El Avispero (15 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

BOOK: El Avispero
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Hammer abordó un ascensor abarrotado y fue la última en bajar, en lo alto de la corona, que a aquella altura vertiginosa era en realidad una serie de conductos de aluminio. Hammer había visitado a Cahoon en otras ocasiones. Rara vez pasaba un mes sin que el hombre la recibiese en su suite de caoba y cristal con vistas sobre la ciudad. Como sucedía en el palacio de Hampton Court, los visitantes tenían que pasar a través de muchas capas y cortes exteriores para llegar hasta el rey. Si algún pistolero loco decidía llevar a cabo su misión, cuando llegara al trono quizás habrían muerto muchos ayudantes y secretarios, pero probablemente Cahoon ni se habría enterado del alboroto.

Tras varios despachos exteriores, Hammer entró en el que ocupaba la secretaria ejecutiva, la señora Mullis-Mundi, también conocida como M&M por quienes no tenían buen concepto de ella, que era prácticamente todo el mundo. La mujer tenía una capa exterior de caramelo, pero estaba chiflada. A decir verdad, Hammer no tenía en buen concepto a aquella joven vivaracha que al casarse había conservado su apellido y se había apropiado del de su marido, Joe Mundi. La señora Mullis-Mundi era bulímica, tenía implantes en los pechos y lucía una larga melena rubia teñida. Usaba unos Anne Klein de la talla cuatro y colonia Escada. Hacía ejercicio cada día en el Gold's Gym, no vestía pantalones y se dedicaba simplemente a esperar una oportunidad para presentar una demanda por acoso sexual.

—Me alegro de verla, Judy. —La secretaria ejecutiva se puso en pie y le tendió la mano con el mismo aire animado que Hammer había observado en los jugadores de bolos más fanáticos—. Déjeme ver cómo anda el jefe.

Media hora más tarde, Hammer seguía sentada en el mullido sofá de cuero color marfil. Estaba revisando estadísticas e informes e inspeccionando los ejércitos que desfilaban inquietos dentro de su maletín. La señora Mullis-Mundi no dejó un instante el teléfono ni se cansó de él. Se quitó un pendiente, después el otro, luego cambió otra vez el aparato a la mano menos cansada, como para recalcar las dolorosas exigencias de su trabajo. Echó frecuentes vistazos a su gran reloj Rado a prueba de rayas y suspiró mientras se sacudía la melena. Se moría de ganas por fumar uno de aquellos finos cigarrillos mentolados que tenían flores alrededor del filtro.

Trece minutos después, exactamente, Cahoon pudo encajar por fin la visita de la jefa de policía. Como de costumbre, la jornada había sido larga y muy intensa y todos sus visitantes habían insistido en que no podían hablar con otro que no fuera él. La verdad es que no había tenido ninguna prisa en permitir la entrada de Hammer en el despacho, pese al pequeño detalle de que había sido él, y no la visitante, quien había pedido la reunión. La mujer era terca y obstinada y lo había tratado como a un perro la primera vez que se habían encontrado. Como consecuencia, se mostraba firme y rotundo cuando trataba con ella. Un día de ésos iba a mandarla a la calle y sustituirla por algún hombre progresista, de esos que abren el maletín y llevan el
Wall Street Journal
y una Browning Hi-Power. Ésta era la idea que Cahoon tenía de un jefe, alguien que conocía el mercado, que disparaba a matar y que mostraba un poco de respeto por los líderes de la comunidad.

El primer pensamiento de Hammer cada vez que se encontraba cara a cara con el amo de la ciudad era que había hecho su fortuna con una granja de pollos y que había atribuido su historia a otro, a alguien con otro nombre. Estaba casi segura de que Frank Purdue era un seudónimo. Holly Farms era una tapadera. Solomon Cahoon había amasado los millones con pechugas y muslos. Se había hecho rico con los pollitos para freír y con los gordos capones con sus pequeños termómetros que estallaban en el momento preciso en que todo estaba a la debida temperatura. Era evidente que Cahoon había adaptado estas experiencias y estos recursos a la banca. Había sido lo bastante hábil como para darse cuenta de que su pasado podía representar un problema de credibilidad a quien quisiera pedir una hipoteca a través del USBank, si tal persona veía al presidente de la entidad sonriente con unos cuartos de pollo en las manos en una mesa del Harris-Teeter. Hammer no podía culparle por haberse buscado un par de seudónimos, en el caso de que realmente lo hubiera hecho.

El escritorio, de madera de arce con numerosos nudos, no era antiguo pero resultaba espléndido y mucho más opulento que los dos metros cuarenta de mesa de chapa, incluida un ala, que la ciudad le había proporcionado a Hammer. Al moverse, el banquero arrancó un crujido de la silla de cuero inglés verde manzana con tachonado de color bronce y apoyabrazos igualmente nudosos. Hablaba por teléfono y miraba por unos cristales impolutos hacia los tubos de aluminio que había al otro lado. Hammer se sentó frente a él y continuó esperando. En realidad a ella ya no le importaba demasiado todo aquello pues era capaz de transportarse casi a cualquier parte. Podía resolver problemas, tomar decisiones, aparecer con listas de asuntos a investigar y deliberar sobre qué podían poner para cenar y quién tenía que cocinarlo.

Para ella, Cahoon siempre aparecía desnudo desde el cuello hacia arriba. Sus cabellos, muy cortos, eran una orla plateada de puntas erizadas que llevaba como una corona; se levantaba con diversas longitudes y por detrás tenía la forma de una media luna. Estaba perpetuamente moreno y lleno de arrugas a consecuencia de su pasión por los veleros, y aparentaba vitalidad y distinción con su traje negro, su camisa blanca impoluta y su corbata de seda Fendi, llena de relojes dorados y granates.

—Sol… —lo saludó ella con cortesía cuando por fin colgó el teléfono.

—Muchas gracias por dejarme intervenir, Judy —dijo con su suave voz sureña—. Bueno, ¿y qué vamos a hacer con esas palizas gays, con esos asesinatos de maricones, con esos tipos en busca de bujarrones que deambulan por nuestra ciudad? ¿Entiende la falsa impresión que sacarán de todo esto las empresas y corporaciones que proyecten establecerse aquí? Por no hablar del efecto que producirá en la actividad habitual de la ciudad.

—«Que deambulan por nuestra ciudad en busca de bujarrones» —repitió Hammer despacio, pensativa.

—Sí, señora —aseguró el hombre—. ¿Le apetece una Perrier o alguna otra cosa?

Ella negó con la cabeza y midió sus palabras.

—Palizas a gays. Asesinatos de maricones… ¿De dónde ha salido todo esto?

Hammer no vivía en el mismo planeta que él, y ésta era su opción.

—¡Oh, vamos! —Cahoon se inclinó hacia delante y apoyó los codos en el lujoso escritorio—. Todos sabemos de qué va esto. Unos hombres que llegan a nuestra ciudad, se dejan ir, se entregan a sus perversiones y piensan que nadie se enterará. Entonces, el ángel de la muerte de esos psicópatas se abalanza sobre ellos. —Hizo un enérgico movimiento con la cabeza—. Verdad, justicia y el sistema de vida americano. Firmeza divina.

—Sinónimos —murmuró ella.

—¿Eh? —Cahoon frunció el entrecejo, desconcertado.

—¿No son sinónimos? —insistió ella—. Verdad. Justicia. Sistema de vida americano. Firmeza divina.

—Usted sabrá, encanto —dijo él con una sonrisa.

—Sol, no me llame eso. —Alzó el dedo como hacía para subrayar sus comentarios mientras West le hacía de chófer por la ciudad—. No lo haga. Nunca.

Cahoon se echó hacia atrás en la silla y se rió, admirado ante aquella mujer. Menuda pieza. Gracias a Dios que tenía un marido que la ponía derecha y que la colocaba en su sitio. Cahoon habría jurado que el marido de Hammer la llamaba cielo y que ella lo esperaba con un delantal atado a la espalda como Heidi, la primera y única esposa del hombre. Los sábados por la mañana, cuando Cahoon estaba en casa, Heidi le servía el desayuno en la cama. Aún hoy seguía haciéndolo, después de tantos años de fidelidad, aunque el efecto ya no era el mismo. ¿Qué le sucedía al cuerpo de una mujer cuando pasaba de los treinta? Los hombres están dispuestos y deseosos hasta la muerte. Se sientan erguidos en la silla de montar y no les afecta la gravedad, y por eso nunca parece inapropiado que, con el tiempo, el varón busque mujeres más jóvenes.

—¿Se da cuenta de qué significa llamar a alguien «encanto»? —Hammer volvió sobre el asunto—. Es un halago, una zalamería. Una manera de engatusar, algo que se dice cuando uno quiere que le remienden los calcetines o que le cosan un botón. Yo no sé por qué vendría a esta ciudad.

La mujer sacudió la cabeza. No hablaba en broma.

—Atlanta no era mucho mejor —le recordó él—. Y menos aún Chicago. O no lo habría sido durante mucho tiempo más.

—Es verdad, tiene razón.

Cahoon pasó a asuntos más importantes.

—¿Qué hay de la conferencia de prensa? Le hice una sugerencia muy conveniente, ¿no? ¿Y bien? —Encogió sus hombros enclenques—. ¿Dónde está la conferencia de prensa? ¿Era pedirle demasiado? Este edificio es un reclamo que atrae negocios a Charlotte-Mecklenburg. Necesitamos difundir información positiva, como nuestro ciento cinco por ciento de resolución de delitos violentos el último año…

Hammer lo interrumpió. No podía pasar por alto aquel comentario.

—Solomon, esto no es un juego financiero de cortinas de humo y espejos. No se puede manipular el fondo del asunto en los periódicos y en los ordenadores y conseguir que todo el mundo lo acepte. Aquí hablamos de hechos tangibles. Violaciones, atracos, robos en domicilios, homicidios con víctimas reales, de carne y hueso. ¿Me pide que convenza a los ciudadanos de que el último año hemos resuelto más casos de los que hemos tenido?

—Se han aclarado casos antiguos, de ahí que la cifra… —El banquero empezó a repetir lo que le habían contado.

Hammer sacudía la cabeza, y la famosa y alarmante impaciencia de Cahoon iba calentándose. Salvo su mujer y su hijo, aquella mujer era la única persona que se atrevía a hablarle de aquel modo.

—¿Qué viejos casos? —replicó Hammer—. ¿Y a cuándo se remontan? Es como si alguien me pregunta cuánto gano como jefe de policía y yo le respondo que un millón de dólares, porque sumo lo de los últimos diez años.

—Manzanas y naranjas.

—No, no, Sol. —La mujer movió la cabeza enérgicamente—. Aquí no hay naranjas y manzanas. No, no. Esto es abono.

—Judy… —El hombre le apuntó con el dedo con gesto severo—. ¿Qué me dice de las convenciones y los congresos que no vendrán a la ciudad por culpa de esto?

—¡Oh, por el amor de Dios! —Hammer se puso en pie y movió la mano en un gesto de rechazo—. Las convenciones no deciden nada; es la gente la que lo hace, y no quiero oír nada más sobre este asunto. Deje el asunto en mis manos, ¿de acuerdo? Para eso me pagan. Y no pienso esparcir un montón de basura. Tendrá que buscarse a otra para que lo haga. —Se dispuso a abandonar el despacho y su espléndida vista—. Y yo andaría con cuidado con su secretaria, por cierto.

—¿Qué tiene ella que ver en este asunto? —Cahoon se mostró muy confundido, lo cual era bastante normal después de una visita de Hammer.

—Conozco a las de su tipo —le previno ella—. ¿Cuánto quiere?

—¿A cambio de qué? —Cahoon estaba perplejo.

—Créame, ella se lo dirá. —Hammer sacudió la cabeza—. Yo no me quedaría a solas con ella, ni le tendría la menor confianza. Yo me libraría de ella lo antes posible.

La señora Mullis-Mundi tuvo la certeza de que la reunión no iba bien. Cahoon no le había ordenado que llevara agua, café, té ni cócteles. No la había llamado por el intercomunicador para pedirle que acompañara a la salida a la jefa de policía. La señora Mullis-Mundi estaba conjurándose a sí misma en su polvera de Chanel, comprobando su sonrisa en el espejo, cuando Hammer apareció de improviso a su lado. La jefa no era una mujer que se blanqueara los dientes o que se depilara las piernas a la cera. Hammer arrojó sobre el escritorio chino laqueado de la secretaria ejecutiva una carpeta que contenía una especie de informe.

—Aquí están mis datos. Los auténticos —dijo la policía antes de marcharse—. Ocúpese de que su jefe los vea cuando esté receptivo.

Un grupo escolar realizaba la gran visita al edificio y ocupaba el vestíbulo cuando Hammer lo atravesó con un rápido taconeo, camino del exterior. Echó un vistazo a su reloj Breitling, pero realmente no llegó a fijarse en la hora. Aquella noche era el vigésimo sexto aniversario de su boda con Seth. Tenían previsto pasar una velada tranquila en el Beef & Bottle, el insólito local de total predominio masculino que encantaba a Seth y que ella apenas soportaba. Estaba en South Boulevard, y Hammer había advertido, cada vez que habían cenado allí, que normalmente era la única representante de su sexo entre los clientes.

Empezó como siempre por unas ancas de rana rehogadas en vino y ajo y una ensalada Caesar. El murmullo de fondo se hizo más sonoro a su alrededor en aquel salón de paredes forradas de madera oscura donde las fuerzas vivas de la ciudad se reunían desde hacía décadas, camino de sus ataques cardíacos. A Seth le gustaba la buena mesa más que la vida y estaba absolutamente concentrado en el cóctel de gambas, los corazones de lechuga con la famosa salsa de queso azul, el pan, la mantequilla y un bistec para dos, que normalmente no compartía. En cierta época Seth había sido un destacado y atractivo ayudante del teniente de alcalde de Little Rock y había conocido a la sargento Judy Hammer en los terrenos de la sede municipal.

Entre ellos no había existido nunca la menor duda sobre quién era la locomotora que impulsaba el tren en su relación. A Seth le gustaba la energía de Judy. A ella le gustaba que a él le gustase. Se casaron e iniciaron una familia que enseguida se convirtió en responsabilidad de Seth, mientras que su mujer ascendía de puesto y tenía que salir por cuestiones de trabajo a medianoche y trasladarse de un sitio a otro.

Que fuera ella quien llevara la voz cantante de la pareja resultaba muy lógico para quienes los conocían y pensaban en ello. El marido era un hombre de trato suave, con una mandíbula débil que recordaba a los caballeros y obispos de ojos llorosos que se exponían en las galerías de retratos de Washington.

—Deberíamos coger un poco de esa crema de queso para la casa —comentó Seth, al tiempo que untaba una buena cantidad a la luz de la vela.

—Seth, me preocupa lo que haces contigo mismo —murmuró Hammer mientras alargaba la mano para coger la botella de
pinot noir.

—Supongo que lleva vino de oporto, pero no lo parece —continuó él—. Quizá también tiene rábano picante. Y tal vez pimienta de cayena.

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