El arte del asesino (17 page)

Read El arte del asesino Online

Authors: Mari Jungstedt

BOOK: El arte del asesino
3.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se disculpó inmediatamente y limpió la mesa con un pañuelo que sacó del bolsillo.

—Si supiéramos al menos dónde se cometió el asesinato… —suspiró Karin.

—Pronto lo averiguaremos —la tranquilizó Norrby—. De todos modos, puedo deciros que hemos comprobado la dirección de Estocolmo a la cual Egon Wallin había pensado mudarse, o sea, la calle Artillerigatan 38. Resulta que compró el piso hace dos meses, concretamente el 17 de noviembre. Ha sido recientemente reformado, tiene dos dormitorios y una sala de estar. Estaba casi totalmente amueblado. Los muebles, el televisor y el equipo de música son nuevos. La cocina está equipada con vajilla y enseres domésticos. Compró el piso a través de un anuncio y pagó por él 4,2 millones de coronas.

Wittberg lanzó un silbido.

—¡Joder, qué caro! ¿Tanto dinero tenía?

—Cierto que en Östermalm los pisos son caros, pero éste, además, hace esquina con dos calles, un quinto con balcón, y no se trata de un apartamento pequeño: tiene ciento cinco metros cuadrados.

Norrby hizo una pausa escénica y se pasó la mano por el cabello.

—Y respondiendo a tu pregunta, sí, tenía dinero. Acababa de vender la galería. Pagaría con esa pasta. Además, era titular de bastantes acciones y bonos del Estado.

—¿Seguro de vida? —preguntó Karin.

—Sí, por tres millones. En caso de muerte, el montante del seguro recae en su esposa.

—¡Vaya! —exclamó Kihlgård retrepándose en la silla y cruzando las manos sobre la barriga—. Entonces ya tenemos otro motivo. Quizá deberíamos interrogar otra vez a Monika Wallin. Es evidente que hubo muchas lagunas en los dos interrogatorios anteriores.

Miró fugazmente a Knutas, que se revolvía molesto en su silla.

—Tenía un amante y la muerte del marido la hace rica. Dos motivos clásicos para asesinar.

—¿Y a los hijos? —intervino Karin—. ¿Qué les quedará a los hijos?

—Parece que heredarán bastante. No te puedo decir ahora cuánto exactamente, pero seguro que Egon Wallin valía bastantes millones —respondió Norrby—. La mujer y los hijos se reparten los bienes a partes iguales, así que les va a quedar un buen pellizco a todos.

—Ahí tenemos a tres que tienen buenos motivos —resumió Karin—. A los hijos no los hemos interrogado aún. Por lo que se refiere a Rolf Sandén, el amante, tenía tanto el móvil como la fuerza física. Por desgracia, tiene coartada para la noche del crimen. Esa noche estuvo en Slite en casa de un amigo y se quedó allí a dormir. El amigo ha confirmado que estuvieron juntos toda la noche.

—Por mi parte, he investigado un poco a los que tenían contacto con Egon Wallin en Estocolmo —intervino Kihlgård—. Primero a ese tal Sixten Dahl al que, sin saberlo, vendió la galería. El tipo no dijo nada que llamara la atención en el interrogatorio que le hicieron en Estocolmo. Él también tenía coartada la noche del asesinato. Al parecer compartía habitación con un buen amigo de Estocolmo y pasaron juntos toda la tarde y la noche. No están liados —se apresuró a aclarar—. Ya se lo hemos preguntado. Resulta que el hotel estaba completo y no pudieron reservar una habitación para cada uno. Se celebraban al mismo tiempo unas conferencias sobre la colaboración en la región del Báltico, y…

—Ah, sí —terció Karin—. Lo del gasoducto entre Alemania y Rusia que irá por el fondo del mar cerca de aquí.

—Sí, eso —asintió Kihlgård—. Y la declaración de Dahl la confirman tanto el personal del restaurante Donners Brunn como la recepcionista del hotel. Volvieron antes de las once y subieron directamente a la habitación.

—Lo cual no implica que no volvieran a salir —señaló Karin.

—Y el hecho de que cenaran en el mismo restaurante que Egon Wallin y los demás no parece sino una curiosa coincidencia —puntualizó Wittberg.

—Sí, porque hay que tener en cuenta que no hay tantos sitios donde elegir y que ese restaurante es el más próximo al hotel —agregó Knutas.

—Tendremos que volver sobre este tema —propuso Kihlgård—. Ah, bueno, se me olvidaba: Sixten Dahl se trasladará provisionalmente a vivir aquí durante medio año para poner en marcha el negocio; lo acompañará su mujer. Sí, sí, ya sé que en realidad no tiene nada que ver con esto —dijo entre dientes mientras seguía hojeando sus papeles como sí estuviera buscando algo. De repente se le iluminó la cara—. Sí, aquí está.

Se puso con calma las gafas y, antes de continuar, mojó un bollo de canela en el café y le dio un bocado. Todos aguardaron pacientes mientras se limpiaba las migas de la boca.

—Egon Wallin entró como copropietario en una galería de Gamla Stan en Estocolmo. Dicha galería es propiedad de cuatro personas, y él iba a ser el quinto socio.

—¿Quiénes son los otros? —preguntó Knutas, que había olvidado su resentimiento por el puyazo de Kihlgård.

—Tengo aquí una lista con los nombres.

Se caló bien las gafas y leyó los nombres de la lista.

—Katarina Ljungberg, Ingrid Jönsson, Hugo Malmberg y Peter Melander.

—Ese Hugo Malmberg me suena —dijo Karin—. Me pregunto si no estaria también en la exposición.

Buscó en las listas que tenía ante ella encima de la mesa.

—¡Huy, ya lo creo! —exclamó satisfecha—. Lo han interrogado en Estocolmo. Alguien llamado Stenström.

—Qué interesante, vamos a ocuparnos de ese asunto inmediatamente —decidió Knutas—. ¿En qué punto se encontraba la operación?

—Ya estaba cerrada —respondió Kihlgård—. Wallm ya había pagado todo, y parece que no hay ninguna cosa rara.

—Tendremos que hablar con ese Malmberg cuanto antes —insistió el comisario—. A los demás habrá que tenerlos controlados. Me pregunto si no estará también alguno de ellos involucrado en la venta de cuadros robados.

—Además, ahí podemos tener también otro posible motivo —apuntó Wittberg pensativo—. Tal vez a alguno de los otros socios no le gustara que Egon Wallin entrase en el negocio.

—Pero ¿cómo iba a llegar al extremo de asesinarlo por una cosa así? No, no.

Norrby negó con la cabeza.

Capítulo 40

El frío era intensísimo y la gente no salía de casa. Estocolmo estaba inusualmente silencioso aquella noche de febrero. La temperatura había descendido a diecisiete grados bajo cero y todo parecía paralizado, congelado.

Cuando Hugo Malmberg abrió la puerta del portal que daba a la calle Långholmsgatan sintió una bofetada gélida de aire. Hundió la mitad del rostro en la bufanda y se levantó el cuello. Miró calle abajo; todo estaba desierto y no se veía ningún taxi. Eran casi las tres de la madrugada. Encendió un pitillo mientras esperaba y dio unas patadas en el suelo en un intento de mantener el calor. Sopesó la idea de volver a entrar, pero cayó en la cuenta de que se le había olvidado el código del portal. Alzó la vista hasta el cuarto piso; la hilera de ventanas del piso de Ludvig y Alexia que daba a este lado estaba oscura. Se habían dado prisa en apagar la luz, sin duda satisfechos de que se hubiera marchado de una vez.

Había acabado una nueva cena de los viernes; unas cenas con platos exquisitos y vinos de reserva en compañía de buenos amigos. Notó que le apretaban los pantalones; debía andar con ojo para no engordar. Se había quedado más tiempo que los demás, lo cual no era ninguna novedad. En esta ocasión, él y el anfitrión, su buen amigo Ludvig, se habían enzarzado en una controversia sobre el desinterés por el arte en las páginas culturales de los periódicos de difusión nacional; la literatura acaparaba todo el espacio. Cuando agotaron los argumentos y descargaron toda su indignación eran ya las dos y media de la madrugada. El resto de los comensales se fueron despidiendo uno tras otro sin que ello indujera a los dos amigos a interrumpir su animada discusión; fue la esposa de Ludvig, Alexia, quien tuvo que salir a la puerta para despedir con un beso en la mejilla a los invitados.

Por último, hasta Hugo se percató de que ya era hora de irse a casa y Ludvig le pidió un taxi. Los taxis solían llegar al momento, y por eso pensó que lo mejor sería bajar en el ascensor y esperarlo fuera en la calle mientras se fumaba un ansiado cigarrillo.

En casa de Ludvig y de Alexia no se podía fumar. Cuando apagó el segundo pitillo sin que el taxi hubiera aparecido aún, volvió a consultar el reloj. Ya llevaba diez minutos de espera y empezaba a impacientarse. Por desgracia, había dejado el teléfono móvil en casa y empezar a gritar o lanzar una piedra a las ventanas de sus amigos no lo seducía en absoluto.

Miró hacia el puente de Västerbron. En realidad, su casa no quedaba tan lejos. Cruzado el puente, podía bajar la escalera y atravesar el parque de Rålambshov, y desde allí sólo quedaba un trecho corto por Norr Mälarstrand hasta llegar a la esquina de la calle John Ericssonsgatan, donde vivía. No tardaría más de veinte minutos, media hora a lo sumo. Aquel puñetero frío le hizo dudar, pero si caminaba a buen paso no tenía por qué suponer un peligro.

Hugo Malmberg era uno de los galeristas más prestigiosos de Estocolmo. Era copropietario de una gran galería en Gamla Stan y gracias a prósperos negocios en el mundo del arte había conseguido amasar una pequeña fortuna en los años ochenta y, desde entonces, ésta no había hecho más que crecer.

Se encaminó a paso ligero hacia el puente de Västerbron para avivar la circulación sanguínea. El frío hacía que cada inspiración le resultara penosa. Suecia no estaba concebida para personas, se dijo. Si Dios existía, se había olvidado de aquel rincón perdido en el extremo septentrional de Europa. La ciudad hibernaba congelada. La capa de hielo que cubría la barandilla del puente brillaba a la luz de las farolas. El puente apareció ante él con su hermoso arco abovedado, debajo del cual el hielo se extendía como una masa compacta hasta el centro de la ciudad. Se alzó el cuello un poco más y hundió las manos en los bolsillos del abrigo.

Para mayor contrariedad, cuando llegó a Västerbron acababa de pasar el autobús nocturno. No se le había ocurrido pensar que podía tomarlo. A sus pies se hallaba Långholmen, con sus árboles desnudos y sus rocas. La isla donde en tiempos estuvo ubicada la prisión, en el centro de la ciudad, ahora estaba ocupada sobre todo por el bosque y rodeada de embarcaderos. Un poco más allá, una escalera descendía desde el puente hasta la solitaria isla.

De repente, divisó una figura que se movía allí abajo, entre los árboles. Era un hombre con una cazadora negra acolchada y un gorro de punto en la cabeza.

Justo en mitad de la escalera, sus miradas se cruzaron. El tipo vestido de negro era alto y parecía musculoso bajo la cazadora. De rostro delicado, el cabello, rubio y rizado, sobresalía por debajo del gorro.

No se le ocurrió decir nada. Era una situación rara. Los dos estaban solos en aquella noche fría, y quizá deberían haberse saludado. El joven era realmente atractivo. Le importaba un bledo, ahora lo que quería era llegar a casa lo antes posible. Se le habían congelado las mejillas de frío. Aceleró el paso.

No oyó ningún ruido a su espalda. Ignoraba si el hombre que había subido por la escalera le seguía los pasos o había continuado en dirección contraria, hacia Södermalm. Al final no resistió la tentación de volverse. Se estremeció sobrecogido: el desconocido se encontraba a unos metros de él. Sonrió y miró a Hugo Malmberg fijamente a los ojos.

Sin saber cómo debía interpretar aquella sonrisa, Hugo siguió hacia delante.

Cuando se acercaba a la parte superior del puente empezó a levantarse viento. El aire era tan cortante y tan frío que casi no podía respirar.

Allí estaba él, en el centro de Estocolmo, y no recordaba haber visto nunca la ciudad tan desolada. Todo a su alrededor estaba congelado, como si la vida y el ruido de la urbe de repente se hubieran interrumpido, paralizado, en pleno movimiento. Era la misma sensación que tenía al contemplar arte. Cuando un cuadro bien pintado lo conmovía, todo a su alrededor se paralizaba por un momento; como en una fotografía, el tiempo y el espacio se detenían y lo único que existía eran él y la obra que contemplaba.

Entonces vio otra vez al hombre desconocido. Ahora, de pronto, estaba delante de él. ¿Cómo lo había hecho? Se hallaba al otro lado del puente y miraba con fijeza a Hugo.

Una sensación de desagrado le recorrió todo el cuerpo. Se dijo que, desde luego, algo en el comportamiento del joven no encajaba. Entonces fue consciente de lo indefenso que estaba, totalmente visible en mitad del puente, sin ninguna posibilidad de esconderse en el caso de que sufriera una agresión. Claro está que podía echar a correr, pero seguro que su perseguidor lo alcanzaría antes de que hubiera adquirido velocidad.

A lo lejos, en Norr Mälarstrad vio un taxi solitario que se dirigía al centro.

Continuó caminando sin perder de vista al hombre del otro lado. Al mismo tiempo, oyó el ruido de un motor que enseguida se convirtió en un rugido ensordecedor. Un camión pasó a gran velocidad por el otro lado del puente. Pudo ver la cara del conductor, antes de que el ruidoso vehículo se alejase.

Cuando terminó de pasar todo el remolque, el hombre del puente había desaparecido.

Capítulo 41

El sábado, a Knutas le despertó el teléfono. Enseguida reconoció la voz impaciente de Sohlman en el otro extremo.

—Hemos localizado el que creemos que es el lugar del crimen.

Knutas se despejó al instante.

—¿De verdad? ¿Dónde?

—Junto a Kärleksporten. Creo que tienes que venir aquí.

—Está bien, estaré ahí dentro de un cuarto de hora.

Saltó de la cama y se fue a la ducha. Line se incorporó somnolienta extendiendo los brazos hacia él entre las sábanas.

—¿Qué pasa? —murmuró cansada.

—Pasan cosas. Tengo que salir. —Le dio un beso en la frente y se despidió—: Te llamaré luego.

Bajó la escalera que conducía al piso interior de varias zancadas. Tenía el tiempo justo de comerse un bocadillo, pero el café debería esperar, lo cual suponía un sacrificio casi insoportable. El café era su elixir de vida, lo que le despejaba cada mañana.

Condujo hasta el puerto tan deprisa como pudo y avanzó en paralelo a la muralla hasta la pequeña abertura llamada Kärleksporten (La Puerta del Amor), en el lado oeste de la muralla. Cuando llegó, ya estaba acordonada una zona bastante amplia.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó a Sohlman, que a su llegada estaba mirando a través de la Puerta.

—Un testigo ha encontrado esto esta mañana.

Sohlman le mostró una bolsa de plástico con una cartera de piel negra.

Other books

Come See About Me by Martin, C. K. Kelly
Tainted Trail by Wen Spencer
Audition by Stasia Ward Kehoe
Juan Raro by Olaf Stapledon
In His Brother's Place by Elizabeth Lane
Caged Eagles by Eric Walters
Flying Off Everest by Dave Costello
Waiting for a Girl Like You by Christa Maurice
Love Starved by Kate Fierro