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Authors: Mari Jungstedt

El arte del asesino (23 page)

BOOK: El arte del asesino
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—Tendrás que tranquilizarla. ¡Ja, ja! Para que no se arruine, claro. Sería una lástima.

Sintió que el malestar se iba apoderando de él lentamente. Tuvo que contenerse para continuar sentado en aquella silla tan incómoda.

Delante, en el estrado, el subastador ya estaba en su puesto. Era un hombre de unos cincuenta años, de porte sobrio y elegante. Algo arrogante, alto y delgado, de nariz aguileña y cabello peinado hacia atrás. Golpeó tres veces la mesa con el martillito para pedir que cesara el murmullo en la sala.

Dos muchachos de mejillas sonrosadas, que no aparentaban más de dieciséis o diecisiete años, izaron en alto la primera obra. Iban bien vestidos, llevaban pantalones negros recién planchados y camisa blanca almidonada con la corbata de color azul marino por debajo de los delantales de cuero que cubrían sus esbeltos cuerpos adolescentes. Todas las miradas estaban pendientes de la obra que estaba dispuesta en un soporte mientras duraba la puja.

Con creciente desprecio, mezclado con una envidia profunda, siguió lo que sucedía en la sala. El subastador dirigía la puja de forma eficaz, se notaba que disfrutaba con la tensión y la energía que se creaba. Las ofertas botaban como pelotas de ping-pong entre el público presente en la sala y los clientes invisibles que pujaban por teléfono. Como sabía, en la galería del piso superior, los expertos de la casa estaban en contacto telefónico con los clientes. Ellos no lo veían a él y él no los podía ver a ellos. El dinero cambiaba rápidamente de dueño gracias a ligeros movimientos de cabeza, guiños, papeletas de puja alzadas al aire y brazos levantados. Energía y expectación, esperanzas frustradas o cumplidas. Prismáticos colocados ante los ojos para observar incluso los objetos más minúsculos. El subastador, en todo momento centro de atención, en el foco, engullendo como una boa las diferentes pujas y con la media sonrisa satisfecha en los labios cuando subía el precio. El subastador mantenía un férreo control sobre todas las pujas: La señora de la tercera fila, Puja de Gotemburgo. A la una, a las dos, a las tres. Y, para concluir, el golpecíto con el martillo.

Un cuadro titulado
La pereza,
del pintor Robert Thegerström, salió a subasta por ochenta mil y al final fue adjudicado por doscientas noventa y cinco mil coronas.

Casi al fondo de la sala había una pareja mayor sentada. El hombre pujaba y pujaba por diferentes obras con gesto inescrutable, mientras su esposa, al lado, lo miraba con admiración.

Una mujer con un largo abrigo de visón ofreció cientos de miles de coronas sin pestañear y sin consultarlo con su marido.

Delante, junto a la tribuna, una señora de cabello plateado leía en voz alta, con una pronunciación perfecta, el nombre del artista y el título. Sólo vaciló en una ocasión: «Aquí pone halcones peregrinos, pero creemos que son azores». La hilaridad se extendió entre el público.

Esto es un juego para ricos, pensó allí sentado observando el espectáculo. Algo totalmente ajeno al día a día de la gente corriente.

A veces se suscitaba algo de jaleo y el subastador tenía que ordenar silencio al público.

Cuando los dos efebos entraron con las mejillas arreboladas portando un magnífico óleo de Anders Zorn, se hizo un respetuoso silencio en la sala. El precio de salida fue de tres millones. Cuando el precio alcanzaba sumas tan elevadas, pujaba menos gente. El público seguía la puja con atención. Aumentó notablemente la concentración cuando ésta superó los diez millones.

Al final se adjudicó en doce millones setecientas mil coronas. El subastador pronunció la cantidad con estudiado dramatismo, deleitándose en cada sílaba. Antes de dejar caer el martillo, colocó la mano en la mesa unos segundos más, para ganar tiempo y dar a los posibles interesados otra posibilidad. Luego, cuando el martillo sonó, la concurrencia exhaló un suspiró de alivio.

Esto es como los Juegos Olímpicos, pensó.

Se levantó y se marchó; ya no podía aguantar más. El hombre a quien buscaba no había aparecido. Algo debía de haber fallado.

Capítulo 56

Karin Jacobsson llegó a Waldemarsudde en compañía de Kurt Fogestam, de la policía de Estocolmo. Kihlgård se hizo cargo del interrogatorio a Sixten Dahl y Hugo Malmberg. Comenzaron dando un paseo alrededor de la zona acordonada del parque próxima al edificio que albergaba el museo. El jardín aparecía totalmente cubierto por la nieve y el agua exterior se había congelado. Era una estampa de excepcional belleza.

—Sospechamos que el ladrón huyó patinando por el hielo —comentó Kurt Fogestam.

Karin y él se habían visto anteriormente en varias ocasiones en que ella había visitado la Dirección General de la Policía en Estocolmo.

—Lo sé. Aunque por aquí pasan los barcos incluso en invierno, ¿no?

—Sí, pero como este año ha sido extremadamente frío, la capa de hielo se ha extendido alrededor de todo Djurgården y bastantes metros más allá. Cerca de la orilla el hielo tiene más de un decímetro de espesor, de modo que se puede tanto caminar como deslizarse sobre él. Además, este invierno la capa es muy uniforme. Creemos que se ha dado a la fuga con unos patines de cuchilla larga.

—Un ladrón de obras de arte que llega por la noche, roba de un museo un cuadro famoso y con mucha historia y luego se larga patinando; parece una actuación al más puro estilo James Bond.

Kurt Fogestam se echó a reír.

—¿Verdad que sí? Pues así es como actuó.

El comisario la antecedió en la empinada escalera que conducía a las rocas que estaban al borde del hielo. Se detuvo y señaló:

—Alcanzó la orilla por aquí y desapareció por el mismo camino.

—¿Hasta dónde habéis podido seguir las huellas?

—Llegamos aquí a los diez minutos de que sonara la alarma, pero los perros tardaron en estar aquí otro cuarto de hora o veinte minutos. Yo creo que ahí, por desgracia, perdimos bastante tiempo. Sólo pudieron seguirle la pista hasta aquí abajo. Aquí terminan las pisadas. Y las huellas en el hielo no se pueden seguir porque apenas hay nieve por encima del hielo.

—¿Cómo entró en el edificio?

—El tipo sabía lo que hacía. Entró por la parte de atrás a través del conducto de ventilación y descendió por él de manera que llegó directamente al vestíbulo. Una vez allí, no se preocupó por la alarma; hizo lo que había venido a hacer y se largó.

—Un tío frío —sentenció Karin—. Como el que empieza a hacer aquí fuera. ¿Entramos?

En el vestíbulo se encontraron con Per-Erik Sommer, quien insistió en invitarles primero a un café, para que los dos helados policías entraran en calor. El director del museo era un hombre alto y fuerte de mirada amable tras las gafas de concha.

La cafetería estaba situada en lo que había sido la cocina del príncipe. Tomaron asiento. Les sirvieron con prontitud café y pastel caliente de manzana con crema de vainilla. Sabía a gloria después del gélido paseo.

Kurt Fogestam le había explicado a Karin que él estaba allí sólo para acompañarla. Sommer ya había sido interrogado por la policía de Estocolmo, y ahora era el turno de Karin para que formulara las preguntas que considerase oportunas.

—Esto es terrible, terrible de verdad —suspiró Per-Erik Sommer mientras removía el café con la cucharilla—. Nunca antes habíamos sufrido un robo. Bueno, dentro del edificio, quiero decir —se corrigió inmediatamente—. Han robado algunas esculturas del jardín, lo cual, de por sí, ya es bastante grave. Pero, claro, es algo muy distinto. La alarma funcionó, sí, pero ¿de qué nos ha servido? En cualquier caso, la policía no llegó a tiempo.

—¿Tienen cámaras de vigilancia?

—En algunos sitios, pero, por desgracia, da la casuahdad de que el ladrón no pasó por delante de ninguna.

—¿Cuántas personas trabajan aquí?

—Vamos a ver… —el director del museo musitó para sí mismo mientras contaba con los dedos—. Somos nueve empleados contando con el personal encargado del mantenimiento del parque y de los edificios. Tenemos nuestro propio jardinero y un portero. Luego, hay unas cuantas personas que trabajan aquí sólo ocasionalmente.

—¿Cuántas pueden ser?

—No sé, serán unas diez o quince, creo yo.

—¿Tiene alguna de ellas vínculos con Gotland?

—Que yo sepa, no.

—¿Conocía usted o algún otro empleado a Egon Wallin?

—Yo no lo conocía; ignoro si los demás lo conocían o no. Supongo que habría oído algún comentario, teniendo en cuenta lo que le ha sucedido.

—¿Han mantenido alguna vez algún tipo de colaboración con su galería en Visby?

—No, al menos desde que yo soy el director.

—¿Sabe si hay alguien que haya mantenido contacto con Muramaris, con la galería de Visby o con algún otro proyecto en Gotland?

—No, no creo.

Karin se volvió hacia Fogestam.

—¿Habéis interrogado a todos los empleados?

—Los interrogatorios están en curso, no creo que hayan terminado aún.

—Me gustaría disponer de una lista de los empleados.

—Sí, claro, me ocuparé de ello —se ofreció el director—, pero nada induce a pensar que sea un robo organizado desde dentro. El robo lo ha cometido alguien de fuera.

—Que conocía muy bien el interior —subrayó Karin.

—Bueno, los planos del edificio se pueden conseguir, si uno se lo propone.

—Otra cosa: ¿qué presentan en la exposición que hay ahora?

—Pintura sueca de principios del siglo xx, un período de sesenta años en torno a esa fecha. Además, claro está, siguen expuestos los cuadros de la propia colección del príncipe, algunos de los cuales tienen su sitio fijo. No se mueven nunca de lugar. Muchas de las obras son bastante más valiosas que la pintura de Dardel, tenemos telas de Liljefors y de Munch cuyo valor en el mercado es muy superior al de
El dandi moribundo.
Siendo así, ¿por qué se conformaron los ladrones sólo con ese? Es incomprensible.

De camino hacia la sala donde se produjo el robo del cuadro, Per-Erik Sommer aprovechó para hablar de Waldemarsudde, pues era la primera vez que Karin estaba allí.

—El príncipe era persona liberal y apoyó a los artistas suecos de su tiempo —le contó—. Su casa se terminó de construir en 1905 y se convirtió en un espacio para la libertad de ideas, y aquí, junto al mar, floreció la vida social. Fue amigo personal de muchos de los pintores de su tiempo. Además, él mismo era pintor, sobre todo, un gran paisajista. Asimismo, fue coleccionista de arte durante toda su vida. Integran su colección más de dos mil obras —prosiguió el director entusiasmado, como si se hubiera olvidado de por qué estaban allí.

—¿Hay aquí más pinturas de Nils Dardel?

—Hemos pedido en préstamo otras tres obras para la exposición. Además, Dardel hizo un retrato a lápiz del príncipe Eugenio, que forma parte de su colección. Ninguno de esos cuadros ha desaparecido.

Entraron en el luminoso y elegante piso donde recibían a las visitas y percibieron un intenso aroma a flores. Las habitaciones estaban amuebladas al estilo sueco de principios del siglo xx. Flores frescas adornaban todas las estancias, según el deseo de quien fue su propietario. Había amarilis de color rojo púrpura, jacintos de un azul reluciente e infinidad de tulipanes de todos los colores.

Karin ya sabía que el príncipe no se casó ni tuvo hijos. Se planteaba si fue homosexual, pero no se atrevía a preguntarlo.

La habitación principal era la sala de estar del noble. A través de las altas puertas de la terraza la luz entraba a raudales sobre las paredes enteladas con seda amarilla. Lo que más llamaba la atención era el enorme cuadro
Strömkarkn
de Ernest Josephson, con el personaje de Näcken sentado en las rocas y tocando el violín junto a las fragosas aguas del río. Per-Erik Sommer se detuvo allí.

—Como pueden ver, este cuadro está ensamblado en la pared y no se puede mover. Era el preferido del príncipe.

El motivo central era el joven Näcken desnudo, hermoso y delicado, y la pintura reflejaba a un tiempo desdicha y ternura. Su ubicación estaba muy bien pensada. Se veía perfectamente y el violín dorado del fauno armonizaba bien con el papel de seda que cubría las paredes de la habitación.

El suelo crujía bajo sus pies conforme iban recorriendo las estancias: la Sala de las Flores con su maravillosa vista sobre la ciudad y la bocana de Estocolmo, la biblioteca de tono verde oscuro con estanterías repletas de libros de historia del arte y su suntuosa chimenea… Por último, el director del museo les mostró el comedor, donde estuviera colgado
El dandi moribundo.
La sala estaba aún acordonada, por lo que hubieron de conformarse con verla desde el umbral de la puerta. Admiraron las paredes, empapeladas de color verde claro, la impresionante araña de cristal y el magnífico mobiliario de estilo rococó, legítimo siglo xviii. Una de las paredes longitudinales aparecía extrañamente vacía. Habían retirado el marco para proceder a un examen técnico.

—Bueno —suspiró Per-Erik Sommer—, pues ahí estaba colgado.

—¿No es un cuadro muy grande? —preguntó Karin.

—Sí, mide casi dos metros de ancho por metro y medio de alto.

—Es decir, que tuvo que subirse a algo para llegar a cortarlo…

—Sí, claro. En la sala se encontró una de esas escaleras ligeras de aluminio. Ni se preocupó de llevársela.

—Y la escultura, ¿dónde estaba?

—Justo enfrente, en esa mesita.

—¿Dónde está ahora?

—Se la llevó la policía.

Karin observó la pared vacía y luego la mesa que había delante. El motivo decorativo se componía de triángulos. También en el caso que los ocupaba aparecía un triángulo: Egon Wallin - Muramaris -
El dandi moribundo.
Por ahora parecía imposible descifrar la relación existente. Estaba claro que al sustraer la escultura de la galería de Egon Wallin y colocarla aquí, el ladrón había querido indicar algo. ¿Acaso la persona que robó el cuadro era la misma que asesinó a Egon Wallin?

En aquel momento parecía lo más probable.

Capítulo 57

El robo en Waldemarsudde fue lógicamente la noticia con la que abrieron todos los informativos de la televisión el lunes por la tarde, y Johan recibió muchas felicitaciones en la reunión matinal del martes. Los de
Noticias Regionales
fueron los primeros en informar de cómo había accedido el ladrón al museo y de que se había dado a la fuga patinando sobre el hielo, y el resto de las redacciones de noticias de la Televisión Sueca recurrió a parte del material para utilizarlo en sus propios programas. En realidad, la consigna era que tan pronto como estuvieran de regreso en la redacción, los reporteros permitieran que quien quisiera tuviese acceso al material. De esa manera, todos los reporteros podían beneficiarse de las entrevistas y las imágenes que hubiera. Johan comenzó a poner objeciones. No quería correr el riesgo de no tener tiempo de editar su propio reportaje, porque tuviera que estar, cada dos por tres, pasando información y material a los demás. Aparte, pensaba que no era justo que el fotógrafo y él, que se habían batido el cobre para conseguir unas imágenes únicas o entrevistas exclusivas, debieran repartir el material como si fueran golosinas regaladas a unos niños, para después ver cómo las desmenuzaban en otras emisiones. No tenía la menor gracia y no era bueno para la moral profesional. Ni para él ni para el fotógrafo. Protestó con vehemencia, lo cual desencadenó reacciones tanto entre los jefes como entre algunos de sus colegas. Desde luego, la suya no parecía la mejor estrategia ni para conseguir un aumento de sueldo ni para ascender en su carrera profesional. En cuanto a él, pensaba que le resultaría más fácil conseguir un puesto en Gotland, en el caso de que llegara a crearse alguna vez la plaza de corresponsal permanente. Sin duda, la redacción de Estocolmo prescindiría en tal caso del reportero más molesto.

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