El asesino del canal (10 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

BOOK: El asesino del canal
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—Por supuesto que los motores no deberían tener más derecho… Por ejemplo, a la «Marie» nosotros le ganamos un kilómetro en una acequia de cinco… ¿Entonces…? Con el sistema de prioridad nos va a pasar delante… ¡Mira…! Es el comisario…

El hombrecito le tendió su mano como a un camarada.

—¿Otra vez con nosotros…? La patrona está a bordo… Se va a poner muy contenta de verlo, porque dice que para ser un policía usted es un buen tipo…

En la oscuridad se veía lucir la brasa de los cigarrillos y los fanales tan próximos unos de otros que parecía imposible que pudiesen circular todavía.

Maigret encontró a la gorda bruselesa preparando la sopa. Ella se secó la mano en el delantal antes de tendérsela.

—¿No ha encontrado al asesino?

—Precisamente por eso vengo a pedirle algunos detalles…

—Siéntese… ¿Un traguito?

—No, gracias.

—Sí, gracias… Venga, hombre. Con un tiempo semejante eso no hace mal a nadie… ¿Por lo menos no habrá venido desde Dizy en bicicleta?

—Pues, sí, desde Dizy.

—¡Pero hay sesenta y ocho kilómetros!

—¿Está aquí su carretero?

—Debe estar en la esclusa discutiendo… Quieren quitarnos nuestro turno y no es un buen momento porque ya hemos perdido bastante…

—¿Tiene una bicicleta?

—¿Quién, Jean…? ¡No…!

Ella se echó a reír y explicó mientras volvía al trabajo:

—No puedo imaginármelo en bicicleta con sus piernecitas… Mi marido tiene una… Pero hace más de un año que no la ha usado y supongo que tendrá los neumáticos pinchados…

—¿Han pasado ustedes la noche en Omey?

—Eso es. Tratamos siempre de parar en un sitio donde comprar provisiones… Porque si durante el día tenemos la desgracia de pararnos siempre hay otros barcos que nos adelantan…

—¿A qué hora llegaron ustedes?

—Poco más o menos a la misma que es ahora… Nos preocupamos más del sol que de la hora, ¿comprende…? ¿Otro traguito? Es genièvre, que traemos de Bélgica en cada viaje…

—¿Fue usted a la tienda?

—Sí, mientras los hombres tomaban el aperitivo… Debían ser poco más de las ocho cuando nos acostamos…

—¿Jean estaba en la cuadra?

—Dónde podía estar si no… Sólo se encuentra bien con sus animales…

—¿Usted no oyó ruido durante la noche?

—Nada en absoluto… A las tres, como siempre, Jean vino a preparar el café… Es la costumbre… Después nos pusimos en marcha.

—¿No notó nada extraño?

—¿Qué quiere que le diga…? Usted no sospechará del viejo Jean, ¿verdad…? Sabe usted, él tiene un aire un tanto extraño cuando no se le conoce… Nosotros hace ocho años que estamos con él… Pues bien, si no estuviese, «La Providencia» no sería más lo que es…

—¿Duerme su marido con usted?

Ella volvió a reír. Y como Maigret estaba cerca suyo ella le dio un golpe en las costillas.

—Dígame. ¿Es que parezco tan vieja…?

—¿Puedo darme una vuelta por la cuadra?

—Si quiere… Coja la linterna que está en el puente… Los caballos se han quedado fuera porque esperamos pasar esta misma noche… Y una vez en Vitry, nos quedamos tranquilos… La mayoría de los barcos toman el canal del Marne al Rhin… Hacia la Saône es más tranquilo… Aparte del túnel de ocho kilómetros que me da miedo…

Maigret se dirigió solo hacia el centro de la gabarra, donde se alzaba la cuadra. Cogió la linterna, que servía de fanal, y se deslizó en los dominios de Jean impregnados de un cálido olor a heno y cuero.

Pero en vano rebuscó durante un cuarto de hora sin dejar de oír la conversación que proseguía en el muelle entre el patrón de «La Providencia» y los marineros.

Cuando llegó a la esclusa, un poco después, todo el mundo trabajaba para recuperar el tiempo perdido en una orgía de manivelas y borbotones de agua; vio al carretero sobre una de las compuertas con el látigo en torno al cuello y muy atareado.

Estaba vestido como en Dizy, con un viejo traje de pana y tocado con un viejo sombrero desgastado que había perdido la cinta hacía mucho tiempo.

Una gabarra salió de la esclusa ayudándose con el bichero, porque era imposible avanzar por entre los barcos aglutinados.

Las voces que se llamaban de una barcaza a otra eran roncas y ariscas y los rostros iluminados por una luz ocasional profundamente marcados por la fatiga.

Toda esta gente estaba en ruta desde las tres o las cuatro de la mañana, y no soñaban más que con la cena y con el lecho, sobre el cual se abatirían por fin.

Pero cada uno quería franquear primero la esclusa elevada a fin de comenzar con buenas condiciones la etapa del día siguiente.

El esclusero iba y venía, atrapaba al vuelo los papeles de unos y otros, corría a su despacho donde él firmaba, recogía documentación o se metía las propinas en el bolsillo.

—Perdón…

Maigret había tocado el brazo del carretero, que se volvió y le miró con sus ojos casi invisibles detrás de la espesa mata de pestañas.

—¿Tiene usted otras botas además de las que lleva?

Jean pareció no comprender. Su rostro se llenó de arrugas. Y miró sus pies con aturdimiento.

Al fin sacudió la cabeza, sacó la pipa de su boca y murmuró solamente:

—¿Otras…?

—¿Sólo tiene esas botas?

Un signo afirmativo muy lento con la cabeza.

—¿Sabe usted montar en bicicleta?

La gente se aproximaba intrigada por este coloquio.

—Venga por aquí… —dijo Maigret—. Le necesito.

El carretero le siguió en dirección a «La Providencia», amarrada a unos doscientos metros de allí. Al pasar ante los caballos, que estaban con la cabeza baja, el dorso reluciente bajo la lluvia, acarició el pescuezo del más próximo.

—Suba…

El patrón, pequeño y delgado, estaba arqueado sobre un bichero plantado en el fondo del agua y pegaba su barco contra la orilla para permitirle el paso a una barcaza que bajaba.

Vio de lejos a los dos hombres que entraban en la cuadra, pero no tuvo tiempo de ocuparse de ellos.

—¿Ha dormido aquí esta noche? Un gruñido, que podía ser afirmativo.

—¿Toda la noche? ¿No le cogió la bicicleta al esclusero de Pogny?

El carretero tenía el aire desgraciado de un pobre de espíritu a quien se embarulla, o de un perro que no ha recibido golpes jamás y al que se amenaza de repente con pegarle.

Con la mano se echó hacia atrás el sombrero y se rascó el cráneo.

—Sáquese las botas…

El hombre no dijo nada y echó una mirada hacia la orilla, donde se veían las patas de los caballos. Uno de ellos relinchó, como si hubiera comprendido que su amo estaba en apuros.

—Sus botas… Rápido…

Y uniendo la acción a la palabra, Maigret hizo sentar a Jean en una plancha de madera que había a lo largo de la pared.

Sólo entonces el viejo se puso dócil y, mirando a su verdugo con reproche, se puso a estirar de una de las botas.

No llevaba calcetines, sino unas bandas de tela engrasadas y arrolladas en los pies y pantorrillas formando como una segunda piel.

La linterna iluminaba mal. El patrón, que había terminado su maniobra, vino a acodarse en el puente para ver lo que ocurría en la cuadra.

Mientras Jean, gruñendo, con el ceño fruncido y de mal humor levantaba la segunda pierna, Maigret se puso a limpiar la suela de la bota que tenía en la mano con paja nueva.

Después sacó el pedal que llevaba en el bolsillo y lo aplicó a la suela.

Era un espectáculo extraño ver al viejo abatido y que contemplaba sus pies descalzos. Sus pantalones, que debieron ser hechos para un hombre más pequeño todavía, tenían los forros descosidos, pero no le llegaban más que a media pierna.

Y las bandas engrasadas eran negruzcas y estaban llenas de paja y barro.

Maigret, muy cerca de la luz, confrontaba los dientes del pedal —algunos de los cuales estaban rotos— con las señales apenas visibles de la bota.

—Usted cogió anoche la bicicleta del esclusero de Pogny —acusó sin dejar de mirar los dos objetos—. ¿Hasta dónde llegó?

—¡Oeh…! «Providencia»… Podéis avanzar… El «Etourneau» renuncia a su turno y se queda en la acequia.

Jean se volvió hacia la gente que se agitaba fuera y después hacia el comisario.

—Puede hacer la maniobra —dijo Maigret—. Tenga… Sus botas…

El patrón manejaba ya el bichero. La bruselesa vino corriendo.

—Jean… A los caballos… Si perdemos el turno…

El carretero se puso las botas, se izó hasta el puente y moduló un curioso grito:

—¡Oh! ¡Hué! ¡Hué!

Y los caballos, arqueándose, se pusieron en marcha mientras él saltaba a tierra y les acompasaba el paso con el látigo siempre en los hombros.

—¡Oh…! ¡Hué…!

La patrona, mientras su marido manejaba el bichero, se apoyó con todas sus fuerzas sobre el timón para evitar la barcaza que llegaba en sentido contrario, y cuya redondeada proa y el resplandor de su fanal apenas podían distinguirse.

La voz impaciente del esclusero gritó:

—Venga… «Providencia…» ¿Para cuándo es? Se deslizaba sin ruido por el agua negra. Pero golpeó tres veces contra el muro antes de entrar en la esclusa, que ocupó en toda su longitud.

VIII. Sala 10

Normalmente se abren las cuatro puertas de la esclusa una después de otra, y poco a poco para evitar los remolinos que podrían romper las amarras del barco.

Pero había sesenta gabarras esperando. Los marineros cuyo turno estaba próximo ayudaban en la maniobra para que el esclusero pudiera dedicarse exclusivamente a sus papeles.

Maigret estaba sobre el muelle sosteniendo la bicicleta con una mano y siguiendo con los ojos las sombras que se agitaban en la oscuridad. Los dos caballos fueron a detenerse cincuenta metros más allá de las puertas de salida por sí mismos. Jean manejaba una manivela.

El agua salió con ruido de torrente. Podía vérsela, toda blanca, por los estrechos espacios dejados por el «Madeleine».

Pero en el momento en que la caída era más rápida, hubo un grito ahogado seguido de un golpe contra la proa de la barcaza y luego un borboteo confuso.

El comisario, más que comprender, adivinó el drama. El carretero ya no estaba en su sitio, junto a la puerta. Y los demás corrían a lo largo de los muros. Gritaban de todos los lados a la vez.

Para iluminar la escena no había más que dos lámparas: una sobre el puente levadizo sobre la esclusa y otra en la barcaza, que continuaba elevándose rápidamente.

—¡Cierren las puertas!

—¡Abrid las compuertas!

Alguien pasó con un bichero enorme que golpeó a Maigret en plena mejilla.

Unos marineros corrían a lo lejos. El esclusero salió de su casa aterrorizado ante su responsabilidad.

—¿Qué ha pasado?

—El viejo…

Entre las bordas de la barcaza, no habría más de treinta centímetros libres. Pero el agua, que llegaba de las compuertas, giraba a toda velocidad sobre sí misma, en torbellinos.

Hubo penosas maniobras. Entre otras, alguien entreabrió la compuerta delantera y se la oyó gemir amenazando saltar de sus goznes mientras el esclusero corría a reparar el daño.

Después, Maigret supo que todo el canal pudo haber sido inundado y sesenta barcazas averiadas.

—¿Lo ves…?

—Hay algo negro allá…

La gabarra seguía subiendo más lentamente. Las compuertas estaban cerradas. Pero a cada instante el barco golpeaba contra el muro aplastando cada vez el cuerpo del carretero.

—¿A qué profundidad?

—A menos de un metro bajo el barco… Era espantoso. A la débil luz de la linterna de cuadra se podía ver a la bruselesa correr en todas direcciones con un salvavidas en la mano. Exclamó en un momento determinado:

—¡Creo que no sabe nadar!

Y Maigret oyó una voz detrás suyo:

—Mejor para él. Así habrá sufrido menos…

* * *

Aquello duró un cuarto de hora. Por tres veces la gente creyó ver un cuerpo que emergía. Pero en vano sumergieron los bicheros en el lugar indicado.

La «Madeleine» salió lentamente de la esclusa y un viejo carretero gruñó:

—Apostaos lo que queráis a que está encajado en el timón. Yo he visto algo parecido en Verdún…

Se equivocaba. Apenas se detuvo la gabarra cincuenta metros más allá, cuando los hombres que buscaban con una pértiga junto a las puertas de salida pidieron ayuda.

Hubo que traer un bote. Había algo bajo el agua
;
como a un metro de profundidad. Y cuando uno se decidió a lanzarse al agua, mientras su mujer con lágrimas en los ojos trataba de retenerle, un cuerpo emergió bruscamente a la superficie.

Le izaron. Diez manos asieron la chaqueta de pana, que estaba desgarrada porque se había encajado en una de las puertas.

El resto transcurrió como en una pesadilla. Se oía el timbre del teléfono en la caseta del esclusero. Un chaval salió en bicicleta a avisar a un médico.

Pero era inútil. Apenas colocado el cuerpo del viejo carretero sobre el suelo un marinero le retiró la chaqueta, se arrodilló junto al pecho formidable del ahogado y empezó a practicarle la respiración artificial.

Alguien trajo una linterna.

El cuerpo parecía más corto, más sólido que nunca, y el rostro reluciente, lleno de barro, estaba descolorido.

—Respira… ¡Te digo que respira!

Pero no vomitaba. El silencio era tal que cualquier palabra resonaba como en una catedral. Y seguía oyéndose el chorro de agua de una compuerta mal cerrada.

—¿Qué hay? —preguntó el esclusero.

—Reacciona… Va muy bien…

—Necesitaríamos un espejo…

El patrón del «Madeleine» corrió a buscar uno. El hombre que practicaba la respiración artificial estaba derrengado y otro tomó su plaza dando fuertes sacudidas al ahogado.

Cuando se anunció la llegada del médico, que venía en coche por un camino lateral, podía verse el pecho del carretero elevándose al ralentí.

Al quitarle la chaqueta, la camisa abierta dejaba ver un pecho tan peludo como el de una fiera.

Bajo la tetilla derecha había una larga cicatriz y Maigret pudo ver confusamente un tatuaje en el hombro.

—¡El siguiente! —gritó el esclusero haciendo bocina con las manos—. En cualquier caso no podéis hacer nada por él…

Un marinero se alejó a regañadientes llamando a su mujer, que se lamentaba junto con otras varias cerca de allí.

—¿Has parado el motor por lo menos…?

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