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Authors: Mari Jungstedt

El arte del asesino (21 page)

BOOK: El arte del asesino
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Llevaba en el maletero una mochila ligera y perfectamente equipada. Se colgó la correa con el tubo de cartón al hombro para poder mover los brazos con libertad. Cruzó presuroso la calle y eligió el camino peatonal que bordeaba Gärdet para, en la medida de lo posible, evitar ser visto.

Junto al hotel-restaurante Källhagen, atravesó un aparcamiento y continuó hacia abajo por la parte posterior en dirección al canal de Djurgårdsbrunn. Un poco más allá vio el impresionante edificio blanco del Museo Histórico Marino, con la fachada iluminada, como cada noche. A su alrededor estaba todo silencioso y solitario. Al otro lado, las colinas del Skansen se recortaban contra el oscuro cielo nocturno. Más allá se veía el resplandor de las luces de la ciudad. Qué lejano le parecía el centro de la población, aunque sólo se encontraba a un kilómetro.

Abajo, junto al muelle, se puso los patines. La débil capa de nieve que cubría el hielo había desaparecido con el viento y se podía patinar bien. Los últimos días había hecho varías veces aquel recorrido a modo de prueba, y funcionaba bien si uno se mantenía cerca de la orilla.

Era excepcional que se pudiera llegar hasta allí patinando, pues o el hielo era muy fino e irregular, o bien el manto de nieve era demasiado grueso. Pero en aquel preciso momento era posible; y el modo de desplazarse, perfecto. Nadie vería ni oiría nada.

El hielo restallaba y crujía bajo sus pies cuando se puso en marcha. Primero tenía que recorrer el tramo del canal. Se fue deslizando a buena velocidad hasta doblar el cabo de Biskopsudden cerca del museo Thielska Galleriet.

Entonces vio ante sí el hielo como una superficie reluciente. Esperaba que resistiera su peso. Más allá, en la ruta marítima que conducía a la bocana de Estocolmo, había un paso abierto en el hielo por donde pasaban los barcos en invierno.

El muelle del cabo de Waldemarsudde estaba a oscuras. Lo cruzó y no se detuvo hasta encontrarse justo debajo del palacio. Estaba oscuro como la boca del lobo y tenía los dedos entumecidos por el frío. Se quitó deprisa los patines y los dejó sobre el hielo. Tomó la mochila y ascendió con sigilo hacia el edificio que se alzaba majestuoso en la cima. Por fortuna no había otras casas en los alrededores, y el vecino más cercano no tenía vistas a aquella parte del palacio que daba al agua.

No había ninguna luz en las ventanas. Él vestía ropa negra y se cubría la cabeza con el gorro de punto. La mochila contenía todas las herramientas necesarias. Nada podía detenerlo ahora.

A través de la escalera de incendios de la parte trasera, trepó hasta un pequeño voladizo y desde allí, hasta el tejado que vertía al mar. Fácilmente encontró la trampilla de acceso al conducto de ventilación.

Consultando antiguos planos de Waldemarsudde había comprobado que ese tubo de ventilación bajaba directamente hasta un cuarto trastero que había al lado del vestíbulo.

Abrió la trampilla y descendió por el angosto tubo haciendo presión con las rodillas y los codos contra las paredes. Unos minutos después estaba abajo, junto a la rejilla; la desatornilló en un segundo y ya estaba dentro.

Al otro lado existía un cuarto estrecho y oscuro carente de ventanas. El haz de luz de la linterna le permitió localizar la puerta. Se detuvo con la mano en el tirador y vaciló un momento.

En cuanto abriese aquella puerta, casi con toda seguridad saltaría la alarma, y se preparó mentalmente para soportar el ruido. Luego estaba el tema de cuánto tiempo tardaría la policía en llegar hasta Waldemarsudde. Como el museo estaba en la zona más alejada de Djurgården, calculó que tardaría como mínimo diez minutos en llegar, a no ser que alguna patrulla se encontrara cerca por pura casualidad, lo cual supondría el colmo de la mala suerte.

Había calculado que realizar la operación le costaría seis o siete minutos, y ello le daba un cierto margen. Empujó el tirador hacia abajo lentamente y abrió la puerta.

El ruido era atronador y retumbaba por todas partes. Parecía como si le fueran a estallar los tímpanos. A la carrera, cruzó varias salas a oscuras hasta llegar al salón donde colgaba el cuadro que iba buscando. Lo guió la luz de la luna que penetraba a través de los altos ventanales.

El cuadro era de mayor tamaño de lo que había pensado y la escena, en aquella oscuridad, parecía fantasmal. Se esforzó en mantener la concentración, por más que el estruendo estaba a punto de volverlo loco. Sacó de la mochila una escalera plegable que crujió cuando se subió a ella, y por un instante temió que fuera a partirse.

El cuadro era tan grande que la única manera de descolgarlo era cortar la tela. Situó el cúter en una esquina y lo deslizó por el borde con todo el cuidado que pudo; salvó la parte superior sin tropiezos y continuó hasta que la tela cayó al suelo. Enrolló rápidamente la pintura y la introdujo en el tubo de cartón que llevaba al efecto. Apenas cabía.

Le quedaba algo por hacer antes de finalizar. Echó una ojeada al reloj y vio que hasta entonces había empleado cuatro minutos. Le quedaban, como mucho, tres. Rebuscó en la mochila y extrajo el objeto con el que remataría su labor. Lo colocó sobre la mesa que había ante el marco vacío.

Retrocedió corriendo y cruzó de nuevo las salas. Habría sido fácil salir por alguna de las ventanas de no haber estado reforzadas con acero y provistas de cristales antibalas. Imposibles de forzar, a no ser que se dispusiera de un buldócer.

Estaba obligado a volver por el mismo camino, a través del conducto de ventilación. El tubo de cartón con la pintura lo llevaba colgado a la espalda. Cuando ya estuvo fuera, en el tejado, se detuvo y tomó aire. Miró en todas direcciones y no detectó nada, ni personas ni coches de la policía.

Con paso decidido y con el corazón batiendo en el pecho, saltó al suelo, dobló a toda prisa la esquina de la parte posterior de la casa y bajó entre traspiés las empinadas escaleras que conducían hasta el hielo. Se ató los cordones de los patines con dedos torpes. Cuando inició la marcha estuvo a punto de caerse, pero recuperó el equilibrio y desapareció tan rápido como pudo, con pasos largos y rítmicos.

A lo lejos se oía el ulular de las sirenas de la policía; el sonido se acercaba. Cuando estuvo de vuelta en el canal, vio que los coches policiales cruzaban a toda velocidad el puente de Djurgårdsbron en dirección a Waldemarsudde.

Oyó su propio resuello; le dolía el pecho a causa del frío y el esfuerzo. Al mismo tiempo, había en su interior un sentimiento de satisfacción. Por fin se iba a saldar la deuda. La pintura iba camino de su legítimo dueño. Ese convencimiento le infundió tranquilidad.

Sus huellas se perderían junto a las piedras que había debajo del palacio. Esta vez tampoco le echarían el guante.

Capítulo 50

Por primera vez en la historia del museo, alguien había escalado hasta él por la noche y cuando su director, Per-Erik Sommer, llegó allí a las tres de la madrugada del domingo, se sintió como si alguien hubiera pisoteado la sala de estar de su propia casa. Era el director y conservador jefe del museo desde hacía quince años, y Waldemarsudde era su segunda casa y la niña de sus ojos. Nunca habría imaginado que un simple ladrón pudiera entrar por la noche. El dispositivo de seguridad era excelente. Estocolmo había sufrido en los últimos años algunas sustracciones de cuadros muy llamativas. Una en el Museo Nacional, un robo a mano armada cuando el museo estaba abierto al público, y otro al más puro estilo Rififí en el Museo de Arte Moderno, al cual los ladrones accedieron por el tejado. Sin duda, esos sucesos influyeron para que otros museos de la ciudad revisaran y mejorasen sus medidas de seguridad. En Waldemarsudde se habían invertido millones para proteger la casa del príncipe y su enorme colección de pintura.

La policía se encontraba allí, con los perros, cuando llegó; ya habían acordonado y registrado la zona. Lo recibió junto a la entrada principal el comisario Kurt Fogestam, que dirigía la operación. El policía le mostró por dónde habían entrado. Tantas medidas de seguridad y resulta que habían entrado sin más a través de los tubos de ventilación. Per-Erik Sommer meneaba la cabeza.

Entraron para averiguar qué se había llevado.

Los salones estaban ahora perfectamente iluminados y empezaron por la biblioteca. Allí no faltaba nada, como tampoco en la Sala de las Flores. Per-Erik respiró aliviado cuando comprobó que la sala de estar también estaba intacta. Allí colgaba, entre otros, el retrato que pintó Anders Zorn de la madre del príncipe, la reina Sofía, con quien el noble había mantenido una estrecha relación. Habría supuesto una catástrofe su desaparición. El otro cuadro particularmente valioso,
El hombre del agua,
de Ernst Josephson, estaba adherido en la pared y, por fortuna, era imposible de robar.

Entonces descubrió lo que faltaba. Dado que aquella pintura, por su tamaño, dominaba todo el comedor, la sensación de desnudez resultaba abrumadora ahora que ya no estaba allí colgada:
El dandi moribundo
había desaparecido. Cortado, el marco abría las fauces vacías y trágicas como un mudo testigo de lo ocurrido.

Quiso sentarse, pero el comisario se lo impidió por temor a que pudiera destruir alguna prueba. Se quedó casi inconsciente del disgusto, pero se volvió para ver si faltaba algo más.

Entonces descubrió un objeto en el que no había reparado al principio.

En una mesa delante del marco había una pequeña escultura. Era algo que no pertenecía a la casa del príncipe Eugenio. Ni siquiera la reconoció. Se inclinó despacio hacia delante.

—¿Qué es eso? —preguntó Kurt Fogestam.

—No pertenece a la colección —contestó.

Alargó la mano para asirla, pero el comisario se lo impidió.

—¿Qué está diciendo?

—Que esta estatuilla no pertenece al museo. Debe de haberla colocado ahí el ladrón.

Ambos contemplaron estupefactos la estatuilla esculpida en piedra. Se trataba de un torso, un busto desnudo con el cuello largo y la cabeza vuelta hacia un lado y algo inclinada hacia atrás. El rostro estaba tallado con sencillez, tenía los ojos y los labios cerrados, y una expresión un tanto melancólica, de añoranza. Era difícil determinar si representaba a un hombre o una mujer. Sus rasgos andróginos encajaban a la perfección con los del cuadro robado.

—¿Qué diablos significa esto?

Per-Erik Sommer no obtuvo respuesta. Que los ladrones robaran era una cosa, pero jamás había oído hablar de ningún ladrón que dejase una obra de arte en el lugar de la fechoría.

Capítulo 51

Cuando Johan llegó a la redacción de
Noticias Regionales,
se encontró a Max Grenfors, el redactor jefe, al borde de un ataque de nervios. Estaba sentado frente a la mesa del centro de la redacción con el pelo disparado en todas las direcciones, la camisa arrugada y la mirada extraviada. Con un auricular en cada oreja, el lápiz en la comisura de la boca y cuatro tazas de café a medio beber encima de la mesa, era evidente que estaba acelerado de verdad. La circunstancia de que la mitad de la plantilla de reporteros estuviera de baja en el momento en que se producía un suceso informativo importante, estaba lejos de ser una situación idónea para un redactor jefe. El descarado robo en Waldemarsudde dominaría toda la emisión. Se veía a la legua que estaba cerca de perder los nervios. En cualquier caso, se le iluminó el rostro abatido cuando vio aparecer a Johan.

—¡Qué suerte que hayas venido! —gritó, aunque estaba ocupado en mantener dos conversaciones a la vez—. Tienes que salir inmediatamente. Emil está esperando.

Emil Jansson era un fotógrafo joven y curtido, que había trabajado sobre todo en zonas de conflicto como la Franja de Gaza e Irak. Saludó cordialmente a Johan y ambos se dirigieron a toda prisa al coche que estaba en el aparcamiento de la Televisión Sueca. Tardaron sólo cinco minutos en llegar a Waldemarsudde. El edificio de la Televisión Sueca estaba a tiro de piedra del puente de Djurgårdsbron.

La policía había acordonado todo el parque alrededor del palacio, la galería y la casa antigua y estaba registrando a fondo la zona. Johan logró encontrar a un policía dispuesto a dejar que lo entrevistaran. La conversación telefónica con el oficial de guardia durante el corto trayecto en coche no había aportado nada a lo que ya sabía el reportero.

La entrevista salió bien, con el palacio acordonado y los policías al fondo, rastreando los alrededores con los perros.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Johan.

La pregunta más sencilla era a menudo la más efectiva.

—Esta noche, a las 2.10 de la madrugada, saltó la alarma del museo. Se ha comprobado que han robado un cuadro —manifestó el policía con autoridad—. Se trata de una obra que el museo tenía a préstamo temporal; en concreto.
El dandi moribundo,
del pintor Nils Dardel.

—¿Cómo han entrado los ladrones en el museo?

—Bueno, o el ladrón, aún no lo sabemos —corrigió el agente—. Pero parece evidente que resulta difícil que uno solo haga algo así. Debieron de ser al menos dos.

Johan se volvió para mirar el edificio del museo. Emil lo grababa todo. Por un momento casi dio la impresión de que el policía no era consciente de que estaban filmando la entrevista. Actuaba con una naturalidad inusual y parecía preocupado de veras por cómo había sucedido todo. Además, a Johan le dio la sensación de que le interesaban realmente las obras de arte.

—¿Cómo han entrado?

—A través del conducto de ventilación por la parte posterior de la casa, según parece —contestó su interlocutor, e hizo una señal hacia atrás con la cabeza.

—¿No hay alarma?

—Sí, claro, pero la dejaron sonar, hicieron lo que venían a hacer y se largaron.

—¡Qué sangre fría!

—Ya lo creo, pero como el museo está un poco alejado, pasó un tiempo antes de que llegaran la policía y los vigilantes de seguridad.

—¿Cuánto tardaron?

—Se comenta que diez minutos. Podría decirse que es un poco excesivo. En ese lapso de tiempo, el ladrón puede hacer aquello a lo que ha venido y largarse. Que es exactamente lo que ha pasado aquí.

A Johan le ardían las mejillas. Era muy raro que un policía criticara a su propio Cuerpo.

—¿Cuánto tiempo sería razonable, en su opinión?

—En cinco minutos, la policía debería poder estar aquí, me parece a mí. Si salta la alarma, está claro que es urgente.

A Johan le sorprendió la sinceridad del policía. Tenía que ser un novato, pensó observando al joven agente. No tendría más de veinticinco años y hablaba con marcado acento de Värmland.

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