El Avispero (12 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

BOOK: El Avispero
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Niles
podría haber hecho la misma reflexión. Estaba en la ventana del fregadero de la cocina, mirando a su dueña en mitad de un diluvio. La dueña blandía algo que parecía peligroso para
Niles
si se entrometía. Hasta un rato antes, el gato se había dedicado a sus propios asuntos, caminando en círculos, probando las colchas y buscando el lugar caliente preciso donde aposentarse en el baúl de su dueña. Lo siguiente que supo fue que era un astronauta, un acróbata de circo disparado por un cañón. Era una gran suerte que supiera aterrizar sobre las patas. A través de la cortina de agua vio que alguien entraba en el jardín desde el norte.
Niles,
el gato guardián, no había visto nunca a aquella persona. Ni una sola vez en su avanzada vida felina.

Brazil se percató de la presencia de un gato delgado que lo observaba desde una ventana mientras cruzaba la verja del jardín. West seguía martilleando y le oyó decir algo, dirigiéndose a un tal Raines.

—Vale, lo siento, ¿de acuerdo? —decía ella—. Estoy de un humor…

Brazil traía tres gruesos periódicos del domingo envueltos en una bolsa de la lavandería que había encontrado en el armario.

—Disculpas aceptadas —dijo él.

West se volvió en redondo y lo taladró con la mirada, con el martillo a medio levantar.

—¿Qué coño haces aquí? —West estaba sorprendida y asombrada, e hizo lo posible para no dar un tono odioso a sus palabras.

—¿Quién es Raines? —Brazil se acercó, y se le empaparon las zapatillas de tenis.

—¿Y a ti qué cojones te importa? —Reemprendió el martilleo al tiempo que lo hacía su corazón.

De pronto, mientras se acercaba, se sintió tímido y apocado bajo la lluvia.

—He traído unos periódicos más. He pensado que le gustaría…

—No me has pedido mi opinión. —Descargó el martillo—. No me has avisado. ¡Como si tuvieras algún derecho a investigar mi vida! —El clavo se dobló y lo extrajo torpemente—. Toda la noche de ronda… y todo el rato estabas espiando.

Dejó lo que estaba haciendo y lo miró. Estaba empapado y abatido, como si esperase encontrarla complacida. La había puesto lo mejor que había sabido.

—¡No tenías derecho, joder! —exclamó.

—Es un buen artículo. —Se estaba poniendo a la defensiva—. Es usted una heroína.

—¿Qué heroína? ¿A quién le importa? —continuó ella, irritada sin saber bien por qué.

—Ya le dije que escribiría sobre usted.

—Me parece que eso fue una amenaza. —Se volvió hacia la valla y reemprendió el martilleo—. Y no pensé que lo dijeras en serio.

—¿Por qué no? —Brazil no entendía nada y no le parecía justo.

—Porque nadie lo había hecho hasta ahora. —Siguió golpeando y se detuvo otra vez. Quería mantener la furia, pero no lo conseguía—. No había pensado que pudiera despertar tal interés.

—Lo que he hecho está bien, Virginia.

Brazil cambió su tratamiento. Se encontraba en una posición vulnerable e intentaba no estarlo. Se dijo que lo que pensaba la jefa ayudante del martillo en la mano no tenía la menor importancia. West siguió inmóvil bajo la lluvia y los dos se miraron mientras
Niles
los observaba desde su ventana favorita, moviendo el rabo.

—Sé lo de tu padre —replicó West—. Sé perfectamente qué sucedió. ¿Por eso andas por ahí, haciéndote pasar por policía mañana, tarde y noche?

Brazil luchaba con unas emociones que no quería que nadie más conociera. West no supo distinguir si el joven estaba enfadado o al borde de las lágrimas, mientras le replicaba con su propia investigación sobre su pasado.

—Va de paisano y decide detener un coche robado —expuso—. Transgresión número uno: no se actúa así cuando se va en un coche camuflado. Y el cabrón resulta ser un delincuente en busca y captura, que apunta con su arma a corta distancia. Lo último que dice tu padre es «¡No, por favor!», pero el cabrón lo tirotea de todos modos. Le hace un agujero en el corazón. Antes de que se derrumbe en el suelo, ya está muerto. Tu periódico favorito se aseguró de que el detective Drew Brazil quedara mal, finalmente. Se ocupó de joderlo bien. Y ahora su hijo anda por ahí haciendo lo mismo.

Brazil se sentó en el césped empapado de agua y la miró con aire severo.

—No es verdad, no hago tal cosa —dijo—. No se trata de eso. Y eres muy cruel.

West no solía producir un efecto tan poderoso en los hombres. Raines nunca mostraba tal intensidad, ni siquiera cuando rompía con él, lo cual había hecho ya cinco veces. Normalmente Raines se ponía furioso y se marchaba con un portazo y no quería saber nada de ella, pero cuando el teléfono seguía sin sonar, terminaba por no soportarlo más. West no entendía tan bien a Brazil, aunque en realidad tampoco había conocido a ningún escritor ni artista. Se sentó a su lado. Los dos se quedaron en medio de la hierba encharcada, empapados. Ella arrojó el martillo lejos, y al caer salpicó en el agua; su violencia había terminado por lo que quedaba de día. West suspiró mientras el joven periodista y policía voluntario, con el cuerpo rígido de rabia y de resentimiento, contemplaba las gotas que caían.

—Dime por qué —reclamó ella.

Brazil no quiso mirarla. No volvería a hablarle en la vida.

—Quiero saberlo —insistió West—. Podías hacerte policía. O hacerte periodista. Pero no, claro. Tenías que ser las dos cosas, ¿verdad? —Le hincó el dedo en el hombro con gesto relajado, pero no tuvo respuesta—. Tengo la sensación de que todavía vives con tu madre. ¿Cómo es eso? Un chico atractivo como tú… Me da la impresión de que no tienes novia, de que no sales con nadie… ¿Eres homosexual? Para mí no es ningún problema, ¿comprendes?

Brazil se puso en pie.

—Vive y deja vivir. Es lo que siempre digo —continuó West desde el charco.

Él le dedicó una mirada penetrante y se alejó.

—No es a mí a quien llaman homosexual… —dijo a la lluvia.

Aquello no amilanó a West. Ya lo había oído otras veces. Las mujeres que se dedicaban a la política, a la milicia, a los deportes profesionales, a entrenadoras, a la construcción o a la educación física tenían tendencia a las relaciones con el mismo sexo. Las que triunfaban en alguna de estas profesiones, las mujeres de negocios, las abogadas, médicas o banqueras que no se pintaban las uñas y que jugaban torneos de tenis en horas de oficina, también eran lesbianas. No importaba si estaba casada y con hijos. No importaba si salía con un hombre. Todo esto era pura fachada, una manera de disimular ante la familia y los amigos.

La única demostración total de heterosexualidad era no hacer nada tan bien como un hombre y estar orgullosa de ello. West había sido una lesbiana conocida desde su promoción a sargento. El departamento no andaba escaso de lesbianas, pero todas lo llevaban en secreto y mentían abiertamente sobre novios a los que nadie veía nunca. West entendía que la gente imaginase que ella vivía según tal patrón. Incluso circulaban rumores por el estilo respecto a Hammer. Todo aquello era patético y West deseaba que la gente dejara fluir sus ríos como quisieran y seguir sus vidas.

Estaba convencida desde hacía mucho tiempo de que en realidad muchos asuntos morales tenían que ver con amenazas. Por ejemplo, cuando vivía en la granja la gente hablaba de las mujeres misioneras no casadas que acudían a la iglesia presbiteriana de Shelby, no lejos del Cleveland Feeds y del hospital regional. Algunas de esas buenas damas habían servido juntas en lugares exóticos, entre ellos el Congo, Brasil, Corea y Bolivia. Volvían a casa de permiso o para retirarse y compartían la misma vivienda. A nadie que West conociese se le ocurría que aquellas feligresas tuvieran ningún otro interés, aparte de rezar y de ayudar a los pobres.

En los años de formación de West, la amenaza era convertirse en solterona. West había oído eso más de una vez cuando demostraba ser mejor que los chicos en muchas cosas y cuando aprendió a conducir un tractor. Según las estadísticas, acabaría por ser una vieja solterona. Sus padres todavía se inquietaban, y aún más por el miedo, propio de los noventa, a que se convirtiera en una solterona que además tuviera inclinaciones desviadas. Para ser del todo justos, no era que West no alcanzara a comprender que las mujeres se quisieran entre ellas. Lo que no podía imaginar era pelearse con una mujer.

Ya era suficientemente malo hacerlo con los hombres, que rompían cosas y no se comunicaban. Las mujeres lloraban y chillaban y se mostraban picajosas con cualquier cosa, sobre todo cuando las hormonas venían un poco torcidas. No se imaginaba a dos amantes que tuvieran el síndrome premenstrual a la vez. La violencia doméstica sería inevitable y aumentaría de grado hasta el homicidio, posiblemente, sobre todo si las dos eran policías con armas.

Tras una cena ligera y solitaria de pizza de pollo picante que había sobrado, West se sentó en su sillón frente al televisor y siguió la paliza de los Atlanta Braves a los Florida Marlins. Tenía a
Niles
en el regazo por voluntad del gato. Su dueña estaba cómoda con la sudadera de la policía y una botella de cerveza Miller Genuine Draft en la mano y leía el artículo de Brazil sobre ella porque realmente no estaba bien ser tan dura con el chico sin echar un buen vistazo a lo que había hecho. Volvió a soltar una sonora carcajada y el papel crujió cuando pasó de página. ¿De dónde diablos había sacado todo aquello?

Estaba tan concentrada que se había olvidado de acariciar a
Niles
durante catorce minutos y once segundos, y el reloj seguía corriendo. El gato fingía dormir y se tomaba su tiempo para ver cuánto duraba aquello y añadirlo a su lista de agravios. Cuando ella se quedara sin indulgencias, aquella figurilla de porcelana de encima de la librería… Si su dueña pensaba que no era capaz de saltar allí arriba, ya podía ir cambiando de idea.
Niles
podía remontar su genealogía hasta Egipto, los faraones y las pirámides. Sus aptitudes eran antiguas, y en gran medida no habían sido puestas a prueba. Alguien dio un batazo de
home run,
pero West no se enteró y soltó una nueva carcajada mientras tendía la mano para coger el teléfono.

Al principio, Brazil no lo oyó sonar porque estaba ante el ordenador, tecleando, poseído por lo que escribía mientras Annie Lennox cantaba a todo volumen en los altavoces. Su madre, en la cocina, se preparaba un bocadillo de pan blanco Sumbeam con mantequilla de cacahuete. La mujer dio otro sorbo al vodka barato de un vaso de plástico al tiempo que sonaba el teléfono de la pared. Sintió un vahído, alargó la mano hacia la mesa de la cocina para sostenerse y se agarró del tirador de un cajón mientras, en la pared, dos teléfonos azules sonaban y sonaban. Unas piezas de cubertería cayeron al suelo con estrépito y Brazil saltó de su silla mientras su madre conseguía asir el aparato, que veía doble, y descolgarlo de la horquilla. El auricular se le escapó de las manos, golpeó la pared y quedó colgando de un cordón enroscado y liado. La mujer estuvo a punto de caerse cuando se lanzó a cogerlo.

—¿Qué…? —dijo por el micrófono con voz pastosa.

—Querría hablar con Andy Brazil —respondió West al otro lado de la línea, tras vacilar por un instante.

—Está en su habitación, trabajando. —La señora Brazil hizo como si escribiera a máquina, con aire ebrio—. Ya sabe, como siempre. Cree que llegará a ser un Hemingway o algo así.

La mujer no se percató de la presencia de su hijo en el umbral, anonadado de oírle expresar aquellas frases entrecortadas y confusas a las que nadie podía encontrar sentido. Era una norma doméstica que ella no atendiese nunca el teléfono. O lo descolgaba su hijo o se ocupaba el contestador automático. Desesperado e impotente, Andy Brazil presenció cómo su madre lo humillaba una vez más en su vida.

—Ginia West… —repitió la señora Brazil cuando finalmente advirtió que dos Andys avanzaban hacia ella. El hijo le quitó el teléfono de las manos.

West sólo tenía la intención de confesarle a Brazil que su artículo era magnífico y que le había parecido bien. Y que no se lo merecía. No esperaba que le respondiese aquella mujer desquiciada y ahora estaba al corriente de la situación. Pero lo único que le dijo a Brazil fue que iba camino de allí. Era una orden. West había tratado con gente de todos los pelajes en sus años de trabajo policial y no se dejó amilanar por la señora Brazil por muy desagradable, odiosa y hostil que se mostrara cuando su hijo y ella la acostaron y le hicieron beber una gran cantidad de agua. La mujer perdió el sentido cinco minutos después de que West la acompañara al baño para que orinase.

West y Brazil salieron a dar un paseo en la oscuridad, rota por alguna esporádica ventana iluminada de las viejas casas sureñas de Main Street. Caía una lluvia suave como la niebla. Brazil no tenía nada que decir cuando se acercaron al campus de Davidson, tranquilo en aquella época del año, pese a que estaban abiertos varios campamentos de vacaciones. Un guarda de seguridad vio pasar a la pareja desde su Cushman, contento de observar que Andy Brazil había encontrado novia por fin. Era mucho mayor que él, pero aún resultaba atractiva y, además, aquel muchacho necesitaba una figura materna.

El guarda de seguridad se llamaba Clyde Briddlewood y dirigía las modestas fuerzas de seguridad del Davidson College desde los tiempos en que los únicos problemas del mundo eran las bromas pesadas y las borracheras. Entonces, el
college
había permitido el ingreso de mujeres. Era una mala idea y así se lo había dicho a todo el mundo. Briddlewood había hecho todo lo posible para advertir a los preocupados profesores mientras se dirigían apresuradamente a sus clases y también había alertado a Sam Spencer, el presidente por aquel entonces. Nadie le prestó atención entonces, y ahora Briddlewood estaba al frente de una fuerza de seguridad de ocho personas y tres Cushman. Tenían radios y armas de fuego y tomaban café con los agentes de la policía local.

Briddlewood escupió tabaco de mascar en un vaso de plástico mientras Brazil y su novia seguían el muro de ladrillo hacia la iglesia presbiteriana. A Briddlewood siempre le había caído bien el muchacho y lamentaba mucho que tuviera que crecer. Recordaba cuando Brazil era un chiquillo, siempre corriendo de un lado a otro con su raqueta de tenis Western Auto y una bolsa de plástico con pelotas de tenis peladas y deshinchadas que había recuperado de la basura o que había conseguido pidiéndoselas al entrenador. Brazil solía compartir el chicle y los caramelos con Briddlewood y aquello había conmovido al guarda. El muchacho no tenía gran cosa y vivía en una mala situación. Muriel Brazil aún no estaba tan desquiciada como en los últimos tiempos, pero el hijo ya entonces lo pasaba mal en casa y en Davidson todo el mundo lo sabía.

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