María era una mujer hermosa. Le gustaban las joyas, la diversión y el lujo. Sin embargo, una madrugada la descubren estrangulada cerca de una esclusa de un canal en Bélgica. El Inspector Maigret es enviado para resolver el crimen.
Georges Simenon
El asesino del canal
(Maigret)
ePUB v1.0
Kytano07.08.11
Título original: Le charretier de la Providence
Fecha de publicación: 1931
Traducido por Javier Fernández de Castro
De los hechos minuciosamente reconstruidos se desprendía que el descubrimiento de los dos carreteros de Dizy era, por así decirlo, imposible.
El domingo —era el 4 de abril— la lluvia comenzó a caer hacia las tres de la tarde.
En ese momento había en el puerto, aguas abajo de la esclusa 14 que sirve de unión al Marne con el canal lateral, dos gabarras a motor que bajaban, un barco en descarga y una barcaza.
Poco antes de las siete, cuando comenzaba el crepúsculo, un barco-cisterna, el «Eco III», anunció su llegada y penetró poco después en el recinto.
El esclusero manifestó su mal humor porque tenía en casa parientes de visita. Le dirigió un signo negativo a un barco-cuadra que llegó momentos después al paso lento de sus dos caballos.
Se fue a su casa y no tardó en ver entrar al carretero, al que conocía.
—¿Puedo pasar? El patrón quisiera dormir mañana en Jouvigny…
—Pasa si quieres. Pero cerrarás las puertas tú mismo…
La lluvia caía cada vez más fuerte. Desde su ventana el esclusero vio la silueta achaparrada del carretero que iba pesadamente de una compuerta a otra, hacía avanzar a los animales y ataba las amarras a los postes.
La barcaza se elevó poco a poco por encima de los muros. No era el patrón el que sujetaba el timón, sino su mujer, una gorda bruselesa de cabellos de un rubio pálido y voz aguda.
A las siete y veinte «La Providencia» se detuvo frente al «Café de la Marina», detrás del «Eco III». Los caballos entraron a bordo. El carretero y el patrón se dirigieron al café, donde se encontraban algunos marineros y pilotos de Dizy.
A las ocho, cuando ya la noche había caído, un remolcador llevó hasta las compuertas los cuatro barcos que arrastraba.
Esto aumentó el contingente del «Café de la Marina», que tenía seis mesas ocupadas. Se llamaban de una a otra. Los que entraban dejaban tras sí charcos de agua al sacudirse las botas chorreantes.
En la pieza vecina, iluminada por una lámpara de petróleo, las mujeres se atareaban con las provisiones.
El aire estaba pesado. Se discutía sobre un accidente que se había producido en la esclusa número 8 y del retraso que podrían sufrir los barcos que subieran.
A las nueve, la tripulante de «La Providencia» vino a buscar a su marido y al carretero, quienes se marcharon después de un saludo a la concurrencia.
A las dos, las luces estaban apagadas en la mayoría de los barcos. El esclusero acompañó a sus parientes hasta la carretera de Epernay, que atraviesa el canal a dos kilómetros de la esclusa.
No vio nada anormal al pasar de regreso delante de «La Marina», fue a echar una ojeada y le llamó un piloto.
—Ven a echar un trago. Estás todo mojado…
Tomó un ron sin sentarse. Dos carreteros se levantaron pesadamente a causa del vino rojo con los ojos relucientes y se dirigieron hacia la cuadra colindante con el café donde dormían sobre la paja cerca de sus caballos.
No estaban realmente borrachos. Pero habían bebido lo suficiente como para dormir con un sueño pesado.
Había cinco caballos en la cuadra, que no estaba iluminada más que por una linterna semiapagada.
A las cuatro, uno de los carreteros despertó a su compañero y ambos comenzaron a preparar a sus animales. Oyeron sacar los caballos de «La Providencia» y amarrarlos a la barcaza.
A la misma hora el dueño del café se levantó y encendió la luz de su habitación, en el primer piso. También oyó a «La Providencia» ponerse en camino.
A las cuatro y media el motor Diesel del barco-cisterna se ponía a toser, pero no partió hasta un cuarto de hora más tarde cuando el patrón hubo tomado un
grog
en el café, que acababa de abrir sus puertas.
Apenas había salido, y su barco no estaba en el puente, cuando los dos carreteros hicieron su descubrimiento.
Uno de ellos sacaba los caballos hacia el camino de arrastre. El otro rebuscaba por entre la paja para encontrar su látigo cuando su mano tocó un cuerpo frío.
Impresionado por haber creído reconocer un rostro humano, se proveyó de una linterna e iluminó el cadáver que iba a revolucionar Dizy y perturbar la vida del canal.
* * *
El comisario Maigret, de la Primera Brigada Móvil, trataba de recapitular sobre los hechos y reconstruirlos.
Era el lunes por la tarde. La misma mañana tuvo lugar el levantamiento del cadáver después de la visita de la Identidad Judicial y de los forenses y el cuerpo fue transportado a la Morgue.
Seguía cayendo una lluvia fina, cerrada y fría, que no había dejado de caer en toda la noche ni durante el día.
Había siluetas que iban y venían sobre las compuertas de la esclusa donde un barco se elevaba insensiblemente.
En la hora que llevaba allí, el comisario no trató más que de familiarizarse con un mundo que descubría de repente y del cual, al llegar, sólo tenía nociones falsas y confusas. El esclusero le dijo:
—No había casi nadie en el canal: dos motores bajando, un motor subiendo que traspasó la esclusa a mediodía, una gabarra y dos Panamá. Después el «chaudron» llegó con sus cuatro barcos…
Maigret tuvo que aprender que un «chaudron» es un remolcador, que un Panamá es un barco que no tiene ni motor ni caballos a bordo y que alquila un carretero con sus animales para un recorrido determinado, lo cual constituye una navegación lenta y pesada.
Llegando a Dizy no vio más que un canal estrecho a tres kilómetros de Epernay y un pueblo poco importante cerca de un puente de piedra.
Tuvo que chapotear en el lodo a lo largo del camino de arrastre hasta la esclusa que se encontraba a dos kilómetros de Dizy.
Allí encontró la casa del esclusero, de piedras grises y con un cartel: «Oficina de declaración». Entró en el «Café de la Marina», que era la única casa del lugar.
A la izquierda, un café pobre con manteles de plástico marrón en las mesas y las paredes pintadas de marrón y amarillo sucio.
Había un olor característico que bastaba para diferenciarlo de un café de campo. Olía a cuadra, a arreos, a alquitrán, a petróleo y a gasoil.
La puerta de la derecha estaba provista de una campanita y había anuncios transparentes pegados a los cristales.
Estaba atestada de mercancías: hule, zapatos, vestidos de tela, sacos de patatas, barriles de aceite de cocina y cajas de azúcar, guisantes y albaricoques mezclados con legumbres y vajilla de loza.
No se veía ningún cliente. En la cuadra no había más que un caballo que el propietario ensillaba para ir al mercado, un animal grande y gris tan doméstico como un perro, que no estaba atado y que se paseaba de vez en cuando por el patio entre los pollos.
Todo brillaba a causa de la lluvia. Era la nota dominante. Y la gente que pasaba era negra y reluciente, inclinada hacia delante.
A cien metros, un pequeño tren Decauville iba y venía en una cantera, y su conductor, en la parte trasera de la locomotora en miniatura, había colocado un paraguas bajo el cual iba encogido y con los hombros caídos.
Una barcaza se apartaba de la orilla e iba hasta la esclusa de donde estaba saliendo otro barco.
¿Cómo llegó la mujer allí? ¿Por qué? La policía de Epernay, los médicos y los técnicos de la Identificación Judicial se hacían esta misma pregunta y Maigret le daba vueltas y más vueltas en su pesada cabeza.
Había sido estrangulada, ésa era la primera certeza. La muerte se remontaba al domingo por la tarde, probablemente hacia las diez y media.
Y el cadáver fue descubierto en la cuadra, poco después de las cuatro de la mañana.
Ninguna carretera pasa cerca de la esclusa. Nada pudo llevar allí a alguien que no se ocupase de la navegación. El camino de arrastre es demasiado estrecho para permitir el paso de un coche. Y, aquella noche, hubiera sido preciso chapotear hasta media pierna en los charcos y en el lodo.
Y la mujer pertenecía con toda evidencia a un mundo que viaja más a menudo en coche y en
sleeping
que a pie.
No llevaba más que un traje de seda crema y sandalias de ante blanco que tanto podían ser de playa como zapatos de ciudad.
El traje estaba arrugado, pero no tenía ninguna mancha de barro. Sólo la punta del zapato izquierdo estaba todavía mojada en el momento del descubrimiento.
—De treinta y ocho a cuarenta años —dijo el médico después de examinarla.
Sus pendientes eran dos perlas verdaderas que costarían alrededor de treinta mil francos. La pulsera de oro y platino, de estilo moderno, era más estética que valiosa, pero llevaba la firma de un joyero de la plaza Vendôme.
Tenía el pelo castaño ondulado y muy corto en la nuca y por los lados.
En cuanto al rostro, desfigurado por el estrangulamiento, debió ser de una belleza considerable.
Sin duda, una mujer brillante.
Sus cuidadas uñas estaban sucias.
No encontraron ningún bolso por los alrededores. Los policías de Epernay, Reims y París, provistos de una fotografía de la víctima, trataban en vano desde la mañana de establecer su identidad.
Y la lluvia caía sin tregua sobre el paisaje triste. A la izquierda y derecha el horizonte estaba delimitado por cortinas estriadas en blanco y negro, porque las viñas en esta estación más bien parecían cruces de un cementerio de guerra.
El esclusero, al que su gorra con galones de plata servía para identificar su rango, daba vueltas con su aspecto taciturno en torno al recinto donde el agua borboteaba cada vez que manejaba las compuertas.
Y mientras los barcos subían o bajaban contaba a los marineros la historia.
A veces, debidamente firmadas las hojas reglamentarias, llegaban a grandes pasos hasta el «Café de la Marina», donde vaciaban juntos un vaso de ron o de vino blanco.
Regularmente, el esclusero mostraba con el mentón a Maigret. Éste, paseando de un sitio a otro sin objetivo, debía dar una sensación de desconcierto.
Había un hecho cierto. El asunto se presentaba claramente anormal. Ni siquiera había un testigo al cual interrogar.
Porque la policía, tras interrogar al esclusero y ponerse de acuerdo con el ingeniero de Puentes y Caminos, decidió dejar que los barcos prosiguiesen su camino.
Los dos carreteros salieron hacia mediodía llevando cada uno un «Panamá».
Como hay una esclusa cada tres o cuatro caminos y están comunicadas telefónicamente, se podía conocer, en cuestión de minutos, la situación de cualquier barco y detenerlo.
Además, un comisario de Epernay interrogó a los tripulantes de todos los barcos y Maigret tenía a su disposición las declaraciones, en las cuales se llegaba a la conclusión de que la realidad era inverosímil.
Todos los que se encontraban en el «Café de la Marina» aquella noche eran conocidos por el dueño del café o por el esclusero, y en la mayoría de los casos por ambos.