El Avispero (22 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

BOOK: El Avispero
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El capitán Horgess no supo qué hacer. ¿A qué se dedicaba Hammer? ¿A marcar por su cuenta números de teléfono como el de aquel reportero? Horgess detestaba que la jefa actuara de aquel modo, en lugar de hacer todas las llamadas a través de él. El capitán era incapaz de seguir el ritmo de aquella mujer. Hammer estaba fuera de control. Sin molestarse en decir nada a Brazil, pulsó el botón de llamada en espera. Dos segundos más tarde, el joven reportero escuchó con sobresalto la voz de Hammer al otro lado de la línea.

—Lamento molestarla —se apresuró a decir.

—No importa. ¿En qué puedo ayudarlo? —respondió ella.

—No, en nada. Es decir, no la he llamado por ningún artículo. Sólo quería darle las gracias por lo que hizo.

Hammer guardó silencio. ¿Desde cuándo un periodista daba las gracias por algo?

Brazil interpretó mal el silencio. Ahora sí que lo tomaría por un estúpido.

—En fin, no quiero robarle tiempo… —Se puso a hablar cada vez más deprisa, absolutamente descontrolado—. Esto…, en fin, es sólo que lo que hizo estuvo muy bien por su parte. Y no tenía por qué hacerlo. Alguien con su cargo, me refiero. Casi nadie querría.

Hammer repiqueteó con las uñas sobre un montón de papeles e informes apilados, sonriendo. Necesitaba una manicura.

—Nos veremos en el departamento —le dijo, y sintió una punzada en el corazón cuando colgó.

La jefa Hammer tenía dos hijos que la hacían sufrir de forma casi constante, pero eso no le impedía llamarlos cada domingo por la noche, ni haber creado un fondo para la universidad de sus nietos, ni ofrecerse a mandarles billetes de avión cada vez que podían hacerle una visita. Los hijos de Hammer carecían del empuje de la madre, quien en secreto echaba la culpa a la herencia genética del padre, que era como un huevo todo clara, sin yema. No era de extrañar que Hammer siempre hubiera tenido necesidad de tantos intentos para quedarse embarazada. Según resultó, la cuenta espermática de Seth podía hacerse con los dedos de una mano. Randy y Jude eran solteros con familia. Todavía andaban buscándose a sí mismos por Venice Beach y Greenwich Village. Randy quería ser actor y Judy tocaba la batería en un grupo. Los dos eran camareros. Hammer los adoraba. Seth no, y ésta era la razón de que sólo acudiera en escasísimas ocasiones a la ciudad, y de que su madre lo lamentara en privado.

De pronto la jefa se sintió deprimida. Intuía que estaba a punto de llegar a alguna conclusión. Llamó por el comunicador al capitán Horgess.

—¿Qué programa tengo para el almuerzo? —le preguntó.

—El consejero Snider —le llegó la respuesta.

—Cancele la cita y llame por teléfono a West —le ordenó ella—. Indíquele que se reúna conmigo en mi despacho, a mediodía.

11

El Presto Grill, que se anunciaba como «servicio rápido y eficiente a todas horas», no estaba en un buen barrio. Todos los policías de la zona metropolitana Charlotte-Mecklenburg sabían que Hammer y West desayunaban en el local cada viernes por la mañana. El local estaba mejor vigilado de lo que cualquiera podría imaginar, salvo las mujeres, pues no había un solo agente interesado en la supervivencia que estuviera dispuesto a correr el más ligero riesgo de que pudiera sucederle algo malo a la jefa o a la jefa ayudante en la zona que tenía asignada.

El pequeño local tenía el mismo aspecto que cuando había sido inaugurado, en los años cuarenta. Estaba en West Trade Street, rodeado de aparcamientos de asfalto desgastado, inmediatamente después de la iglesia baptista primitiva de Mount Moriah. Cuando el tiempo era bueno, como aquella mañana, Hammer prefería ir paseando desde la sede de la policía. West no daba un paso si podía ir al sitio en coche, pero esta vez la decisión no estaba en sus manos.

—Bonito traje —dijo Hammer a su ayudante, quien había optado por dar el día libre a su uniforme y vestía una blusa roja y un traje pantalón azul brillante—. ¿Cómo es que nunca llevas falda? —le preguntó Hammer.

No era una crítica sino simple curiosidad. West tenía una figura muy bonita y unas piernas que podía lucir.

—Detesto las faldas —respondió West con un jadeo, pues Hammer caminaba a buen paso—, las medias y los tacones altos. Me parecen una conspiración machista. Es como lo de vendar los pies. La intención es incapacitarnos, frenarnos.

Soltó otro jadeo.

—Interesante —reflexionó Hammer.

Troy Saunders, agente de David One, fue el primero el divisarlas, y al momento se quedó paralizado de indecisión mientras doblaba rápidamente la esquina de Cedar Street y desaparecía de la vista. ¿Debía alertar a sus compañeros? Revivió la pesadilla de la aparición sorpresa de Hammer en la reunión matinal para el reparto de misiones y su severa advertencia a los agentes para que no siguieran a los ciudadanos, no los acosaran ni espiaran cualquiera que fuese el motivo. ¿No sería hostigamiento, a los ojos de Hammer, que él, Saunders, instigara a alguien a que espiara o siguiera a la jefa y a West mientras almorzaban? Saunders se detuvo en seco en el aparcamiento de un establecimiento All Right, con el corazón desbocado.

El agente miró por los retrovisores y estudió los coches aparcados mientras reflexionaba. Decidió que no merecía la pena el riesgo, sobre todo porque había estado presente en la reunión matinal y había oído todo lo que Hammer le había dicho a Goode. La jefa podía comprobar sin duda quién estaba presente en la reunión y determinar que Saunders había estado sentado a tres sillas de ella. Seguro que Hammer lo iba a joder bien jodido por insubordinación, por desobedecer una orden directa. Estaba seguro de que la jefa lo había traspasado a él con su mirada llameante cuando había dicho: «La próxima vez que suceda, le costará caro a quien lo haga.» Saunders no localizó a nadie por su radioemisor. Aparcó en el rincón más alejado del aparcamiento de pago y encendió un cigarrillo.

Apenas pasaban veinte minutos del mediodía y los clientes habituales ya ocupaban sus taburetes favoritos a lo largo del mostrador de formica del local. El último en tomar asiento fue Gin Rummy, quien llevaba en el bolsillo trasero el plátano de costumbre que guardaba para más tarde, cuando volviera a tener hambre mientras iba al volante de su taxi Ole Dixie, rojo y blanco.

—¿Puedes prepararme una hamburguesa? —preguntó Gin Rummy a Spike, que atendía la plancha del local.

—Sí, podemos prepararte una hamburguesa —respondió Spike, mientras aplastaba una loncha de beicon.

—Ya sé que es temprano.

—De temprano, nada. —Spike rascó una parte de la plancha hasta dejarla limpia y echó en ella una hamburguesa congelada—. ¿Cuándo ha sido la última vez que has mirado el reloj, Rummy?

Sus amigos lo llamaban por ese apodo. Rummy sacudió la cabeza tímidamente, sonriendo. Por lo general iba allí a desayunar, pero esa mañana llegaba un poco tarde. Por lo visto aquellas dos señoras blancas también desayunaban allí con frecuencia. Quizás ése era el problema. Todo resultaba desconcertante. Sacudió la cabeza de nuevo, sonriendo, y colocó el plátano del bolsillo de manera que la fruta no se estropease.

—¿Por qué llevas así ese plátano? —preguntó su vecino, Jefferson Davis, que manejaba una excavadora Caterpillar amarilla y aún se enorgullecía de haber ayudado a edificar el USBank—. Póntelo en el bolsillo de la camisa. —Tocó con la punta del dedo el bolsillo de la camisa roja a cuadros de Rummy—. Así no te sentarás encima.

Otros hombres sentados a la barra —ocho en total—, iniciaron una intensa discusión acerca del plátano de Rummy y de la sugerencia de Davis. Algunos comían puntas de ternera con puré y otros lidiaban con salchichas fritas, coles rizadas y ralladuras de queso. Rummy intentó explicar su filosofía:

—Si lo pongo en el bolsillo de la chaqueta, lo veo todo el tiempo que estoy al volante y me lo como antes, ¿comprendes? Nunca aguanto más allá de las tres o las cuatro.

—Entonces, ponlo en la guantera.

—No hay espacio.

—¿Y en el asiento del acompañante? Todos tus clientes van detrás, ¿no?

Spike dejó ante Rummy la hamburguesa completa, con salsa mayonesa, ketchup y pepinillos, doble de queso americano y cebolla frita como guarnición.

—No funcionaría. A veces alguna maleta va delante. —Rummy cortó su almuerzo por la mitad con toda precisión—. O si cojo a cuatro clientes en la estación de autobuses, uno tiene que sentarse ahí. Y si ve un plátano en el asiento, pensará que como en el trabajo.

—Y lo haces, colega.

—Sí, señor.

—La verdad.

—A ver, dila.

—No, si no hay nadie conmigo. —Rummy movió la cabeza y empezó a masticar. El plátano continuó en el bolsillo de atrás, como debía ser.

Hammer no recordaba que el Presto fuera tan bullicioso. Observó a los hombres de la barra, casi esperando que estallara una pelea en cualquier momento. Al parecer uno le decía a otro que guardara algo en alguna parte, y los demás estaban de acuerdo. Llevaba tiempo sin una buena pelea, salvo las discusiones con Seth. Naturalmente, no era tonta y sabía que había veinte coches patrulla, por lo menos, que rondaban la zona pendientes de cada hoja de lechuga que atravesaba con el tenedor. Era molesto pero no se irritaba con sus agentes, sino que apreciaba su atención y su cuidado. Lo encontró enternecedor, aunque sabía que en realidad los movía su propio culo, y no el bienestar de su jefa.

—Quizá debería haberme enfrentado a ella en privado —decía Hammer.

A West le habría gustado que Goode hubiera recibido la reprimenda de Hammer delante del departamento de policía al completo, ante los mil seiscientos miembros, o en una sesión televisada del consejo municipal.

—Eres demasiado dura contigo —dijo West con diplomacia, mientras terminaba su Reuben con patatas fritas.

—Aquí la comida es francamente buena —aseguró Hammer—. Mira todos esos pastelillos de carnes. Todo de primera.

West observó cómo Spike cocinaba, revolvía y volteaba con estrépito las carnes a la plancha mientras los hombres de los taburetes seguían discutiendo sobre dónde esconder objetos robados, o tal vez drogas. La guantera, bajo el asiento, encima de uno… West no daba crédito a la osadía que se gastaban los delincuentes. Aunque ella y su jefa iban de paisano, allí todo el mundo sabía quiénes eran y West tenía su transmisor de radio sobre la mesa, conectado, con su típico parloteo. Pero a aquellos tipos no les importaba; las representantes de la ley no los intimidaban lo más mínimo.

—Escucha esto —exclamó uno de los individuos al tiempo que daba unos golpecitos con la punta del dedo en el pecho del que llevaba la camisa roja a cuadros—. ¿Sabes qué puedes hacer con él? Te lo voy a decir. Comértelo. Deprisa, antes de que nadie te vea. Así nadie tendría nada que decir, ¿comprendes?

—Ni una palabra.

—Está clarísimo.

—Esperar sentado a que haya suerte no es la solución. —Spike decía lo que pensaba—. Además, aquí no es imposible conseguir lo mismo. Alta calidad, de importación, buen precio. Fresco cada mañana. —Dobló una tortilla de jamón y queso—. Pero no, claro. Cada día has de llegar con eso en el bolsillo. ¿Para qué? ¿Es que crees que así impresionas a las tías, que les haces pensar que estás contento de verlas?

Todos rieron menos West. La jefa de Investigaciones decidió atrapar a alguno de aquellos tipos, cargarse aquella red de traficantes, seguir sus pasos hasta Colombia, poner a la DEA tras el asunto si era preciso.

Se volvió hacia su jefa y movió los labios, sin emitir ningún sonido: «Drogas.»

Hammer seguía tan irritada con Goode que notaba cómo se le calentaba la sangre y corría acelerada por su cuerpo. ¿Cómo se atrevía aquella estúpida, que ocupaba un cargo superior al que merecía, a perjudicar la reputación del Departamento de Policía en general, y de las mujeres en particular? Hammer no recordaba la última vez que se había sentido tan furiosa. West también estaba rabiosa. Hammer se dio cuenta, y aquello le resultó un tanto tranquilizador. No había mucha gente que se hiciera una idea de qué significaba la responsabilidad y el estrés de su cargo, y West, al menos, era íntegra. Sabía lo malo que resultaba abusar del poder.

—¿Te lo puedes creer? —le preguntó West mientras estrujaba la servilleta con gesto de enfado y lanzaba una torva mirada al camello de la camisa roja a cuadros con el plátano en el bolsillo trasero—. ¡Cómo es la gente!

Hammer sacudió la cabeza, a punto de perder los estribos.

—Sí. Nunca deja de asombrarme…

Las dos callaron cuando se produjo la llamada por la radio:

«Unidades en la zona, bloque 600 de West Trade. Está cometiéndose un asalto. Un hombre blanco armado en un autobús se dedica a robar a los pasajeros…»

Hammer y West se levantaron de sus asientos y echaron a correr hacia la puerta que comunicaba con la terminal de autobuses de la Greyhound, contigua al local. Respondían las unidades de David One, pero parecía que no había ningún coche patrulla en las manzanas próximas, lo cual irritó a Hammer mientras corría con alguna dificultad, calzada con sus Ferragamo de tacones altos. West avanzaba ligeramente detrás de ella. Rodearon la estación de autobuses hasta una calleja lateral donde estaba detenido, con el motor en marcha y las puertas abiertas, un autobús de cuarenta y siete plazas completamente ocupado.

—Hagámonos pasar por pasajeras —susurró West al tiempo que aminoraban el paso.

Hammer asintió.

Sabía perfectamente cómo se lo tomaría.

—Yo iré delante —dijo.

No era eso precisamente lo que West había planeado, pero lo último que se le ocurriría en aquel momento, o en cualquier otro, sería dar a entender que Hammer había olvidado lo que era un policía de a pie. Los tacones negros de Hammer resonaron con fuerza en los peldaños de metal mientras subía al autobús, sonriente y ajena a todo, camino de alguna parte. Los pasajeros, aterrorizados, ocupaban sus respectivos asientos, y el siniestro joven blanco recorría el pasillo recogiendo carteras, billetes y joyas, que guardaba en una bolsa de basura.

—Disculpen… —dijo Hammer en tono educado a quien quisiera escucharla.

Magic, el tipo de la bolsa, se volvió en redondo y se fijó en la señora bien vestida, con su elegante traje negro, mientras ella observaba el arma que empuñaba. La sonrisa desapareció del rostro de la mujer, que se quedó paralizada, como la otra dama que la acompañaba. Aquello estaba mejorando, se dijo el ladrón. Aquellas zorras parecían ricas.

—¿Éste… éste es el autobús de… de Kannapolis? —preguntó balbuciendo la mayor de las dos, la del vestido negro.

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