Esa noche Brazil se quedó en su habitación y disparó sin balas la 38 de West hasta que se le hizo una considerable ampolla en el dedo índice. Apuntó contra sí mismo ante el espejo, por si así se habituaba a verse apuntado por un arma. Hizo todo esto envuelto en música y en fantasías; el letal ojo negro miraba a su cabeza y a su corazón mientras pensaba en su padre, que no había sacado su arma. Su padre no había tenido tiempo ni de conectar la radio. A Brazil empezaban a temblarle los brazos y aún no había cenado.
Pasaban unos minutos de las nueve y su madre no había querido tomar nada un rato antes, cuando se había ofrecido a prepararle una hamburguesa y una ensalada de tomates frescos y cebolla tierna, con aceite y vinagre. Su madre, más despierta de lo habitual, estaba viendo una comedia con la misma bata de franela azul desvaído y las mismas zapatillas que llevaba la mayor parte del tiempo. Brazil no podía entender cómo era capaz de vivir de aquella manera, pero ya había abandonado cualquier aspiración de cambiarla o de modificar aquella vida que la mujer odiaba. Cuando estaba en el instituto, él, su hijo único, había sido el experto detective que revolvía en la casa y en el Cadillac a la busca de reservas ocultas de píldoras y alcohol. La capacidad de su madre para hacerse escondrijos resultaba asombrosa. Una vez había llegado al extremo de enterrar whisky en el jardín, detrás de los rosales que cuidaba y podaba cuando todavía se interesaba por esas cosas.
El mayor temor de Muriel Brazil era estar presente. La mujer no quería estar allí, y la pesadilla de la rehabilitación y de las reuniones de Alcohólicos Anónimos nublaba su recuerdo como la sombra de un ave monstruosa que la sobrevolara y abriese sus zarpas, dispuesta a arrebatarla y a devorarla viva. La mujer no quería sentir. No quería sentarse con grupos de personas que sólo tenían nombre propio y hablaban de lo borrachos que habían sido, de las juergas que solían correrse y de lo maravilloso que era estar sobrio. Todos hablaban con la sinceridad de pecadores contritos tras una experiencia religiosa.
Su nuevo dios era la sobriedad, y este dios permitía muchos cigarrillos y mucho café solo descafeinado. El ejercicio, beber copiosas cantidades de agua y hablar regularmente con el padrino eran fundamentales, y el dios esperaba del recuperado que se pusiera en contacto con todo aquel a quien alguna vez había ofendido, para pedirle disculpas. En otras palabras, se suponía que la señora Brazil debía decirle a su hijo y a sus compañeros de trabajo en Davidson que era alcohólica.
En una ocasión lo había probado con un grupo de estudiantes a los que supervisaba en el servicio de comidas ARA Slater, que aprovisionaba la cafetería del nuevo edificio de Comunes.
—He pasado un mes en un centro de tratamiento —explicó la señora Brazil a una estudiante de penúltimo año llamada Heather, de Connecticut—. Soy una alcohólica.
Después lo había probado con Ron, un alumno de primer año de Ashland, Virginia. La esperada catarsis no se produjo. Los estudiantes no respondieron bien, y a partir de entonces la evitaron. La miraban con temor mientras por el campus circulaban los rumores. Parte de lo que se decía llegó a oídos de Andy Brazil, lo cual incrementó una sensación de vergüenza que lo condujo a un aislamiento cada vez mayor. Sabía que nunca podría tener amigos porque si alguien se acercaba, conocería la verdad. Incluso West se había visto en aquella situación la primera vez que había llamado a su casa. Brazil todavía estaba perplejo; le desconcertaba que aquello no hubiera afectado, al parecer, a la opinión que tenía de él la jefa ayudante.
—Mamá, ¿qué te parece si pongo a cocer unos huevos? —Brazil se detuvo en el umbral de la habitación. La luz de la televisión parpadeaba en el salón a oscuras.
—No tengo hambre —respondió ella sin apartar los ojos de la pantalla.
—¿Qué has comido? ¿A que no has comido nada? Ya sabes lo malo que eso es para ti, mamá.
Ella apuntó con el mando a distancia y cambió a otro canal en el que la gente reía y se intercambiaba chistes malos.
—¿Y un poco de queso a la parrilla? —probó de nuevo el hijo.
—Bueno, quizá sí.
Volvió a cambiar de canal. Le resultaba difícil mantener la calma cuando su hijo andaba cerca. Era duro mirarlo a la cara y encontrar su mirada. Cuanto mejor la trataba, más abusiva se sentía ella, y nunca había descifrado la causa. Sin él no sería capaz de valerse por sí misma. Él compraba la comida y mantenía el funcionamiento de la casa. Los cheques de la seguridad social y una pequeña pensión del Departamento de Policía le suministraban el efectivo. Últimamente no le costaba mucho emborracharse y sabía muy bien qué decía aquello sobre su hígado. Tenía ganas de seguir adelante y morir de una vez, y cada día trabajaba con este fin. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se le hizo un nudo en la garganta mientras su hijo trasteaba en la cocina.
El alcohol había sido su enemigo desde la primera vez que lo había tocado, cuando tenía dieciséis años y Micky Latham la había llevado al lago Norman de noche y la había emborrachado con licor de albaricoque. Recordaba vagamente que estaba tumbada en la hierba, contemplando cómo las estrellas se reconfiguraban y se hacían borrosas mientras él respiraba aceleradamente y se afanaba con torpeza en su blusa, como si los botones acabaran de inventarse. El chico, que tenía diecinueve años, trabajaba en el garaje Bud's y tenía unas zarpas callosas sobre sus pechos, que nadie había tocado hasta aquel etílico momento.
Así fue la noche en que la dulce Muriel perdió la virginidad, y no tuvo nada que ver con Micky Latham y sí lo tuvo, todo, con la botella escondida en la bolsa de papel marrón de la tienda ABC. Cuando bebía, su cerebro se alzaba como si pudiera cantar. Era feliz, valiente, simpática e ingeniosa. Muriel conducía el Cadillac de su padre la tarde que el agente Drew Brazil la había obligado a parar por exceso de velocidad. La chica tenía diecisiete años y era la mujer más hermosa y mundana que Drew había visto nunca. Si le había pasado por la cabeza que el aliento de Muriel olía a alcohol, aquella tarde estaba demasiado hechizado como para considerarlo debidamente. Estaba demasiado glorioso con su uniforme y no llegó a rellenar la multa. En lugar de eso, cuando el agente quedó libre de servicio se fueron al campamento de pesca de Big Daddy's. Se casaron por Acción de Gracias, cuando Muriel llevaba dos meses sin que le viniera la regla.
Andy Brazil reapareció en la puerta de la habitación con queso a la plancha sobre pan de trigo, cocinado en su punto y cortado en diagonal, como a ella le gustaba. Había añadido una cucharada de ketchup al lado para que pudiese mojar y le traía agua que la mujer no tenía la menor intención de beber. El muchacho se parecía tanto a su padre que era más de lo que Muriel podía soportar.
—Ya sé que el agua no te gusta nada, mamá —dijo él mientras le ponía la fuente y la servilleta en el regazo—. Pero tienes que bebértela, ¿de acuerdo? ¿Seguro que no quieres ensalada?
Ella negó con la cabeza y le hubiera gustado agradecérselo, pero estaba impaciente porque se había puesto en medio y no le dejaba ver la tele.
—Estaré en mi cuarto —dijo él.
Tiró del gatillo hasta que le sangró el dedo. Tenía una firmeza de pulso considerable porque los años de tenis le habían fortalecido los músculos de las manos y de los brazos. Cuando apretaba en serio, estrujaba la mano de quien se la daba. A la mañana siguiente despertó excitado. Lucía el sol, y West había prometido llevarlo otra vez a la galería de tiro a media tarde, para seguir ejercitándole. Era lunes y tenía el día libre. No sabía qué haría entre aquel momento y la hora señalada, ni cómo mataría el tiempo. Brazil no soportaba el tiempo libre, y por lo general lo ocupaba en algún proyecto.
La hierba estaba cargada de rocío cuando salió de casa, a las siete y media. Con unas raquetas de tenis y un cubo de pelotas se encaminó primero a la pista de atletismo, donde corrió diez kilómetros e hizo flexiones de brazos, sentadillas y planchas para conseguir su dosis de endorfinas. Cuando terminó, la hierba ya estaba cálida y seca y se tumbó en ella el tiempo suficiente como para que su pulso se normalizara. Escuchó el zumbido de los insectos entre los tréboles y captó el olor agridulce a hierba verde y a cebollas silvestres. Con la camiseta de tirantes y los pantalones cortos de gimnasia empapados en sudor, descendió al trote la pendiente que conducía a las pistas de tenis al aire libre.
Unas mujeres jugaban un partido de dobles y Brazil cruzó su pista a paso ligero por detrás de las jugadoras y se dirigió al extremo opuesto para estar lo más alejado posible de todo el mundo. No quería molestar con los cientos de bolas que se proponía golpear. Practicó el saque hacia ambos cuadros de recepción de la pista, primero a un lado y después al otro, y luego recogió todas las pelotas en el cubo metálico, amarillo brillante. Brazil estaba algo malhumorado. El tenis no perdonaba si uno dejaba de practicar. Echaba en falta su precisión habitual y sabía lo que eso presagiaba. Si no empezaba a jugar otra vez, iba a perder una de las pocas cosas en las que siempre había destacado. ¡Mierda! Las mujeres de la pista uno notaron un acusado bajón en la calidad de su juego mientras observaban con envidia al joven, que golpeó cuatro bolas seguidas con tal fuerza que sonaban como pelotas de béisbol al estrellarse contra el bate.
La concentración de la jefa Hammer también oscilaba. La mujer presidía una reunión del personal directivo en su sala privada de reuniones, en su amplio espacio de la tercera planta. Las ventanas daban a Davidson y Trade, y Hammer alcanzaba a ver el edificio del poderoso USBank Corporate Center, rematado por su absurdo tocado de aluminio que, extrañamente, evocaba a un salvaje con un hueso en la nariz, quizá de algún episodio de la antiquísima serie
Little Rascals.
A las ocho en punto de la mañana, mientras Hammer llevaba hasta su mesa la primera taza de café del día, había recibido la llamada del presidente del consejo de administración de aquel edificio de sesenta pisos.
Solomon Cahoon era judío, y la madre se había inspirado en el Antiguo Testamento a la hora de escoger un nombre para su primogénito. Su hijo sería un rey que tomaría decisiones sabias, como la de aquel viernes, en que había informado a su jefe de policía de que celebraría una conferencia de prensa para dar a conocer a los ciudadanos que los asesinatos en serie de Charlotte eran de cariz homosexual, y que no representaban ninguna amenaza para los hombres normales que visitaban la Ciudad de la Reina por asuntos de negocios. En la iglesia baptista de Northside se celebraría un acto religioso por las familias de las víctimas y por el alma de los muertos. La policía seguía pistas muy fiables.
—Simplemente, para tranquilizar —le había confiado Cahoon a la jefa por teléfono.
Hammer y sus seis jefes ayudantes, junto con personal de planes estratégicos y de análisis criminológico, deliberaban sobre esta última orden de arriba. Wren Dozier, jefe ayudante de Administración, estaba especialmente colérico. Tenía cuarenta años, facciones delicadas y un hablar suave. Soltero, vivía en una zona de Fourth Ward donde Tommy Axel y otros tenían casas adosadas con puertas de color rosado oscuro. Dozier sabía que nunca ascendería más allá de capitán; entonces había llegado Hammer, una mujer que recompensaba a la gente que trabajaba bien. Dozier habría parado una bala por ella.
—Vaya montón de mierda —murmuró el hombre mientras, despacio y con aire irritado, movía la taza de café que tenía sobre la mesa—. ¿Y qué hay de la otra parte? ¿Qué hay de las mujeres y de los hijos que esperan en casa? —Estudió las miradas a su alrededor—. ¿Tienen que pensar que lo último que hizo papá fue pagar por un encuentro homosexual en una calle de una ciudad lejos de casa?
—No hay evidencia que apoye tal cosa —dijo West, expresando su disgusto—. No se puede decir una cosa así.
Se volvió hacia Hammer. La jefa y Cahoon no eran capaces de estar de acuerdo en nada, y la mujer sabía que él terminaría por conseguir que la cesaran. Sería cuestión de tiempo y no supondría ninguna novedad. En el nivel que ocupaba todo era política. La ciudad tenía un nuevo alcalde, que traía consigo a su propio jefe; eso era lo que le había sucedido en Atlanta y lo que habría pasado en Chicago si no se hubiera marchado antes. No podía permitirse que la echaran otra vez. Las ciudades se harían cada vez más pequeñas hasta que, un buen día, terminaría donde había empezado, en la insulsa ciudad rural de Little Rock.
—Desde luego, no pienso presentarme ante los periodistas para difundir esta basura. No lo haré —declaró.
—Bueno, creo que no sería malo recordarle al público que seguimos pistas y estamos encima del caso —apuntó la responsable de información pública.
—¿Qué pistas? —replicó West, que era quien dirigía las investigaciones y debía estar al corriente de todo.
—Si tenemos alguna, la seguiremos —dijo Hammer—. En eso estamos.
—Eso tampoco se puede decir —le corrigió la relaciones públicas con tono preocupado—. Hay que evitar eso de «si tenemos alguna».
Hammer la interrumpió, impaciente.
—Claro, claro. No es preciso ser tan explícitos. No lo decía en ese sentido. Y basta del tema. Continuemos. Lo que haremos a continuación será redactar una nota de prensa… —Miró a la encargada de relaciones públicas—. La quiero en mi mesa a las diez y media y distribuida a la prensa a media tarde para que puedan incluirla antes del cierre. Y yo veré si puedo hacer entrar en razón a Cahoon y convencerlo de que renuncie a lo que se propone.
Ver al magnate era tan difícil como conseguir una audiencia con el Papa. El secretario de Hammer y otro ayudante mantuvieron negociaciones telefónicas con la gente de Cahoon durante la mayor parte del día. Finalmente se consiguió a duras penas un acuerdo para un encuentro por la tarde, entre las cuatro y cuarto y las cinco, en un momento en que hubiera un hueco en la agenda del banquero. Hammer no tenía más opción que aparecer a la primera de las horas señaladas y esperar que hubiera suerte.
A las cuatro dejó el Departamento de Policía y cruzó el centro urbano a pie. Hasta aquel momento no había reparado que hacía una tarde espléndida. Recorrió Trade hasta Tryon y llegó al edificio del banco, con su eterna antorcha y sus esculturas. El vestíbulo era enorme, de mármol pulimentado. Lo recorrió con paso enérgico, y su taconeo resonó en las frías losas mientras pasaba ante los ricos paneles de madera y los famosos frescos que describían la filosofía
shingon
del caos, la creatividad, la elaboración y la construcción. Saludó con un movimiento de la cabeza a uno de los guardas, que le devolvió el gesto y se llevó la mano a la gorra. Al hombre le gustaba aquella jefa de policía y siempre había opinado que sabía desenvolverse, que era agradable y no faltaba al respeto a nadie, fuese un policía de verdad o no.