En la escena del delito, West y Brazil descubrieron un Chevrolet Caprice con el parabrisas hecho añicos. Su irritado propietario, Ben Martin, era un ciudadano respetuoso de las leyes. Ya había tenido su dosis de violencia y crimen y no merecía que le maltrataran de aquella manera su Caprice recién estrenado. ¿Con qué objeto? ¿Para robar el cuaderno de cupones de su esposa, que parecía un billetero en el asiento de atrás? ¿Algún gamberro subnormal había destruido el coche de Martin, ganado con tanto esfuerzo, para llevarse unas latas de atún blanco Starkist que costaban cincuenta centavos, o un frasco de Uncle Ben's, o un detergente Maxwell?
—Anoche le sucedió lo mismo a un vecino —explicaba Martin a los policías—. Y la noche anterior abollaron ese Bailey de ahí.
¿Cómo era posible que se hubiera llegado a esos extremos? Martin recordaba cuando era un chico en Rock Hill, Carolina del Sur, donde no cerraban nunca la puerta de casa. La única alarma contra ladrones era pillar con las manos en la masa al desgraciado que le estaba limpiando los bolsillos a uno y darle una soberana paliza, y allí terminaba el asunto. Ahora todo sucedía de la manera más estúpida, y los desconocidos destrozaban un Caprice nuevo por cuatro cupones de descuento metidos en un monedero de tela rojo, cerrado con velero.
Brazil observó la presencia, a una manzana de distancia, de un sujeto negro con pantalones cortos verdes que corría hacia el antiguo y oscuro Cementerio de los Fundadores.
—¡Ahí va! —exclamó.
—¡Comunícalo por radio! —le ordenó West.
Echó a correr, por instinto, sin tener en cuenta en absoluto la realidad: era una mujer de mediana edad, fumadora empedernida, y no estaba en forma. Se hallaba a treinta metros del sujeto, por lo menos, y ya jadeaba, sudorosa y torpe. Sencillamente, ni su cuerpo ni el pesado cinturón del uniforme estaban diseñados para aquel esfuerzo. El negro no llevaba camisa, y sus músculos se agitaban bajo una brillante piel de ébano. Era un auténtico galgo. ¿Cómo coño iba ella a atrapar a alguien así? Era imposible. Los sospechosos no solían estar en tan buena forma. No acostumbraban a beber Met-Rx ni había gimnasios en todas las cárceles.
Mientras ella se entregaba a estos pensamientos, Brazil la sobrepasó. Corría como un atleta olímpico y se iba aproximando a Pantalones Verdes. Cuando llegaron al cementerio casi lo había alcanzado. Brazil se lanzó a la espalda visiblemente musculosa del individuo. Éste apenas tenía grasa corporal, estaba reluciente del sudor y se movía a toda velocidad, convencido de que no tendría problemas para hacerse con aquellos cupones. Pero Brazil lo golpeó por detrás con toda la fuerza de que fue capaz y cayó al suelo cuan largo era. Los cupones volaron. Brazil saltó encima de Pantalones Verdes e hincó la rodilla en el espinazo del ladrón. Después apretó la linterna contra el cráneo del individuo, como si fuera un arma.
—¡Si te mueves te vuelo la tapa de los sesos, hijo de puta! —gritó.
Alzó la vista, orgulloso de sí mismo. West había conseguido llegar por fin, jadeante y sudorosa. Estaba segura de que en cualquier momento le daría un ataque al corazón.
—Esa frase te la he oído a ti —le comentó Brazil.
West consiguió desprender las esposas de la parte de atrás del cinturón. No guardaba un recuerdo claro de la última vez que las había utilizado. ¿Tal vez cuando aún era sargento y había mantenido una persecución a pie tras un travestí, en Fourth Ward? ¿Tanto tiempo hacía? ¿O había sido en el Fat Man's? Se sentía mareada y notaba el pulso en las venas del cuello y en los oídos. West remontó su deterioro el año en que cumplió treinta y cinco, justamente el año en que
Niles
se había aposentado en el felpudo de la puerta trasera de su casa un sábado por la noche. Los gatos abisinios eran exóticos y muy caros. También eran difíciles y excéntricos, lo cual probablemente explicaba que
Niles
fuera candidato a la adopción. Había momentos en que West deseaba abrir la puerta del coche y arrojarlo a alguna de las autopistas de la vida. Seguía sin entender por qué la había escogido a ella aquel felino flacucho y bizco con recuerdos de las pirámides.
La tensión provocada por la llegada de
Niles
a la familia precipitó en West un sentido autodestructivo que no tenía nada que ver con su creciente aislamiento conforme seguía ascendiendo en un mundo de hombres. El aumento en el consumo de tabaco, de grasas y de cerveza y su negativa a practicar ejercicio no tenían la menor relación con su ruptura con Jimmy Dinkins, que era alérgico a
Niles
y que a decir verdad detestaba al gato hasta el extremo de que una noche le había apuntado con el arma. En esa ocasión, Dinkins y West llevaban un rato discutiendo, y
Niles
había decidido entrometerse, saltando sobre Dinkins desde encima del frigorífico.
West todavía sudaba y respiraba trabajosamente mientras conducía al detenido hacia el coche. Incluso creyó que vomitaría.
—Tienes que dejar de fumar —le dijo Brazil.
West introdujo al individuo, en realidad un muchacho, en la parte de atrás del coche, y Brazil subió delante.
—¿Tienes idea de las grasas que lleva toda esa basura que comes normalmente? —continuó Brazil.
El detenido estaba callado pero en el retrovisor podía verse la mirada de odio que despedían sus ojos. Se llamaba Nate Laney y tenía catorce años. Habría matado a aquellos policías blancos; sólo necesitaba una oportunidad. Laney era malo y lo había sido desde su nacimiento, según su madre biológica, que también había sido mala toda su vida, según la suya. La genealogía de aquella mala hierba podía remontarse a una cárcel de Inglaterra, donde la mala simiente original fue embarcada posiblemente en algún barco de presidiarios por la misma época, aproximadamente, en que las tropas de la Ciudad de la Reina habían perseguido a Cornwallis por los caminos.
—Seguro que no haces nunca ejercicio. —Brazil no sabía cuándo debía parar.
West le dedicó una mirada de odio mientras pasaba un pañuelo por su rostro sofocado. Brazil había corrido cien metros al
sprint
y ni siquiera resollaba. La mujer se sintió vieja y anquilosada, y más que harta de aquel niñato y de sus opiniones infantiles y santurronas. La vida era muchísimo más complicada de lo que él pensaba; ya lo descubriría por sí mismo cuando llevara un par de años por ahí, sin otra cosa que puestos de pollo frito en cada esquina. Bojangles, Church's, Popeye's, Chic N Grill, Chick-Fil-A, Price's Chicken Coop… Además, un policía no ganaba mucho, sobre todo en sus primeros años, así que incluso las opciones para la cena cuando no estaba de servicio se limitaban a pizzas, hamburguesas y comidas de bar, que abundaban en Charlotte, a cuyos ciudadanos les encantaba ver a sus Hornets y a sus Panthers y a los pilotos de las carreras de coches Nascar.
—¿Cuándo fue la última vez que jugaste a tenis? —le preguntó Brazil mientras el detenido urdía planes en el asiento de atrás.
—No recuerdo —respondió ella.
—¿Por qué no vamos a intercambiar unos golpes?
—Deberías ir a que te revisen la cabeza —dijo West.
—Tú jugabas bien. Seguro que también estabas en forma —insistió él.
La sólida y enorme cárcel de cemento estaba en el corazón de la ciudad. Se había construido al mismo tiempo que el nuevo y gran edificio del Departamento de Policía, en mitad de aquella ciudad que, según algunos, disfrutaba de una cantidad de delitos resueltos que superaba el número real de casos. En la prisión había que cruzar muchos niveles de seguridad, que empezaban por las taquillas donde los agentes de policía debían depositar sus armas cuando entraban. En un escritorio, varios guardias inspeccionaban a todo el que entraba, y Brazil miró alrededor para observar detenidamente el lugar. Se hallaba una vez más en otro sitio nuevo y escalofriante. Una mujer paquistaní con ropas oscuras y velo estaba siendo ingresada por robar en una tienda. Borrachos, ladrones y los habituales camellos eran conducidos allí por los agentes de la policía metropolitana, mientras que los de la oficina del sheriff efectuaban la supervisión.
Así pues, West cacheó al muchacho en el Depósito Central de Detenidos y le vació los bolsillos. Encontró unos chicles, un dólar y trece centavos y un paquete de Kool. Luego se concentró en el papeleo. Ahora el muchacho estaba contento, se reía, satisfecho de sí mismo, y miraba a su alrededor para ver quién estaba observando al duro de Nate.
—¿Sabes leer? —le preguntó West.
—¿Eso es mi fianza? —El detenido se las daba de duro. Llevaba tres calzones de boxeador y dos pantalones cortos más, verdes los externos, que se le caían. No llevaba cinturón, miraba a su alrededor una y otra vez y era incapaz de quedarse quieto.
—Me temo que no —respondió West.
En una de las celdas de detención de metal azulado, un muchacho solitario para el que no había redención posible le dirigió una mirada desesperada y asesina. Brazil le sostuvo la mirada. Después contempló la zona de detención, donde una de las celdas estaba abarrotada de hombres a la espera de ser trasladados a la cárcel de Spector Drive hasta que el departamento de Asuntos Penitenciarios los llevara a Camp Green o a la prisión Central. Los hombres estaban callados y miraban, agarrados a los barrotes como animales en el zoo, sin nada más que hacer bajo su uniforme carcelario anaranjado.
—No voy a estar mucho ahí dentro —le hizo saber a West.
—¿Cuánto es «mucho»? —West completó el inventario de pertenencias de Nate Laney.
El muchacho se encogió de hombros y se volvió a mirar a un lado y a otro.
—Un par de meses más o menos —respondió.
West y Brazil terminaron su ronda con un desayuno en el Presto Grill. El reportero estaba muy despejado y dispuesto a la aventura. Ella se sentía agotada, y acababa de empezar una nueva jornada. Al pasar por su casa había advertido la presencia de un tubo de Super Glue entre los arbustos. Cerca de él había una navaja abierta. Recordó vagamente haber oído algo por la emisora policial sobre un sujeto exhibicionista en Latta Park. Al parecer tenía algo que ver con un pegamento. West recogió el tubo como posible prueba y se preguntó cómo habría llegado hasta su jardín. Dio de comer a
Niles
y, a las nueve de la mañana, cruzaba el vestíbulo del City Hall acompañando a Hammer.
—¿Qué diablos haces con un bloc de citaciones en el coche? —preguntaba Hammer, a paso rápido.
Aquello había ido demasiado lejos. Su jefa ayudante se había pasado la noche en la calle, persiguiendo delincuentes a pie. Incluso se había encargado de encerrar a gente.
—Que sea una jefa ayudante no significa que no pueda hacer cumplir la ley —respondió West, esforzándose por mantenerse a su lado mientras saludaban con un gesto de cabeza a la gente con la que se cruzaban por el pasillo.
—No puedo creer que andes por ahí poniendo multas. Buenos días, John. Ben. Y encerrando gente. Hola, Frank. —Saludó a otro miembro del consejo municipal—. Terminarás otra vez ante un tribunal. Como si me pudiera pasar sin ti. Ese bloc de citaciones… Quiero que me lo entregues hoy mismo.
West soltó una carcajada. Era una de las cosas más ridículas que había oído en mucho tiempo.
—Ni hablar —respondió—. Qué me dijiste que hiciera, ¿eh? ¿De quién fue la idea de hacerme salir a la calle otra vez?
La falta de sueño le soltaba la lengua.
Hammer alzó las manos en un gesto de desesperación mientras entraban en una sala donde el alcalde había convocado una reunión especial del consistorio.
Estaba abarrotada de ciudadanos, periodistas y equipos de televisión. Cuando las dos funcionarías policiales hicieron su entrada, los presentes se pusieron de pie inmediatamente, con un gran alboroto.
—¡Jefa!
—¡Jefa Hammer! ¿Qué vamos a hacer con la delincuencia en los barrios del este?
—¡La policía no comprende a la comunidad negra!
—¡Queremos que nos devuelvan nuestros barrios!
—¡Construimos una cárcel nueva pero no enseñamos a nuestros hijos a no pisarla!
—¡El comercio en el centro ha caído un veinte por ciento desde que empezaron esos asaltos a coches con asesinatos! —exclamó otro ciudadano.
—¿Qué vamos a hacer? Mi mujer está muerta de miedo.
Hammer ya había llegado a la cabecera de la mesa y empuñaba un micrófono. Los consejeros tomaron asiento en torno a una mesa de madera en forma de herradura, con placas de metal bruñido que señalaban su cargo en el Gobierno de la ciudad. Todas las miradas se centraron en la primera jefa de policía de la historia de Charlotte, que hacía que la gente se sintiera importante, cualquiera que fuese su estatus social. En cierto modo, Judy Hammer era para algunos la única madre que habían conocido. Su jefa ayudante también caía bastante bien, allí plantada con los demás, tratando de ver por ella misma cuáles eran los problemas.
—Recuperaremos nuestros barrios evitando el próximo delito —proclamó Hammer con su voz potente—. La policía no puede hacerlo sin su ayuda. Ya basta de mirar a otro lado y encogerse de hombros. —Judy, la evangelista, apuntaba en todas direcciones—. Ya basta de pensar que lo que le sucede al vecino es problema del vecino. Formamos un cuerpo… —Miró a su alrededor—. Lo que le sucede a usted, me sucede a mí.
Nadie se movió. Las miradas no se apartaron de ella mientras, plantada allí ante la concurrencia, decía una verdad que los gestores del poder del pasado no habían querido que el público escuchase. La gente tenía que recuperar sus calles, sus barrios, sus ciudades, sus estados, sus países, su mundo. Cada persona tenía que empezar a mirar por la ventana, hacer un poco de política en su propio ámbito vital e irritarse cuando al vecino le sucedía algo. Sí, señor. Plantarse. Ser un miliciano, un soldado de Cristo.
—Adelante —les dijo Hammer—. Sean policías ustedes también, y no nos necesitarán.
La sala enloqueció.
West recordó con ironía aquella abrumadora respuesta mientras ella y Brazil pasaban ante el estadio que se alzaba espectral y enorme hacia la noche, lleno de entusiastas aficionados que aclamaban a Randy Travis. El Crown Victoria de West iba directo y veloz cuando pasó ante el centro de convenciones, donde un enorme monitor de vídeo proclamaba: BIENVENIDOS A LA CIUDAD DE LA REINA. A lo lejos, otros coches patrulla apresuraban la marcha con sus luces destellantes azules y rojas, protestando por otra terrible infracción. Tampoco Brazil pudo dejar de pensar en lo oportuno del suceso, después de lo que había dicho Hammer por la mañana. Mientras acudían a la llamada, Brazil se sentía furioso.