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Authors: Mari Jungstedt

El arte del asesino (3 page)

BOOK: El arte del asesino
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El hecho de que el mayor competidor de Egon apareciera en Visby en la inauguración de la exposición, no tenía nada de raro en realidad. Sixten tenía fama de no darse por vencido así como así. Tal vez es tan ingenuo que cree que todavía puede convencer a Kalvalis para que lo elija a él, se dijo Egon. Pues ya podía dejar de pensarlo. Lo que no sabía Sixten Dahl era que Kalvalis había pedido a Egon que fuera su representante en Suecia.

El contrato estaba listo y sólo faltaba la firma.

La exposición fue un éxito. Parecía que las ganas de comprar se extendían como una plaga. A Egon no dejaba nunca de sorprenderle el comportamiento gregario de la gente. Bastaba con que una determinada persona comprara mucho y pronto, para que inmediatamente otras muchas estuvieran dispuestas a echar mano a la cartera. A veces parecía como si la valoración del arte dependiera más del azar que de la calidad artística.

Un coleccionista de la isla quedó fascinado y adquirió casi en el acto tres de las obras expuestas. Eso bastó para animar a los demás visitantes, e incluso hubo pujas por un par de cuadros. El precio aumentó considerablemente. Egon se frotaba las manos para sus adentros. El pintor tendría ahora al resto del país a sus pies.

Lo único que le aguaba la fiesta era que la persona a quien esperaba tardaba en llegar.

Capítulo 4

Erik Mattson, anticuario y experto tasador de obras de arte, había recibido el encargo de realizar una tasación de gran envergadura en una enorme mansión campestre situada en Burgsvik, al sur de Gotland. El director jefe de la casa de subastas Bukowskis les preguntó a un compañero y a él si podían desplazarse hasta allí. Un terrateniente de Gotland era propietario de una extensa colección de pintura sueca de finales del siglo xix y principios del xx y quería venderla. Se trataba de una treintena de obras, desde grabados de Zorn hasta óleos de George Pauli e Isaac Grünewald.

Los dos colegas pasaron todo el viernes en Burgsvik, y ello supuso toda una experiencia. La mansión resultó ser un ejemplar único de la casa tradicional de la isla, construida con piedra caliza, y los dos disfrutaron tanto con el entorno como con la impresionante colección. Entablaron una relación tan buena con los dueños de la casa que éstos los invitaron a cenar. Pasaron la noche en Visby, en el hotel Strand.

Erik quería estar descansado el sábado. Tenía muchas cosas que hacer. Se proponía empezar el día visitando el lugar que más apreciaba en el mundo y que llevaba muchos años sin visitar.

Apenas desayunó, subió al coche y se marchó. El día estaba nublado y las previsiones meteorológicas informaban de que se acercaba una nevada. No iba muy lejos. El destino de su viaje estaba cinco kilómetros al norte de Visby.

Justo cuando iba a girar para seguir el indicador hacia Muramaris, vio un coche que venía desde allí. Aquello le extrañó. Casi nadie se molestaba en ir allí en invierno.

Había una señal arriba, en la carretera principal, que informaba de la existencia de un aparcamiento para los visitantes, si bien en pleno mes de febrero estaba vacío. Al salir del coche se detuvo en el camino de guijarros con la cara vuelta hacia el mar, que desde allí sólo se podía adivinar. Mucho más abajo se agitaban las olas, con la misma predestinación que el ir y venir de los años.

A ambos lados del camino crecía un tupido bosque de árboles bajos y retorcidos, claramente marcados por las tormentas otoñales. No había ninguna casa en los alrededores.

Durante el paseo de bajada por la prolongada cuesta, se le llenaron los ojos de lágrimas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí. Las copas de los árboles susurraban a su alrededor y se oía el ruido de los guijarros bajo sus pies. Estaba solo, y eso era precisamente lo que quería. Aquel era un momento sagrado.

Cuando apareció ante él la casa, al doblar el recodo del camino, comenzó a nevar. Los copos descendían lentamente del cielo y se posaban con suavidad sobre su cabeza.

Se detuvo para contemplar el paraje que se divisaba al fondo, el deteriorado edificio principal, la casa del jardinero… y allí estaba también, algo apartada, la casita roja de peculiar historia.

Qué diferencia con la última vez que estuvo allí. Entonces era pleno verano y pasaron dos semanas en la casa, igual que el pintor cuando, hacía ya casi cien años, iba allí de visita con su amante.

Erik gozó entonces de cada segundo: dormir en el mismo dormitorio que él, hallarse bajo el mismo techo, desayunar en la misma cocina en la que él se había sentado (la vieja cocinilla de hierro no se había cambiado nunca). Aquellas paredes guardaban relatos que tan sólo podía imaginar.

Desde allí tenía una vista completa de Muramaris, la casa de los artistas. El nombre significaba el hogar junto al mar. El edificio principal, de planta cuadrada y color arena, estaba construido con piedra caliza y constaba de dos pisos. Su arquitectura era una original mezcla entre una villa renacentista italiana, con galería abierta al mar, y la tradicional casa gotlandesa. Disponía de grandes ventanales con parteluces blancos que miraban hacia todos los lados: al bosque, al mar y al jardín barroco de la parte posterior, con sus esculturas, fuentes, senderos empedrados y sus cuidados parterres.

El hombre que tanta influencia había tenido en su vida iba a menudo de visita, pasó allí soleadas semanas estivales, se bañó y paseó por la playa, pintó y se relacionó con la controvertida pareja de artistas que hizo construir la casa de sus sueños en aquella planicie a principios del siglo pasado.

Pese a los años transcurridos, sentía su presencia intensamente.

Con cierto reparo, Erik abrió la verja verde de madera, que cedió a regañadientes con un prolongado chirrido. Anduvo hasta la parte posterior del edificio. La casa había estado deshabitada muchos años, antes de que el nuevo propietario se hiciera cargo de ella, y eso se notaba. El revoque aparecía desconchado, el muro que rodeaba el edificio se había caído en varios sitios, faltaban muchas de las esculturas del jardín y aquella construcción, tan soberbia en su día, necesitaba con urgencia ser renovada.

Paseó sin prisa por el sendero empedrado entre los setos cuidadosamente podados. Se sentó en un banco al lado del estanque, en el centro del jardín. Ni la humedad, ni el frío del banco ni la tormenta que arreciaba parecían importarle lo más mínimo. Tenía la mirada clavada en una ventana concreta. Era la ventana del cuarto de los invitados, en el piso inferior, al lado de la cocina. Allí se había pintado uno de los lienzos más discutidos de la historia de la pintura sueca. Al menos, eso era lo que decía la leyenda, y no había motivos para dudar de la afirmación. El artista trabajó en aquella gran pintura al óleo el mismo año en que diseñó el jardín de Muramaris. En plena guerra mundial, el año 1918.

Entonces Nils Dardel pintó
El dandi moribundo.
Sentado en el banco, Erik susurró aquellas palabras.

El dandi moribundo; exactamente igual que él.

Capítulo 5

Tras la exitosa inauguración, todo el personal de la galería se fue a celebrarlo al restaurante Donners Brunn, en el corazón de Visby. Mattis Kalvalis, sentado en el medio, parecía disfrutar sin reservas de ser el centro de atención. El ambiente de la mesa era alegre y distendido, y Egon Wallin pensó que aquella era una excelente noche con la que poner punto final a su vida anterior. Ocupaban la mejor mesa del lujoso comedor abovedado y saboreaban a la luz de las velas unos manjares muy bien cocinados y bellamente presentados en los platos.

Propuso otro brindis por el artista y todos vitorearon el descubrimiento de una nueva estrella en el firmamento artístico. Justo al finalizar los aplausos aparecieron otros dos clientes: Sixten Dahl en compañía de un hombre joven a quien Egon no conocía.

Saludaron educadamente al pasar junto a ellos y Sixten volvió a elogiar la exposición, al tiempo que dirigía al pintor una mirada atenta. ¿Qué demonios andará tramando ahora?, se dijo Egon. Por fortuna se sentaron en una mesa situada en el otro extremo del comedor, de manera que Egon estaba de espaldas a ellos.

Más tarde, cuando fue al baño, advirtió que Mattis Kalvalis estaba con Sixten Dahl en la sala de fumadores del restaurante. Se encontraban solos, enfrascados en lo que parecía una conversación sena. La ira se apoderó de él por un instante y abrió de un empellón la puerta de cristal.

—¿Qué andas tramando? —le dijo enojado a Sixten en sueco.

—¿Qué pasa, Egon? —preguntó su rival con estudiada sorpresa—. Estamos fumando..., ésta es la sala de fumadores.

—No me vengas con argucias. Mattis y yo tenemos un contrato.

—¿Ah, sí? No me digas... Por lo que tengo entendido, aún no está firmado —dijo Sixten, que apagó el cigarrillo y salió de la sala con indiferencia cruzándose con él en la puerta.

Mattis Kalvalis, por supuesto, no había entendido ni una palabra. Sin embargo, parecía visiblemente molesto. Egon decidió no darle mayor importancia al asunto. Se volvió hacia Kalvalis:


We have a deal, don't we?


Of course we do.

Ya eran más de las once cuando su esposa y él por fin llegaron a casa. Monika fue directamente a acostarse. Egon le dijo que quería quedarse un rato levantado, para relajarse y asimilar todas las impresiones del día. Se sirvió una copa de coñac y se sentó en la sala de estar.

Ahora sólo tenía que esperar. Evocó por un momento el incidente en el Donners Brunn, pero pronto se tranquilizó. Era evidente que Sixten tramaba algo. Pero mañana firmaría el contrato con Mattis Kalvalis. Habían quedado en verse al día siguiente en la galería para estampar la rúbrica. Además, la exposición había sido un éxito. Estaba seguro de que Kalvalis se iba a quedar con él.

Bebió un largo sorbo de coñac. Los minutos discurrían lentamente. Intentó tomárselo con calma y dominar su ansiedad. No tenía más que seguir su rutina habitual. Monika se pasaría diez minutos en el baño, luego se metería en la cama y leería un poco antes de apagar la lámpara y dormirse. Lo cual significaba que él tendría que esperar veinte minutos aproximadamente antes de poder salir de casa y dirigirse andando al hotel. La recepción estaba cerrada por la noche, de manera que no había temor de que lo reconocieran.

Deseaba aquel encuentro más que nada en el mundo.

Capítulo 6

Aquella noche su esposa tardó en el aseo más de lo previsto, así que Egon Wallin estaba muy irritado cuando por fin pudo salir de casa. Como si hubiera intuido que su marido tenía otros planes, Monika se quedó leyendo más tiempo del habitual. Sin duda, varios capítulos.

Se había acercado repetidas veces a la puerta del dormitorio con todo el sigilo posible, sólo para comprobar que la lámpara seguía encendida, mientras el deseo le picaba por todo el cuerpo como un eccema. Por fin apagó la lámpara. Para asegurarse de que se había dormido, aguardó un cuarto de hora más. Antes de salir, entreabrió con cuidado la puerta y escuchó su respiración para cerciorarse de que estaba profundamente dormida.

Cuando salió a la calle, suspiró aliviado. Las expectativas le ardían en los labios y en la lengua. Echó a andar con paso rápido. La mayor parte de las ventanas estaban oscuras, pese a ser sábado y que no eran todavía las doce de la noche. No quería por nada del mundo encontrarse con algún vecino; allí se conocían todos. Adquirieron el chalé adosado nuevo cuando sus hijos eran pequeños. Su matrimonio funcionó razonablemente bien, y pasaron los años. Egon no le había sido nunca infiel a su esposa, a pesar de que viajaba mucho y conocía a muchas personas de todo tipo.

El año anterior había ido a Estocolmo en uno de sus habituales viajes de negocios. Un flechazo apasionado se adueñó de su ser y todo cambió de la noche a la mañana. Aquello le pilló totalmente desprevenido. De repente, la vida adquirió una nueva dimensión, un nuevo sentido.

Sus relaciones íntimas con Monika se habían vuelto casi insufribles. De todos modos, ella apenas reaccionó ante sus escasas iniciativas durante los últimos años. Luego, la actividad cesó por completo, lo cual supuso un gran alivio. Nunca hablaban del tema.

Pero ahora ardía de deseo. Tomó el camino más rápido, el que discurría por delante del hospital y por las colinas de Strandgärdet. Llegaría enseguida. Sacó el móvil para avisar de que iba de camino.

Cuando estaba a punto de marcar el número, tropezó y cayó al suelo. En la oscuridad, no había advertido la presencia de una raíz enorme que sobresalía ante él en el sendero. Se golpeó la cabeza contra una piedra y perdió el conocimiento por unos segundos. Cuando volvió en sí, notó que tenía sangre en la frente y que le bajaba por la mejilla. Consiguió sentarse con esfuerzo. La cabeza le daba vueltas. Permaneció un rato quieto en el suelo frío. Por suerte, llevaba pañuelos de papel en el bolsillo y pudo limpiarse la sangre. La frente y la mejilla derecha le dolían muchísimo.

—Maldita sea —masculló—. Precisamente ahora…

Se palpó con cuidado la herida con la punta de los dedos. Por fortuna, la herida no parecía grave, pero tenía un buen chichón encima de la ceja derecha.

Comenzó a caminar algo aturdido. La caída lo había sorprendido y desconcertado.

Al principio, el mareo lo obligó a andar despacio, pero no tardó en llegar a la muralla. Desde allí no quedaba mucho hasta el hotel.

Acababa de cruzar la pequeña abertura de la muralla conocida con el nombre de Kärleksporten, la Puerta del Amor, cuando de pronto, sintió la presencia de alguien muy cerca de él. Luego, algo le pasó rozando la oreja antes de que lo empujaran hacia atrás.

Egon Wallin no llegaría nunca a la cita concertada.

Capítulo 7

Siv Eriksson se despertó, como de costumbre, unos minutos antes de que sonara el despertador. Era como si presintiera que ya era la hora de levantarse y le daba tiempo a apagar el despertador antes de que el ruido despertase a Lennart, su marido. Abandonó la cama con sigilo, procurando hacer el menor ruido posible. Al fin y al cabo, era domingo.

Se deslizó en silencio hasta la cocina, calzada con las zapatillas rosa de lana que le había regalado su esposo en Navidad, preparó la cafetera, se dio una ducha con agua muy caliente y se lavó la cabeza. Luego desayunó tranquilamente mientras escuchaba la radio y dejaba que se le secara el cabello.

Siv Eriksson estaba animada aquel día. Los domingos, su jornada de trabajo era más corta, sólo de siete a doce. Lennart pasaría a recogerla con el coche a la salida y se irían juntos a celebrar el aniversario de su único nieto, que cumplía cinco años. Su hija vivía con su familia en Slite, al norte de Gotland, así que el trayecto era largo. Siv había preparado los regalos, que envolvió con sumo cuidado y ahora estaban sobre la mesita de la entrada. Lennart tenía que llevárselos al salir; le había escrito una nota para que no se le olvidara.

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