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Authors: Mari Jungstedt

El arte del asesino (4 page)

BOOK: El arte del asesino
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Cuando terminó el café, se cepilló los dientes y se vistió. Le puso comida y agua fresca al gato, pero el felino no mostró el menor interés en salir fuera; se limitó a mirarla perezoso y se ovilló en el cesto. Echó un vistazo al termómetro que tenían en la ventana y comprobó que la temperatura había vuelto a bajar: diez grados bajo cero. Lo mejor sería ponerse la bufanda y el gorro. El abrigo de paño era viejo y le quedaba un poco estrecho.

El piso en que vivían estaba en la última planta de un edificio de la calle Polhemsgatan y tenía vistas sobre la parte noreste de la muralla.

Cuando Siv salió a la calle, la mañana todavía estaba muy oscura. Para llegar a su trabajo en el hotel Wisby tenía que andar dos kilómetros, pero no le importaba. Le gustaba caminar, y, además, ése era el único ejercicio que hacía para mantenerse en forma. Le gustaba su trabajo de encargada del servicio de desayunos, labor que realizaba con otra compañera. En esta época del año, el hotel tenía muy pocos clientes, lo cual era magnífico para ella, que no soportaba el estrés.

Cruzó la calle y embocó el sendero que discurría al lado del campo de fútbol, cuyo césped aparecía cubierto por una fina capa de nieve. En el aparcamiento de la Oficina Municipal de Cultura y Ocio, estuvo a punto de darse una culada a causa del asfalto resbaladizo.

En el paso de cebra de la calle Kung Magnus, que corría paralela al este de la muralla, se detuvo y miró a ambos lados, aunque, la verdad, no había necesidad de hacerlo. Los domingos por la mañana apenas había tráfico, pero Siv era una persona prudente que no corría riesgos innecesarios. Cruzó por Östergravar, una pequeña zona verde en torno a la muralla. Aquel trecho le parecía inquietantemente solitario antes de que amaneciera del todo, pero pronto llegaría a la muralla medieval que rodeaba el centro de la ciudad. Allí debía cruzar la Puerta de Dalmansporten para entrar en la población. Esta estaba en la torre Dalmanstornet, una de las torres defensivas más impresionantes de la muralla con sus diecisiete metros de altura.

A unos treinta metros de la puerta, se detuvo en seco. Al principio no dio crédito a lo que veía. Había algo colgado que se balanceaba. Durante unos segundos de desconcierto, creyó que se trataba de un saco. Al acercarse se dio cuenta horrorizada de que era un hombre colgado de una soga atada a la reja que sobresalía por encima de la puerta. Era una de esas rejas que en los tiempos medievales se podían bajar para protegerse de un ataque enemigo.

Tenía la cabeza inclinada hacia delante, y los brazos bamboleaban, sueltos, a lo largo del cuerpo.

La mujer resbaló en el puente y estuvo a punto de caer de bruces, pero en el último momento consiguió asirse a la barandilla. Volvió a mirar al hombre. Llevaba un abrigo largo de piel negra, pantalones del mismo color y calzaba botines. Era moreno, de unos cincuenta años.

Como no podía verle bien la cara, avanzó con paso inseguro, mientras miraba asustada en derredor.

Cuando se acercó lo suficiente, se quedó paralizada. Reconoció inmediatamente al hombre.

Buscó pensativa el móvil y marcó el número de la policía.

Capítulo 8

El comisario Anders Knutas llegó a Dalmansporten al cabo de media hora de que se hubiera dado la alarma. Por lo común se quedaba en la comisaría para dirigir el trabajo, pero aquello quería verlo. Un varón al parecer asesinado, izado a sangre fría y expuesto a la vista de todos en una de las puertas más grandes y significadas de la muralla, era algo tan insólito que hizo una excepción. La primera patrulla que llegó al lugar de los hechos comunicó inmediatamente que no parecía tratarse de un suicidio, sino que había indicios claros que les llevaba a sospechar que se trataba de un crimen, puesto que el cuerpo estaba colgado a varios metros de altura y a más de un metro de las paredes de la muralla. No había nada a lo que la víctnna se hubiera podido subir o por donde hubiese podido trepar para llegar hasta el lugar donde estaba la soga.

Cuando llegó Knutas, la inspectora Karin Jacobsson y el técnico Erik Sohlman ya se encontraban allí. Karin, que apenas medía un metro sesenta, parecía haberse encogido aún más y estaba tan pálida que podía decirse que tenía el rostro traslúcido. Knutas la saludó con un apretón en el antebrazo. La inspectora había llegado hasta allí caminando, vivía en un apartamento en el centro de la ciudad. Knutas comprendió enseguida que ella ya había visto el cuerpo. Desde luego, Karin no se acostumbraría nunca a ver personas muertas; y él tampoco, por cierto.

Ya se había congregado un grupo de vecinos que miraban horrorizados el cuerpo que pendía de espaldas a ellos en el vano de la puerta. Jamás habrían imaginado que en su apacible calle ocurriría algo tan terrible como un asesinato.

La puerta de Dalmansporten daba acceso a la parte central de la calle Norra Murgatan, empedrada, larga y estrecha, que por su parte interior corría paralela a la parte oeste de la muralla. A ambos lados se sucedían las casas bajas y pintorescas. Un auténtico paraíso, con sus cortinas de ganchillo en las ventanas, sus macetas de cerámica y sus jardincillos tras las tapias. Pintorescamente, algunas casas estaban encajadas en la propia muralla.

Karin y Knutas sortearon los bolardos que impedían a los coches cruzar por debajo de la puerta y pasaron por encima de la cinta azul y blanca.

El comisario se sobresaltó cuando vio a la víctima.

A primera vista, aquello parecía un trágico suicidio. La soga estaba atada a un gancho grueso sujeto a la verja de hierro que sobresalía por encima de la puerta. La cabeza del muerto estaba inclinada hacia delante y el cuerpo, suelto.

La escena recordaba lo ocurrido el año anterior, cuando varias personas fueron víctimas de un asesinato ritual y, luego, colgadas.

—Tengo la impresión de haber visto esto antes —comentó a Karin.

—¡Uf!, sí, en lo primero que he pensado ha sido en cuando encontramos a Martina Flochten el verano pasado.

Karin meneó la cabeza y hundió aún más las manos en los bolsillos de la cazadora.

Knutas se quedó paralizado cuando se acercó lo suficiente como para poder verle la cara.

—¡Dios mío! Pero si es Egon Wallin, el galerista…

Erik Sohlman, el técnico, que tomaba fotografías del cuerpo desde distintos ángulos, bajó la cámara y miró detenidamente la cara del muerto.

—¡Sí, claro que es él! —exclamó—. Esto es la leche. Estuve en la galería hace una semana y compré un cuadro para regalárselo a mi madre por su cumpleaños. Cumplía sesenta…

—Hay que bajarlo de ahí cuanto antes —decidió el comisario circunspecto—. Seguro que el cuerpo se ve desde la carretera, y ahora es cuando la gente empieza a despertarse.

Señaló con la cabeza, hacia la calle Kung Magnus, donde se habían detenido varios coches. La gente salía del vehículo y señalaba la puerta de la muralla. Ya había amanecido y la luz de la mañana permitía ver el macabro hallazgo a todos los que pasaban por allí.

—Venga, daos prisa —apremió Knutas—. La verdad es que ahí colgado parece como si estuviera en un escaparate.

Miró a su alrededor. Era complicado decidir cuánto debían acordonar, pero su experiencia policial le había enseñado que cuanto más, mejor.

La policía no podía descartar aún el suicidio, pero si Egon Wallin había sido asesinado, como creía Knutas, era preciso asegurar todas las pruebas existentes. Hizo un cálculo rápido: quizá fuera necesario aislar toda la zona verde desde la Puerta Este hasta la Puerta Norte. Se veían por todas partes marcas de pisadas en la nieve y, lógicamente, alguna de ellas podía pertenecer al supuesto asesino.

Inspeccionó la reja en la que estaba el gancho al cual había atada la soga. Parecía imposible que Egon Wallin hubiera podido hacerlo solo. No había absolutamente nada en lo que apoyarse para trepar hasta allí. La soga estaba atada tan alta que temió que fuera necesario llamar a los bomberos para poder bajar el cuerpo de allí.

Sacó el móvil y llamó a la Unidad de Medicina Forense del hospital de Solna. Debían enviar un médico forense en un helicóptero de la policía lo antes posible.

Sabía por experiencia que el forense prefería que no se moviera el cuerpo antes de que él llevase a cabo el primer reconocimiento, pero en aquel caso eso era imposible. El muerto colgaba como si hubiera sido víctima de una ejecución pública. Si se comprobaba que aquello era un asesinato, los medios de comunicación se les echarían encima en un abrir y cerrar de ojos.

Apenas acababa de pensar en ello, cuando notó el primer
flash
de una cámara en la nuca. Se volvió horrorizado y cayó sobre él una nueva ráfaga de disparos.

Reconoció a la fotógrafa de
Gotlands Allehanda
y a uno de los reporteros más impertinentes del periódico. Furioso, encendido de ira, agarró a la fotógrafa del brazo.

—¿Qué demonios estás haciendo? Puede tratarse de un suicidio, aún no sabemos nada. ¡Nada de nada! Los familiares no han sido informados. ¡Acabamos de descubrirlo!

—¿Saben quién es? —preguntó la otra, insolente, y se zafó de Knutas, haciendo caso omiso de la indignación—. Parece Egon Wallin, el de la galería de arte.

—¿Es que no me has oído? No estamos seguros de que se haya cometido ningún crimen. ¡Largaos de aquí y dejadnos trabajar en paz!

El suicidio, al menos, era algo que los periodistas respetaban, y normalmente no informaban de ello. Por el momento. Pero con el cambio de rumbo que experimentaban los medios de comunicación en el país, no tardarían mucho en caer en la tentación de regodearse también con eso.

El enfado de Knutas era mayor, si cabe, porque conocía y apreciaba a Egon Wallin. No es que hubieran mantenido una relación de amistad, pero habían coincidido en muchas ocasiones a lo largo de los años, y a Knutas siempre le pareció un hombre agradable. Había algo franco y lúcido en él. Una persona sincera que tenía los pies en el suelo y estaba satisfecha con su vida, a diferencia de tantos resentidos. Parecía uno de esos tipos simpáticos con todo el mundo. Un hombre cabal a todas luces. Eran aproximadamente de la misma edad, y Knutas siempre admiró a Egon Wallin. Le rodeaba un halo atractivo que hacía que uno quisiera ser amigo suyo. Y ahora estaba allí colgado, tieso.

Cada minuto que pasaba sin que pudieran bajar el cuerpo era un suplicio. Se angustiaba ya al pensar que debía informar del trágico suceso a la señora Wallin.

Al otro lado de la cinta azul y blanca del cordón policial se apiñaban varios periodistas. En cierto modo, comprendía que hacían su trabajo. Si se comprobaba que era un asesinato, se verían obligados a convocar una rueda de prensa.

Knutas estaba satisfecho de que, al menos, no se veía aún ningún equipo de televisión. En ese momento vio a Pia Luja, la fotógrafa de televisión más tenaz que había conocido. Trabajaba con Johan Berg en SVT, la televisión pública sueca. Estaba sola, pero, aun así, tomaba fotografías; se encontraban en un lugar público y, siempre y cuando se mantuviera al otro lado de la zona acordonada, no podía impedírselo.

Knutas suspiró y echó una última ojeada al cadáver antes de abandonar el lugar en compañía de Karin.

El día prometía ser ajetreado.

Capítulo 9

Los domingos solía reinar la calma en la redacción de
Noticias Regionales
en el edificio de la Televisión Sueca, en Gärdet, y aquel domingo no era una excepción. Johan Berg, con resaca y cansado, estaba sentado delante de su escritorio hojeando la prensa con desgana. No pasaba nada, nada de nada. Ni en Estocolmo ni en Gotland ni en Uppsala, que eran el ámbito territorial de
Noticias Regionales.

La tarde anterior resultó más larga de lo que había pensado. Salió a tomar unas cervezas con su amigo Andreas, también periodista. Recalaron en el restaurante Kvarnen y, sin pensárselo dos veces, se fueron con unos colegas de la redacción de informativos de la radio pública sueca a una fiesta en el barrio de Hammarbyhöjden. A las cuatro de la madrugada, entró dando traspiés en su apartamento de la calle Heleneborgsgatan.

Para colmo, además de tener que pasar el día en la oficina, aquel domingo la redactora era una sustituta que no le inspiraba demasiada confianza. Apenas había colgado la cazadora, cuando ella empezó a proponer con entusiasmo un trabajo anodino tras otro. Estaba nerviosa, parecía que quería agarrarse a cualquier clavo ardiendo. ¡Dios mío!, pero si faltaban aún diez horas para la emisión de los cinco insignificantes minutos de pantalla que habían conseguido tener los domingos. Y, además, tenían un reportaje preparado de antemano. Tranquilízate, joder, pensó malhumorado. Se agotaba sólo con verla. Como también hacía de presentadora, era la única persona en la redacción con quien podía hablar. Los recursos eran tan escasos los domingos que las funciones de redactor y de presentador recaían en una persona.

Se sentó a su mesa y hojeó los comunicados de prensa que habían llegado a la redacción durante el fin de semana. El noventa y cinco por ciento de ellos se referían a diversos espectáculos y eventos en la ciudad, desde que Markoolio iba a ser el presentador en la inauguración del nuevo centro comercial de Tumba, hasta talleres de encaje de bolillos en el parque de Skansen, pasando por unas carreras de cobayas en la feria de Sollentuna.

Si había algo que detestaba de verdad eran esos
días de
que se habían inventado en los últimos años. Primero fueron el Día del Niño y el Día del Libro y el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, lo cual no estaba mal. El problema es que en la actualidad el calendario estaba repleto de esos días que había que celebrar: el Día del Bollo de Canela, el de los Barrios Periféricos, el del Coche a Pedales y, evidentemente, aquel domingo era el Día de los Guantes de Punto. ¿Qué pretendían? ¿Que todo el mundo saliera por ahí con sus guantes de lana tejidos en casa agitando las manos con cara de felicidad? ¿De qué servía eso? ¿Venderían bollos con forma de guantes de Lovikka y se intercambiarían muestras?

El tema era tan ridículo que, sólo por eso, casi sintió deseos de hacer un reportaje sobre él.

El resto de los comunicados de prensa procedían o de personas descontentas con el transporte público o de oscuros grupúsculos de activistas que protestaban contra todo lo imaginable: una carretera peligrosa para los escolares en Gimo, la amenaza de cierre de una de las secciones de una guardería en Vaxholm o lo largo que era el tiempo de espera telefónica para comunicarse con la Oficina de la Seguridad Social en Salem.

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