* * *
Sería necesaria por lo menos una hora para traer al juez. Llegaron unos agentes ciclistas que acordonaron el café y el «Estrella del Sur».
—¿Puedo vestirme? —preguntó el coronel. Pese a su bata, a las zapatillas azules y a las pantorrillas desnudas, atravesó por entre los marineros con sorprendente dignidad. Apenas entró en la cabina, volvió a sacar la cabeza y llamó:
—¡Vladimir!
Todas las escotillas del yate se cerraron. Maigret interrogó al esclusero, al que reclamaba un barco desde las compuertas.
—Supongo que en el canal no hay corriente. Por tanto, un cuerpo se quedará en el sitio donde lo han tirado…
—En los grandes tramos de diez o quince kilómetros, sí… Pero éste apenas tiene cinco. Si un barco atraviesa la esclusa 13, que está encima de la mía, noto la llegada del agua pocos minutos más tarde… Si yo subo un barco que llega, debo extraer varios metros cúbicos de agua que forman una contracorriente momentánea…
—¿A qué hora comienza usted el trabajo?
—En principio, al amanecer… Pero en realidad, mucho antes… Las gabarras de ganado, cuya marcha es lenta, parten hacia las tres de la mañana y utilizan a menudo la esclusa sin esperarme… No les digo nada, porque les conozco…
—Pero, ¿y esta mañana?
—El «Frederic», que durmió aquí, debió salir a las tres de la mañana y llegar a la esclusa de Ay a las cinco…
Maigret dio media vuelta. Frente al «Café de la Marina» y en el camino de arrastre había varios grupos de curiosos.
Al pasar hacia el puente de piedra, un viejo piloto de nariz rojiza se adelantó hacia Maigret.
—¿Quiere que le enseñe el lugar donde el joven fue lanzado al agua?
Y se quedó mirando orgullosamente a sus camaradas, que dudaban en ponerse en camino en la misma dirección.
Tenía razón. A cincuenta metros del puente de piedra, los cañaverales estaban aplastados en un área de varios metros. No sólo alguien había andado por ellos, sino que un cuerpo había sido arrastrado, porque el surco era ancho y las cañas estaban tronchadas.
—¿Ve usted…? Vivo a quinientos metros de aquí, en una de las primeras casas de Dizy… Al llegar por la mañana para ver si los barcos bajaban por el Marne y tenían necesidad de mí, me chocó… Tanto más cuanto que encontré esto sobre el camino…
Era un hombre fatigoso, con sus continuas muecas y las miradas maliciosas que lanzaba a sus compañeros situados a una prudencial distancia…
Pero el objeto que sacó de su bolsillo era del mayor interés. Era una insignia de esmalte finamente trabajado, que además de un ancla llevaba las iniciales: Y. C. F.
—Yachting Club de France —tradujo el piloto—. Todos lo llevan en el ojal…
Maigret se volvió hacia el yate que se veía a unos dos kilómetros y bajo las palabras «Estrella del Sur» vio las mismas letras: Y. C. F.
Sin preocuparse más del hombre que le había proporcionado la insignia, se encaminó hacia el puente. A la derecha, se extendía la carretera de Epernay todavía reluciente por las lluvias de la víspera, y por la que pasaban automóviles lanzados a toda velocidad.
A la izquierda, el camino hacía un recodo al llegar a Dizy. Más allá, sobre el canal, había varias barcazas en reparación, frente a los astilleros de la Compañía General de Navegación.
Maigret volvió sobre sus pasos un tanto nervioso porque el juez estaba a punto de llegar y, durante una hora o dos, habría el desbarajuste habitual, las preguntas, las idas y venidas, las hipótesis más ridículas.
Cuando llegó a la altura del yate, vio que éste seguía todo cerrado. Un agente paseaba frente a él, rogando a los curiosos que circulasen, pero sin poder impedir que dos periodistas de Epernay tomasen fotografías.
El tiempo no era bueno ni malo. Había una neblina luminosa y uniforme, como un techo de cristal esmerilado.
Maigret atravesó la pasarela y llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó la voz del coronel.
Entró. No tenía ganas de hablar. Vio a la Negretti sin arreglar, con los cabellos sobre las mejillas y secándose los ojos.
Sir Lampson tendía los pies a Vladimir, que se los calzaba con unos zapatos caoba.
Debía estar hirviendo agua en algún infiernillo, porque se oía el pitido del vapor.
Las literas del coronel y de Gloria no estaban hechas todavía. Sobre la mesa había una baraja y un mapa de las vías navegables de Francia.
Y seguía el olor sordo y cargado, recordando al mismo tiempo un bar, un
boudoir
y una alcoba. Una gorra de yate blanca colgaba en una percha junto a una corbata de color marfil.
—¿Willy pertenecía al Yachting Club de France? —preguntó Maigret con una voz que intentaba ser neutra.
El encogimiento de hombros del coronel le hizo comprender que la pregunta era absurda. Y lo era, porque el Y. C. F. es uno de los clubes más cerrados.
—Yo, sí —dijo sir Lampson—. Y también del Royal Yacht Club de Inglaterra…
—¿Quiere enseñarme la chaqueta que llevaba ayer por la noche?
—Vladimir…
Estaba calzado. Se levantó y fue hasta un pequeño armario arreglado para bar. No se veía ninguna botella de whisky. Pero había otros licores, ante los que dudó.
Al fin sacó una botella de aguardiente y murmuró sin insistir:
—¿Quiere?
—No, gracias…
Llenó una copa plateada que había en una estantería bajo la mesa, buscó un sifón y parpadeó como un hombre al que han trastrocado todas sus costumbres y sufre por ello.
Vladimir volvió del baño con una chaqueta negra de cheviot y ante un gesto de su amo, se la tendió a Maigret.
—¿Suele llevar en esta chaqueta la insignia del Y. C. F.?
—
Yes…
¿No han terminado todavía…? ¿Sigue Willy en el suelo allá abajo…?
Vació su vaso en pie, a pequeños sorbos y dudó antes de servirse de nuevo.
Lanzó una mirada por la mirilla, vio unas piernas y lanzó un gruñido instintivo.
—¿Quiere escucharme un instante, coronel? Hizo señas de que escuchaba.
Maigret sacó la insignia de esmalte de su bolsillo.
—Ha sido encontrado esta mañana en el cañaveral donde el cuerpo de Willy fue lanzado al agua.
La Negretti contuvo un grito, se dejó caer sobre el sofá de terciopelo granate y, con la cabeza entre las manos, se puso a sollozar convulsivamente.
Vladimir permaneció impasible. Esperaba a que le dieran la chaqueta para colgarla de nuevo en su sitio.
El coronel tuvo una sonrisa extraña y murmuró cuatro o cinco veces:
—
Yes… Yes…
Al mismo tiempo, se servía aguardiente.
—En mi país la policía interroga de otra forma… Debe recordar que todas las palabras pueden volverse en contra de quien las pronuncia… Quiero decir… ¿No debiera escribir…? No estoy dispuesto a repetir todo el tiempo…
»Tuve una discusión con Willy… Le pregunté… No importa…
»No era un canalla como los demás canallas… Hay canallas simpáticos…
»Le dije palabras demasiado duras y me agarró por la chaqueta, por aquí…
Mostraba las solapas y lanzaba frecuentes miradas de impaciencia a las piernas calzadas con botas de agua que se veían por las escotillas.
—Eso es todo… No sé más… Quizá cayó el botón… Era al otro lado del puente…
—Sin embargo, la insignia fue encontrada de este lado…
Vladimir parecía no estar escuchando. Recogía los objetos caídos, desaparecía en dirección a proa, volvía…
Con un acento ruso fuertemente marcado, le preguntó a Gloria, que ya no lloraba, pero que estaba completamente tendida y con la cabeza entre las manos:
—¿Desea algo?
Unos pasos resonaron en la pasarela. Llamaron a la puerta y la voz del brigada dijo:
—¿Está usted ahí, comisario…? Es el juez…
—¡Ya voy!
El brigadier no contestó y quedó invisible tras la puerta de caoba con empuñaduras de cobre.
—Una pregunta más, coronel… ¿Cuándo tendrá lugar el entierro?
—A las tres.
—¿Hoy?
—Sí… No tenía nada que hacer aquí…
Cuando se tragó su tercer coñac Tres Estrellas, mostró unos ojos más extraviados, los mismos que Maigret ya había visto.
Y, flemático e indiferente, como un verdadero señor, preguntó cuando Maigret hizo gesto de ir a marcharse:
—¿Estoy detenido?
De repente, la Negretti alzó la cabeza, completamente pálida.
El final de la entrevista entre el juez y el coronel fue casi solemne y Maigret, que se mantuvo apartado, pudo caer en la cuenta. La mirada del comisario se encontró con la del sustituto del procurador de la república y vio el mismo sentimiento.
El juez se instaló en la sala del «Café de la Marina». Una de las puertas daba a la cocina, donde se adivinaban ruidos de cacerola. La otra puerta, de vidrios recubiertos de anuncios transparentes de
foie-gras
y de jabón mineral, permitía entrever los sacos y las cajas de la tienda.
Por delante de la ventana pasaba y repasaba el quepis de un agente y más allá estaban situados los curiosos, silenciosos, pero obstinados.
Una jarra con un poco de líquido todavía quedó sobre una mesa, cerca de una botella de vino.
Un taquígrafo escribía sentado sobre un banco sin respaldo con el rostro cansado.
En cuanto al cadáver, una vez terminadas las diligencias, fue situado en el rincón más alejado de la estufa y cubierto con un mantel de hule de una mesa, que ahora mostraba las tablas mal ensambladas.
El olor persistía: especies, cuadra, alquitrán, etcétera.
Y el juez, que pasaba por ser uno de los magistrados más desagradables de Epernay —un Clairfontaine de Lagny, orgulloso de sus apellidos—, secaba su rostro de espaldas al fuego.
Al principio, dijo en inglés:
—Imagino que preferirá emplear su idioma…
Él lo hablaba correctamente, pero con cierta afectación, torciendo la boca como los que quieren adoptar en vano el acento particular del mismo.
Sir Lampson se inclinó, contestó lentamente a todas las preguntas y se volvió con frecuencia hacia el taquígrafo dándole tiempo a que tomase todas las palabras.
Dijo, sin más, lo mismo que le había dicho a Maigret en sus dos entrevistas.
Para el acontecimiento se había vestido con una chaqueta de crucero azul marino de corte casi militar, cuyo ojal solo llevaba un distintivo: el de la Orden del Mérito.
Tenía en la mano una gorra de larga visera galoneada, donde se veían las insignias del Yachting Club de France.
Todo era sencillo. Un hombre que preguntaba. Otro que se inclinaba cada vez imperceptiblemente antes de responder.
Maigret lo admiraba al mismo tiempo que sentía una cierta humillación al recordar sus incursiones al «Estrella del Sur».
No sabía el suficiente inglés como para entender todas las palabras. Pero entendió al menos el sentido de las últimas respuestas.
—Le pido, sir Lampson —dijo el juez—, que se quede a mi disposición hasta que ambos asuntos queden aclarados. Y me veo forzado, por otra parte, a rehusarle el permiso para enterrar a lady Lampson…
Una inclinación de cabeza.
—¿Puedo salir de Dizy con mi barco?
Con su gesto, el coronel mostraba los curiosos agolpados fuera, el decorado, e incluso el cielo.
—Mi casa está en Porquerolles… Necesito una semana sólo para llegar al Saône…
Ahora le tocó al juez inclinarse.
No se estrecharon la mano, pero faltó bien poco. El coronel miró en torno suyo, pareció no ver al médico, que se aburría, ni a Maigret, que volvió la cabeza y se despidió del sustituto.
Poco después atravesó el pequeño trecho entre el «Café de la Marina» y el «Estrella del Sur».
Ni siquiera entró en la cabina. Vladimir estaba en el puente. Le dio unas órdenes y se instaló al timón.
Y con gran admiración por parte de los marineros vieron bajar al ruso en jersey rayado a la sala del motor, ponerlo en marcha y hacer saltar desde el puente, y con gesto preciso, las amarras de los postes.
Poco después un grupito se alejaba gesticulando en dirección a la carretera, donde aguardaban los coches: eran el juez y sus acompañantes.
Maigret quedó solo. Pudo al fin llenar su pipa y metiéndose las manos en los bolsillos con gesto chabacano, mucho más chabacano que de costumbre, murmuró:
—Estamos como al principio.
—¿Acaso no había que empezar de nuevo? De las investigaciones del juez sólo se obtenían algunos puntos, que por ahora no podían apreciarse en su justa medida.
En primer lugar, el cuerpo de Willy presentaba, además de los signos de estrangulación, unas contusiones en las muñecas y en el torso. Según el médico era preciso desechar la idea de una caída y admitir la tesis de un combate con un adversario de una fuerza excepcional.
Por otra parte, sir Lampson declaró que había encontrado a su mujer en Niza, donde, a pesar de estar divorciada de un italiano llamado Ceccaldi, llevaba todavía su nombre de soltera.
El coronel no fue muy preciso. Sus frases voluntariamente ambiguas daban a entender que en esa época, Marie Dupin, también llamada Ceccaldi, estaba en un estado bastante próximo a la miseria y vivía de la generosidad de algunos amigos, sin caer del todo en la galantería.
Se casó con ella en Londres y fue entonces cuando ella hizo venir de Francia una partida de nacimiento a nombre de Marie Dupin.
Era una mujer encantadora…
Maigret volvía a ver el rostro grasiento, digno y coloreado del coronel mientras pronunciaba esas palabras sin afectación, con una simplicidad que el juez pareció apreciar.
Tuvo que echarse atrás para dejar pasar la camilla con el cuerpo de Willy.
Bruscamente se encogió de hombros, entró en el bar, se dejó caer en un banco y pidió:
—Una media…
* * *
Le sirvió la hija con los ojos todavía llorosos y la nariz enrojecida.
Se la quedó mirando con interés, pero antes de que pudiese preguntarle algo, ella murmuró asegurándose de no ser oída:
—¿Sufrió mucho el joven?
Ella tenía el rostro tosco, las piernas gruesas y los brazos grasos y enrojecidos. Sin embargo, era el único ser que se interesaba por la suerte del pobre Willy, quien, quizá por juego, la víspera le pellizcó el lomo, suponiendo que lo hiciera.
Aquello le recordó, a Maigret, la conversación tenida el día anterior con el joven medio tendido en la cama allí arriba y fumando cigarrillo tras cigarrillo.