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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

El asesino del canal (11 page)

BOOK: El asesino del canal
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El doctor hizo retroceder a los curiosos y parpadeó al tocar el pecho del herido.

—Vive, ¿verdad? —dijo con orgullo el primer salvador.

—Policía Judicial —intervino Maigret—. ¿Es grave?

—La mayoría de las costillas están hundidas… Cierto que vive… Pero me extrañaría que lo hiciese mucho tiempo… ¿Le han cogido entre dos barcos…?

—Entre un barco y la esclusa, sin duda…

—Vea…

Y el médico hizo tocar al comisario el brazo izquierdo partido en dos trozos.

—¿Hay una camilla?

El moribundo exhaló un débil suspiro.

—Voy a ponerle de todas formas una inyección… Pero que preparen la camilla rápidamente… El hospital está a quinientos metros…

Había una en la esclusa, como manda el reglamento, pero estaba en el desván donde, a través de la ventana, se veían las idas y venidas de una luz.

La bruselesa sollozaba lejos de Maigret, al que miraba con cierto reproche.

Diez hombres izaron al carretero, que emitió un nuevo gemido. Después una linterna se dirigió hacia la carretera aureolando un grupo compacto, mientras una gabarra a motor, con sus luces verdes y rojas, lanzaba tres golpes de sirena y marchaba hasta el centro de la ciudad para ser la primera en salir al amanecer.

* * *

Sala 10. Maigret vio el número por casualidad. Allí no había más que dos enfermos, uno de los cuales gemía como un bebé.

El comisario estuvo todo el tiempo recorriendo el pasillo, de muros blancos, por donde pasaban corriendo las enfermeras transmitiéndose órdenes a media voz.

En la sala 8, que estaba enfrente y se encontraba llena de mujeres, se hacían cabalas acerca del nuevo inquilino y se cruzaban pronósticos.

—Si le meten en la 10…

El doctor era un hombre grasiento, con gafas de carey. Pasó dos o tres veces en blusa blanca, sin decirle nada a Maigret.

Eran cerca de las once cuando se aproximó a él.

—¿Quiere verlo?

Fue un espectáculo penoso. El comisario apenas reconoció al viejo Jean, al que se había afeitado para curarle dos cortadas hechas en la mejilla, y en la frente.

Estaba allí, muy limpio, en su lecho blanco, a la luz neutra de una bombilla de cristal esmerilado.

—Mire qué desastre… Está más destrozado que un oso… Me parece que nunca había visto un esqueleto semejante… ¿Cómo lo ha conseguido?

—Cayó de la compuerta cuando estaba abierta.

—Entiendo… Ha debido ser encajado entre los muros y el casco… El pecho está materialmente hundido… Las costillas cedieron…

—¿Y el resto?

—Tendremos que reconocerlo mañana mis colegas y yo, si vive todavía… Es muy delicado… Un falso movimiento podría matarlo…

—¿Ha recobrado el conocimiento?

—No lo sé. Es lo más chocante… Antes, cuando le examinaba las heridas, tenía la impresión de que me seguía con los ojos entreabiertos… Pero si le miraba abatía los párpados… No ha delirado… Apenas lanzó unos gemidos…

—¿Y su brazo?

—No es grave. La doble fractura está ya arreglada… Pero no se cura un tórax como un húmero… ¿De dónde viene…?

—No lo sé…

—Se lo pregunto porque lleva unos extraños tatuajes… He visto los de los batallones de África, pero éstos no se les parecen… Se los enseñaré mañana, cuando le quitemos la venda para la consulta…

El portero vino a decir que había gente insistiendo para visitar al herido.

Maigret fue al pasillo y se encontró con los marineros de «La Providencia», que se habían puesto trajes de ciudad.

—Podemos verlo, ¿verdad, comisario…? Es por culpa suya… Usted le asustó con sus historias… ¿Va mejor?

—Va mejor… Los médicos dirán algo mañana…

—Déjeme verlo… Aunque sea de lejos… Era una parte tan íntima del barco…

Ella no decía «de la familia», sino «del barco». Y quizá era más emocionante.

Su marido se escondía detrás suyo, incómodo en su traje de sarga azul, con el flaco cuello sobresaliendo por el cuello de celuloide.

—Les recomiendo que no hagan ruido…

Ambos le miraron desde el corredor, desde donde no se veía más que una forma confusa bajo la sábana, una mancha marfil a la altura de la cara y unos cabellos blancos.

Varias veces estuvo a punto de echarse sobre él la mujer.

—Dígame… Si pagamos algo, ¿estará mejor atendido?

No se atrevía a abrir su bolso, pero lo manoseaba con nerviosismo.

—Hay hospitales, ¿no es cierto?, donde pagando… Al menos, los otros no serán contagiosos, ¿verdad…?

—¿Se quedarán en Vitry…?

—¡Por supuesto que no nos iremos sin él…!

»Peor para la carga… ¿A qué hora podemos venir por la mañana?

—A las diez —intervino el médico, que escuchaba con impaciencia.

—¿No hay nada que pudiéramos traerle…? ¿Una botella de champaña…? ¿Uvas de España…?

—Se le dará todo lo que necesite…

Y el médico les llevó hacia la salida. Cuando llegó allí la brava mujer sacó, con gesto furtivo, un billete de diez francos y se lo puso en la mano al portero, con gran sorpresa por parte de éste.

* * *

Maigret se acostó a medianoche, después de telefonear a Dizy para que le enviasen las llamadas que pudiesen llegar.

En el último momento supo que el «Estrella del Sur», adelantando la mayor parte de las gabarras, estaba en Vitry-le-François amarrado al principio de la fila de barcos que aguardaban.

El comisario tomó una habitación en el «Hotel del Marne», en la ciudad, lo bastante alejado del canal como para que desapareciesen todos los vestigios de la vida que había llevado los últimos días.

Los clientes que jugaban a las cartas eran viajantes de comercio.

Uno de ellos, llegado después que los otros, anunció:

—Parece ser que se ha ahogado alguien en el canal…

—¿Juegas…? Laperrière está perdiendo todo lo que quiere… ¿Y se ha muerto ese tío?

Eso fue todo. La dueña dormitaba en una silla. El camarero esparcía aserrín por el suelo y recargaba la estufa para la noche.

Había un solo cuarto de baño, cuya bañera había perdido gran parte de su esmalte. Maigret no la usó y al día siguiente envió al camarero a comprarle una camisa nueva y un cuello postizo.

Pero a medida que pasaba el tiempo se impacientaba. Tenía necesidad de ver el canal. Como oyera una sirena, preguntó:

—¿Es la esclusa?

—No, el puente levadizo… Hay tres en la ciudad…

Era un día gris y ventoso. No encontró el camino del hospital y tuvo que preguntar varias veces porque todas las calles le llevaban fatalmente a la plaza del Mercado.

El portero le reconoció y corrió a su encuentro, gritando:

—Nunca lo hubiésemos creído, ¿no es cierto?

—¿Qué…? ¿Vive…? ¿Ha muerto…?

—¿Cómo? ¿No lo sabe…? El director acaba de telefonear a su hotel…

—Dígalo de una vez…

—Pues bien, ha desaparecido… ¡Volatilizado…! El médico jura que no es posible, que no ha podido recorrer ni cien metros en su estado… Pero no está…

El comisario oyó voces en el jardín detrás del edificio y se precipitó en aquella dirección.

Allí encontró a un viejo que no conocía y que resultó ser el director del hospital. Hablaba severamente al médico de la víspera y a una enfermera de cabellos rojos.

—¡Se lo juro…! —repetía el médico—. Usted sabe tan bien como yo qué es… Cuando le digo que eran diez costillas rotas no necesito… ¡Y no digamos nada de la asfixia ni de la conmoción…!

—¿Por dónde salió? —preguntó Maigret.

Le enseñaron una ventana que estaba a menos de dos metros del suelo. En la tierra se veían las huellas de dos pies desnudos así como una ancha marca, que evidenciaba una caída del carretero.

—Mire… La enfermera, la señorita Berta, pasó la noche en el cuerpo de guardia como de costumbre… No oyó nada… A las tres, tuvo que ir a dar una vuelta por la sala 8 y de paso le echó una ojeada a la 10… La luz estaba apagada… Había una calma absoluta… Pero no puede decir si todavía estaba el hombre en su cama o no…

—¿Y los otros enfermos?

—Uno debe ser trepanado urgentemente… Esperamos al cirujano… El otro durmió sin despertarse…

Maigret siguió las huellas con los ojos hasta un pequeño parterre donde un rosal estaba pateado.

—¿La verja suele estar abierta?

—Esto no es una cárcel —respondió el director—. ¿Cómo vamos a prever que un enfermo se escape por la ventana…? La puerta del edificio estaba cerrada, como siempre…

Fuera, era inútil buscar huellas porque estaba adoquinado. Entre dos casas, se veía la doble fila de árboles del canal.

—A decir verdad —intervino el médico— estaba casi seguro de que lo encontraríamos muerto esta mañana… Por eso, como no podíamos hacer nada… Lo puse en la 10…

Estaba agresivo porque seguía sin digerir los reproches que le había hecho el director.

Maigret rodeó el jardín como un caballo de circo y, de repente, levantó ligeramente su sombrero gris y se dirigió hacia la esclusa.

El «Estrella del Sur» entraba en ese momento. Vladimir, con su habilidad de profesional, lanzó una amarra contra un poste y paró en seco.

En cuanto al coronel, vestido con un largo impermeable, una gorra blanca en la cabeza, seguía impasible ante la barra del timón.

—¡Puertas! —gritó el esclusero.

No había más que una veintena de barcos para pasar.

—¿Es su turno? —preguntó Maigret señalando el yate.

—Sí y no… Si se le considera como «motor» tiene prioridad sobre los «caballos»… Pero como «placer…». Bah… Pasan tan poco que no somos muy estrictos con los reglamentos… Además, como les han dado algo a los marineros… Estos últimos manejaban las compuertas.

—¿Y «La Providencia»?

—Estorbaba el paso… Dio la vuelta y fue a atracar a doscientos metros del segundo puente… ¿Sabe algo del viejo…? Puede costarme caro esta historia… Pero vaya usted a saber… En principio debería manejar solo la esclusa… Pero si lo hiciera habría todos los días cien barcos esperando… ¡Cuatro puertas…! ¿Y sabe cuánto me pagan…?

Tuvo que alejarse porque Vladimir le tendía unos papeles y una propina.

Maigret aprovechó para alejarse por el canal. Poco después vio «La Providencia», que ya reconocería entre cien barcos.

Salía un penacho de humo por su chimenea. No había nadie en el puente y todas las escotillas estaban cerradas.

Tuvo que subir por la escalera trasera, que daba sobre la vivienda de los marineros.

Pero la rodeó y pasó a lo largo del comedero de los caballos.

Uno de los toldos que cubrían la cuadra estaba retirado. La cabeza de uno de los caballos asomaba, husmeando el viento.

Mirando hacia el interior, Maigret vio detrás de las patas, una forma oscura tendida sobre la paja. Muy cerca, la bruselesa estaba arrodillada con un pote de café en la mano.

Maternalmente, con extraña dulzura, murmuraba:

—Venga, Jean… Bébelo, ahora que está caliente… Esto te hará bien, viejo loco… ¿Quieres que te levante la cabeza?

Pero el hombre tendido a su lado no se movía y miraba al cielo.

Sobre ese cielo se recortaba la cabeza de Maigret, que él debía ver.

Y Maigret tenía la sensación de que en aquel rostro lleno de esparadrapos flotaba una sonrisa de contento, irónica, agresiva.

El viejo trató de levantar la mano para coger la taza de café que su compañera le llevaba a los labios. Pero cayó sin fuerza. Era callosa y picoteada de puntitos azules que debían ser vestigios de antiguos tatuajes.

IX. El doctor

—Vea… Volvió al nido arrastrándose como un perro herido…

¿Acaso la mujer se daba cuenta del estado del herido? A lo mejor era que no se sorprendía de nada. Estaba tan tranquila como si hubiese ayudado a un niño con gripe.

—El café no puede hacerle daño, ¿verdad…? Pero no quiere tomar nada… A las cuatro de la mañana mi marido y yo nos despertamos a causa de un gran ruido a bordo… Cogí el revólver…

Y le dije que me siguiese con la linterna…

»Puede creerme: Jean estaba allí, más o menos como ahora… Debió caer desde el puente… Y hay casi dos metros…

»Mi marido quería llamar a los vecinos para que nos ayudaran a transportarlo hasta la cama… Pero Jean lo entendió… Se puso a estrecharme la mano… ¡Me la apretaba…!

»Y le oía resoplar…

»Lo comprendí… Porque lleva ocho años con nosotros, ¿sabe…? No puede hablar… Pero entiende lo que digo… ¿No es cierto, Jean? ¿Te duele…?

Era imposible decir si las pupilas del herido brillaban de inteligencia o de fiebre. La mujer le quitó una brizna de paja que le molestaba en la oreja.

—Para mí, la vida es mi hogar, mis cobres, mis cuatro muebles… Creo que si me diesen un palacio sería muy desgraciada…

»Para Jean, la vida es su cuadra… ¡Y sus animales…! Hay días que no viajamos porque estamos en carga o descarga… Jean no tiene nada que hacer… Podría irse a la taberna…

»Pues no… Se acuesta aquí, en este sitio… Y se las arregla para que entre un rayo de sol…

Maigret se colocó imaginariamente en el lugar del carretero y vio el tabique encolado con resina a su derecha, con el látigo y una taza de estaño colgados de sendos clavos y un trozo de cielo que -se veía a través del techo y a la izquierda, la grupa musculosa de los caballos.

Se desprendía del lugar un calor animal, una vida múltiple y espesa que se agarraba a la garganta como un vino rasposo.

—Dígame, ¿podemos dejarlo aquí?

Ella le hizo un signo al comisario para que le siguiese fuera. La esclusa funcionaba al mismo ritmo que la víspera. Alrededor, estaban las calles de la ciudad que daban una animación extraña al canal.

—Va a morir, ¿verdad…? ¿Qué hizo…? Puede decírmelo… Pero yo no podía decirle nada, compréndalo… Por otra parte, no sé nada… Una vez, mi marido sorprendió a Jean con el pecho desnudo… Vio sus tatuajes… No ésos que llevan algunos marineros… Me imagino lo que usted hubiera supuesto…

»Creo que le quise todavía más… Me dije que sin duda no era lo que aparentaba y que se escondía…

»No le hubiera preguntado nada por todo el oro del mundo… Usted no creerá que ha matado a la mujer, ¿verdad…? En todo caso le hizo lo que se merecía…

»Jean es…

Buscó una palabra que expresara su pensamiento, pero no la encontró.

—Bueno, mi hombre se levanta… Le mandé a dormir, porque nunca ha estado fuerte del pecho… Cree usted que si preparase un caldo…

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