El asesino del canal (2 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

BOOK: El asesino del canal
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Los carreteros dormían en la misma cuadra al menos una vez por semana y siempre en el mismo estado de embriaguez.

El barco-cisterna llegado el domingo por la tarde, y salido el lunes por la mañana, transportaba gasolina y pertenecía a una importante compañía del Havre.

En cuanto a «La Providencia», cuyo patrón era al mismo tiempo propietario, pasaba veinte veces por año con sus dos caballos y el carretero. Y lo mismo ocurría con los demás.

Maigret estaba irritado. Entró cien veces en el café, en la cuadra y en la tienda.

Se le vio llegar hasta el puente de piedra con el aspecto del que está contando los pasos o buscando algo en el lodo. Asistió, chorreando agua y disgusto, a diez operaciones de subir o bajar barcos por la esclusa.

La gente se preguntaba cuál sería su intención, pero lo cierto es que no tenía ninguna. No trataba de buscar un indicio y ni siquiera de provocar la conversación, sino impregnarse del ambiente y de la vida del canal, tan diferente de la que conocía.

Se aseguró los servicios de una bicicleta, por si deseaba alcanzar un barco en cualquiera de las dos direcciones.

El esclusero le proporcionó la «Guía oficial de la navegación interior» en la cual, pueblecitos desconocidos como Dizy, a causa de su emplazamiento topográfico por la presencia de un puente, de un cruce, de una grúa o de una oficina de declaración, cobran una importancia inusitada.

Trató de seguir mentalmente el recorrido de barcazas y carreteros:

«Ay - Puerto - esclusa núm. 13.

»Mareuil-sur-Ay - astillero de construcción - Puerto-ensanche para viajes - esclusa núm. 12 - Cota 74,36…

»Brisseuil, Tour-sur-Marne, Condé, Aigny…

Los barcos escalaban esclusa por esclusa, la meseta de Lougres y bajaban por el otro lado en su camino hacia Laôme, Chalón, Mâcom, Lyon…

—¿Qué vendría a hacer aquí esta mujer? ¡Con sus pendientes de perlas, su brazalete moderno y sus zapatos de ante blanco!

Debió llegar viva, puesto que el crimen se cometió después de las diez de la noche.

Pero, ¿cómo y por qué? Nadie oyó nada. Ella no gritó. Y los dos carreteros no se despertaron.

Sin el látigo perdido no se hubiera descubierto el cadáver sin duda hasta que quince días o un mes más tarde se removiese la paja por azar.

¡Y muchos otros carreteros hubieran roncado junto a ese cuerpo de mujer!

Pese a la lluvia, persistía en el ambiente algo pesado, implacable. Y el ritmo de vida era lento.

Pies calzados con botas o zapatones chapoteaban a lo largo de los muros de la esclusa o por los caminos de arrastre. Caballos empapados aguardaban el fin del vaciado para iniciar la marcha, estirando con esfuerzo progresivo, arqueándose sobre las patas traseras.

El sol iba a ponerse como la víspera. Las gabarras que subían no prosiguieron ya su camino y atracaban para pasar la noche. Los marineros se dirigían en grupos hacia el café.

Maigret fue a echarle un vistazo al cuarto que le habían preparado junto al del patrón. Pasó allí quince minutos cambiándose de zapatos y limpiando la pipa.

Cuando bajaba, un yate pilotado por un marinero con impermeable, llegaba al ralentí, echaba marcha atrás y atracaba suavemente entre dos amarraderos.

El marinero efectuó solo todas las maniobras. Un par de hombres salieron poco después de la cabina, miraron en torno suyo con fastidio y terminaron por encaminarse hacia «La Marina».

Se habían puesto unos impermeables. Pero cuando se los sacaron quedaron en camisa de franela abierta sobre el pecho y pantalones blancos.

Los marineros les miraban sin que ellos manifestasen el menor embarazo. Al contrario. El decorado parecía serles familiar.

Uno de ellos era grande y grueso, de cabellos grisáceos, color rojizo y ojos saltones de mirar glauco que resbalaba sobre la gente y las cosas sin verlas.

Se acomodó sobre una silla de paja, colocó una segunda bajo sus pies y chasqueó los dedos para atraer la atención del dueño.

Su compañero, que aparentaba unos veinticinco años, le hablaba en inglés con una indolencia que olía a esnobismo.

Este mismo pidió sin acento:

—¿Tiene champaña natural…? ¿No espumoso?

—Sí.

—Traiga una botella.

Ambos fumaban cigarrillos con boquilla de cartón importados de Turquía.

La conversación de los marineros, suspendida un instante, se reanudó progresivamente.

Poco después de que el dueño del café sirviera el vino, entró el marinero también en pantalón blanco y con un jersey de marino a rayas azules.

—Aquí está Vladimir…

El gordo bostezó, demostrando un aburrimiento compacto. Vació su vaso con una mueca medio satisfecha.

—Una botella —resopló en dirección al más joven.

Y éste repitió como si estuviese acostumbrado a transmitir las órdenes en voz alta:

—Una botella… De lo mismo…

Maigret salió del rincón donde estaba sentado con una caña de cerveza.

—Perdón, señores… ¿Puedo hacerles una pregunta?

El de más edad señaló con un gesto a su compañero que significaba:

—Diríjase a él.

No mostraba ni sorpresa ni interés. El marinero se sirvió de beber y cortó la boquilla de un cigarrillo.

—¿Han venido ustedes por el Marne?

—Por el Marne, sí, señor…

—¿Atracaron lejos de aquí ayer por la noche? El gordo se volvió y dijo en inglés:

—Dile que eso no le importa.

Maigret hizo como que no entendía y sacó de su cartera la fotografía del cadáver y la puso sobre el hule marrón de la mesa.

Los marineros sentados en el mostrador seguían la escena con la mirada.

El
yachtman
movió apenas la cabeza para mirar la fotografía, después examinó a Maigret y suspiró:

—¿Policía?

Tenía un fuerte acento inglés y la voz cascada.

—Policía Judicial; la noche pasada fue cometido un crimen, la víctima no ha sido identificada todavía.

—¿Dónde está? —preguntó el otro levantándose y haciendo un gesto en dirección hacia el retrato.

—En la Morgue de Epernay. ¿La conoce? El rostro del inglés era impenetrable. Pero Maigret observó que su cuello rojo y apopléjico se había puesto violáceo.

Se colocó la gorra blanca sobre el cráneo calvo y gruñó en inglés hacia su compañero:

—Más complicaciones.

Al fin, indiferente a la curiosidad de los marineros, dijo exhalando una bocanada de humo:

—Es mi mujer.

Se oyó más netamente el golpeteo de la lluvia sobre los cristales e incluso el chirrido de las manivelas de la esclusa. El silencio fue durante unos segundos absoluto, como si la vida se hubiese quedado en suspenso.

—Paga tú, Willy…

El inglés se echó el impermeable sobre los hombros sin meterse las mangas y gruñó en dirección a Maigret:

—Venga al barco…

El marinero, llamado Vladimir, acabó primero la botella de champaña y después se marchó como había llegado, en compañía de Willy.

Lo primero que vio el comisario al llegar al barco fue una mujer en albornoz, con los pies desnudos y los cabellos despeinados, dormitando sobre un sofá de terciopelo granate.

El inglés le tocó en un hombro y con la misma flema de poco antes y un tono exento de galantería, le ordenó:

—Vete fuera.

Esperó con la mirada errando por la mesa plegable sobre la cual había una botella de whisky, media docena de vasos sucios y un cenicero rebosante de colillas.

Terminó por servirse de beber y empujó, con gesto significativo, la botella hacia Maigret:

—Si quiere…

Pasó una gabarra rozando los postes de amarre y el carretero, cincuenta metros más allá, detuvo los caballos cuyos cascos resonaban silenciosamente.

II. Los huéspedes del «Estrella del Sur»

Maigret era poco más o menos tan alto y corpulento como el inglés. En el
Quai des Orfèvres,
su tranquilidad era legendaria. Pero esta vez se estaba poniendo nervioso con la calma de su interlocutor.

Y esa calma parecía estar a la orden del día en el barco. Desde el marinero Vladimir hasta la mujer que acababa de ser arrancada de su sueño, todos a bordo tenían el mismo aire indiferente o amodorrado. Parecía gente levantada tras una noche de terrible borrachera.

Un detalle entre muchos: mientras se levantaba y buscaba un paquete de cigarrillos, la mujer vio la fotografía que el inglés había arrojado sobre la mesa y que en el corto trayecto entre el café y el barco se había mojado.

—¿Mary…? —preguntó sin apenas un estremecimiento.

—Sí, Mary.

¡Y eso fue todo! Salió por una puerta que daba a proa y que debía conducir a la cabina del baño.

Willy llegó por el puente y se asomó por la escotilla. El salón era reducido, los tabiques de madera barnizada eran muy delgados y desde proa se debía escuchar todo, porque el propietario se volvió hacia allí con las cejas fruncidas y luego hacia el joven, al que dijo con impaciencia:

—Venga… entra…

Y a Maigret bruscamente:

—Sir Walter Lampson, coronel retirado del ejército de la India.

Acompañó su presentación con un saludo seco y señaló una banqueta con un gesto.

—¿Señor…? —preguntó el comisario vuelto hacia Willy.

—Un amigo… Willy Marco…

—¿Español?

El coronel se encogió de hombros. Maigret escrutó, con la mirada, el rostro manifiestamente israelita del joven.

—Griego por mi padre… húngaro por mi madre…

—Me veo obligado a hacerle cierto número de preguntas, sir Lampson.

Willy estaba sentado con desenvoltura en una silla y se balanceaba fumando un cigarrillo.

—Le escucho.

Pero en el momento en que Maigret hablaba, el
yachtman
preguntó:

—¿Quién lo ha hecho? ¿Se sabe? Hablaba del autor del crimen.

—No se ha descubierto nada hasta el momento. Por eso puede ser usted de gran utilidad, dándome cierta información…

—¿Con una cuerda? —preguntó aún llevándose la mano al cuello.

—No. El asesino sólo se sirvió de sus manos. ¿Cuándo vio a la señora Lampson por última vez?

—Willy.

Decididamente, Willy servía para todo, desde pedir bebidas hasta responder las preguntas hechas al coronel.

—En Meaux, el jueves por la noche —dijo.

—¿No dio parte a la policía de su desaparición?

—¿Por qué? Ella hacía lo que le daba la gana.

—¿Se eclipsaba con frecuencia?

—A veces…

El agua crepitaba contra el puente encima de sus cabezas.

El crepúsculo dejaba paso a la noche y Willy Marco encendió la luz eléctrica.

—¿Están cargados los acumuladores? No ocurrirá como la otra noche, ¿verdad? —dijo el inglés.

Maigret se esforzaba en dar un sentido preciso al interrogatorio. Pero se sentía solicitado a cada paso por sensaciones nuevas.

A pesar suyo, lo miraba todo y pensaba en todo a la vez, pese a tener en la cabeza un hervidero de ideas informes.

No estaba tan indignado como molesto ante ese hombre que en el «Café de la Marina» le había echado una ojeada a la fotografía y había dicho, sin un estremecimiento:

—Es mi mujer.

Veía a la desconocida en bata, preguntando:

—¿Mary?

¡Y ahora Willy Marco se balanceaba sin cesar, con el cigarrillo en los labios mientras el coronel se preocupaba por los acumuladores!

En la atmósfera neutra de su despacho, el comisario hubiera llevado, sin duda, un interrogatorio ordenado. Aquí, empezó por quitarse el abrigo sin haber sido invitado a ello y recogió el retrato que era tan siniestro como todas las fotografías de cadáveres.

—¿Vive usted en Francia?

—En Francia, en Inglaterra… a veces en Italia… siempre en mi barco, el «Estrella del Sur».

—¿Y usted viene de…?

—París —dijo Willy, a quien el coronel había hecho un signo para que hablara—. Estuvimos allí quince días, después de pasar un mes en Londres.

—¿Vivieron a bordo?

—No. El barco estuvo en Auteuil. Nosotros nos alojamos en el «Hotel Raspail», en Montparnasse.

—El coronel, su esposa, la mujer que acabo de ver y usted…

—Sí. Esa señora es la viuda de un diputado chileno, la señora Negretti.

Sir Lampson lanzó un suspiro de impaciencia y utilizó de nuevo el inglés:

—Cuenta las cosas rápidamente, porque si no, mañana por la mañana, todavía lo tenemos aquí.

Maigret no parpadeó. Sólo que, desde entonces, hizo las preguntas con cierta brutalidad.

—¿No es pariente suya la señora Negretti? —le preguntó a Willy.

—En absoluto.

—Entonces nada tiene que ver con usted ni con el coronel… ¿Quiere decirme cómo están distribuidas las cabinas?

—A proa hay un compartimiento para el equipaje, que es donde duerme Vladimir. Es un ex cadete de la marina rusa… Formó parte de la flota Wrangel…

—¿No hay más tripulación? ¿Ni camareros?

—Vladimir se ocupa de todo…

—¿Y qué más?

—Entre la proa y este salón, a la derecha está la cocina y a la izquierda la cabina del baño…

—¿Y en popa?

—El motor…

—Así pues, ¿vivían cuatro personas en este salón?

—Hay cuatro camas… Los dos sofás que usted ve, que pueden transformarse en litera y…

Willy se dirigió hacia una cómoda y sacó una especie de cajón muy largo, donde había una cama completa.

—Hay uno a cada lado, como usted ve… En efecto, Maigret comenzaba a ver un poco más claro y comprendía que no tardaría en saber todos los detalles de aquella cohabitación singular.

Los ojos del coronel estaban glaucos y acuosos, como los de un borracho. Parecía desinteresarse de la conversación.

—¿Qué ocurrió en Meaux? Pero antes que nada, ¿cuándo llegaron allí?

—El miércoles por la noche. Meaux está a una jornada de París… Habíamos llevado a dos amigas de Montparnasse…

—Continúe…

—El tiempo fue muy bueno. Hicimos fotografías y bailamos en el puente. Hacia las cuatro y media las llevé al hotel, porque tenían que coger el tren a París…

—¿Dónde estaba amarrado el «Estrella del Sur»?

—Cerca de la esclusa.

—¿No ocurrió nada el jueves?

—Nos levantamos muy tarde, después de haber sido despertado muchas veces por una grúa que cargaba piedras en una barcaza amarrada cerca de nosotros… El coronel y yo tomamos el aperitivo en la ciudad… Espere… Después de comer el coronel durmió la siesta… Yo jugué a cartas, con Gloria, en el puente… Gloria es la señora Negretti.

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