Como pasatiempo, Seth estudiaba leyes y el mercado bursátil. Su lastre más significativo en la vida era haber heredado de su familia; no se veía obligado a trabajar. Era de trato suave y se mostraba conciliador, no violento, y la mayor parte del tiempo cansado. A aquellas alturas de su vida, Seth se parecía tanto a una mujercita rencorosa y débil de carácter que su esposa se preguntaba cómo era posible que hubiese terminado en una relación lésbica con un hombre. Cuando Seth pillaba uno de sus berrinches, como así sucedía en aquel momento, Judy Hammer comprendía muy bien la violencia doméstica y consideraba que había casos en los que estaba justificada.
—Es nuestro aniversario, Seth —le recordó en voz baja—. No me has dicho nada en toda la velada. Has terminado todo lo que te han puesto delante en este maldito restaurante y ni me diriges la mirada. Por una vez, ¿quieres darme una pista de qué es lo que te disgusta? Así no tendré que leerte la mente ni que ir a un médium.
Cuando terminó de decir esto, tenía un nudo en el estómago. Seth era la mejor dieta para adelgazar que conocía; podía abocarla a la anorexia más deprisa que ninguna otra cosa. En los raros momentos de calma, cuando caminaba a solas por la playa o por la montaña, la mujer se daba cuenta de que durante la mayor parte de su matrimonio no había querido a Seth. No obstante, él era el pilar sobre el que se asentaba. Si lo echaba abajo, la mitad de su mundo se derrumbaría. Éste era el poder que Seth ejercía sobre ella. Y Seth era consciente de ello como toda buena esposa. Los hijos, por ejemplo, podían decantarse por él. Esto no era posible, pero Judy lo temía.
—No he dicho nada porque no tengo nada que decir —replicó Seth en tono razonable.
—Bien.
La mujer dobló la servilleta de tela y la dejó caer sobre la mesa al tiempo que buscaba a la camarera con la mirada.
A unos kilómetros de distancia, en Wilkinson Boulevard, pasada la tienda de empeños Bob's, los aparcamientos de camiones, Coyote Joe's y el salón de
topless
Paper Doll Lounge, en el salón de tiro The Firing Line se desarrollaba una guerra privada. Brazil ejecutaba disparos contra siluetas que avanzaban hacia él con un chirrido desde el fondo del pasillo de tiro. Los casquillos expulsados surcaban el aire y caían al suelo con un tintineo. El alumno de West mejoraba como jamás había visto hacerlo a nadie. La jefa ayudante estaba orgullosa.
—¡Pam, pam, te he dado! —le gritó, como si Brazil fuera el tonto del pueblo—. Pon el seguro. Saca el cargador, llénalo, vuelve a colocarlo. ¡Preparado en posición, saca el seguro! ¡Pam, pam! ¡Alto!
Así llevaban más de una hora y los habituales del lugar asomaban la cabeza de sus cabinas de tiro y se preguntaban qué cojones estaba sucediendo allí. ¿Quién era aquella mujer que le gritaba como un sargento de instrucción a aquel tipo de aire amanerado? Bubba, hijo de otro Bubba y emparentado probablemente con una larga estirpe de ellos, estaba apoyado en una pared de ladrillo con una gorra de la Exxon muy calada. Era un tipo grandullón vestido con ropa militar de faena y un chaleco de camuflaje, que observaba cómo la diana se acercaba más y más, chirriante, hacia el rubito.
Bubba se había fijado en lo denso y agrupado de los disparos y reconocía la habilidad de aquel muchacho en acertar al blanco en la cabeza. Bubba quiso escupir tabaco en una botella, y parte de éste le rezumó por el mentón. Luego, volvió la mirada a su pasillo de tiro para asegurarse de que a nadie se le ocurría tocar su pistola Glock 20 de diez milímetros, tipo combate, o su Remington XP-100 con visor Leupold y carga estándar de balas Sierra PSP con pólvora IMR 4198. Esta segunda pistola estaba colocada con sumo cuidado sobre unos sacos terreros. Su pistola automática Calico modelo 110, con cargador de cien balas y bococha apagallamas, tampoco estaba nada mal, ni la Browning Hi-Power HP-Practical, con su complemento de cachas de caucho Pachmayr, martillo redondo y punto de mira intercambiable.
Pocas cosas había que gustaran tanto a Bubba como ametrallar un par de dianas y ver volar los casquillos como metralla mientras los traficantes de drogas pasaban por detrás de él sin el menor interés en buscarse líos con aquel hombre. Bubba observó a la mujer del otro pasillo de tiro mientras ella desmontaba una diana de su marco metálico y la sostenía en alto con la mirada vuelta hacia su tierno amiguito de ojo certero.
—¿Qué mosca te ha picado? —le preguntó la mujer.
Los pasos firmes de Bubba lo acercaron a la pareja mientras sonaban nuevas ráfagas de disparos como tracas de petardos.
—¿Qué es esto? ¿Ahora tenemos una especie de escuela aquí? —preguntó el hombretón como si fuera el dueño del local.
Ella se lo quedó mirando, y a Bubba no le gustó lo que vio en sus ojos. Aquella mujer no conocía el miedo. Era evidente que no tenía suficiente seso como para darse cuenta de con quién se las tenía y Bubba avanzó hasta el pasillo de tiro de la pareja y empuñó la Smith & Wesson de West sin pedir permiso.
—Un arma un poco grande para una mujer menuda como tú.
Bubba acompañó sus palabras de una sonrisa cruel, típica en él, y escupió tabaco en una botella.
—Haz el favor de dejar eso donde estaba —le ordenó West con toda la calma.
Brazil se sintió intrigado y nervioso, como no podía ser menos, y se preguntó adonde conduciría todo aquello. Aquel cerdo cebón de indumentaria paramilitar tenía pinta de haber maltratado a gente y de sentirse orgulloso de ello. En lugar de dejar el arma de West, Bubba procedió a sacar el cargador, a comprobar la guía y a hacer saltar el cartucho de la recámara. A Brazil le cruzó por la cabeza el pensamiento de que West estaba desarmada y que no podía ayudarla, pues su pistola del 38 también tenía agotada la munición.
—Déjala. Ahora. —West empleaba el tono más adusto—. Es una propiedad de la ciudad y soy agente de policía.
—¡Vaya, vaya! —Bubba empezaba a pasárselo en grande—. De modo que la mujercita es policía… ¡Menuda sorpresa!
West se dio cuenta de que era mejor no hacer saber su rango, pues ello sólo empeoraría las cosas. Se acercó tanto al tipo que las punteras de los zapatos de ambos casi se rozaron. El pecho de la policía habría tocado contra la tripa del matón si West no hubiera decidido evitarlo.
—Es la última vez que lo digo: deja mi pistola donde estaba. Ahora mismo.
West clavó la mirada en el rostro ordinario del hombretón, sonrojado por el whisky.
Bubba fijó sus ojos en Brazil y decidió que el muchachito estaba a punto para recibir una lección de la vida. Bubba entró en la cabina de tiro de West, dejó el arma que había cogido, avanzó hasta Brazil e intentó coger la 38 para examinarla. Brazil golpeó a Bubba con el arma y le rompió la nariz. Bubba manchó de sangre la indumentaria de camuflaje y salpicó el armamento de asalto mientras se apresuraba a recoger su bolsa. Lo último que hizo Bubba antes de largarse fue gritar desde la escalera que la dama y su novio ya tendrían noticias de él.
—Lo siento —dijo Brazil tan pronto como West y él estuvieron a solas de nuevo.
—¡No se puede ir por ahí golpeando a la gente de esa manera! —West estaba avergonzada de no haber resuelto el conflicto por ella misma.
Brazil se dedicó a llenar cargadores mientras reflexionaba que jamás en su vida había golpeado a nadie, hasta entonces. Estudió amorosamente la pistola del 38 de West y se dio cuenta de que no estaba seguro de sus sentimientos.
—¿Cuánto cuesta una de éstas? —preguntó con el tono respetuoso de los pobres.
—No puedes permitírtela —dijo ella.
—¿Y si vendo tu historia a la revista
Parade
? Mi redactor jefe cree que la comprarían. Podría hacer un poco de dinero. Quizá suficiente…
Precisamente lo que West quería. Otro artículo.
—¿Y si hacemos un trato? —le propuso—. Nada de vender historias a
Parade
y te presto la Sig hasta que puedas conseguirte una. Yo trabajaré contigo un poco más, quizás en una galería de tiro al aire libre. Ensayaremos algunas situaciones de combate. La manera en que uno ahuyenta a la gente es una buena idea. Ahora, una norma de cortesía. Recoge los casquillos.
Su cabina de tiro estaba sembrada de cientos de relucientes vainas. Brazil se agachó y se puso a echarlas en un cubo metálico. Mientras West recogía sus bártulos, le cruzó por la cabeza un pensamiento desagradable y miró al joven.
—¿Qué hay de tu madre? —le preguntó.
Él continuó con lo suyo, alzó la vista, y una sombra cruzó ante sus ojos.
—¿Qué sucede con ella?
—Me estaba preguntando si eso de tener un arma en casa…
—Hace tiempo que soy un experto en esconder cosas.
Subrayó sus palabras con un sonoro repiqueteo de cartuchos en el cubo metálico.
Bubba esperaba en el aparcamiento, oculto en el interior de su impecable camión articulado King Cab cromado y negro, dotado de armero, guardabarros con la bandera confederada, barra antivuelco, luces antiniebla KC, tubos de PVC para guardar cañas de pescar en la parrilla frontal y luces de neón alrededor de la matrícula. Se llevó una camiseta enrollada a la nariz sangrante y siguió con la vista a la mujer policía y al desgraciado de su novio cuando salieron de la galería de tiro y echaron a andar en la creciente penumbra. Bubba esperó hasta que vio que la mujer sacaba las llaves y se dirigía a un impecable Ford Explorer blanco, aparcado en un rincón del solar sin pavimentar. Bubba supuso que era su coche particular y se alegró aún más. Saltó de su cabina con una barra metálica en la mano, dispuesto a cobrarse una pequeña venganza.
West lo esperaba. Era experta en la manera de actuar de gente como Bubba, para la cual la venganza era un reflejo como el de levantarse del asiento a buscar una cerveza durante los anuncios. Ya había buscado en su bolsa algo que parecía un mango negro de palo de golf.
—Sube al coche —ordenó a Brazil en un susurro.
—De eso, nada —replicó el joven, y se mantuvo firme donde estaba mientras Bubba avanzaba hacia ellos con una mueca amenazadora en su rostro ensangrentado.
Bubba no había llegado a dos metros del coche cuando West avanzó a su encuentro. El matón se llevó una sorpresa porque no esperaba una respuesta agresiva de la menuda mujer policía. Dio un golpecito con la barra metálica contra su muslo musculoso a modo de advertencia; luego la levantó y dirigió la mirada al impoluto parabrisas delantero del Ford.
—¡Eh! —gritó Weasel, el gerente, desde la entrada del local—. Pero hombre, Bubba, ¿qué pretendes hacer?
El bastón de acero retráctil se alargó como un látigo. De repente pasó a medir un metro de longitud, con una punta dura y redondeada con la que West apuntó al camionero. Luego trazó lentos círculos en el aire, como un esgrimidor.
—Deja esa barra y lárgate —ordenó a Bubba con su tono policial.
—¡Vete a la mierda!
Esta vez Bubba estaba perdiendo realmente el dominio de sí mismo porque no las tenía todas consigo. Había visto armas como aquella en ferias del sector y sabía lo que podían hacer.
—¡Ni se te ocurra, Bubba! —exclamó Weasel, que dirigía un negocio limpio.
Brazil observó que el gerente del local estaba muy inquieto pero no había dado un paso más hacia el lugar del alboroto. El joven echó una mirada a su alrededor, deseoso de ayudar, pero sabía que era mejor no entrometerse en el camino de West. Ojalá la pistola del 38 estuviese cargada. Así habría podido disparar a las ruedas del camión del tipo y provocar una distracción. West provocó la suya. Bubba levantó de nuevo la barra metálica, esta vez completamente concentrado en impactar con ella en el coche pues se había jurado hacerlo. Ya no importaba lo que sintiera. Tenía que hacerlo, sobre todo ahora que Weasel y un grupo de gente cada vez más numeroso lo estaban observando. Si no llevaba a cabo su amenaza y vengaba su nariz rota, todo el mundo en la región de Charlotte-Mecklenburg se enteraría.
West castigó la zona ósea de la muñeca de Bubba con el bastón, y el hombre soltó un alarido de dolor al tiempo que la barra metálica saltaba de su mano y caía en el suelo del aparcamiento con estrépito. Allí terminó el asunto.
—¿Por qué no lo has detenido? —quiso saber Brazil cuando poco después dejaban atrás Latta Park, en Dilworth, cerca de donde ella vivía.
—No merecía la pena —replicó West con un cigarrillo en la mano—. Ni yo ni el coche hemos sufrido daños.
—¿Y si pone una denuncia contra nosotros por agresión? —La idea resultaba extrañamente atractiva para Brazil.
Ella se echó a reír, como si su acompañante no conociera nada de la vida.
—No creo que lo haga. —Entró en el camino particular de su casa—. Si algo no quiere ese tipo es que corra la voz de que ha salido malparado frente a una mujer y a un muchacho.
—No soy ningún muchacho —replicó él.
La casa estaba como la recordaba, y la valla no había progresado un tablón más. Brazil no hizo preguntas y siguió a la mujer, que atravesó el patio trasero hasta un pequeño taller donde había una sierra de mesa y una amplia colección de herramientas cuidadosamente dispuestas y colgadas de estaquillas. A Brazil le pareció que la mujer construía jaulas para pájaros, cajones, incluso muebles. Él había hecho suficientes chapuzas caseras durante su vida como para tener un saludable respeto por la evidente maña de West. A Brazil le resultaba difícil incluso montar una estantería.
—¡Vaya! —exclamó, mirando alrededor.
—Vaya, ¿qué? —Ella cerró la puerta cuando hubieron entrado y encendió una radio.
—¿Qué te decidió a hacer todo esto?
—La supervivencia —respondió ella, y se agachó para abrir un pequeño frigorífico. Las botellas tintinearon cuando sacó dos Southpaw Light de cuello largo.
En realidad a Brazil no le gustaba la cerveza, aunque de vez en cuando tomaba alguna. Tenía un sabor desagradable y le producía somnolencia y tontera, pero antes moriría que dejar que West lo descubriera.
—Gracias —dijo. Quitó el tapón y lo arrojó a la basura.
—Cuando me instalé no podía permitirme contratar a gente para que me ayudara en las tareas de la casa, así que aprendí sola. —Abrió unas cajas y sacó unas armas—. Además, como sabes, crecí en una granja. Aprendí todo lo que pude de mi padre y de los obreros que tenía.
—¿Y de tu madre?
West procedió a desmontar las pistolas como si fuera capaz de hacerlo dormida.
—¿A qué te refieres? —La mujer lo miró desde el otro lado de la mesa.