El Avispero (9 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

BOOK: El Avispero
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Volvían hacia el LEC casi a medianoche. Los dos estaban tensos e irritados. West no podía creer que hubiera llevado de la mano a un periodista a aquella escena del crimen. No podía asimilarlo en absoluto. Lo que le estaba sucediendo tenía que ser la vida de otra persona en una dimensión en la que ella no tenía el menor control. Recordó una época que jamás reconocería ante nadie, cuando era estudiante de primer año de facultad en una minúscula universidad religiosa de Bristol, Tennessee. El problema empezó con Mildred.

Mildred era muy corpulenta y todas las chicas de la planta le tenían miedo. Pero West no. Ella consideraba a Mildred una oportunidad, porque Mildred era de Miami. Sus padres la habían enviado al King College para que la enderezaran. Mildred encontró en Kingsport a alguien a quien conocía de Johnson City y que tenía tratos con un tipo de Eastman Kodak que vendía hierba. Una noche, West y Mildred encendieron un porro en las pistas de tenis, donde nadie podía ver nada salvo unos pequeños puntos rojizos que brillaban tenuamente junto a un poste de la red de la pista dos.

Era horrible. West no había hecho nunca una maldad semejante y en aquella ocasión había descubierto por qué. Perdió el control, se desternilló de risa y contó historias estrafalarias mientras Mildred confesaba que había sido gorda toda su vida y que conocía muy bien qué era ser negra y estar discriminada. Mildred era todo un carácter. Pasaron horas sentadas en el suelo verde y rojo de la pista; al final, se tumbaron boca arriba y contemplaron las estrellas y una luna que parecía un brillante columpio amarillo que se cerraba con la sombra redonda de una promesa. Hablaron de tener hijos. Bebieron Coca-Cola y comieron lo que Mildred guardaba en el bolso.

Sobre todo eran pastelillos, aperitivos y cosas así. ¡Ah, cómo detestaba West recordar aquella maldita noche! Había tenido la suerte de que, al final, la marihuana la había vuelto paranoica. Un par de chupadas del tercer porro y le habían entrado ganas de correr a toda velocidad, encerrarse en su habitación del dormitorio de estudiantes, correr el pestillo, esconderse bajo la cama y volver a salir con ropa de camuflaje, como una agente de una unidad de choque, dispuesta para la acción. Mildred no había tenido el don de la oportunidad cuando había decidido que West le resultaba atractiva físicamente.

West creía que las mujeres eran magníficas. Había amado a todas las maestras y entrenadoras que había conocido, siempre que la trataran bien. Pero en eso había un par de problemas. En realidad, no había pensado nunca en lo que podía significar aquel interés de Mildred por ella, por su vida, por su familia o por sus posibilidades en la otra vida. Además, Mildred cogía a West de la misma manera que lo haría un chico. Ni siquiera le preguntaba, lo cual era desafortunado pues West iba de camuflaje, por lo menos en su mente. West volvió al aparcamiento del LEC para visitantes.

—No puedes hacer nada con eso —dijo a Brazil en tono acusador.

—¿Con qué? —inquirió él con voz medida.

—Ya sabes con qué. En primer lugar, no tenías por qué hablar con un testigo —indicó West.

—Es lo que hacen los periodistas —replicó él.

—En segundo lugar, lo del reloj de arena es algo que sólo conoce el asesino, ¿entendido? Por lo tanto, que no aparezca en el periódico. Punto.

—¿Cómo puede estar segura de que el asesino es el único que conoce ese detalle? —Brazil estaba por perder los nervios—. ¿Cómo sabe que alguien, en alguna parte, no aportará información?

West deseó no haber conocido nunca a Andy Brazil.

—Hazlo y el próximo homicidio que se cometa en la ciudad serás tú.

—«Será el tuyo» —le corrigió Brazil.

—Eso es. —West entró en el recinto reservado a la policía. No estaba dispuesta a permitir que aquel joven presuntuoso corrigiera su sintaxis una vez más—. Date por muerto.

Brazil le llamó la atención:

—Me parece que eso es una amenaza…

—No, no. Nada de amenazas —replicó ella—. Es una promesa. —Aparcó en un hueco. Nunca se había sentido tan furiosa—. Búscate a otra que te lleve de paseo. ¿Dónde tienes el coche?

Brazil agarró el tirador de la puerta y replicó con acritud:

—Oiga, ¿sabe una cosa? ¡Que le den por el culo!

Se apeó, cerró de un portazo y se alejó entre la oscuridad de la madrugada. Consiguió terminar sus artículos para la edición de la ciudad y, camino de casa, dejó un momento la interestatal 77 y se detuvo a comprar dos latas grandes de cerveza Miller Lite, que logró beberse mientras conducía a gran velocidad. Brazil tenía la alarmante costumbre de poner el coche a toda pastilla y, como no funcionaba el velocímetro, sólo podía calcular la velocidad por las revoluciones del motor. Sabía que iba volando, cerca de los ciento sesenta por hora, y no era la primera vez que lo hacía. A veces se preguntaba si estaría intentando matarse.

Ya en casa, miró qué hacía su madre. Estaba en la cama, inconsciente, y roncaba con la boca abierta. Brazil se apoyó en la pared en la oscuridad. La luz de la noche le despertaba una visión triste. Se sentía deprimido y frustrado. Pensó en West y se preguntó por qué era tan cruel.

West entró en su casita de propiedad y arrojó las llaves sobre la repisa de la cocina al tiempo que
Niles,
su gato abisinio, hacía acto de presencia.
Niles
se pegó a sus talones como había hecho Brazil durante todo el día; West conectó el equipo de música y Elton John le recordó la noche que había tenido. Pulsó otro botón, y Roy Orbison sustituyó a Elton John. Se dirigió a la cocina, abrió una cerveza y se sintió sentimental sin saber por qué. Regresó al salón y sintonizó el noticiario de noche. Sólo hablaban del asesinato. Se dejó caer en el sofá en el mismo momento en que
Niles
decidía que era eso lo que debía hacer. El gato adoraba a su dueña y esperó su turno mientras la televisión ofrecía malas noticias sobre una muerte terrible en la ciudad.

«Se cree que era otro comerciante de fuera de la ciudad que, sencillamente, estaba donde no debía en el momento más inoportuno», comentaba Webb a la cámara.

West se sintió inquieta, agotada y disgustada, todo a la vez. Tampoco estaba contenta con
Niles.
En su ausencia, el gato se había encaramado a la librería. West siempre lo notaba. ¿Qué destrozos había causado? El felino había escalado tres estantes, lo suficiente como para derribar un sujetalibros y un jarrón. En cuanto a la foto enmarcada del padre de West en la casa de campo… Bueno, ¿qué le importaba eso a
Niles
? Aquel gato… West lo odiaba. Odiaba a todo el mundo.

—Ven aquí, encanto —murmuró.

Niles
se estiró perezosamente con mucho estilo, pues sabía cuánto le gustaba eso a su ama. Siempre funcionaba.
Niles
no era tonto. Alargó el cuello hacia atrás y se lamió los cuartos traseros porque podía. Cuando miró a la mujer que lo atendía, se aseguró de que sus ojos se vieran muy azules y muy bizcos. Los dueños se quedaban embelesados con eso y, como era predecible, la mujer lo cogió y lo acarició.
Niles
se sentía bastante feliz.

West no. Al día siguiente, cuando llegó al trabajo, Hammer esperaba a su jefa ayudante y todo el mundo parecía saberlo. Dejó el desayuno, sin abrir la bolsa siquiera. Lo dejó todo y recorrió el pasillo a toda prisa. Entró en el antedespacho de Hammer casi a la carrera y sintió ganas de hacerle un gesto obsceno a Horgess. Éste disfrutó enormemente con la reacción negativa de West a una convocatoria como aquélla.

—Déjeme anunciarla —dijo Horgess.

—Te dejo. —West no disimuló su malhumor.

Horgess era joven y se había afeitado la cabeza. ¿Por qué lo habría hecho? Pronto soñaría con sus cabellos. Los desearía con codicia. Vería películas protagonizadas por gente con cabellos.

—La recibirá ahora mismo —dijo Horgess cuando hubo colgado el teléfono.

—Estaba segura de ello. —West le dedicó una sonrisa sarcástica.

—¡Por el amor de Dios, Virginia! —exclamó Hammer en el instante en que entraba West.

La jefa tenía el periódico matinal en la mano y lo agitaba mientras deambulaba de un lado a otro del despacho. Hammer no solía llevar pantalones, pero aquel día se había puesto unos. El traje era azul marino oscuro y llevaba una camisa a franjas rojas y blancas y unos zapatos de cuero negro blandos y mullidos. West tenía que reconocer que su jefa era muy peculiar. Tanto podía cubrirse como enseñar las piernas sin que ello alterase su condición de mujer.

—Y ahora, ¿qué? —continuó, casi fuera de sí—. Cuatro hombres de negocios en cuatro semanas seguidas. ¿Robos de coches en los que el asesino cambia de idea y deja el coche? ¿Atracos? ¿Un extraño símbolo como un reloj de arena pintado con spray en la entrepierna de las víctimas? Marca y modelo, nombres, profesiones. ¡Aquí sale todo menos las malditas fotos de la escena del crimen, para que todo el mundo lo vea!

El titular era enorme:

EL ASESINO DE LA VIUDA NEGRA SE COBRA LA CUARTA VÍCTIMA

—¿Y qué crees que hubiera tenido que hacer yo? —dijo West.

—Mantenerlo a salvo de problemas.

—No soy una niñera.

—Un comerciante de Orlando, un vendedor de Atlanta, un banquero de Carolina del Sur y un ministro baptista. De Tennessee. Bienvenidos a nuestra encantadora ciudad. —Hammer arrojó el periódico sobre un sillón—. ¿Y qué hacemos nosotros?

—La idea de invitarlo a subir al coche no fue mía —le recordó West.

—Lo hecho, hecho está. —Hammer se sentó tras su escritorio, levantó el auricular del teléfono y marcó un número—. No podemos librarnos de él. ¿Te imaginas cómo se entendería eso, si se añade a todo lo demás?

Cuando la secretaria del alcalde atendió la llamada, Hammer tenía la mirada vidriosa. Empezó a tamborilear sobre la mesa con las uñas muy cuidadas.

—Escuche, Ruth —dijo a su comunicante—, póngame con él ahora mismo. No me importa lo que esté haciendo.

Cuando dejó el despacho de su jefa, West estaba de peor humor todavía. No era justo. La vida ya era suficientemente dura y empezaba a dudar de Hammer. ¿Qué sabía de ella a ciencia cierta, en realidad, salvo que había llegado a Charlotte procedente de Chicago, una ciudad enorme donde la gente se helaba de frío durante medio año y donde la mafia tenía contactos con los funcionarios públicos? De allí, Hammer se había trasladado a Charlotte seguida de su marido amo de casa.

Brazil tampoco estaba satisfecho con sus circunstancias. Aquella mañana se estaba castigando una vez más subiendo por las gradas del estadio donde los Wildcats de Davidson perdían todos los partidos de fútbol; al parecer, incluso algunos que ni habían jugado. Acometería el asunto y no le importaba si tenía un ataque al corazón o si al día siguiente estaba dolorido.

La jefa ayudante West era un vaquero rudo e insensible como una piedra, y la jefa Hammer no era en absoluto lo que había imaginado. La noche anterior, Hammer podría haberle sonreído o por lo menos haberle dirigido una mirada para que se sintiera bien acogido. Brazil reemprendió la subida y dejó manchas grises de sudor en el cemento.

A Hammer le entraron ganas de colgarle el teléfono al alcalde. Ya tenía más que suficiente de la manera poco imaginativa de resolver los problemas de aquel hombre.

—Tengo entendido que el forense opina que estos asesinatos tienen una conexión homosexual —le decía por teléfono.

—Es una opinión —respondió Hammer—. Lo cierto es que no lo sabemos. Todas las víctimas estaban casadas y tenían hijos.

—Exacto —apuntó él con tono insinuante.

—¡Por el amor de Dios, Chuck, no me venga con ésas a estas horas de la mañana…! —Hammer echó un vistazo por la ventana y casi alcanzó a ver el despacho de aquel gilipollas desde su asiento.

—La cuestión es que la teoría resulta útil —continuó, con su deje de Carolina del Sur.

El alcalde, Charles Search, procedía de Charleston. Tenía la edad de Hammer y a menudo fantaseaba sobre cómo sería acostarse con ella. Como mínimo, le recordaría cosas que su mujer parecía haber olvidado. Para empezar, cuál era su lugar. De no estar casada, habría jurado que era lesbiana. Sentado en su sillón de juez, con el auricular pegado al oído, dibujó unos garabatos en un bloc de notas.

—La ciudad, la actividad comercial, no se verá tan afectada por este… —intentó terminar la frase.

—¿Dónde está usted para que pueda partirle el cuello? —lo interrumpió Hammer desde el otro lado de la línea—. ¿Cuándo le hicieron la lobotomía? Le habría enviado flores.

—Judy… —El garabato le había salido estupendamente. Se concentró en él y se puso las gafas—. Tranquilícese. Sé perfectamente lo que me hago.

—¡Desde luego que no!

Tal vez fuese lesbiana, o bisexual, y tenía un acento chirriante del Medio Oeste. El alcalde alargó la mano para coger un bolígrafo rojo, excitado con su obra de arte. Era un átomo en torno al cual orbitaban unas pequeñas partículas con un extraño aspecto de huevos. Nacimiento. Aquello era seminal.

Para empeorar aún más las cosas esa mañana, West tuvo que acudir al depósito de cadáveres. Carolina del Norte no tenía el mejor sistema, en opinión de West. De algunos casos se ocupaban el doctor Odom y el laboratorio forense de la policía. Otros cuerpos eran enviados al forense jefe de Chapel Hill. Tal vez se trataba una vez más de una cuestión deportiva. Los seguidores de los Hornets se quedaban en la ciudad y los Tarheels recibían su encantadora incisión en Y en la gran ciudad universitaria.

La oficina del forense del condado de Mecklenburg estaba en North College Street, frente a la nueva biblioteca pública, que había recibido varios galardones. La puerta acristalada de la entrada se abrió con un zumbido. Había que reconocer que el lugar tenía sus méritos. El edificio, que era el antiguo centro de jardinería de Sears, era más luminoso y más moderno que la mayoría de los depósitos de cadáveres, y se le había añadido otra sala fría la última vez que un avión de USAir se había estrellado en la zona. Era una lástima que Carolina del Norte no pareciese inclinada a contratar unos cuantos forenses más para «el gran estado de Mecklenburg», como algunos rancios senadores se inclinaban a llamar con menosprecio a la región más avanzada y de crecimiento más rápido del estado.

Sólo había dos patólogos forenses para encargarse de los más de cien homicidios anuales, y los dos se encontraban en la sala de necropsias cuando llegó West. El comerciante muerto no tenía mejor aspecto que cuando el doctor Odom había empezado su trabajo. Brewster estaba ante la mesa de operaciones con un delantal y unos guantes de plástico desechables. La saludó con un gesto de la cabeza mientras ella se ataba una bata al fondo de la sala, porque West no corría riesgos. El doctor Odom estaba salpicado de sangre y sostenía el bisturí como si de un lápiz se tratara mientras retiraba tejido. Su paciente tenía mucha grasa, que siempre presentaba peor aspecto del revés.

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