Brazil había tenido un día largo pero no quería volver a casa. Después de la jornada en tráfico se había cambiado de ropa y había hecho sus ocho horas para el
Observer.
Ya era casi la una de la madrugada. El turno de noche había transcurrido despacio. Durante un rato había rondado por los talleres para contemplar los periódicos que corrían hacia su destino final en los cubos de reciclado o en forma de camas para cachorros. Allí se había quedado, hechizado, aunque esta vez no pudo ver su firma porque lo único que había podido encontrar era una historia metropolitana de interés local sobre un peatón arrollado en Mint Hill. La víctima era un conocido bebedor, y Cutler, la jefa de redacción de noche, consideró que la noticia no merecía más que un suelto.
Brazil montó en el BMW y se dirigió otra vez a Trade Street. No era un lugar seguro y nadie tenía que decirle que no era buena idea. Pasó junto al estadio y junto a la estación de enlace de Duke Power y se detuvo en un callejón sin salida en Tercera Oeste, donde el vetusto edificio parecía aún más fantasmal y amenazador a aquellas horas. Brazil lo contempló desde el asiento del coche, imaginando el asesinato y convencido de que alguien habría oído los disparos y el ruido del spray. En alguna parte, alguien sabía algo. Brazil dejó el motor en marcha, con la Sig Sauer entre los asientos delanteros y al alcance de la mano.
Salió del coche y echó a andar por las inmediaciones, con una linterna en la mano y la mirada nerviosa, como si temiera que lo estuviesen observando. La sangre vieja en el pavimento ya estaba negra, y una zarigüeya estaba ocupada en ella, con los ojos blancos a la luz de la linterna; el animal echó un vistazo al intruso y se escabulló. La arboleda bullía de insectos inquietos, y las luciérnagas lanzaban sus guiños. Un tren hacía resonar los raíles oxidados en la lejanía. Brazil, helado, notó que su atención saltaba de un lugar a otro como electricidad estática. Percibía el asesinato cometido allí. Notaba una energía siniestra que le ponía la carne de gallina, que lo atenazaba por dentro y que esperaba para reclamar más. Aquellas muertes eran frías y corrientes, y Brazil estaba convencido de que el monstruo era conocido por la gente de la noche y que el miedo mantenía el secreto de su identidad.
Brazil no consideraba que la prostitución estuviese bien. Pensaba que nadie debiera pagar por tal cosa. Creía que nadie debería tener que vender tal cosa. Todo el asunto resultaba deprimente, y se imaginó a un hombre feo de mediana edad que considerara que ninguna mujer lo querría sin su cartera. Imaginó a una mujer preocupada por atender a otro cliente para dar de comer a su hijo o para alimentarse ella misma, o para evitar otra paliza de su chulo. Una esclavitud horrible, una vida tremenda y difícil de imaginar. En aquellos momentos, Brazil mantenía pocas esperanzas sobre la condición humana si tenía en cuenta que aquella conducta despiadada no había evolucionado un ápice desde el principio de los tiempos. Parecía que lo que había cambiado era únicamente el modo en que la gente se conocía y se relacionaba, y el tamaño de las armas que utilizaban los unos contra los otros.
En la autovía 277 vio en el arcén a una de esas tristísimas criaturas que caminaba lánguidamente, con unos pantalones vaqueros ajustados y sin sostén, sacando pecho. La joven prostituta iba muy pintada y tatuada y llevaba una pequeña blusa blanca de punto. Brazil aminoró la marcha y sostuvo la mirada de unos ojos atrevidos y burlones que desconocían el miedo. La mujer tenía su misma edad más o menos, y le faltaban casi todos los dientes delanteros. Intentó imaginar cómo sería una conversación con ella, o subirla al coche. Se preguntó si el atractivo sería el del fuego robado, una especie de asunto mítico, un impulso mal medido que hacía que la gente se sintiera poderosa, ella sobre él, él sobre ella, aunque sólo fuera durante un oscuro y degradante momento. Se imaginó a la mujer riéndose de sus clientes y detestándolos tanto como se aborrecía a sí misma y a todo. Siguió a la joven prostituta por el espejo retrovisor mientras ella le devolvía la mirada con una ligera sonrisa burlona, a la espera de que el hombre se decidiera. En otro tiempo debía de haber sido bonita. Brazil pisó el acelerador cuando una furgoneta se acercó a la mujer y se detuvo.
La noche siguiente, Brazil estaba otra vez en la calle. La realidad parecía diferente y extraña, y al principio pensó que era su imaginación. Desde el momento en que dejó el
Observer
en el BMW, vio policías por todas partes en impecables coches patrulla blancos. Lo estaban sometiendo a vigilancia y seguimiento, pero se dijo que aquello no podía ser cierto, que estaba cansado y lleno de fantasías. La tarde transcurría despacio, sin ningún informe de interés en la cesta de las noticias, a menos que Webb los hubiera robado ya. No hubo tampoco llamadas interesantes por la radio de la policía hasta que estalló un incendio. Brazil no perdió el tiempo. El fuego era enorme y podía verse contra el cielo nocturno en Adam One, cerca de donde se encontraban Nations Ford y York Roads. La adrenalina inundó a Brazil de nerviosa energía. Estaba concentrado en llegar a la escena del incendio sin perderse cuando de pronto sonó una sirena detrás de él. Miró por el retrovisor.
—Mierda —masculló.
Momentos después estaba en el asiento trasero de un coche patrulla, donde le ponían una multa mientras el fuego proseguía a lo lejos, sin su presencia.
Brazil intentó una excusa muy manida.
—El velocímetro no funciona…
—Haga que se lo arreglen. —La agente no se mostró nada amistosa y se tomó todo el tiempo del mundo.
—¿Podría darse prisa con eso, señora? —le pidió Brazil, muy educadamente—. Tengo que ir a mi trabajo.
—Debería haber pensado en eso antes de infringir la ley —le replicó con sequedad.
Media hora más tarde Brazil hablaba por el radioemisor y dejaba la escena del incendio, donde un edificio abandonado seguía ardiendo por los cuatro costados. Las llamas danzaban en el techo mientras los bomberos, en las cestas de las grúas, soltaban agua por las ventanas rotas. Los helicópteros de los noticiarios sobrevolaban la zona. Brazil le contaba a un redactor de la central lo que había visto.
—Un edificio desocupado, un viejo almacén. No hay heridos —dijo por el micrófono.
Por el retrovisor vio que un patrulla lo seguía. No podía creerlo. Otro agente que lo vigilaba.
—Haz un par de gráficos —le dijo el redactor por la radio.
Se ocuparía de ello. Pero de momento tenía cosas más importantes que hacer. Ésa no era una amenaza imaginaria y no podía permitirse más multas ni manchas en su expediente. Empezó a conducir como jugaba a tenis, sirviendo así y asá, jugando con cortadas, levantando la bola con efecto por encima de la cabeza del contrario.
«Gilipollas», pensó cuando el mismo coche emprendió su persecución. Brazil, como cualquiera, sólo podía aguantar hasta un límite.
—Ya está —dijo entre dientes.
El coche patrulla avanzaba detrás de él por el carril derecho. Brazil continuó a velocidad constante y tomó a la izquierda por Runnymede Lane. El policía se pegó al parachoques de Brazil y ambos redujeron la marcha hasta detenerse ante un semáforo en rojo. Brazil no dirigió la mirada hacia atrás ni dio muestra alguna de haberse dado cuenta de la situación. Permaneció tranquilo en su asiento de piel de silla de montar, ocupado en sintonizar la radio, que llevaba años en silencio. En el último segundo se desvió al carril izquierdo, y el agente frenó a su altura con una sonrisa gélida que Brazil le devolvió. El guante estaba echado. Estaban preparados. Era la guerra y no había vuelta atrás. Brazil pensó deprisa. El agente Martin, con su pistola del calibre 40, su fusil y su 350 de ocho válvulas, no necesitaba pensar.
El semáforo cambió a verde y Brazil puso su viejo cacharro en punto muerto, acelerando como si fuera a salir disparado tras el transbordador espacial. El agente Martin también dio gas al suyo, pero el potente Ford tenía la marcha puesta y ya estaba en pleno cruce cuando Brazil había terminado de dar media vuelta y escapaba en dirección contraria por Barclay Downs. Entró en Morrison dando bandazos y se abrió paso embarulladamente hasta terminar en una oscura calleja en el centro de Southpark Malí, junto a un contenedor de basuras.
Apagó los faros con el corazón al galope y aguardó sentado, entre pensamientos frenéticos y asustados. Intentaba imaginar qué sucedería si el policía lo encontraba otra vez. ¿Lo detendría por intentar evadirse, por resistirse a la detención? ¿Aparecería el agente con otros matones y le darían una paliza en un lugar como aquél, remoto y oscuro, donde no había riesgo de ser descubiertos por algún ciudadano con una cámara de vídeo? Brazil sofocó una exclamación cuando de pronto se disparó una alarma antirrobo como un sonoro martillo neumático, que taladró el silencio. Al principio Brazil pensó que era una sirena, que de algún modo tenía relación con su situación de fugitivo; después se abrió una puerta trasera que volvió a cerrarse contra la pared de ladrillo con un fuerte golpe. Dos muchachos salieron del edificio a toda prisa, cargados de aparatos electrónicos que acababan de robar de Radio Shack.
—¡Emergencia! —exclamó Brazil por el micrófono que lo conectaba con la sala de redacción—. ¡Lo que faltaba! —añadió como hablando para sí mismo.
—¿Qué quiere informar? —respondió la voz desde la sala de redacción.
Brazil encendió los faros y salió en persecución de los ladrones con un chirrido de los neumáticos. Los rateros tenían dificultades para correr sin soltar el botín, duramente conseguido. Las cajas más pequeñas fueron las primeras en caer, sobre todo Walkmans, reproductores de CD portátiles y modems de ordenador. Brazil calculó que los dos ladrones conservarían los televisores en miniatura y los altavoces hasta el último momento. Habló de nuevo con la sala de redacción, y esta vez dio orden a quien atendió para que llamara a emergencias de la policía y pusiera el teléfono cerca de la centralita para que la persona encargada de ella pudiera oír lo que Brazil decía.
—Se está produciendo un robo. —Hablaba como una ametralladora mientras zigzagueaba tras sus presas—. Southpark Malí. Dos hombres blancos corriendo hacia el este por Fairview Road. Voy en su persecución. No estaría de más enviar una unidad a la parte de atrás de Radio Shack para recoger lo que han ido soltando, antes de que se lo lleven otros.
Los ladrones atajaron por el aparcamiento, y luego por otro callejón. Brazil retransmitió sus pasos segundo a segundo, pisándoles los talones como un perro pastor que condujera un rebaño. Ninguno de los dos jóvenes tenía edad legal para comprar cerveza, y los dos habían estado fumando droga, robando, estafando y pasando por calabozos desde que tenían edad suficiente como para que les cayesen los pantalones. Ninguno de los dos estaba en buena forma. Una cosa era tirar aros y dar unos pasos de baile delante de los amigos y en las esquinas de las calles, y otra muy distinta correr varias manzanas seguidas. Devon sabía que uno de sus pulmones —y, probablemente, ambos— iba a reventar en cualquier momento. El sudor le escocía los ojos. Las piernas querían ceder bajo su cuerpo y, salvo que también experimentara trastornos en la visión, las luces centelleantes rojas y azules de su infancia se acercaban a él como ovnis procedentes de todos los rincones del planeta.
—¡Tío! —dijo Devon con un jadeo—. ¡Déjalo todo y corre!
—¡Ya corro, colega!
Por lo que hacía a Ro, cuyo nombre era la abreviatura de algo que nadie era capaz de recordar, ni por asomo pensaba soltar lo que tenía entre los brazos. Aquel televisor le bastaría para mantenerse durante una semana, a menos que lo cambiara por una pistola nueva, esta vez con cartuchera. El revólver Smith & Wesson de acero inoxidable del nueve largo con el cañón de diez centímetros introducido en la parte posterior de sus vaqueros holgados no iba a seguir allí mucho tiempo más. Ro notó cómo se deslizaba bajo el cinturón al tiempo que el sudor le nublaba la vista entre el aullido de las sirenas.
—¡Mierda! —exclamó Ro.
El arma ya estaba completamente sumergida en los pantalones y seguía su descenso. El muchacho rogó a Dios que el arma no se disparase y le diera en algún lugar íntimo. Sería incapaz de vivir con eso. El revólver se deslizó entre los pliegues de unos enormes calzones de boxeador y resbaló por el muslo y la rodilla hasta asomar finalmente por el empeine de unas Fila de piel. Ro lo ayudó agitando la pierna. No era hazaña fácil mientras corría con medio Departamento de Policía de Charlotte tras los talones y un tipo blanco chiflado a bordo de un BMW que amenazaba con arrollarlo.
La pistola cayó a la calzada con un traqueteo mientras el círculo de coches blancos con las luces destellantes se cerraba en torno a Devon y Ro. Los dos delincuentes se limitaron a detenerse donde estaban.
—¡Mierda! —repitió Ro.
Para ser justos, la recompensa a Brazil por su valiente contribución a la comunidad debería haber sido el placer de esposar a los sospechosos y encerrarlos en la parte trasera de un coche patrulla. Pero no tenía autoridad para hacerlo. Por eso aquella noche estaba en la nómina del periódico y no era fácil explicar por qué estaba casualmente aparcado en un oscuro callejón tras el local de Radio Shack cuando se había producido el robo. La agente Weed volvió una y otra vez sobre el tema, y Brazil prestó declaración en el asiento delantero del coche patrulla de Weed.
—Vamos a intentarlo otra vez —decía Weed—. ¿Por qué motivo estaba ahí, en el coche, con las luces apagadas?
—Pensaba que me seguían —explicó de nuevo Brazil con tono paciente.
Weed lo miró y no supo qué pensar de aquel tipo, salvo que estaba segura de que el periodista mentía. Todos lo hacían. Weed habría apostado a que el tipo había aparcado allí para echar una cabezada en pleno trabajo, o para meneársela, para fumar un poco de hierba, o para todo ello a la vez.
—¿Que lo seguían? ¿Quién? —Weed tenía la reluciente tablilla metálica en el regazo mientras redactaba el informe.
—Un tipo en un Ford blanco —indicó Brazil—. No lo conocía.
Ya era tarde cuando Brazil abandonó la escena del robo en Southpark sin una sola palabra de agradecimiento por parte de ningún agente. Según sus cálculos, le quedaba casi una hora libre antes de volver a la redacción y escribir lo que había reflexionado durante el turno de ocho horas, que no era mucho.
No estaba lejos de la zona de Myers Park donde se había producido el horrible accidente de Michelle Johnson, y por alguna razón Brazil estaba obsesionado con aquella noche espantosa y con la agente. Pasó despacio ante las mansiones de Eastover y fantaseó acerca de sus ocupantes y de lo que debían de sentir por los vecinos que habían muerto en la colisión. La familia Rollins vivía en la esquina siguiente al Mint Museum. Cuando Brazil llegó ante la blanca y señorial vivienda de ladrillos con su techo de cobre se detuvo. La observó sentado tras el volante. Las únicas luces encendidas eran las de protección contra ladrones, pues no había nadie de la familia en casa ni volvería a haberlo. Pensó en una madre, un padre y tres hijos pequeños que habían desaparecido en un violento instante; las líneas de la vida se habían cruzado al azar de la manera más horriblemente precisa, y todo había terminado.