su padre, mi madre…

—Lo sé, pero, en esas condiciones, ¿cree usted que se puede hablar de fidelidad?

La solterona me lanzó una rápida mirada.

—No he dicho que sea su marido la persona a la que permanecerá fiel.

—¡Ah! Entonces ¿quién?

—Pregúnteselo a ella.

Cécile reanudó sus renqueantes idas y venidas por la sala de Coudray, chocando con los muebles como un ave nocturna encerrada en una habitación. Ahora que lo pienso y recuerdo su expresión de entonces, el relato de Brigitte se ilumina con una luz siniestra, casi diabólica, como si el alma misma de aquella solterona se desnudara ante mis ojos. Nunca pudo perdonarle a Hélène que la hubieran querido más que a ella. Cécile me recuerda unas palabras atroces de una parienta mía que había tomado bajo su protección a una pobre campesina; le llevaba comida, zuecos, golosinas, juguetes para sus pequeños… Un día, la mujer le dijo que estaba a punto de casarse de nuevo —había perdido a su marido en la guerra— con un buen chico tan pobre como ella. Su benefactora dejó de visitarla de inmediato.

Cuando la mujer se la encontró pasado algún tiempo y se lo reprochó con suavidad («La señora me tiene olvidada»), mi parienta le espetó con voz seca: «Mi pobre Jeanne, yo no sabía que eras feliz». Cécile Coudray, que salvó el honor de Hélène, y puede que también su vida cuando la creía desesperada, nunca pudo perdonarle su felicidad. Es humano.

—¿Qué quiere decir? —le pregunté angustiado.

Pero la vieja lechuza se limitó a agitar sus negras alas ante mí. Todavía llevaba luto por su madre; los velos de crespón revoloteaban a su alrededor.

Me fui de Coudray, más enamorado que nunca. Y una especie de reserva, que aún me retenía ante Hélène, desapareció. Le hice la corte. Como se hacía entonces, claro, con mucha lentitud y mucho pudor, sin las bruscas declaraciones de los jóvenes de hoy.

Supongo que a Marc Ohnet le habría hecho reír. Pero en el fondo era lo mismo, el mismo deseo… El mismo torrente bronco y voraz del amor. Ella me escuchó con una seriedad triste y profunda, y me dijo:

—Cécile no le ha mentido. Amo a alguien.

Entonces me contó su encuentro con François, que la amaba desde que era casi una niña, la separación, su vida desgraciada en su familia y, para acabar, su boda con un viejo y el regreso de François. ¡No habían querido engañar al marido! Se habían separado.

—¿Y ahora está esperando a que muera su marido? —le pregunté.

Ella palideció ligeramente y negó con la cabeza.

—Me lleva cuarenta años —dijo con suavidad—. Sería ridículo pretender que lo amo. Pero no le deseo la muerte. Lo cuido lo mejor que puedo. Para él, soy —vaciló—… una amiga, una hija, una enfermera, lo que usted quiera. Pero no una mujer, su mujer. Sin embargo, quiero serle fiel, y no sólo con el cuerpo; también con el alma. Por eso nos separamos François y yo. Él aceptó un trabajo en el extranjero. Ni siquiera nos escribimos. Yo cumplo con todos mis deberes. Si mi marido muere, François esperará unos meses antes de volver. Todo se hará sin precipitación. No queremos provocar ningún escándalo. Volverá y nos casaremos. Si mi marido vive aún muchos años, me aguantaré. Veré pasar mi juventud y, con ella, mi oportunidad de ser feliz, pero no tendré una mala acción sobre mi conciencia. En cuanto a usted…

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