Brazil no tenía idea de adónde iban, salvo que no era donde se producía el incidente. Y era evidente que West no tenía intención de llevarlo a ningún lugar donde pudiera asearse. Estaba pendiente de la emisora policial y había transmisiones en Charlie Two, en Central Avenue. Entonces ¿por qué iban en dirección contraria por aquella avenida? Recordó a su madre, pendiente a todas horas del programa de Billy Graham por televisión, no importaba qué más dieran o qué quisiera ver él. Se preguntó si sería muy difícil conseguir cualquier día de ésos unas declaraciones del famoso evangelista, tal vez para conocer la opinión del reverendo Graham sobre la delincuencia.
—¿Adónde vamos? —preguntó cuando doblaron por Boyer, de nuevo hacia Wilkinson Boulevard.
Decididamente estaban en la zona pecaminosa, pero West no se quedó allí mucho rato. Aceleró junto al parque industrial Greenbriar y tomó a la izquierda por Alleghany Street en dirección a Westerly Hills, un barrio anodino próximo al instituto Harding. Brazil se puso de peor humor. Sospechaba que West volvía a emplear uno de sus viejos trucos y aquello no sólo le recordó que en realidad ella no quería andar de ronda por las calles con él, sino que también apuntaba claramente a que las llamadas policiales no eran de su incumbencia y no lo serían, si dejaba que ella se saliera con la suya en aquel asunto.
—Unidades en la zona del bloque 2500 de Westerly Hills Drive. —La voz de la radio hizo añicos la tranquilidad de West—. Sujetos sospechosos en el aparcamiento de la iglesia.
—¡Mierda! —exclamó West y aceleró.
Asco de suerte. Estaban en Westerly Hills, en Westerly Hills Drive, y la iglesia Unificada del Dios Vivo Jesucristo Nuestro Señor Glorioso quedaba precisamente delante de ellos. La pequeña iglesia, de madera blanqueada, era pentecostal y aquella noche estaba desierta. No había ningún coche en el aparcamiento cuando West entró en él. Sin embargo, sí había un puñado de individuos merodeando por la zona, media docena de muchachos con su madre, una mujer muy ufana e irritable que iba en silla de ruedas. Todos contemplaron con odio el coche policial. West, no muy segura de cómo afrontar la situación, ordenó a Brazil que no hiciera nada, y ambos abrieron las puertas y se apearon del coche.
—Hemos recibido una llamada… —empezó a decir West a la madre.
—Sólo pasábamos por aquí —respondió Rudolf, el hijo mayor.
La madre dirigió una mirada asesina a su hijo, y sus ojos se encontraron.
—¡Tú no tienes que responder nada a nadie! —exclamó ella—. ¿Me oyes bien? ¡A nadie!
Rudolf bajó la vista y estuvieron a punto de caérsele los pantalones, bajo los que asomaron sus calzones rojos de boxeador. Estaba harto de que su madre lo regañara y de que la policía lo acosase. ¿Qué había hecho? Nada. Simplemente volver andando a casa desde el supermercado E-Z porque su madre necesitaba cigarrillos. Y todos habían venido con ella, habían dado un buen paseo y habían atajado por el aparcamiento de la iglesia. ¿Qué había de malo en todo aquello?
Rudolf se cruzó de brazos e insistió ante la pareja policial:
—No hemos hecho nada.
Brazil supo que se avecinaba una pelea igual que podía oler una tormenta antes de que llegara el frente. Su cuerpo se puso tenso mientras estudiaba al pequeño grupo que aguardaba en la oscuridad, inquieto y violento.
La madre acercó más la silla a West. Tenía una idea en la cabeza que había querido llevar a la práctica desde hacía tiempo y aquélla era una oportunidad tan buena como cualquier otra. La oirían todos sus hijos y aquellos dos policías que no tenían aspecto de pegar a nadie sin necesidad.
—Acabamos de llegar aquí —le dijo a West—. Nos íbamos a casa, como todo el mundo. Estoy harta de que nos persiga la policía…
—Nadie les… —intentó protestar de nuevo la jefa ayudante.
—¡Ah, sí! Claro que sí. Nos están… —El tono de la mujer se elevó y se hizo más sonoro. — ¡Estamos en un país libre! Si fuéramos blancos, ¿cree que alguien habría llamado a la policía?
—En eso tiene razón —replicó West, razonable.
La mujer de la silla de ruedas estaba asombrada. Sus hijos, perplejos. Que una policía blanca reconociera tal cosa era insólito y milagroso.
—Entonces ¿está de acuerdo en que los han llamado porque somos negros? —La mujer quería asegurarse.
—Yo diría que sí, y es algo realmente injusto. Pero no sabíamos que eran ustedes negros cuando hemos recibido la llamada por la radio —continuó West en el mismo tono tranquilo pero firme—. No hemos respondido porque fueran ustedes negros, blancos, asiáticos o lo que fuese. Hemos respondido porque es nuestro trabajo y queremos asegurarnos de que todo está en orden.
La mujer intentó hacerse odiosa mientras continuaba avanzando hacia ella en su silla, con su prole detrás. Pero empezaba a vacilar. Sentía ganas de llorar y no sabía por qué. Los policías volvieron a su coche nuevo y reluciente y se alejaron.
—Rudolf, súbete los pantalones —protestó la madre—. Vas a tropezar y a romperte la cabeza. Y a ti te digo lo mismo, Joshua.
Continuó adentrándose en la noche en dirección a su pobre apartamento.
Brazil y West permanecieron callados mientras volvían por Wilkinson Boulevard. El reportero reflexionaba sobre lo que West había dicho a la familia. La jefa ayudante había dicho en varias ocasiones «nosotros» donde la mayoría habría empleado «yo», como si Brazil no estuviera presente. Le había sentado muy bien que ella lo incluyera y estaba conmovido ante la suavidad con que había tratado a aquella familia herida y detestable. Quiso decirle algo, expresarle algo, demostrarle de algún modo su aprecio, pero de nuevo se sintió extrañamente paralizado, sin poder abrir la boca, como le había sucedido con Hammer.
West se encaminó de nuevo hacia la ciudad, sumida en reflexiones, y se preguntó a qué venía el silencio de su compañero. Quizás estaba irritado con ella por evitar las llamadas (o, en cualquier caso, por intentar evitarlas). Ella no se sentía bien. ¿Qué le parecería si los papeles se invirtieran? No resultaba muy agradable, y Brazil tenía derecho a estar resentido con ella. Se sentía completamente avergonzada. Conectó la emisora policial y descolgó el micrófono.
—Central —dijo.
—Aquí central —respondió el agente al otro lado de la línea.
—Aquí diez-ocho.
Brazil no podía creérselo. West acababa de anunciar por la radio que entraba de servicio, con lo que venía a indicar que quería atender a las llamadas como cualquier otra unidad. Desde aquel momento iban a asignarles incidencias reales. Estarían dispuestos a intervenir en problemas. No tardó en llegar la oportunidad. La primera llamada fue una denuncia de la iglesia católica de Nuestra Señora de la Consolación.
—Comprueben el volumen de la música que sale del club del centro comercial situado enfrente —fue la instrucción que llegó por las ondas.
El apodo del locutor de la radio policial era Radar y había razones para tal nombre. En primer lugar, Radar había iniciado su carrera en la Patrulla de Carreteras de Carolina del Norte, donde era famoso por cronometrar coches, linderos, edificios, camiones, señales, peatones, aviones en vuelo rasante, globos de helio y árboles… y multarlos a todos por excederse del límite de velocidad. Sencillamente, le encantaba el cañón radar. Le encantaba ser un solitario en las autopistas de la vida y detener a los forajidos desprevenidos cuando corrían hacia lugares importantes o huyendo de ellos. Radar se jubiló. Compró un vehículo todoterreno y, para pagarlo, empezó a trabajar de nuevo en su anterior oficio. Entre los demás operadores del servicio de emergencias existía la creencia de que Radar era capaz de percibir los problemas antes de que se desataran. Aquella llamada de la iglesia, por ejemplo… Tenía una premonición. Le daba mala espina…
Por eso la había asignado a la jefa ayudante West, porque Radar tenía el convencimiento personal de que ninguna mujer debería vestir uniforme a no ser que fuera desnuda debajo y que apareciera en la tapa de alguna de esas revistas de detectives que también le gustaban. Además de esa intuición que bordeaba los poderes psíquicos, Radar sabía que el local a investigar en aquel caso, el Fat Man's Lounge, lo llevaba un puñado de matones que compartían su opinión sobre el lugar que correspondía a las mujeres. Colt, el portero del local, a quien Radar conocía personalmente, no reaccionaría bien cuando se presentara West con todos sus galones, su culo y sus grandes tetas.
West no sabía nada de esto cuando encendió un cigarrillo e hizo un giro de ciento ochenta grados en la Statesville Avenue. Con un gesto de cabeza, indicó la terminal de ordenador.
—Tardé cuarenta minutos en aprender a utilizar ese trasto —dijo a Brazil—. Tú tienes diez.
La iglesia de Nuestra Señora de la Consolación tenía una noche especial de música y el aparcamiento estaba repleto de vehículos. La lista de lugares de culto católicos en las páginas amarillas de Charlotte era breve. Eran mucho más abundantes las iglesias de adscripción baptista, adventista cristiana, presbiteriana, apostólica, de la asamblea de Dios, evangélica, pentecostal, no pentecostal, de la revelación, de la revelación plena o de la revelación verdadera, por mencionar algunas. Todos ellos superaban en número a los católicos en proporción de unos veintiocho a uno.
De hecho, las iglesias católicas quedaban emparedadas entre la única iglesia budista de la ciudad y la de los carismáticos que hablaban en lenguas. Tal era así que los católicos no estaban seguros de su templo, pues nunca se sabía cuándo podía ser quemada por hombres disfrazados, o criticada en editoriales. La congregación de Nuestra Señora animaba el barrio aquella noche con sus ventanales de cristal tintado relucientes en la oscuridad, Jesucristo brillante y colorista en muchas posturas, y corderos.
—¿Seguro que no es el bar el que se queja de la iglesia? —se preguntó Brazil en voz alta.
A West, la situación también le parecía bastante extraña. Cómo demonios podía alguien en el interior de la iglesia oír algo más que su propio coro, que entonaba un himno con acompañamiento de guitarras, órgano, tambores y posiblemente un par de violines. Se volvió hacia el centro comercial del otro lado de la calle y atajó por el aparcamiento. El Fat Man's Lounge estaba casi tan concurrido como la iglesia. Un par de tipos con aire furtivo aguardaban junto a la puerta con unas cervezas, unos cigarrillos y unas miradas amenazadoras.
Brazil no oyó ningún ruido, ni el menor sonido procedente del local. Sospechó que alguien en la iglesia se había quejado sólo por fastidiar al Fat Man's, que era claramente un nido de iniquidad. Sin duda, los miembros de la congregación habrían preferido tener otra clase de establecimiento en la acera de enfrente, algo sano y que fomentase los valores familiares, como un Shoney's, un video-club Blockbuster o quizás otro bar deportivo. Los tipos de la entrada siguieron el coche policial con mirada hostil mientras West aparcaba. Ella y Brazil se apearon del coche y se acercaron a su comité de bienvenida.
—¿Dónde es todo ese ruido? —preguntó West—. Hemos recibido una queja.
—El único ruido es el de ahí —respondió uno de los tipos, y señaló hacia la iglesia con el mentón. Luego se atrevió a dar un trago a su cerveza, borracho y agresivo.
—Dicen que el ruido venía de aquí. —West se mantuvo en sus trece.
Echó a andar hacia la puerta del local, con Brazil a su lado, y los tipos se apartaron. Fat Man's era un tugurio oscuro y deprimente, con el aire cargado de humo y música en el ambiente, pero no muy alta. Varios hombres bebían en mesas de madera y contemplaban a una mujer en escena, con tanga y cubrepezones, que agitaba unos pechos voluminosos y colgantes. Brazil no quiso mirar demasiado, pero estuvo seguro de que el izquierdo llevaba un tatuaje del planeta Saturno en amarillo brillante, con los anillos que lo orbitaban deprisa. En grandes círculos. Sin duda eran los pechos más grandes que había visto directamente.
La bailarina, cuyo nombre artístico era Minx, necesitaba otro Valium. Tenía sed, tenía ganas de fumar un cigarrillo y acababa de entrar la policía. Mierda. ¿Qué querían, esta vez? Empezó a menearse hacia el otro lado y luego hizo las dos direcciones a la vez. Aquello normalmente entonaba a los hombres, pero el escaso público de aquella noche resultaba tan excitable como el de un cementerio. Minx sonrió. El chico policía no podía apartar la vista de ella.
—¿No habías visto nunca un par de tetas? —le preguntó cuando pasó cerca de ella.
Brazil se mostró indiferente. West lanzó una mirada gélida a Minx y pensó que el tatuaje del huevo frito en el pecho izquierdo de la bailarina era bastante divertido, además de muy apropiado. Aquella mujer incluso tenía celulitis y marcas de estiramientos, y sus clientes no estaban interesados en nada que no estuviera en un vaso.
Colt, el portero, era la excepción. Se dirigió a los policías como un tren de carga con un destino. Era un tipo grande e imponente con un traje negro brillante, gruesas cadenas de oro y corbata de cuero rojo. Parecía capaz de darles una paliza, empezando por Brazil.
—Ha habido una queja porque tienen la música muy alta —dijo West a Colt.
—¿Usted la oye? —Colt levantó la barbilla y mostró las venas como sogas de su cuello poderoso.
Aborrecía a todos aquellos policías blancos, sobre todo a la mujer. ¿Quién se creía que era para plantarse en el Fat Man's con su bonito uniforme y toda su reluciente basura destinada a agredir a gente honrada como él? Miró a Minx para asegurarse de que no dejaba de bailar. Daba la impresión de que no pasaba una noche en que no tuviera que inocularle un poco más de energía, que producirle dolor en algún lugar donde no se viera, para estimularla a hacer su trabajo. La bailarina empezó a quitarse el tanga. Nadie mostró interés. Nadie le dejó propina. Dos de los habituales se empezaron a marchar; la noche aún era joven. Colt sabía que la culpa era de los policías.
Colt abrió de un tirón la puerta lateral que conducía a una callejuela. Agarró a Brazil por la pechera de la camisa del uniforme con tal fuerza que se rasgó.
—¡Eh! —aulló Brazil.
Colt levantó en el aire al agente y lo arrojó donde debía estar, entre la basura apilada en el exterior. Las latas de desperdicios resonaron en el pavimento y las botellas tintinearon. Menos mal que Brazil ya estaba sucio, de todas maneras. Se incorporó a tiempo de ver cómo West agitaba las esposas. Colt la agarraba por la camisa del uniforme e intentaba arrojarla también a ella al montón de basura, mientras la pequeña zorra gritaba «¡Emergencia! ¡Emergencia», por su radiotransmisor policial.