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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

El Avispero (6 page)

BOOK: El Avispero
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—¡Apaga esa puta luz ahora mismo!

La policía de Charlotte no atrapó a nadie tras esa llamada. West y Brazil, malhumorados, continuaron su camino entre el parloteo de la radio del coche. La mujer pensaba que podían haberla tiroteado. Gracias a Dios, los agentes no habían visto lo que hacía aquel periodista gilipollas. West, impaciente por decirle a Hammer lo que pensaba, estuvo tentada de llamar a su jefa al teléfono particular. Necesitaba algo que acabara de animarla a hacerlo, y se detuvo ante el Starvin Marvin de South Tryon Street. Antes de que aparcase el coche, Brazil ya abría la puerta.

—¿Alguna vez has oído lo de mirar antes de apearse? —preguntó con el tono de voz de una maestra severa.

Brazil le dedicó una mirada indignada al tiempo que se quitaba el cinturón de seguridad.

—Estoy impaciente por escribir sobre usted —dijo en tono amenazador.

—Mira eso. —Con un gesto de cabeza, West señaló la tienda, la luna del escaparate y a los clientes que recorrían el interior y hacían compras—. Finge que eres policía. Seguro que te resulta fácil. Sólo tienes que bajar del coche y echar un vistazo. ¿Sabes qué pasa si te ves metido en pleno atraco? —West se apeó y se agachó a mirarlo por el hueco de la portezuela—: Pues que puedes darte por muerto.

Cerró de un portazo.

Brazil observó a la jefa ayudante West mientras ésta entraba en la tienda. Empezó a tomar notas, lo dejó y se recostó hacia atrás en el asiento. No comprendía lo que estaba sucediendo. Le molestaba mucho que la mujer no lo quisiera cerca, aunque estaba convencido de que no le había dado motivos. No era de extrañar que West no estuviera casada. ¿Quién querría vivir con una mujer así? Brazil ya había decidido que si alguna vez alcanzaba el éxito, no sería mezquino con la gente que empezaba su vida profesional. Era una actitud cruel, que definía bien el auténtico carácter de West.

La mujer le hizo pagar el café que tomó. Costaba un dólar y quince centavos y West ni siquiera se había molestado en preguntarle cómo lo quería, que no era con crema y veinte sobres de azúcar. Brazil tuvo que hacer un esfuerzo por engullirlo, y reanudaron la patrulla. West volvía a fumar. Empezaron a adentrarse por una calle del centro donde unas prostitutas que deambulaban lánguidamente por la acera, con paños de lavar en las manos, los observaron con ojos luminosos y vacíos.

—¿Para qué son esos trapos? —preguntó Brazil.

—¿Qué esperabas? ¿Una jofaina? Ésa es una profesión sucia —comentó ella.

Brazil le dirigió otra mirada.

—Esas chicas siempre saben que estoy aquí, no importa qué coche utilice —continuó West al tiempo que arrojaba la ceniza por la ventanilla.

—¿De veras? Supongo que siempre han estado ahí las mismas chicas desde hace… ¿Cuánto, quince años? Y la recuerdan. Imagíneselo.

—¿Sabes una cosa? Ésa no es manera de conseguir puntos… —le previno ella.

Brazil miraba al exterior con aire pensativo cuando insistió:

—¿No lo echa de menos?

West contempló a las damas de la noche y decidió no responder.

—¿Sabrías decirme cuáles son hombres?

—Tal vez ésa.

Brazil clavó la mirada en una buscona grande y fea con una minifalda de vinilo y un top negro muy ajustado sobre unas tetas como balones.

Sus andares provocativos eran lentos y bamboleantes, y miraba el coche policial con un destello de odio.

—No. Ésa es de verdad —informó West a su acompañante, pero no añadió que la prostituta también era una agente encubierta, dotada de micrófonos delatores, armada, casada y con un niño—. Los hombres tienen buenas piernas —continuó—. Y unos pechos falsos anatómicamente correctos. Pero no tienen talle. Y si te acercas a ellos, lo cual no te recomiendo, notarás que se afeitan.

Brazil guardó silencio.

—Supongo que no aprenderías nada de esto escribiendo para la revista de televisión —añadió ella.

El periodista notó que lo miraba como si tuviera algo más en la cabeza.

—Así pues, ¿ese Cadillac con aletas de tiburón es tuyo…? —se decidió a preguntar West por fin.

Él continuó observando el desfile callejero, concentrado en distinguir a los hombres de las mujeres.

—El del camino de la casa —prosiguió ella—. No parece el coche que te gustaría llevar.

—No lo es —respondió Brazil.

—De acuerdo. —West dio una chupada al cigarrillo y soltó otra punta de ceniza al viento—. No vives solo.

Él continuó mirando por la ventanilla de su lado.

—Tengo un viejo BMW 2002. Era de mi padre. Lo utilizaba mucho y lo reparaba a fondo. Era capaz de reparar cualquier cosa.

Adelantaron un Lincoln de alquiler plateado. West se fijó porque el hombre que viajaba en él tenía la luz interior conectada y parecía perdido. Hablaba por el teléfono móvil y lanzaba ojeadas a aquel barrio poco recomendable de la ciudad. Dobló la esquina de Mint Street. Brazil seguía contemplando a gente peligrosa que se quedaba mirándolos cuando West se interesó por el Toyota que tenía directamente delante, con la ventanilla lateral hecha polvo y la matrícula colgando de una percha. En el coche viajaba un par de jóvenes. El conductor la observaba por el espejo retrovisor.

—¿Qué te apuestas que ése de delante es un coche robado? —anunció West.

Marcó el número de matrícula en el TDM. El aparato empezó a pitar como si acabara de sacar un premio en una máquina tragaperras. Leyó la pantalla y conectó las luces azules y rojas. Delante de ellos, el Toyota aceleró a fondo.

—¡Mierda! —exclamó West.

De repente se encontró en una persecución a gran velocidad en la que intentaba ser una conductora de carreras, sostener un cigarrillo y un café y coger el micrófono, todo al mismo tiempo. Brazil no sabía qué hacer para ayudar. Estaba teniendo la aventura de su vida.

—¡Unidad 700! —West alzó el tono de voz y chilló por el micrófono—: ¡Inicio una persecución!

—Adelante, 700 —respondió la radio—. Tiene prioridad en la transmisión.

—Estoy al norte, en Pine, doblando a la izquierda por la Séptima. Le doy una descripción en un segundo.

Brazil apenas podía contenerse. ¿Por qué no pasaba al otro coche y le cerraba el paso? El Toyota sólo era un seis válvulas. ¿Qué velocidad podía alcanzar?

—¡Conecta la sirena! —le gritó West mientras forzaba el motor.

Brazil no había dado aquella lección en la academia de voluntarios. Se quitó el cinturón de seguridad y palpó bajo el tablero de instrumentos en torno a la barra de dirección, bajo las rodillas de West. Prácticamente estaba en su regazo cuando encontró un botón que le pareció prometedor. Lo pulsó mientras el coche avanzaba rugiendo por la calle. El portaequipajes se abrió con un chasquido. El coche de West dio un salto en un bache, y un paquete de material para trabajos en la escena del delito, un impermeable, un flash para el capó del coche y unas señales luminosas salieron despedidos y quedaron diseminados por la calzada. West no podía creer lo que veía, mientras observaba por el retrovisor cómo su carrera se alejaba dando botes entre el humo del tubo de escape. Brazil se mantuvo muy callado mientras las luces policiales se apagaban. West aminoró la marcha, se hizo a un lado y detuvo el coche. Después miró a su acompañante.

—Lo siento —musitó Brazil.

3

West no volvió a abrir la boca en una hora y veinticinco minutos, mientras recorrían la calle palmo a palmo, recogiendo el equipo policial que había saltado del portaequipajes. La luz centelleante para el techo del vehículo era un amasijo de fragmentos de plástico azul. Las señales luminosas se habían convertido en envoltorios de papel aplastados de los que rezumaba una mezcla tóxica. Una cámara Polaroid de las utilizadas en la escena del delito se había quedado ciega para siempre. El impermeable quedaba a kilómetros de distancia, enredado en los bajos de una camioneta y en contacto con el tubo de escape, a punto de incendiarse.

West y Brazil se detenían, recogían algo y continuaban la marcha; paraban de nuevo y volvían a arrancar. Todo ello sin intercambiar una palabra. West estaba tan colérica que no se atrevía a hablar. Hasta el momento se habían cruzado con dos coches patrulla, y la jefa ayudante tenía la absoluta certeza de que todo el turno de cuatro a doce estaba ya perfectamente al corriente de lo sucedido y de que todos pensaban, probablemente, que era West quien había pulsado el botón porque jamás había participado en una persecución. Hasta aquella noche, los agentes la habían respetado. Había contado con su admiración. Lanzó una mirada de odio a Brazil, que había recuperado un cable de empalme y lo estaba enrollando para guardarlo junto a la rueda de repuesto, que era el único objeto del portaequipajes que no había salido despedido, porque estaba bien sujeto.

—Escuche… —prorrumpió Brazil de repente, mirando a West bajo la luz de una farola—. No lo hice a propósito. ¿Qué más quiere que le diga?

West volvió al coche. Brazil se preguntaba si se marcharía sin él, si lo dejaría allí tirado para que lo matara un camello o una puta que en realidad era un hombre. West también pensó en las consecuencias, quizás, y esperó a que subiera. Brazil cerró la puerta y se puso el cinturón de seguridad. La emisora policial no había dejado de transmitir, y el reportero deseó fervientemente que surgiera pronto otra cosa que le permitiera rehabilitarse.

—Yo no tenía por qué poseer un conocimiento detallado de su coche —dijo en un tono sereno y razonable—. El Crown Victoria que tuve que conducir en la academia era un modelo más antiguo. El portaequipajes se abría por fuera. Y como tampoco tenemos que utilizar las sirenas…

West metió una marcha y puso el coche en movimiento.

—Todo eso ya lo sé —murmuró—. No te echo la culpa. No lo has hecho a propósito. Ya basta.

Decidió probar en otra parte de la ciudad, en los alrededores de Remus Road, cerca de la perrera municipal. Allí no sucedería nada. La idea habría resultado acertada de no ser por la vieja alcohólica que decidió ponerse a chillar en el césped de la iglesia baptista primitiva de Mount Moriah, cerca de la estación de autobuses de la Greyhound y del Presto Grill. West oyó la llamada por la radio y no tuvo más remedio que prestar cobertura a la unidad que se iba a ocupar del asunto. Ella y Brazil estaban a unos cuatro bloques.

—Probablemente no será nada, pero de todos modos vamos a asegurarnos —dijo West a Brazil con tono severo, pisando el acelerador y tomando a la derecha por Lancaster.

La iglesia era un edificio de ladrillo amarillo de una sola planta, con grandes ventanales de cristaleras de llamativos colores iluminadas, en el que no había nadie. El césped irregular estaba cubierto de latas de cerveza cerca del rótulo de «Jesús te llama», en la entrada, donde una mujer anciana gritaba y lloraba de forma histérica, intentando desasirse de dos policías uniformados. Brazil y West se apearon del coche y se dirigieron hacia el lugar del alboroto. Cuando los agentes vieron a la jefa ayudante con todos sus galones, no supieron cómo interpretarlo y se pusieron cada vez más nerviosos.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó West cuando llegó hasta ellos.

La mujer, desdentada, continuó quejándose a gritos. Brazil no entendió una sola palabra.

—Ebriedad y escándalo —respondió un agente en cuya placa se leía SMITH—. Ya la conocemos de otras veces.

La mujer tendría unos sesenta y tantos años, y Brazil no podía apartar la vista de ella. Estaba borracha y agitada bajo el duro resplandor de una farola, cerca del rótulo de una iglesia a la que probablemente no acudía. Iba vestida con una sudadera de los Hornets, de un verde desvaído, y unos tejanos sucios; tenía el vientre hinchado, sus pechos eran torbellinos en un día de calma, y sus brazos y piernas palillos con telarañas de largo vello oscuro.

Antes, la madre de Brazil solía montar escenas fuera de casa, pero ya no. El joven recordó una noche, hacía mucho tiempo, que había llegado a casa desde la tienda de Harris-Teeter y había encontrado a su madre delante de la casa, chillando y destrozando la valla del jardín a golpe de hacha, en el momento en que se detenía un coche patrulla. Brazil había intentado detenerla y mantenerse fuera del alcance del hacha. Davidson, el agente, conocía a todos los vecinos del pueblo y no había encerrado a la madre por perturbar el orden ni por andar borracha por la vía pública, aunque tenía razones para hacerlo.

West ya tenía agarrada a la anciana por las muñecas, con los brazos a la espalda; las luces azules y rojas destellaban mientras la mujer continuaba sus lamentos, transidos de dolor. La jefa ayudante lanzó una mirada iracunda a los agentes.

—¿Dónde está la llave? —preguntó—. Están demasiado apretadas.

Smith llevaba en el cuerpo desde tiempos ancestrales. A West le recordaba esos policías viejos, insatisfechos y cansados que terminaban trabajando en la seguridad privada para empresas. West extendió la mano y el hombre le dio la pequeña llave metálica. West abrió las esposas. La mujer se tranquilizó de inmediato al desaparecer la cruel presión del acero y se frotó con suavidad las profundas marcas rojas de las muñecas. West recriminó a los agentes.

—¡Esto no se puede hacer! ¡Le estaban haciendo daño!

Pidió a la anciana que levantara los brazos para poder examinarla y le asaltó la idea de que debería ponerse guantes, pero no llevaba en el coche porque se suponía que ya no necesitaba aquella clase de equipo, y en realidad la anciana ya había tenido que pasar por suficientes indignidades. A West no le gustaba cachear, nunca le había gustado, y recordaba haberse encontrado en los viejos tiempos con desagradables sorpresas como amuletos de zarpas de ave, heces, condones usados y erecciones. Pensó en sus primeros días como agente, cuando había pescado un frío y resbaladizo pedazo de carne de cerdo en el bolsillo derecho de Chicken Wing antes de que éste la golpeara con su único brazo. Aquella anciana sólo llevaba un peine negro y una llave atada en torno al cuello con un cordón de zapato.

Se llamaba Ella Joneston y permaneció muy quieta mientras la mujer policía volvía a esposarla. El acero estaba frío pero no apretaba tanto como un minuto antes, cuando aquellos cabrones la habían atrapado. Sabía perfectamente qué era lo que le habían puesto en torno a las muñecas, sujetas a la espalda donde no pudiera verlo, y le apretaba y le producía un dolor irresistible, como un veneno que se extendía por su interior y la hacía estremecerse entre los gritos. El corazón se le había acelerado, latía contra sus costillas y le habría reventado de no haberse detenido allí el coche azul que conducía la mujer policía.

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