—¡Esa policía que ha borrado de un plumazo a una familia completa de cinco miembros, por el amor de Dios! —Cutler se sorbió la nariz y dejó al descubierto los dientes inferiores.
—No la he entrevistado.
Cutler, la redactora jefe de noche, no se lo creyó. Se negó a creerlo. Le brillaban los ojos cuando le dedicó una mirada penetrante y dijo:
—¡Qué carajo es eso de que no la has interrogado, Brazil! —Alzó la voz para que todos la oyeran—. ¡Estabas en la escena del suceso!
—La tenían en un coche patrulla —dijo él mientras pasaba páginas.
—¡Pues llamas a la ventanilla! —lo reprendió ella enérgicamente, en voz muy alta—. ¡Abres la puerta! ¡Haces lo que tengas que hacer…!
Brazil dejó el teclado y alzó la vista hacia la mujer, que realmente lo deprimía. No le importó que ella se diera cuenta.
—Quizás es eso lo que usted haría —murmuró Brazil.
Cuando el periódico aterrizó en el porche de la casa a las seis de la mañana siguiente, Brazil ya estaba levantado. Ya había corrido siete kilómetros en la pista, se había duchado y llevaba puesto el uniforme de policía. Abrió la puerta, recogió el periódico del umbral y le quitó la goma elástica, impaciente por ver su trabajo. Sus pasos furiosos lo llevaron a través del triste salón hasta una cocina abarrotada y sucia a cuya mesa, cubierta con un mantel de plástico, estaba sentada su madre con una taza de café entre sus manos temblorosas. Estaba fumando y parecía lúcida, por unos momentos. Brazil arrojó el periódico sobre la mesa. El titular de la primera página decía a gritos: POLICÍA MATA A CINCO MIEMBROS DE UNA FAMILIA EN ACCIDENTE DE TRÁFICO. Venían grandes fotos en color de cristales rotos, metales retorcidos y de la agente Michelle Johnson llorando en el coche patrulla.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Brazil—. ¡Mira! ¡Este titular de mierda echa la culpa a la policía, y ni siquiera sabemos quién causó el accidente!
Su madre no mostró interés. Se dirigió tambaleándose hacia la puerta mosquitera que daba al porche lateral. Su hijo la observó alarmado mientras la mujer agarraba unas llaves de un gancho de la pared.
—¿Adónde vas? —le preguntó.
—A la tienda, —respondió ella mientras rebuscaba en el interior de su viejo monedero.
—Ya fui yo ayer.
—Necesito cigarrillos. —La mujer abrió el billetero y arrugó el entrecejo.
—Te compré un cartón, mamá.
Brazil la observó fijamente. Sabía adónde quería ir su madre y sintió la derrota de siempre. Soltó un suspiro de irritación mientras su madre hurgaba en el monedero y contaba los billetes de un dólar.
—¿Tienes uno de diez? —le preguntó a su hijo.
—No pienso pagarte la bebida —replicó éste, rotundo.
Ella se detuvo en la puerta y miró a aquel hijo único al que nunca había sabido querer.
—¿Adónde vas tú? —dijo entonces con una expresión cruel que hacía de su rostro una máscara fea e irreconocible—. ¿A una fiesta de disfraces?
—A un desfile —respondió Brazil—. Voy a dirigir el tráfico.
—A un desfile de carnaval —insistió ella en tono burlón—. Tú no eres policía y nunca lo serás. ¿Por qué quieres salir por ahí a que te maten? —La mujer se puso triste con la misma rapidez con que se había mostrado sarcástica. Abrió la puerta con gesto enérgico y añadió—: ¿Para que termine mis días sola?
La mañana no había mejorado. Brazil estuvo quince minutos dando vueltas en el aparcamiento del Departamento de Policía, y finalmente dejó el BMW en un espacio reservado a la prensa, aunque en realidad no estaba allí por asuntos de trabajo periodístico, oficialmente. El día era espléndido pero tomó el túnel desde el aparcamiento hasta el primer piso de la sede de la policía porque se sentía especialmente antisocial. Siempre que tenía choques con su madre se sentía muy mal, sin ganas de hablar con nadie. Quería estar solo.
En la ventanilla de Control de Medios firmó el recibo de un transmisor de radio y le entregaron las llaves de un vehículo camuflado con el que debería patrullar la zona de respuesta Charlie Two, entre Tryon e Independence Boulevard, para el Desfile de la Libertad. Era una modesta celebración patrocinada por la logia masónica local, cuyos miembros desfilaban con sus sombreros adornados de borlas y montados en sus ciclomotores.
A Brazil no podían haberle asignado un coche peor. El Ford Crown Victoria negro mate, lleno de arañazos, tenía encima casi doscientos cincuenta mil kilómetros de conducción nada cuidadosa. La transmisión se rompería en cualquier momento, si el cacharro llegaba a ponerse en marcha, lo cual no parecía que fuese a suceder.
Brazil introdujo de nuevo la llave en el contacto y probó otra vez, pisando el acelerador repetidamente mientras el viejo motor intentaba arrancar. La batería proporcionaba suficiente energía como para que funcionara el transmisor de radio y para captar la emisora de la policía, pero no para que aquel trasto lo llevara a ninguna parte. El coche soltaba jadeos y gruñidos, y la frustración de Brazil rebosó el vaso.
—¡Mierda! —Descargó el puño sobre el volante, y sin querer hizo sonar el claxon.
A lo lejos, varios agentes se volvieron a mirar.
No muy lejos de allí, en el restaurante Carpe Diem de South Tryon, frente al edificio Knight-Ridder, la jefa Hammer también presenciaba un alboroto, aunque de otro tipo. Dos de sus jefas ayudantes, West y Jeannie Goode, ocupaban con ella una discreta mesa en un rincón donde almorzaban y comentaban problemas. Goode tenía la edad de West y sentía celos de cualquier mujer que hiciera algo en su vida, sobre todo si era atractiva.
—Es lo más desquiciado que he oído en mi vida —decía Goode mientras hundía el tenedor en la ensalada de pollo al estragón—. Para empezar, ese Brazil no debería acercarse a nadie del cuerpo. ¿Os habéis fijado en el tono del titular del periódico de esta mañana? Da por sentado que el accidente lo causamos nosotros y que Johnson perseguía al Mercedes. Es increíble. Y no hace falta decir que las marcas de frenazos indican que no fuimos nosotros quienes nos saltamos el semáforo en rojo.
—Ese titular no lo ha escrito Andy Brazil —replicó West. Se volvió hacia Hammer, que estaba concentrada en el queso tierno y en la fruta fresca—. Lo único que pido es salir de patrulla rutinaria con él durante una semana, quizá.
—¿Quieres responder a las llamadas? —Hammer alargó la mano hacia su té helado.
—Eso es —asintió West mientras Goode seguía mirándola con aire de censura.
Hammer dejó el tenedor en el plato y estudió a West.
—¿Por qué no sale con una patrulla normal? —propuso—. Además tenemos cincuenta voluntarios más. ¿No puede ir con alguno de ellos?
West se quedó desconcertada y pidió más café a la camarera. También pidió más mayonesa y ketchup para el bocadillo y las patatas fritas, y volvió a concentrar la atención en Hammer, como si Goode no estuviera en la mesa.
—Nadie quiere patrullar con él porque es periodista —explicó—. Ya sabes qué opinan los agentes del
Observer.
No funcionaría un solo día. Y hay mucha envidia… —Dirigió una significativa mirada a Goode.
—Por no mencionar que el joven es un gilipollas arrogante con aires de tener derecho a todo —intervino Goode.
—¿Derecho…? —West dejó que la palabra flotara como una voluta de humo en el aire enrarecido del Carpe Diem, donde los altos cargos femeninos se reunían con regularidad—. Y dime, Jeannie, ¿cuándo fue la última vez que dirigiste el tráfico?
Era un trabajo detestable. Los ciudadanos no tomaban en serio a los agentes de tráfico. Los niveles de monóxido de carbono eran peligrosamente elevados y la regla principal de que uno no debía volver la espalda al tráfico era irrelevante en los cruces en cuatro direcciones. ¿Cómo podía estar alguien de cara a las cuatro direcciones simultáneamente? Brazil se lo había preguntado desde la academia. Era un absurdo, naturalmente, y a ello venía a añadirse un problema básico de falta de respeto. Ya se había encontrado con media docena de casos —adolescentes, mujeres y hombres de negocios— que se burlaban de él o le dedicaban gestos que no le estaba permitido devolver. ¿Qué estaba sucediendo en Norteamérica? Los ciudadanos eran demasiado conscientes de la presencia de los agentes del orden, como él mismo, que no llevaban armas y que parecían nuevos en el trabajo. Se daban cuenta. Y hacían comentarios.
—¡Eh, Star Trek! —gritó una mujer de mediana edad—. ¡Búscate un desintegrador molecular! —Y aceleró por Enfield Road.
—Blancos de tiro; eso es lo que somos, ¿verdad? —exclamó un tipo en un Jeep verde ejército con parachoques especiales, protecciones deportivas y puertas safari.
Brazil mandó seguir al Jeep con una mirada severa y la mandíbula encajada, casi deseoso de que aquel capullo se detuviera y buscara pelea. Empezaba a irritarse. Quería tenérselas con alguien, y pensó que sólo era cuestión de tiempo que reventara otra nariz.
A veces Hammer se cansaba de la dieta. Pero entonces recordaba cuando había cumplido los treinta y nueve y se había sometido a una histerectomía parcial porque su útero prácticamente había dejado de hacer algo útil. En tres meses había aumentado casi siete kilos y había pasado de la talla cuarenta a la cuarenta y cuatro, y los médicos le decían que era porque comía demasiado. Bobadas. Siempre tenían la culpa las hormonas, y por una buena razón. Marcaban el clima de la vida de la mujer. Las hormonas se dispersaban sobre la faz del planeta femenino y decidían si era acogedor o frígido, o si era momento de acurrucarse en el refugio para tormentas. Las hormonas ponían húmedas las cosas o las secaban. Hacían que una quisiera caminar cogida de la mano bajo un acogedor claro de luna o estar sola.
—¿Dirigir el tráfico? ¿Qué tiene que ver eso con el asunto que tratamos? —quiso saber Goode.
—El asunto es que el muchacho trabaja con más empeño que la mayoría de tus policías —replicó West a Goode—. Y no es más que un voluntario. No tiene por qué hacerlo. Podría tener un auténtico problema de actitud, pero no es así.
Hammer se preguntó si un poco más de sal sería contraproducente. ¡Qué delicia sería probar algo y no acabar con el aspecto que tenía su esposo!
—Yo estoy a cargo de las patrullas. Ahí es donde está tu chico ahora —replicó Goode mientras levantaba hojas de lechuga con el tenedor para ver si quedaba algo bueno. Un pedazo de picatoste o una avellana, tal vez.
Brazil sudaba bajo el uniforme y el brillante chaleco anaranjado. Mientras detenía el tráfico que llegaba de una calle secundaria, notó que le ardían los pies. Estaba desviando coches a derecha e izquierda, los dirigía hacia el otro lado, hacía sonar el silbato y se movía con enérgicos gestos e indicaciones. Sonaban las bocinas y un conductor empezó a vociferar por la ventanilla, preguntando una dirección. Brazil se acercó enseguida a ayudarlo pero su diligencia no fue apreciada ni agradecida. Aquél era un trabajo terrible, que le gustaba por alguna razón que no alcanzaba a entender.
—De modo que al menos releva del servicio de tráfico a un agente profesional —insistió West. Hammer decidió no prestar oídos a ninguna de sus jefas ayudantes.
En realidad Hammer no soportaba las rivalidades entre los oficiales superiores. Aquello no tenía final. Hammer echó una ojeada al reloj e imaginó a Cahoon en lo alto de su corona. Si nadie lo impedía, el muy estúpido convertiría aquella ciudad en la hez de Norteamérica, poblada por patanes con armas y tarjetas oro de USAir, y asientos de palco para los Panthers y los Hornets.
Cahoon había sido detenido tres veces camino del almuerzo en la planta sesenta, en el comedor de honor de la empresa. Aguardándolo entre manteles de lino y vajilla de Limoges estaban un presidente, cuatro vicepresidentes, un director general y un vicedirector, junto con una alta ejecutiva de la compañía tabaquera Dominion, que durante los dos años siguientes dispondría de un crédito de más de cuatrocientos millones de dólares del USBank para un proyecto de investigación sobre el cáncer. Junto al plato de Cahoon se había colocado una alta pila de papeles impresos del ordenador. Sobre la mesa había flores frescas y atendía a los comensales una brigada de camareros con esmoquin.
—Buenas tardes. —Cahoon saludó a los presentes y su mirada se detuvo brevemente en la ejecutiva de la empresa tabaquera.
La mujer no le cayó bien; no sabía bien por qué, aparte del odio furibundo que sentía hacia el tabaco (un sentimiento que había empezado siete años atrás, cuando había dejado de fumar). Cahoon tenía serias reservas respecto a conceder un préstamo tan enorme para un proyecto tan científico y tan secreto que nadie podía decirle con precisión de qué se trataba, aparte del hecho de que el USBank intervendría en el desarrollo del primer cigarrillo auténticamente sano del mundo.
Había revisado innumerables gráficos y diagramas de un cilindro largo y robusto con una corona de oro en torno al filtro. El sorprendente producto se llamaba USChoice. Podría fumarlo todo el mundo, no perjudicaría a nadie y contendría varios minerales, vitaminas y agentes calmantes que al inhalarse serían absorbidos directamente en el torrente sanguíneo. Uno de los presentes recordó a Cahoon lo que significaría la contribución del banco para la humanidad, y el hombre se sintió feliz mientras alargaba la mano hacia su vaso de agua con burbujas.
Los transeúntes de Eastway Drive también se sentían felices mientras esperaban el Desfile de la Libertad. La celebración siempre estaba llena de jolgorio y esperanza. Los cofrades zigzagueaban en sus ciclomotores, saludaban a la multitud y recordaban a todos los crematorios y las buenas obras. Brazil observó con cierta preocupación que los policías de otros cruces parecían aburridos e inquietos. No había carrozas alegóricas. Oteó el horizonte y no vio más que un coche patrulla camino de alguna parte, a toda prisa. Sonó un claxon y otro conductor soltó una exclamación. Esta vez fue una mujer mayor, airada, a bordo de un Chevrolet. Por mucho que Brazil intentara ayudar, la mujer estaba decidida a mostrarse desagradable e irrazonable.
—Señora —dijo, cortés—, tiene que dar la vuelta y tomar por Shamrock Drive.
La mujer lo envió al cuerno y se alejó con un rugido del motor mientras el coche patrulla frenaba en el cruce que vigilaba Brazil y un agente, frenético e irritado, saltaba del vehículo.
—No se sabe cómo ha sucedido, pero está previsto que a la misma hora pasen por aquí el desfile y un funeral —se apresuró a explicar el policía.