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Authors: Mari Jungstedt

El arte del asesino (13 page)

BOOK: El arte del asesino
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—Lo de siempre: el cornudo, en la higuera —murmuró Karin.

Knutas la miró sorprendido. Nunca hubiera imaginado que pudiera decir algo así.

—¿Has conseguido hablar con ese Rolf Sandén, el vecino? —le preguntó a Wittberg.

—Sí, cuando llamé acababa de regresar de la Península, pero pensaba irse de viaje otra vez. Lo he citado mañana por la mañana para interrogarlo. De todos modos, se ha mostrado hablador y ha reconocido de buen grado su aventura con Monika Wallin. Dadas las circunstancias, creo que se ha comportado de un modo extraño, casi parecía que se alegraba. Estar alegre cuando tu vecino y marido de tu amante ha sido brutalmente asesinado parece absurdo. Al menos, debería haber tratado de mostrarse un poco compasivo.

—Verá ahora su ocasión —terció Karin—. Libre al fin para mantener su relación abiertamente después de andar tanto tiempo a escondidas. Tal vez esté muy enamorado de Monika Wallin y sólo estaba esperando llevarla al altar.

—Quizá fue quien lo hizo —dejó caer Norrby.

—¡Bah!, vete tú a saber —intervino Wittberg—, si no fue la mujer.

—O los dos —remató Sohlman con voz cavernosa, colocando las manos como un vampiro dispuesto a atacar.

Knutas se levantó bruscamente. A veces, las especulaciones sin sentido en torno de la mesa le sacaban de quicio.

—La reunión ha terminado —decidió, y abandonó la sala.

Capítulo 29

Entre una entrevista y otra, Pia y Johan se detuvieron en la redacción de
Noticias Regionales
en busca de baterías para la cámara y, de paso, echar un vistazo a las últimas noticias. Johan recibió un sms cuando iba a encender el ordenador:
Sí, quiero. Y pronto.

Se quedó sentado en la silla mirando fijamente el mensaje con una sonrisa bobalicona en los labios.

—¿Qué pasa? —le preguntó Pia, al advertir que se había quedado embobado.

Johan le acercó el móvil sin decir nada. Ella leyó el sms, pero pareció desconcertada.

—¿Qué significa esto?

—Que Emma quiere. —Se volvió hacia Pia—. ¡Que quiere! —gritó alegre—. ¿Entiendes? ¡Que ella está dispuesta! ¡Por fin!

La filmadora se quedó de una pieza cuando la levantó de la silla, le dio un abrazo y se puso a bailar con ella.

—Pero ¿que quiere qué? ¿Qué quiere exactamente?

Entonces se le encendió la bombilla y comprendió de qué iba la cosa.

—¿De veras? ¿En serio? ¿Quiere que os vayáis a vivir juntos, que os deis el sí en serio?

—Sí —gritó Johan—. ¡Síí!

Algunos colegas de la radio aparecieron en el vano de la puerta y preguntaron qué pasaba. El grito de alegría de Johan se había oído en toda la redacción.

Pia agarró el móvil otra vez.

—Y pronto, dice aquí. ¿Cómo que pronto? ¿Qué significa eso?

—Ni idea, pero estoy dispuesto a casarme mañana mismo si hace falta. ¡Joder, qué bien!

Johan vio para sus adentros una serie de imágenes que pasaban a toda velocidad. En la iglesia al lado de Emma, con todos sus familiares y amigos; el gran banquete de boda y Emma, vestida con un romántico vestido blanco, cortando la tarta nupcial; Emma con pantalones de tirantes, pañuelo en la cabeza y una buena barriga esperando a su segundo hijo; en la cocina horneando sin prisa un bizcocho mientras Elin juega en el suelo; de veraneo en alguna parte con Emma y los niños; reuniones de padres en la escuela; y ambos ya mayores comprando primero una casita de verano y luego, sentados en el porche, cada uno con su taza de café observando a los nietos jugando en el césped. Se acercó al galope a los colegas de la emisora local y los abrazó antes de abalanzarse sobre el teléfono para llamar a Emma.

Emma parecía sofocada y se oía cómo Elin gorjeaba y parloteaba al fondo.

—¿Es verdad? ¿Quieres? —gritó alborozado.

Emma se rio.

—Sí, quiero, claro que quiero.

—Bueno, pero esto es una locura. No, quiero decir, ¡es maravilloso, cariño! Recojo mis cosas y me mudo hoy mismo, ¿te parece bien?

—Sí, hazlo —dijo ella entre risas—. Así viviremos juntos inmediatamente.

—Iré en cuanto terminemos esta tarde.

—Llámame cuando salgas.

—Besos y abrazos.

—Besos. Adiós.

—Adiós…

Colgó el auricular con cuidado, sin atreverse a creer del todo lo que acababa de oír. ¿Había dicho realmente sí, después de tanto titubeo y tanta vacilación? Apenas podía creerlo. Miró fijamente a Pia, que tenía lágrimas en los ojos.

—¿Lo dice en serio? —preguntó.

—Pues claro que sí —afirmó Pia sonriente—. Lo dice muy en serio, Johan.

Capítulo 30

Erik Mattson salía habitualmente de su trabajo en la famosa compañía de subastas Bukowskis a las cinco y de camino hacia casa solía detenerse a tomar una copa en el restaurante Grodan, en la calle Grev Turegatan. El local acababa de abrir cuando hacía su entrada, pero no tardaba en llenarse de profesionales acomodados que residían en Östermalm y acudían a tomarse algo después del trabajo. Gente como él. Al menos, en apariencia.

Allí solía encontrarse con sus amigos más íntimos en cuanto se presentaba la ocasión. Aquella tarde, cuando llegó ya estaban Per Reutersköld, Otto Diesen y Kalle Celling, cada uno de ellos con una cerveza en la mano. Se conocían desde hacía muchos años, desde sus tiempos de bachillerato en el instituto Östra Real.

Ya habían superado los cuarenta, circunstancia que a unos se les notaba más que a otros. La diferencia era que la mayoría de sus amigos se conformaba con tomar una cerveza o dos y después se iban a casa con su familia, mientras que Erik un par de tardes a la semana iba a su apartamento sólo para darse una ducha rápida y estaba de regreso en la zona próxima a la plaza de Stureplan una hora después.

Él también tenía hijos, tres, pero estaba separado y los niños habían crecido junto a su madre. El motivo fue la adicción de Erik al alcohol y las drogas blandas. Adicción que logró mantener más o menos a raya, aunque no del todo. Tras varias recaídas cuando los niños estaban bajo su responsabilidad, perdió la custodia compartida. Lo pasó muy mal después del divorcio y cayó en una profunda depresión. Los niños eran entonces pequeños, y probablemente no advirtieron gran cosa del caos en que estaba sumido ni de la acritud que había entre sus padres.

Con el tiempo, su relación mejoró. Erik consiguió controlar su adicción lo suficiente como para que no afectara a sus hijos, y pasado un tiempo pudo pasar con ellos los fines de semana cada quince días. Esos días eran impagables. Erik quería a los pequeños y hacía todo por ellos. Casi. No fue capaz de dejar por completo la bebida. Eso era pedir demasiado. Lo mantenía, cómo él mismo decía, en un nivel aceptable.

Su trabajo lo desempeñaba a la perfección, salvo los períodos en que bebía demasiado, lo cual ocurría a intervalos regulares; su jefe acabó por aceptar que si quería conservar a Erik debía soportar que de vez en cuando, sencillamente, no apareciera. Su pericia como tasador era proverbial y contribuía aún más al buen nombre de Bukowskis, aparte de que les ahorraba dinero gracias a lo rápido que era.

Sin embargo, debido a su adicción al alcohol, nunca ascendería a conservador de arte. Un hecho que Erik había asimilado hacía ya mucho tiempo.

Era además un hombre de mundo, agradable y simpático, siempre impecablemente vestido, de verbo fácil y sonrisa picarona. Gastaba muchas bromas, pero nunca a costa de otros.

Visto desde fuera podía parecer una persona accesible, pero era un hombre de absoluta integridad y eso hacía que fuera más cerrado. Aparentaba menos años de los cuarenta y tres que contaba. Era alto, atlético y elegante. Con el cabello negro peinado hacia atrás, los ojos grandes de color gris verdoso y su rostro de rasgos finos, resultaba realmente atractivo.

A veces parecía ausente, y quienes lo conocían bien lo interpretaban como un síntoma de su afición a la bebida. Parecía un tanto indiferente a cuanto acontecía a su alrededor. Como si viviera en su propio mundo, aislado de todo lo demás.

En los círculos en que se movía, la mayoría lo sabía todo de la familia de los demás, pero Erik era la excepción. Hablaba con gusto de sus hijos, pero nunca mencionaba a sus padres ni se refería a ellos en ninguna ocasión.

No obstante, todos sabían que era hijo de un pez gordo de la industria. Algunos se preguntaban cómo podía permitirse la vida de excesos que llevaba con su sueldo de ayudante en Bukowskis, que desde luego no podía ser muy alto. Esas dudas se las aclaraban los amigos de Erik, quienes les explicaban que aunque las relaciones con sus padres eran malas, recibía una pensión mensual, lo cual le permitía gastar mucho dinero; más aún: probablemente, ya tenía la vida resuelta.

En aquel momento estaba apoyado indolentemente en la barra del bar con su traje de raya diplomática y una cerveza en la mano. Observaba distraído el local, mientras Otto Diesen hablaba de la suerte que había tenido al chocar en la pista de esquí con una preciosa morenita en el curso de un viaje de negocios a Davos. El incidente terminó en la suite de un hotel, ambos desnudos y dándose masajes en sus doloridos cuerpos. El hecho de que Otto fuera un hombre casado no tenía la menor importancia, ni para él ni para ninguno del grupo. A Erik le sorprendía a veces cómo se comportaban todos ellos cuando se veían; era como si no hubieran madurado.

Contaban las mismas viejas historias increíbles, tal como habían hecho siempre. Mientras la vida cambiaba en otros aspectos con diferentes trabajos, nueva familia y demás, cuando se veían todo seguía absolutamente igual. Era consciente de que a él aquello le venía bien. Había una especie de seguridad en eso; entre ellos no iba a cambiar nada, pasara lo que pasase. Para Erik era un consuelo, y cuando se despidieron al cabo de un rato con las habituales palmadas en el hombro y golpes en la espalda, se sentía de buen humor. Se detuvo en el bar japonés de la esquina y se llevó la cena a casa.

Vivía en el último piso de un bello edificio de la calle Karlavägen, con vistas al parque Humlegården y a la Biblioteca Real. Entró en casa y se encontró con un montón de correo sobre la alfombra de la entrada. Recogió con un suspiro la mezcla de propaganda y sobres con ventanilla, un sinfín de cuentas. Lo que sus amigos ignoraban era que sus padres le habían retirado la pensión mensual, que vivía muy por encima de sus posibilidades y que la angustia se apoderaba de él a finales de mes cuando había que pagar las cuentas.

Sin abrir una sola carta, apartó el correo a un lado y puso un disco de Maria Callas. A sus amigos les hacía mucha gracia que le gustara tanto. Después se duchó, se afeitó y se cambió de ropa. Estuvo un buen rato delante del espejo y se fijó el pelo con gomina.

Se sentía relajado y con el cuerpo algo dolorido; había visitado el gimnasio a mediodía y realizado una sesión más larga de lo habitual. La gimnasia suponía el contrapeso a su enorme consumo de alcohol. Era consciente de que bebía demasiado, pero no lo quería dejar. En alguna ocasión mezclaba el alcohol con pastillas, pero eso sólo ocurría cuando caía en alguna de sus profundas depresiones, lo cual sucedía unas pocas veces al año. En ocasiones se le pasaba en unos días y otras se prolongaba durante semanas. Se había acostumbrado a ellas y las manejaba a su manera. Lo único que realmente le molestaba cuando sufría uno de esos largos estados depresivos era que entonces prefería no ver a sus hijos. Facilitaba las cosas el hecho de que ellos ahora comprendían el problema, pues los tres eran ya mayores de edad. Emelie tenía diecinueve años; Karl, veinte y David, veintitrés. Con todo, Erik trataba de evitar a toda costa tener que reconocer delante de ellos que sufría una depresión. No quería ser una carga para sus hijos ni que se sintieran preocupados. La mayoría de las veces simulaba que no pasaba nada, sólo les decía que iba a estar de viaje o que estaba muy ocupado en el trabajo. Ellos también tenían su vida, con novios y novias, estudios, actividades y amigos. A veces pasaban semanas sin que supiera nada de sus hijos, salvo David que era con quien mantenía una relación más cercana. Quizá porque era el mayor.

Erik Mattson tenía dos existencias. Una como apreciado y reconocido colaborador de la casa de subastas Bukowskis, que incluía una vida social con amigos, fiestas elegantes y viajes, amén de su papel como padre, aunque sólo fuera esporádicamente. Su otra vida era muy distinta; secreta, oscura y destructiva. No obstante, era necesaria.

Abandonó el apartamento unas horas más tarde. Sabía de antemano que la noche iba a ser larga.

Capítulo 31

Knutas se despertó con dolor de cabeza. Había dormido mal. La imagen de Egon Wallin muerto lo perseguía en sueños y los ratos que estuvo despierto los pasó pensando en la investigación. Durante el día apenas le quedaba tiempo para reflexionar, así que debía analizar sus impresiones por la noche. La investigación se veía interrumpida una y otra vez por muchas otras cosas que nada tenían que ver con el trabajo policial propiamente dicho y eso le incomodaba muchísimo. El hecho de que los medios estuvieran tan bien informados era un fastidio.

A veces se preguntaba si era sensato que Lars Norrby, su lugarteniente, fuera el portavoz de prensa. Quizá sería mejor que no supiera tanto. Cuanto más implicado estaba el portavoz de prensa en el trabajo de investigación, mayor era el riesgo de que revelara más de lo que debía.

En realidad, lo más sensato sería apartarlo de las investigaciones, pero en tal caso pondría el grito en el cielo.

La famosa fotografía de la víctima colgando de la Puerta de Dalmansporten había originado un buen revuelo. No era de extrañar que la hubiera tomado Pia Luja. Johan y ella juntos formaban un equipo que le habría gustado evitar. Por supuesto, sentía respeto por Johan, un periodista impertinente, desde luego, pero nunca hacía preguntas estúpidas que no llevaban a ningún sitio. Además, en varias ocasiones había contribuido a que la policía resolviese antes el caso, lo cual inevitablemente llevaba a que los policías de la casa, incluido él mismo, se mostraran predispuestos a complacerle. Asimismo, la circunstancia de que estuviera a punto de perder la vida en el curso de la última investigación, no hacía sino aumentar la buena disposición policial, lo que, a la larga, resultaba devastador. Berg era un reportero al que era preferible evitar si quería trabajar tranquilamente sin que lo molestaran. Y sobre todo si estaba en compañía de Pia Lilja. En la tarjeta de presentación de la fotógrafa. humildad y respeto por la integridad de la policía no figuraban precisamente. Iba a su aire y no se andaba con miramientos. Bastaba con ver la pinta que lucía, con aquel pelo negro que le brotaba del cuero cabelludo como sí fuera un cepillo de raíces, la deplorable pintura de guerra en los ojos y el aro en la nariz, que, por cierto, la última vez que la vio lo había sustituido por una perla. Claro que, en cualquier caso, lo de la perla era algo mejor. Knutas comprendía perfectamente lo importante que era tener buena relación con la prensa, pero a menudo se entrometían hasta tal punto en su trabajo que sólo deseaba que se fueran todos al carajo.

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