Read El arte del asesino Online
Authors: Mari Jungstedt
Miró la hora en el despertador; eran sólo las seis menos cuarto. Un rato de respiro antes de que sonara. Se giró hacia Line. Llevaba puesto el camisón rosa con grandes flores de color naranja. En el brazo, doblado por encima de la cabeza, se destacaban miles de pecas sobre la piel blanca. Amaba cada una de ellas. Sus rizos pelirrojos se esparcían por toda la almohada.
—Buenos días —le susurró al oído.
Line sólo refunfuñó en respuesta. Knutas le apretó con delicadeza la cintura para ver si reaccionaba y le oyó murmurar:
—
Vad lejer du?
[1]
A veces, cuando estaba cansada, hablaba en danés. Era de Fyn, pero se habían conocido en Copenhague hacía quince años. La gente decía que el amor cambiaba con los años. Que la relación se convertía en otra cosa, que el sentimiento de estar enamorado desaparecía y daba paso a algo más profundo, pero no tan evidente. Algunos afirmaban que los casados pasaban a ser buenos amigos, que la pasión se apagaba y se transformaba en un sentimiento de confianza. No era su caso. Line y él se peleaban y se amaban con el mismo frenesí con que lo habían hecho desde el principio.
A Line le gustaba su trabajo de comadrona. Estar rodeada de sangre, de dolor, de alegría indescriptible y de la más profunda desesperación dejaba, sin duda alguna, huellas en un ser humano. Lloraba y reía con facilidad, era una persona abierta y nadie podía decir que no expresaba claramente lo que quería y lo que sentía. Eso contribuía de alguna manera a que fuera fácil vivir con ella. Al mismo tiempo, a veces Knutas se irritaba con sus arrebatos emocionales y su temperamento irascible. Sus «enfados injustificados», los llamaba, lo cual la enfurecía, y más aún cuando él cometía el error de expresarlo en voz alta.
Y ahora estaba ahí tumbada, soñolienta y relajada. Se volvió y lo miró con aquellos ojos verdes.
—Buenos días, tesoro. ¿Ya es la hora?
La besó en la frente.
—Nos quedamos un poco más.
Un cuarto de hora más tarde, se levantó y preparó el café. Fuera aún era de noche. La gata se frotó contra sus piernas y la izó para dejarla encima de sus rodillas, donde el felino enseguida encontró acomodo. Estaba pensando en la conversación del día anterior con la esposa de la víctima. ¿Por qué no había dicho nada de su lío con Rolf Sandén? Debería haber comprendido que, más pronto o más tarde, aquello se sabría.
Tenía que llamarla otra vez, se dijo, mientras sacaba su viejo y desgastado bloc de notas, donde escribía las reflexiones que hacía en el trabajo y no quería olvidar. Releyó las anotaciones de su conversación, pero apenas podía entender lo que había escrito. Además, el bloc también empezaba a estar tan gastado que se le habían caído varias hojas. Aquello no podía seguir así. Necesitaba comprarse uno nuevo.
Echó una ojeada al reloj que había en la pared de la cocina. Habían acordado que la reunión matinal empezaría a las nueve en vez de a las ocho, porque Knutas aceptó participar en directo en el programa matinal de la Televisión Sueca:
Morgonsoffan.
Ahora se preguntaba por qué había accedido a participar. La televisión le ponía nervioso y luego siempre le parecía que se había mostrado torpe e indeciso. Le costaba hablar cuando estaba bajo la luz implacable de los focos y se esperaba de él que diera respuestas bien expresadas, sensatas y sopesadas, que dejara satisfechos tanto a los periodistas de la tele como a sus jefes de la policía, lo cual planteaba en sí una ecuación imposible de resolver. No revelar demasiado y, al mismo tiempo, contar lo suficiente para que el cuerpo policial recibiera información.
Lo cierto era que la policía necesitaba la colaboración de los ciudadanos. Tenían muy pocas pistas concretas que seguir. Hasta el momento no se había presentado ni un solo testigo con algo interesante que decir, ni aparecido nada en la vida de Egon Wallin que pudiera conducirlos a un posible agresor. Faltaba el móvil. Nadie creía que se tratara de un robo, pese a que no habían encontrado la cartera ni el móvil.
Egon Wallin estuvo siempre al frente de la galería, trabajó duro y sabiendo lo que quería. Mantenía una buena relación con sus empleados y al parecer nunca tuvo problemas con la justicia ni con nadie.
La entrevista salió mejor de lo esperado. Se sentó en un pequeño estudio de televisión y conectaron en directo con el programa. El presentador tuvo tacto y no le formuló preguntas demasiado comprometidas. Finalizados los tres minutos estaba sudoroso, pero se sentía bastante satisfecho. La llamada al móvil de la directora provincial de la policía unos minutos después de su intervención le confirmó que había conseguido desenvolverse bastante bien en la entrevista.
Ya en comisaría, llamó por teléfono a la psiquiatra forense a cuyos servicios había recurrido el año anterior. Esperaba que pudiera interpretar el modus operandi del asesino y los ayudara a avanzar. Pero le respondió que aún era pronto y le pidió que volviera a ponerse en contacto con ella más adelante. Seguro que tenía razón. No obstante, logró sonsacarle algunas cosas. No descartaba que pudiera tratarse de un asesino que actuase por primera vez. Pero no creía que se tratara de un asesinato fortuito, sino que era fruto de una planificación previa, tal vez larga. Parecía probable que el asesino supiera que Egon Wallin iba a salir de nuevo y que lo haría solo. Lo cual, a su vez, significaba que el agresor tenía vigilada a su víctima.
Tenían que volver a interrogar a todas las personas del entorno de Wallin. Alguien podía haber observado algo, quizá había visto a una persona nueva, desconocida, cerca de él. El hecho de que el galerista tuviera que conocer a su asesino, simplificaba mucho las indagaciones. Egon Wallin tenia un círculo de amistades inusitadamente amplio, pero simplificaba las cosas el detalle de que su asesino con toda seguridad se encontrara entre sus conocidos.
El andén estaba lleno de resignados viajeros que llevaban años sufriendo el retraso de los trenes de cercanías ocasionado por cambiadores de vías helados, rieles cubiertos de nieve, vagones bloqueados por el frío, puertas que no se podían abrir… Siempre sucedía algo. Los ciudadanos de Estocolmo se habían visto obligados a vivir con el caos de los trenes de cercanías desde que él tenía uso de razón.
Observó desdeñoso a las personas que tenía a su alrededor. Estaban allí como pordioseros desvalidos y helados con sus abrigos de lana y sus cazadoras acolchadas. Vaqueros, guantes y botas forradas, narices enrojecidas y ojos llorosos por el frío. La temperatura era de diecisiete grados bajo cero. Sin esperanza, miraban indiferentes los tableros de información donde aparecían los trenes anulados y los retrasos. Impaciente, dio una patada en el suelo para mantener el calor. Maldito frío, cómo lo odiaba. Y cómo odiaba a aquellos desdichados que tenía alrededor. Qué existencia tan miserable la suya…
Se levantaban de madrugada antes del amanecer, muchos soportaban el azote del viento en las gélidas paradas de autobús, para luego sentarse e ir dando tumbos en los vehículos públicos de camino hacia el tren de cercanías entre el olor a lana mojada, los gases de los tubos de escape y la humedad. Allí les esperaba la siguiente parada antes de que el tren apareciera por fin. Cuando llegaba, los viajeros tenían que apiñarse e ir apretados unos contra otros estación tras estación hasta la llegada a la Estación Central de Estocolmo media hora más tarde.
Después de una espera que le pareció una eternidad, el convoy acabó por hacer su entrada. Subió abriéndose paso a codazos para encontrar un asiento junto a la ventanilla. Le dolía la cabeza y, aunque había poca luz en el vagón, entrecerró los ojos para evitarla en lo posible.
El viaje hasta la ciudad fue un suplicio. Consiguió a duras penas sentarse al lado de una gorda que iba sentada en el asiento del pasillo. Apoyó la cabeza contra el cristal y dejó que su mirada se perdiera en el exterior para evitar ver a las personas que tenía a su alrededor. El tren avanzaba traqueteando suburbio tras suburbio, todos a cuál más triste. Habría podido librarse de ir en aquel tren, habría podido vivir una vida muy distinta. Como de costumbre, al pensarlo experimentó una arcada. El cuerpo reaccionaba instintiva, físicamente. Sintió malestar sólo de pensar cómo podía haber sido su vida. De no ser por…
La impaciencia había empezado a apoderarse de él y sentía que debía ocurrir algo pronto. No podía esperar mucho más. Cada vez se le hacía más difícil seguir manteniendo el tipo. En ocasiones le parecía que se había metido en camisas de once varas.
Se apeó en la Estación Central y se incorporó al intenso movimiento. Se deslizó con la riada de personas por los pasillos de salida de la estación, cruzó los tornos, en dirección al metro, que ya estaba en la estación, de modo que hubo de correr los últimos metros. La estación de Gamla Stan era la siguiente.
Monika Wallin se anticipó a Knutas. Cuando éste se dirigía a la comisaría, lo llamó al móvil. Parecía alterada.
—He encontrado algo. Quiero que vengas aquí.
—¿De qué se trata?
—No te lo puedo decir por teléfono. Pero revisé ayer por la tarde el trastero y descubrí una cosa. Estoy segura de que querrás verla.
Ei comisario echó una ojeada a su reloj de pulsera. Llegaría tarde a la reunión de la mañana, pero no quedaba más remedio. Por suerte, esa mañana había decidido ir en coche. Aunque la calle Snäckgärdsvägen no quedaba lejos (estaba al otro lado del hospital), se iba bastante más rápido con el coche. En lugar de detenerse en la comisaría, pasó de largo, siguió por la calle Kung Magnus y giró en la rotonda que había al lado de la tradicional pastelería Norrgatt antes de tomar la cuesta que bajaba hasta el hospital. Giró para entrar en el pequeño aparcamiento, y observó que Monika Wallin ya lo estaba esperando. Vestía una cazadora rosa y Knutas advirtió con sorpresa que se había pintado los labios de color rosa.
—Hola —lo saludó algo forzada tendiéndole la mano, cubierta con unos guantes también de color rosa.
Lo precedió hasta la casa. El trastero, pegado a la pared del inmueble, tenía la puerta abierta. La mujer entró delante de él en aquel cuarto mal iluminado, más grande por dentro de lo que parecía desde fuera. Estaba repleto de cosas y si bien el matrimonio Wallin tenía la casa limpia y ordenada, aquello era harina de otro costal. Allí había jardineras, esquís viejos, palas, pantallas de lámparas, ruedas de bicicleta, cajas de cartón y herramientas para el jardín, todo en completo desorden.
—Mira, el trastero era cosa de Egon —se disculpó Monika Wallin—. Yo no entro nunca aquí, me niego porque es un caos. No podría ni siquiera cambiar una bombilla, porque no sabría ni por dónde empezar a buscar.
Suspiró y allí de pie, muy juntos en el único hueco libre que quedaba en el suelo, miró resignada a su alrededor. Las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de trastos, y en el rincón del fondo había una mesa con cajones repleta de cosas.
—Allí —susurró.
Se abrió paso por el angosto pasillo que desde luego había abierto ella para poder llegar hasta la parte interior del trastero, donde había una puerta, que abrió.
—Conduce al trastero con calefacción. Está al lado del lavadero y había también una puerta desde dentro, pero se colocó una secadora delante, así que ahora sólo se puede entrar por este lado.
Knutas la siguió y llegaron a un cuarto más pequeño. Allí imperaba un orden muy distinto. Las cajas de cartón estaban bien dispuestas a lo largo de las paredes. A un lado se veía una bonita mesa de cocina ya pasada de moda. La mujer retiró un tablero de masonita que ocultaba un lado de la pared y levantó una lona. La curiosidad de Knutas aumentó. Se inclinó impaciente hacia delante para ver lo que había allí.
Monika sacó una caja pequeña de cartón, la dejó sobre la mesa y retiró el papel de seda que había en su interior.
—Mira —dijo—. No tengo ni idea de dónde ha salido esto.
Knutas miró con curiosidad hacia abajo para ver el contenido de la caja.
Dentro había una pintura que no era mayor que un folio. La escena mostraba un fragmento del palacio real de Estocolmo, al fondo se vislumbraba la iglesia de Riddarholmen, pero, por lo demás, el agua de la bocana de Estocolmo dominaba el cuadro. Lo que el artista había pintado, a juzgar por el color dorado que se reflejaba en las ventanas del palacio, debía de ser una puesta de sol. El policía no era un entendido en pintura, pero hasta él podía ver que aquella pintura tenía categoría. No vio ninguna firma.
—¿Quién ha pintado esto?
—No estoy segura. No soy precisamente una experta. Me ocupaba más de la parte administrativa, pero puesta a opinar, apostaría a que es un Zorn.
—¿Anders Zorn? —soltó Knutas estupefacto—. Entonces valdrá mucho dinero…
—Sí, si es que en realidad es un Zorn. Pero hay más.
El siguiente cuadro tenía un tamaño mayor y un marco dorado precioso. Por la escena que representaba, Knutas podía decir sin vacilar quién era el pintor. Dos mujeres entradas en carnes, desnudas, de piel blanca y mejillas encendidas, en una playa, seguramente a orillas del lago Siljan.
—Este sí es realmente un Zorn, ¿no? —preguntó excitado mientras buscaba la firma, que encontró en la esquina inferior derecha del cuadro.
No podía creer lo que estaba viendo. Allí estaba, en un trastero diminuto de un chalé de Visby contemplando obras de uno de los pintores más conocidos de Suecia. Aquello era una locura.
Monika Wallin tenía varios cuadros más que enseñarle: uno de un caballo de Nils Kreuger; otro con unos gorriones en la nieve de Bruno Liljefors, y un tercero que representaba a dos niños que miraban un manzano con una casa al fondo. La firma rezaba C. L., Carl Larsson.
Tuvo que sentarse en un taburete en el reducido cuarto.
—¿Tú no sabías que estos cuadros estaban aquí?
—Por supuesto que no. Nunca los hemos expuesto en la galería, tampoco los hemos comprado, ni aparecen registrados en ningún sitio.
—Son pintores muy conocidos. ¿Cuánto crees que pueden valer?
—Una verdadera fortuna —contestó con un suspiro—. En total, seguro que estamos hablando de millones de coronas.
—¿Has revisado más cajas?
—No, pero ya no puedo más. Tendréis que continuar vosotros.
—Tenemos que hacer un registro de la casa, lo comprendes, ¿no?
Monika asintió y abrió los brazos en un gesto de resignación.