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Authors: Mari Jungstedt

El arte del asesino (9 page)

BOOK: El arte del asesino
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—Supongo que puedo interpretar esto como un sí.

Capítulo 20

Como casi todas las mañanas, Knutas fue al trabajo dando un paseo; recorrió la calle Östra Hansegatan y pasó por delante del edificio de la radio y la televisión sueca. Observó que había luz en una de las ventanas del segundo piso donde
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tenía ahora su oficina. Y se preguntó si Johan estaría ya trabajando. No le sorprendería.

Aún estaba oscuro y el aire era frío y cortante. El paseo apenas duraba veinte minutos y le despejaba las ideas.

Al abrir la puerta de la comisaría sintió el consabido cosquilleo en el estómago que solía aparecer cada vez que se enfrentaba a la investigación de un nuevo asesinato. Naturalmente era terrible que ocurriera una cosa así, pero al mismo tiempo sentía esa excitación y ese deseo de encontrar al asesino. Empezaba la caza, y eso era algo de lo que disfrutaba sin avergonzarse. A Knutas le gustaba su trabajo, le gustó desde el día en que se incorporó a la Brigada de Homicidios y de eso hacía ya veinte años. Los últimos diez años había sido el jefe y estaba satisfecho con su puesto, salvo por el papeleo, sin el cual habría podido vivir perfectamente.

Como de costumbre, dio los buenos días a las chicas de la recepción e intercambió unas palabras con el oficial de guardia antes de subir la escalera hasta las dependencias de la Brigada de Homicidios, situadas en el segundo piso.

La sala de reuniones ya estaba llena cuando entró, dos minutos antes de la hora fijada. Esas primeras reuniones, cuando había ocurrido algo gordo, eran siempre especiales. La tensión se palpaba en el ambiente.

Erik Sohlman abrió el encuentro informando de los últimos detalles de la investigación pericial.

—El asesino llegó en coche por la calle Norra Murgatan y condujo hasta la misma Puerta. Las roderas del vehículo y las marcas halladas en el cadáver indican que Egon Wallin fue asesinado en otro lugar y que luego transportaron el cuerpo hasta la Puerta de Dalmansporten. Se está analizando todo lo que hemos encontrado en la zona de Östergravar, pero en realidad no tiene mayor importancia, puesto que lo más probable es que el autor de los hechos no haya estado allí en absoluto.

—Ayer por la tarde mantuvimos el primer interrogatorio con Monika Wallin, la esposa de la víctima —informó Knutas—. Que sepamos, ella fue la última persona que vio con vida a Wallin. El sábado por la noche, después de la cena en el Donners Brunn, se fueron directamente, en el coche, al chalé adosado que tienen en la calle Snäckgärdsvägen. La mujer se acostó, pero Wallin dijo que quería quedarse un rato levantado. Por la mañana, cuando se despertó, él no estaba allí. Al parecer, se puso el abrigo y volvió a salir. El resto ya lo conocemos.

—¿Es posible que hubiera otra persona en la casa? —preguntó Karin—. Por ejemplo, una visita inesperada o alguien que entrase en el chalé de forma clandestina.

—No. Nada de eso. Todo apunta a que salió solo.

—¿Tenía su esposa alguna idea de adonde pudo ir? —quiso saber Wittberg.

—No —respondió Knutas—. Pero hoy voy a encontrarme otra vez con ella, y quizá podamos averiguar algo más. Ayer estaba muy conmocionada.

—¿Qué aspecto presentan las roderas del coche? —intervino Norrby.

—Es un asunto complicado. Se trata de un vehículo grande, yo diría que estamos hablando de una furgoneta o una camioneta.

—Habrá que comprobar todos los vehículos robados y las empresas de alquiler de coches —ordenó Knutas.

—Realmente cabe preguntarse que habrá detrás de esto —dijo Wittberg pensativo—. Quiero decir, que para hacer una cosa así se requiere mucho trabajo previo. ¿Por qué iba a colgar a su víctima así, sin más, en la Puerta? Eso tiene que tener algún significado especial.

Se pasó la mano por su cabellera de rizos dorados. Para ser lunes por la mañana, Wittberg parece inusualmente despierto, se dijo el comisario. Normalmente, los lunes solía estar cansado de verdad tras las aventuras amorosas del fin de semana. Aquel ligón de veintiocho años era el Casanova de la comisaría. Sus ojos de color azul aciano, los hoyuelos y su cuerpo bien entrenado tenían encandiladas a todas las mujeres de la comisaría. Menos a Karin, que al parecer lo veía más como a un hermano menor simpático pero algo chulillo. Thomas Wittberg solía cambiar de novia cada dos por tres, pero de un tiempo a esta parte parecía que se había tranquilizado. Acababa de volver de un viaje de vacaciones a Tailandia con su actual pareja y su intenso bronceado contrastaba profundamente entre sus compañeros, pálidos y ojerosos.

—No puede tratarse de una casualidad —admitió Karin—. Me refiero a que no puede ser una agresión espontánea en la calle o algo por el estilo. Ni que se cruzara por azar con algún loco. Esto parece bien planeado. El asesino tuvo que ser una persona a quien él conocía.

—Tenemos que elaborar una lista completa de las personas invitadas a la inauguración de la exposición y averiguar si hubo algún visitante espontáneo —terció Knutas—. Hay que controlar e interrogar a todos. Y, por supuesto, hay que hacer todo lo posible para localizar al pintor y a su agente.

—De todos modos, no han dejado libre la habitación del hotel —aclaró Wittberg—. Sus cosas siguen ahí y no han liquidado la cuenta, así que tal vez sólo se hayan ido a pasar el día. Seguiré tratando de localizarlos hoy. Hasta ahora no han contestado al móvil, pero espero poder localizar al menos a Sixten Dahl. Su galería abrirá dentro de poco y alguien habrá allí que pueda ayudarme. Es muy posible que él sepa dónde están los otros.

Les interrumpió una llamada al móvil de Knutas. Se lo sacó del bolsillo interior de la chaqueta y respondió.

Todos aguardaron en silencio mientras escuchaban los susurros y bufidos de su jefe y observaban la expresión de su cara, que pasó de manifestar la mayor de las sorpresas a mostrar una cauta preocupación. Cuando terminó de hablar, todas las miradas estaban fijas en él.

—La llamada era de Monika Wallin. Hace un momento ha aparcado un camión de mudanzas al lado de su casa. La empresa de mudanzas había recibido un encargo de Egon Wallin en el que se especificaba con todo detalle lo que tenían que recoger. Había dejado pagado el traslado por adelantado.

Capítulo 21

Las salas de Bukowskis, la próspera casa de subastas, eran increíblemente elegantes. La recepción que acogía al visitante daba a la calle Arsenalgatan, entre los parques Berzelii y Kungsträdgården, en el centro de Estocolmo.

El experto en tasaciones Erik Mattson, con el pelo peinado hacia atrás y vestido con un discreto traje gris, recibió a un cliente cuyo atuendo era bastante más modesto y parecía un tanto confundido e incómodo en aquel ambiente discretamente refinado. El cliente llevaba bajo el brazo un cuadro pintado al óleo, envuelto en papel de periódico pegado con cinta adhesiva.

El hombre había descrito el cuadro por teléfono aquella misma mañana como un óleo con un archipiélago pintado en distintas tonalidades grises, con mucho cielo y mucho mar y una casita blanca con el tejado negro. Pese a que el cuadro no llevaba firma, a Erik le pareció interesante y le pidió al cliente que lo llevara a la sala para realizar una valoración.

Ahora lo tenía aquí, vestido con un abrigo que había conocido tiempos mejores y con un ligero fular pasado de moda alrededor del cuello. Los zapatos estaban de todo menos limpios, un detalle en el que Erik Mattson se fijaba siempre. Un calzado bien cuidado era la mejor garantía de que el cliente cuidaba también su aspecto. No era el caso del hombre que tenía ante sí, que no dejaba de toquetear nervioso el paquete que traía consigo. El sudor le perlaba la frente. El cuello de la camisa aparecía arrugado, en su deslucido abrigo se apreciaba una mancha y los guantes que dejó encima de la mesa estaban raídos hasta el forro. Hablaba con acusado acento del barrio Söder de Estocolmo. En aquellos días no quedaba ya mucha gente que siguiera hablando de esa manera. Hasta cierto punto resultaba encantador.

Erik esperaba que no se tratase de un cuadro robado. Observó al cliente con mirada inquisitiva. No, lo que se dice pinta de delincuente no tenía. Por lo demás, lo más probable era que el cuadro no tuviera ningún valor, eso era lo normal cuando se trataba de obras sin firma. No obstante, tenían que recibir a esas personas para examinar el cuadro, pues de vez en cuando encontraban alguna que otra perla y por nada del mundo se querían perder una ocasión de esas. Lo peor que podía sucederles era que obras de gran valor acabaran en las manos de su peor competidor, la casa de subastas Auktionsverket. No podían dejar que ocurriera algo así, en pocas palabras.

Hizo pasar al cliente a la angosta pero elegante sala de tasaciones. Había allí una mesa de estilo gustaviano con una silla a cada lado, y en la pared colgaba un cuadro de Einar Jolin al lado de una estantería con libros de consulta. En la mesa, un ordenador portátil les permitía poder buscar rápidamente la historia de una obra o información acerca del posible autor de la misma. Si la obra era difícil de valorar, el tasador debía solicitar la ayuda de otro colega. A veces, cuando la tasación exigía un estudio más minucioso, se quedaban con el cuadro durante unos días. Era un trabajo muy interesante, y a Erik le apasionaba.

Entre los dos colocaron el cuadro encima de la mesa y Erik sintió en el pecho la consabida expectación. Aquel era uno de los instantes mágicos de su trabajo: cuando se encontraba allí con un cliente desconocido y no tenía sino una descripción del cuadro pero aún no lo había visto. La incertidumbre de no saber si estaría ante la obra desconocida, quizá olvidada, de algún gran artista y valorada en millones de coronas, o ante una copia carente de valor de algún discípulo de un artista.

Erik Mattson había trabajado durante quince años como ayudante de los conservadores encargados de la pintura y escultura modernas en Bukowskis, hasta llegar a convertirse en el tasador más competente que tenían. El hecho de que no hubiera progresado más en su carrera y ascendido a conservador, algo que la mayor parte de los ayudantes conseguía al cabo de unos años, tenía su explicación.

El papel de periódico crujió; la cinta adhesiva era tan ancha que resultaba difícil de despegar.

—¿Cómo ha llegado hasta usted el cuadro? —preguntó para aliviar el nerviosismo evidente del cliente.

—Siempre ha estado colgado en la casa de veraneo que tiene mi padre en el archipiélago, pero al vender la casa, los hijos hemos podido llevarnos lo que quisiéramos. A mí siempre me gustó este cuadro, aunque en ningún momento pensé que pudiera tener ningún valor. —El hombre miró a Erik con una mezcla de expectación e inquietud y concluyó—: Un vecino lo vio colgado en la pared y me dijo que estaba tan bien pintado que debería pedir que hicieran una tasación. La verdad es que yo no creo que tenga ningún valor —repitió como disculpándose—, pero no se pierde nada por comprobarlo.

—Por supuesto, para eso estamos aquí.

Erik sonrió respaldando al hombre, que pareció relajarse un poco.

—¿Dónde lo adquirió su padre?

—Lo compraron mis abuelos en una subasta durante los años cuarenta. Desde entonces ha estado colgado en la casa de veraneo, en Svartsö. Ya sabe usted, una de esas casas grandes que tenían entonces los mayoristas, y a ellos les pareció bien tener un cuadro del archipiélago en la pared. Bueno, ésa es la historia del cuadro.

Ya sólo faltaba por retirar el último papel.

Erik volvió el cuadro y se quedó pasmado al verlo, sin poder ocultar su sorpresa; el cliente lo miraba inquieto mientras él sacaba presuroso una lupa y comprobaba su autenticidad. Ninguno de los dos dijo nada, pero la tensión en la sala era evidente.

Erik reconoció inmediatamente el estilo del autor del cuadro. El pintor había repetido aquel motivo muchas veces, aun cuando la cantidad de obras que produjo en total no era muy elevada. Sólo se conocía un centenar. En 1892, tras un doloroso divorcio seguido de varios juicios en los que perdió la custodia de sus tres hijos, se dedicó a la pintura. El archipiélago de Estocolmo se convirtió en su refugio. La fragilidad del faro, de la baliza o de la planta solitaria frente a los elementos se convirtieron en símbolos propios del artista, que luchaba contra la corriente imperante en su tiempo para defender su derecho a pensar con libertad.

El autor, minucioso en sus observaciones de la naturaleza, había plasmado en tonos grises azulados el tiempo inestable del archipiélago de Estocolmo. Erik Mattson ya lo había visto volver a este motivo de Dalarö. En el faro solitario, en una playa alejada bajo un cielo amenazante, encontró motivos que encajaban bien con él durante aquel período. El hecho de que no hubiera firmado el cuadro no era raro. El consideraba la pintura como una ocupación secundaria, algo a lo que se dedicaba cuando le fallaba la inspiración y no podía escribir.

Con todo, se le consideraba uno de los mejores pintores de su tiempo. Erik Mattson hizo mentalmente una rápida tasación de entre cuatro y seis millones.

El cuadro era nada menos que de August Strindberg.

Capítulo 22

Afirmar que Monika Wallin, la esposa de la víctima, tenía un aspecto vulgar no era ninguna exageración. Con su pelo de rata corto sin un peinado definido, los labios finos sin pintar y su figura rectilínea y un pelín angulosa, era una persona que a primera vista desaparecía con facilidad entre la multitud. Ella misma abrió la puerta del chalé adosado de la calle Snäckgärdsvägen, después de que Knutas hubiera llamado cuatro veces. Parecía pálida y cansada, y bajo los ojos resaltaban las ojeras. Él sabía que se habían visto antes en varias ocasiones, aunque nunca habían hablado. Con todo, le sorprendió comprobar que casi no la reconocía. Monika Wallin no era una persona que causara una impresión indeleble, eso estaba claro. Knutas se presentó y le tendió la mano.

—Te acompaño en el sentimiento.

Recibió el pésame sin alterarse lo más mínimo. Su apretón de manos resultó sorprendentemente enérgico.

—Pasa, por favor.

Lo guio hasta el interior. El comisario no tuvo necesidad de dar más de dos pasos en la entrada para darse cuenta de que aquella era una casa habitada por personas a quienes les gustaba el arte. De las paredes claras colgaban cuadros por doquier; los grandes alternaban con los pequeños, y eran de distintos pintores modernos. Hasta Knutas podía darse cuenta de que se trataba de obras de calidad.

Se sentaron cada uno en un sillón en la sala de estar, desde cuyas ventanas se divisaba un mar gris azulado. Sólo la pequeña carretera que iba hacia el hotel de Snack separaba su terreno de la playa. El policía sacó el bloc de notas y un bolígrafo.

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