El Avispero (5 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

BOOK: El Avispero
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West intentó cambiar de carril pero el capullo de al lado no colaboraba. Ella le hizo un gesto de irritación.

—¡Lo mismo digo, mamón! —Se detuvo ante un semáforo en rojo y miró a Brazil—. ¿Qué significa eso de «el trato»?

—Yo quería llevar la información policial. Les aseguré que me haría merecedor de ello.

—¿Y qué quería decir con eso?

—Quiero conocer a los policías. Para poder escribir sobre ellos. Quiero hablar con conocimiento de causa.

West no le creyó. Los reporteros siempre decían cosas así, mentían con muy buenas palabras. En realidad no eran distintos del resto de la gente. Encendió un cigarrillo.

—Si siente tanta curiosidad por nosotros, ¿cómo es que no se hizo agente de verdad? —insistió luego, desafiante.

—Yo soy escritor —se limitó a responder Brazil, como si le indicara su raza, religión o apellido.

—Y todos sabemos que los policías son incapaces de escribir… —West expulsó una bocanada de humo—. Incluso de leer, si no se ayudan con imágenes.

—«De» imágenes —le corrigió él.

La mujer levantó las manos y se echó a reír.

—¿Lo ves?

Brazil guardó silencio.

West había empezado a tutearlo.

—¿Y cómo es que vives tan lejos, en Davidson? —preguntó ella.

—Estudié allí.

—Supongo que debes de ser muy listo.

—Me defiendo —respondió él.

El reluciente Crown Victoria dobló la esquina y tomó por Main Street, la calle principal de la encantadora ciudad universitaria. La vía estaba orlada de casas elegantes de madera y ladrillo blanqueados, con extensiones de hiedra y amplios porches y columpios. West también había crecido en las afueras de Charlotte, pero en otra dirección, en una zona donde había poco más que arcilla roja y tierras de labor insondables. Ella no se habría podido permitir el lujo de estudiar en un
college
como Davidson y dudaba de que sus calificaciones hubieran impresionado a nadie. El centro donde había estudiado Brazil era una especie de Princeton, o algo por el estilo, que West sólo conocía por algunas lecturas.

—Ya que estamos en el asunto —apuntó—, no recuerdo ningún artículo sobre policías con tu firma.

—Es mi primer día entre los agentes.

West no pudo reprimir su creciente desaliento ante aquel peso muerto que le habían cargado encima aquella noche. Un perro empezó a perseguir el coche entre ladridos. De repente se puso a llover con fuerza.

—Bueno, ¿y entonces qué has hecho durante un año?

—La revista de televisión —añadió Brazil a su resumen—. Muchas horas extra, muchas historias que nadie quería. —Señaló una casa y se quitó el cinturón de seguridad—. Es ahí.

—No te quites el cinturón hasta que el coche esté parado. Regla número uno.

West aparcó en un camino particular sin pavimentar, lleno de roderas.

—¿Por qué me hace cambiar de ropa? Tengo derecho a… —protestó Brazil, finalmente.

—En la calle, a los que van vestidos como tú ahora los matan —lo interrumpió ella—. Regla número dos: No tienes derecho a nada. Conmigo, no. No quiero que nadie te tome por policía. No quiero que nadie piense que eres mi compañero. Yo no quería tener que hacer todo esto, ¿entendido?

La casa de Brazil llevaba demasiado tiempo sin pintar como para saber de qué color era. Quizás alguna vez había sido amarillo claro, o blanco mate. Con el tiempo se había quedado gris, desconchada y escamosa, como una vieja triste con una enfermedad cutánea. En el camino particular había aparcado un Cadillac blanco oxidado, una antigualla, y West sospechó que el residente en la casa no tenía gusto, dinero o tiempo para reparaciones y trabajos caseros. Brazil abrió con gesto enfadado la puerta del coche y recogió sus pertenencias al apearse. Estuvo medio tentado de decirle a la jefa ayudante que se largara de allí y que no volviera, pero aún tenía el BMW en Charlotte, de modo que aquello podía significar un problema.

Se inclinó y miró a West por el hueco de la puerta.

—Mi padre era policía.

Cerró de un portazo.

West era el típico mando policial, la típica persona investida de poder, se decía Brazil con irritación mientras avanzaba por el camino de la casa. La jefa ayudante no se molestaba lo más mínimo en ayudar a alguien a arrancar en su carrera. Las mujeres podían ser las peores, como si no quisieran que le fuese bien a nadie porque nadie las trataba bien cuando ellas empezaban, o para responder del mismo modo, acosando a tipos inocentes que ni siquiera las habían visto nunca, o lo que fuese. Brazil imaginó a West en la red de la pista de tenis, con un
lob
perfecto esperando su
smash
letal. Abrió la cerradura de la puerta delantera de la casa en la que había vivido toda su vida. Una vez dentro se desabrochó la camisa de uniforme y miró alrededor; de improviso se daba cuenta de que la sala de estar, con sus muebles baratos y su manchada moqueta de pared a pared, resultaba mortecina y deprimente. Unos platos y unos ceniceros sucios seguían abandonados donde alguien los había olvidado por última vez, y la música de
gospel
resonaba con fuerza con la voz de George Beverly Shea proclamando la gloria del Señor en
How Great Thou Art,
por millonésima vez.

—¿Mamá? —preguntó.

Empezó a recoger cosas, siguiendo un desorden que lo condujo a una cocina vieja y desaseada donde había unas sobras de leche, zumo de ocho vitaminas y queso fresco que había dejado allí alguien que no había hecho el menor esfuerzo por limpiar o por esconder el botellín de vodka barato Bowman's que había encima de la basura. Brazil recogió los platos y los metió en agua caliente jabonosa. Frustrado, sacó los faldones de la camisa y se desabrochó el cinturón. Observó la tirilla con su nombre, brillante y lustrosa. Pasó los dedos por el silbato y la cadena. Por un instante, sus ojos se llenaron de una tristeza que no podía concretar.

—¿Mamá? —la llamó otra vez—. ¿Dónde estás?

Brazil salió al pasillo y, con una llave de la que nadie más tenía copia, abrió la puerta que daba paso a la pequeña estancia donde vivía. Estaba limpia y organizada, con un ordenador sobre una mesa de formica y decenas de trofeos y placas de tenis y otros premios deportivos en las estanterías, en los muebles y en las paredes. Aquel individuo tan complejo tenía cientos de libros en aquel espacio sencillo y discreto. Colgó con cuidado el uniforme y cogió una camisa de algodón y unos pantalones caqui. Detrás de la puerta había una chaqueta de cuero de aviador, con cicatrices, vieja y supergrande, como de otra época. Se la puso aunque fuera hacía calor.

—¡Mamá! —exclamó.

La luz del contestador junto a la cama estaba parpadeando y pulsó el botón de reproducir. El primer mensaje era de la cooperativa de crédito del periódico, y apretó el botón con impaciencia tres veces más, para ahorrarse tres llamadas antiguas. El último mensaje era de Axel. Tocaba la guitarra y cantaba algo de Hootie & the Blowfish.

«"Sólo quiero estar contigo… ¡Sí!" Andy, soy Axel. ¿Vamos a cenar? ¿Qué te parece el Jack Straw's…?»

Brazil, impaciente, cortó la grabación en el momento en que sonaba el teléfono. Esta vez la comunicante estaba viva y respiraba por el micrófono como si la pervertida estuviera jodiendo mentalmente con él, una vez más sin pedirlo.

—Te agarrro muy fuerrrte, y tú me tocasss con la lengua, la deslizasss… —La voz femenina jadeaba por el aparato en un tono grave que a Brazil le recordó las películas de psicópatas que había visto de niño.

—Está enferma.

Colgó el auricular con un golpe.

Se colocó ante el espejo de la cómoda y empezó a peinarse, apartando los cabellos de los ojos. El flequillo ya empezaba a fastidiarlo; lo llevaba demasiado largo, con mechones más claros por efecto del sol. Siempre había llevado los cabellos de dos maneras: cortos, o no tan cortos. Intentaba sujetar detrás de la oreja un mechón obstinado, cuando de pronto vio el reflejo de la figura de su madre detrás de él, una mujer borracha, obesa y furiosa que lo atacaba.

—¿Dónde te has metido? —gritó la madre mientras intentaba cruzarle la cara a su hijo con un revés.

Brazil levantó el brazo y se protegió del golpe justo a tiempo. Se volvió en redondo, agarró a su madre por las muñecas, con firmeza pero con dulzura. Aquél era un viejo drama agotado, una permanente reposición de una dolorosa obra de teatro.

—Tranquila, tranquila, tranquila —dijo mientras la conducía hasta la cama y la sentaba en ella.

Muriel Brazil rompió a llorar y se meció adelante y atrás mientras murmuraba con voz pastosa:

—No te vayas. No me dejes, Andy. Por favor, oh, por favor…

Brazil echó un vistazo al reloj. Dirigió una mirada furtiva a la ventana, temeroso de que West pudiera ver a través de las persianas cerradas y conocer el doloroso secreto de su vida.

—Mamá, voy a buscar tu medicina, ¿de acuerdo? —le dijo—. Tú mira la tele y acuéstate. Volveré pronto.

No sirvió de nada. La señora Brazil gimió y se puso a chillar como una posesa.

—¡Lo siento, lo siento, lo siento! ¡No sé qué me sucede, Andyyyy!

West no lo oyó todo, pero sí lo suficiente porque había abierto las ventanillas del coche para que saliera el humo. Sospechaba que Brazil vivía con una novia y que se estaban peleando. West sacudió la cabeza y arrojó una colilla al camino erosionado y cubierto de zarzas. ¿Por qué querría alguien irse a vivir con otro ser humano recién salido del
college,
después de tantos años de compartir habitaciones? ¿Para qué? Mientras se alejaban de la casa, se abstuvo de hacer preguntas a Brazil. No tenía ningún interés en oír lo que aquel periodista pudiera decirle para explicar su vida. Se dirigieron de vuelta a la ciudad. El perfil iluminado de los rascacielos era un ambicioso monumento a la banca y al «no se permiten chicas». No era una reflexión original. Había oído a Hammer lamentarse de ello cada día.

West llevaba a su jefa en coche por la ciudad, y Hammer miraba, señalaba algo y hablaba de esos hombres de negocios que, tras las altas paredes de cristal, decidían lo que aparecía en el periódico, y qué delitos se resolvían y quién sería el próximo alcalde. Hammer despotricaba de los quinientos primeros de la lista de
Fortune
que ni siquiera vivían cerca de allí y decidían si la policía necesitaba una brigada en bicicleta, ordenadores portátiles o unas pistolas diferentes. Años atrás, los ricos habían decidido cambiar los uniformes y fusionar la policía de la ciudad con el Departamento del Sheriff del condado de Mecklenburg. Según Hammer, todas las decisiones carecían de imaginación y se basaban en la economía.

West estaba plenamente convencida de todo aquello mientras ella y Brazil pasaban ante el enorme estadio nuevo donde David Copperfield estaba haciendo magia, y ante el aparcamiento abarrotado con miles de coches. Brazil estaba extrañamente taciturno y no tomaba ni una sola nota. West lo observó con curiosidad mientras la emisora policial anunciaba con rudeza los delitos primitivos de aquella ciudad moderna, y en la radio sonaba suavemente la música de Elton John.

—Todas las unidades en la zona —dijo un locutor policial—. Se está produciendo un robo con escalo, bloque 400, East Trade Street.

West pisó a fondo y conectó las luces. Puso en acción la sirena y adelantó a toda velocidad a los demás coches.

—Es para nosotros —dijo, al tiempo que agarraba el micrófono.

Brazil mostró interés.

—Unidad 700 —dijo West por las ondas.

El locutor no esperaba que respondiese una jefa ayudante y su voz sonó algo sorprendida y confusa.

—¿Qué unidad? —preguntó.

—Unidad 700 —replicó West—. En el bloque 900. Me encargaré del robo con escalo.

—De acuerdo, 700.

La radio emitió la llamada y otros coches patrulla respondieron mientras West zigzagueaba en el tráfico. Brazil la miraba con renovado interés. Quizás esto no iba a ser tan malo, después de todo.

—¿Desde cuándo los jefes ayudantes atienden llamadas? —le preguntó.

—Desde que tengo que soportarte.

Los edificios de viviendas de East Trade eran barracones de cemento levantados con ayuda municipal y explotados por delincuentes que hacían tratos en las sombras y obligaban a mentir a sus mujeres cuando se presentaba la policía. Un robo con escalo en esa zona, según la experiencia de West, solía significar que alguien estaba furioso. La mayoría de las veces era una amiguita, que presentaba una denuncia y señalaba un apartamento donde se escondía su hombre, con suficientes órdenes de busca y captura como para que lo encerrasen veinte veces.

—Tú quédate en el coche —ordenó West a su acompañante mientras aparcaba detrás de dos coches patrulla.

—De ninguna manera. —Brazil agarró el tirador de la puerta—. No me he tomado todas estas molestias para quedarme sentado en el coche. Además, quedarme aquí a solas no es nada seguro.

West no hizo comentario alguno y observó los edificios, con las ventanas encendidas y a oscuras. Estudió los aparcamientos llenos de coches de camellos y no vio un alma.

—Pues ven detrás de mí, mantén la boca cerrada y haz lo que te digan —advirtió a Brazil mientras se apeaba.

El plan era muy sencillo. Dos agentes se ocuparían de la salida delantera del apartamento, en la planta baja, y West y Brazil irían por detrás para asegurarse de que nadie trataba de huir por esa puerta. A Brazil le galopaba el corazón y sudaba bajo la chaqueta de cuero cuando se internaron en la densa oscuridad, bajo precarias cuerdas de tender la ropa, en una de las zonas de guerra de la ciudad. West escrutó ventanas y abrió la sobaquera mientras hacía una llamada por la radio, en voz muy baja.

—Fuera luces —dijo por el comunicador—. Acercamiento.

Empuñó la pistola. Brazil estaba unos centímetros detrás de ella aunque le hubiera gustado ir delante, mientras unos agentes furtivos a los que no alcanzaba a ver se acercaban a un edificio abarrotado de pintadas. Había escombros por todas partes, prendidos en vallas a medio oxidar y en los árboles, y los agentes sacaron las armas cuando llegaron a la puerta.

Uno de ellos comunicó por radio e informó de su posición a West, que dirigía la operación.

—Cubrimos la entrada.

—¡Policía! —previno su compañero.

A Brazil le preocupaba el terreno desigual y las cuerdas de la ropa, lo bastante bajas como para que alguien se asfixiara con ellas, y los trozos de cristal diseminados por todas partes en la noche negra como la brea. Temía que West se hiciera daño y encendió la linterna, iluminando a la mujer en un enorme círculo de luz. Su silueta llena de curvas, con la pistola en la mano, resultaba divina. West se volvió, furiosa.

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