Read El arte del asesino Online
Authors: Mari Jungstedt
—Sí; pero, aun así, hay que reconocer que es una foto increíblemente buena —replicó Pia sin apartar los ojos del ordenador.
—Desde luego, pero piensa en los familiares. ¿Cómo crees que les sentará a los hijos ver a su padre, asesinado y colgado, en la portada de todos los periódicos del país? ¿Y por qué te mueves por ahí con la cámara fotográfica cuando vas a filmar?
Pia suspiró profundamente y miró a Johan.
—Te recuerdo que trabajo por libre. Siempre llevo encima una cámara fotográfica. Y en esta ocasión dio la casualidad de que encontré un hueco y saqué una foto desde un ángulo que nadie más consiguió. ¡Por favor, qué fácil es quedar bien y ser considerado cuando se cobra un sueldo fijo! Yo tengo cuentas que pagar... Esta foto me dará para vivir varios meses. Por lo demás, admito que debe de ser duro para la familia. Pero nosotros trabajamos con información y al contar lo que pasa en el mundo no podemos autocensurarnos por consideración a todos los implicados y a costa del reportaje. A mí me parece que la foto está bien, porque de hecho sólo se ve el cuerpo a distancia y no muestra nada de la cara. Nadie puede reconocerlo. Además, los hijos ya son mayores.
—No, claro; no lo reconocerá nadie que no sea allegado del colgado —repuso Johan secamente—. ¿Te ha llamado Grenfors?
Quería cambiar el tema del diálogo para evitar una discusión. Admiraba la agudeza de Pia, pero en cuestiones de ética profesional tenían opiniones radicalmente opuestas, y tratar de atraerla a su línea, más moderada, era una batalla perdida. Lo malo era que los redactores, con Grenfors a la cabeza, solían ser adeptos de la línea de Pia. Las personas afectadas pasaban con demasiada frecuencia a un segundo plano, en opinión de Johan, convencido de que se podía informar sobre los hechos sin pisotear a nadie. Además, en su calidad de reportero, él llevaba la responsabilidad de los contenidos y era su apellido el que aparecía en pantalla.
Cuando las discusiones llegaban a su punto culminante, Grenfors solía gritarle a Johan que era un jodido periodista responsable, es decir, que pensaba demasiado en las consecuencias que pudiera tener la información que daba.
Dentro del periodismo había una escuela, a la cual pertenecía Grenfors, que defendía la neutralidad en ese tema, pero Johan no estaba de acuerdo. Él opinaba que los periodistas tenían una responsabilidad que iba más allá de la publicación de una entrevista. Sobre todo dentro del periodismo de sucesos, donde tanto la víctima como sus allegados participaban a menudo en los reportajes. Esa responsabilidad concernía en especial a la televisión por su enorme impacto.
Estaba cansado de aquella controversia que surgía constantemente. A diario había que tomar decisiones de ese tipo, lo cual daba lugar a acaloradas disputas. Pia y él se habían pasado la mitad de la tarde del domingo discutiendo a propósito de la foto de Egon Wallin. Johan estaba en contra de su publicación, pero tuvo que enfrentarse tanto a Pia como al director de la edición y, al final, se vio obligado a aceptar ofrecer una secuencia corta en la que se veía a distancia el cuerpo colgado en la Puerta. Faltaban apenas unos minutos para la emisión, y si no tomaban una decisión rápida se arriesgaban a perder todo el reportaje.
Ahora era un nuevo día y Pia y él habían acordado empezar por la galería, en el caso de que estuviese abierta después de lo sucedido. Confiaban en que al menos hubiera alguien en el local.
De camino hacia allí en el coche, Pia lo miró de soslayo a través del flequillo negro despeinado que le caía sobre los ojos.
—No estarás enfadado, ¿verdad?
—Claro que no estoy enfado; sólo pensamos diferente, nada más.
—Bien, muy bien —dijo ella dándole una palmada en la rodilla.
—Me pregunto quién estaba ayer en esa galería —murmuró Johan para cambiar de tema.
—Pudo ser un empleado que nos vio acercarnos y no tenía ganas de hablar con nosotros, simplemente —aventuró Pia—. Tras la inauguración, tendrán que limpiar y recoger.
—Tienes razón. También pudo ser que algunos quisieran reunirse después de lo que había pasado.
—Sí, tal vez fuera eso —afirmó ella al tiempo que esquivaba un gato grande de color cobrizo que se le cruzó en la carretera.
Acostumbrada a la zona, condujo el vehículo por las estrechas callejuelas empedradas y aparcó en la plaza Stora Torget. Ahora, en invierno, cuando la plaza no estaba a rebosar de tenderetes que impedían el acceso como en verano, era posible aparcar allí.
Pia montó el trípode en la calle y comenzó a filmar. Justo cuando acababa de poner en marcha la cámara apareció una mujer regordeta con una zamarra y un gorro de piel de borrego que caminaba con un ramo de flores en la mano. Johan se le acercó micrófono en mano.
—¿Qué opina usted del asesinato?
La señora se mostró vacilante al principio, pero enseguida se sobrepuso.
—Es espantoso que ocurra algo así aquí, entre nosotros, en una ciudad tan pequeña como Visby. Y, además, que le ocurra a Egon, una persona tan encantadora, siempre agradable y atento. Es incomprensible que haya podido suceder una cosa así.
—¿Por qué deposita flores aquí?
—Es lo mínimo que una puede hacer en estos momentos para honrar a Egon. Todos estamos sobrecogidos, desde luego, sin saber muy bien qué hacer.
—¿Se siente atemorizada?
—Pues claro, no puedes evitar pensar si no andará suelto algún loco. Una ya no puede ni andar segura por la calle.
A la señora se le llenaron los ojos de lágrimas. Se calló e hizo un gesto de rechazo con la mano para que Pia dejara de grabar. Él le pidió permiso para utilizar la entrevista en su reportaje. No hubo ningún inconveniente por su parte y le deletreó su nombre a Johan con toda claridad.
Una moderna placa de acero, colocada en la rugosa fachada de piedra entre los anclajes medievales, indicaba que la galería se llamaba Wallin Art. En el escaparate había una fotografía de Egon Wallin y, ante ella, una vela encendida. Comprobaron que la puerta estaba cerrada pero que había gente dentro. Johan dio unos golpes en la puerta y consiguió llamar la atención de una mujer. Esta se acercó y abrió; cuando cruzaron el umbral de la puerta se oyó un tintineo. La mujer se presentó como Eva Blom. Junto a un mostrador, otra mujer estaba rotulando en un cartel: «Cerrado por defunción».
—Sí, suponemos que hoy la galería estará cerrada —les explicó Eva Blom sonriendo con frialdad—. Me imagino que Monika no querrá que tengamos abierto como si fuera un día normal. Sobre todo por la cantidad de periodistas que han llamado, tanto ayer como esta mañana —precisó, y dirigió una mirada a Pia, que ya estaba a punto de filmar el retrato de Egon Wallin que aparecía en el escaparate.
Eva Blom, una mujer atractiva, vestía suéter y falda negra y llevaba los labios pintados de un rojo que encajaba muy bien con su tez blanca como la leche. Alzó los ojos azules y miró a Johan desde detrás de unas gafas de montura roja.
—¿Qué queréis?
Él se presentó y presentó a su compañera.
—Queremos lógicamente informar acerca de lo ocurrido y conocer cómo habéis reaccionado. Vosotras trabajabais muy cerca de Egon Wallin —argumentó Johan mirándola con circunspección, ya que era una persona baja que apenas le llegaba a los hombros.
—Sólo si no grabáis —respondió secamente—. No quiero salir en la televisión.
—Lo siento, pero ésta es la única manera que tenemos de contar algo, puesto que nosotros trabajamos en televisión —manifestó Johan—. ¿Podríamos tomar al menos algunas imágenes aquí dentro?
A Grenfors no le iba a gustar nada que consiguieran tan pocas entrevistas. Además, Johan se había negado tajantemente a satisfacer el deseo de su jefe de lograr que la viuda accediese a participar en una entrevista. Su ética no le permitía aceptar algo así.
La inspectora Karin Jacobsson era la persona en quien Knutas confiaba más en el trabajo. Habían colaborado juntos quince años. Era una agente de policía perspicaz y competente, pero, sobre todo, fue su personalidad lo que le llevó a quedarse prendado de ella desde el principio. Era encantadora, vivaz y enérgica, y siempre tenía sus propias opiniones acerca de todo; desde luego, él nunca había conocido a una persona más directa. Al menos, en lo referente al trabajo. Era una mujer guapa, bajita y morena, con unos ojos castaños de cervatillo. Jugaba al futbol en su tiempo libre, y eso se notaba en su cuerpo atlético. Su rasgo más original era el hueco que tenía entre los incisivos, que se le veía con claridad cuando se reía. Iba casi siempre con unos vaqueros y un jersey, y cuando en verano aparecía en el trabajo alguna vez con falda, más de uno alzaba las cejas. Con treinta y nueve años —aunque parecía más joven—, aún no tenía pareja, al menos, que Knutas supiera. Si salía con alguien, se lo guardaba para ella, una hazaña casi imposible en una ciudad tan pequeña como Visby.
Los padres de Karin vivían en Tingstäde y ella los visitaba de vez en cuando. Había algo misterioso alrededor de Karin que el inspector no acababa de entender.
En aquel momento se encontraban los dos sentados, cada uno ante su taza de café, en el despacho del comisario deliberando sobre cuál podría ser el móvil del asesinato de Egon Wallin.
—La verdad es que de entrada parece misterioso el hecho de que el pintor y su agente viajaran a Estocolmo precisamente la mañana siguiente al día del crimen, pero igual tiene una explicación plausible —comentó Karin—. Puede que lo tuvieran previsto desde hace tiempo.
—Sí, espero que consigamos localizarlos a lo largo del día para poder esclarecer ese punto. Pero, sin duda, es una coincidencia muy sospechosa que viajaran precisamente en el mismo vuelo que el máximo competidor de Egon Wallin, quien, además, ya había tratado antes de echarle el guante a Mattis Kalvalis.
—Cierto, pero ¿cuántos vuelos a Estocolmo hay los domingos? —prosiguió Karin—. Quizá no tenga nada que ver con el tema. A mí me parece que lo primero que debemos preguntarnos es por qué salió Egon Wallin de casa a media noche. ¿Qué persona normal llega a casa a las once con su mujer después de una fiesta y luego, de repente, decide salir a dar un paseo? Además, el sábado por la noche hacía un frío de mil demonios. La única razón que puedo imaginar es que fuera a encontrarse con alguien. Una cita amorosa, sencillamente.
—Yo también lo he pensado. Pero ¿quién es esa amante y dónde está? ¿Y por qué no se ha puesto en contacto con la policía? Egon Wallin no fue en coche ni pidió un taxi, eso ya lo hemos comprobado. Por lo tanto, tuvo que salir andando desde su casa y luego, o se encontró con su agresor en la calle o bien fue asesinado en casa de su amante.
—También cabe que haya más personas involucradas —le interrumpió Karin—. Puede que la amante tuviera un marido que había descubierto lo que sucedía y asesinara a Wallin allí aquella noche.
—Eso si no fue la propia amante quien lo matara —replicó Knutas—. Aunque me cuesta creer que una mujer fuera capaz de elevar el cuerpo de esa manera. A no ser que la ayudaran a hacerlo, claro está.
Interrumpió su conjetura un estornudo tremendo. Se limpió cuidadosamente y continuó:
—Sí. ¡Por Dios!, podemos seguir especulando todo el tiempo del mundo, pero eso no nos conduce a ninguna parte.
Karin sorbió el café que le quedaba en la taza y se levantó de la süla.
—Por cierto, ¿te pasa algo? —le preguntó Knutas—. ¿Estás bien?
La miró fijamente. Ya había observado desde hacía varios días que estaba preocupada por algo. Al ver su cara de perplejidad, pensó que era realmente guapa. Al principio, cuando la inspectora llegó a la comisaría de Visby, Knutas creyó por un tiempo que iba camino de enamorarse de ella, pero entonces conoció a Line y olvidó su incipiente interés por su compañera.
No sólo Knutas tenía problemas para sonsacarle lo que pensaba y sentía. Karin tenía una integridad tan fuerte como una coraza, lo cual hacía que la gente no se atreviera a preguntarle por su vida privada así como así. Salvo que fuera sobre fútbol.
Lo curioso era que a Knutas le resultaba muy fácil hablar con ella, aunque era parca al referirse a sus cosas. Solía recurrir a Karin cuando tenía algún problema con Line o con sus hijos. Ella entonces se mostraba abierta y comprensiva. En cambio, cuando era él quien le preguntaba sobre cosas parecidas, Karin siempre se escabullía. Con todo, el comisario sentía un gran aprecio por ella, y a veces temía que pidiera el traslado a otros puestos más atractivos. Pese a que Karin ya llevaba dieciséis años trabajando en la comisaría de Visby, Knutas no se sentiría seguro mientras ella no estabilizase su vida privada. En cualquier momento podía conocer a un peninsular y largarse. O recibir alguna oferta de trabajo que no pudiera resistirse a aceptar.
En ocasiones se sentía como si fuera su padre, aunque sólo se llevaban trece años. Knutas dependía cada vez más de Karin en la Brigada de Homicidios y no quería perderla por nada del mundo.
Ella tardó un rato en contestar a su pregunta.
—No, nada; estoy bien.
—¿Seguro?
La mirada de Karin era inescrutable.
—Claro, estoy bien, ya te digo.
Aunque comprendió que había algo que la atormentaba, se dijo que era mejor no seguir preguntando.
A Emma le pilló totalmente por sorpresa la repentina propuesta matrimonial de Johan. En cierto modo, parecía inevitable; antes o después debían tomar una decisión. Tenían una hija. Cuando optó por seguir adelante con el embarazo y romper su matrimonio, ya estaba decidida. Sin embargo, luego se mostró indecisa, y al pensar en cómo se había comportado desde que conoció a Johan, le parecía un milagro que él aún quisiera seguir con ella y que no se hubiera hartado mucho antes.
Hacía un rato que se había ido a Visby, a trabajar. Antes de marcharse le dio un beso, pero no dijo nada, no la presionó para que le diera una respuesta. Emma lo siguió con la mirada mientras se dirigía hacia el coche por el camino nevado, con el cabello oscuro rizado, la cazadora de cuero marrón graciosamente desgastada y los vaqueros lavados a la piedra.
En cierto modo, aquello era muy sencillo: ella lo amaba y si considerara sólo eso, resultaba evidente que debían casarse. Pero también tenía miedo a que les sucediera lo mismo que les había ocurrido a Olle y ella. A que la tristeza de la rutina diaria se fuera instalando entre ellos de forma paulatina tras apagarse el primer entusiasmo de vivir juntos. A que la atracción que sentían fuera desapareciendo poco a poco y los condujera de modo inexorable a la indiferencia. A que su vida sexual languideciera lentamente, porque ninguno de los dos fuese capaz de mantener viva la pasión que una vez sintieron. A que sólo quedara entre ellos rutina y compromiso.