—Sí. —Hammer no tenía idea.
—Estuvieron juntos en el Cadillac Grill durante bastante rato. Ella dejó el local y él salió detrás de ella. Una vez fuera se separaron; al parecer, cada uno se dirigía al asunto que tenía entre manos.
—¿Dónde está ese vídeo?
—Lo tengo yo.
—¿Lo has visto ya?
—Para las operaciones encubiertas utilizamos esas cámaras JVC Grax 900 de bolsillo. Mungo ha ido a buscar un adaptador VHS, y en cualquier momento lo tendré aquí.
—Tráelo —dijo Hammer—. Le echaremos un vistazo.
Brazil aguardaba impaciente en el sofá de la oficina del alcalde mientras tomaba notas de lo que le rodeaba y observaba a la secretaria Ruth Lafone, que respondía al teléfono. Ruth lo miró con un poco de pena pues sabía que lo estaban traicionando, como les había ocurrido a otros antes que a él. El teléfono sonó de nuevo. Ruth respondió sonriendo. Era agradable y respetuosa con el hombre elegido por aplastante mayoría para que sirviera a los habitantes de la ciudad. Tan pronto colgó el teléfono, se levantó de su asiento y miró a Brazil.
—El alcalde lo recibirá ahora —le dijo.
Brazil estaba algo perplejo. Había perdido la cuenta de las veces que había intentado conseguir opiniones y entrevistas del alcalde Search. ¿Y precisamente ahora iba a recibirlo por fin, atendiendo a una petición suya? Brazil se preguntó cuál de ellas. Habría querido vestir algo mejor, otra cosa que no fueran aquellos vaqueros negros que le estaban demasiado pequeños. Al menos se había detenido unos momentos en el aseo de hombres y se había metido en el pantalón los faldones de la camisa Head de color rojo descolorido, que también le estaba pequeña. Como Brazil había perdido algunos kilos, toda la ropa le estaba grande, y tuvo que recurrir a un cajón en el que guardaba vaqueros y camisas de cuando estaba en la universidad.
—Perdone que le pregunte —dijo a la secretaria, levantándose del sofá—. Esta entrevista, aparte de ser la respuesta a la solicitud que hice para hablar con el alcalde al principio de mi carrera, ¿tiene algún otro objetivo?
—Por desgracia no siempre puede atender a todo inmediatamente —se disculpó ella, como tan bien había aprendido a hacerlo con los años.
Brazil la observó unos instantes, indeciso, y detectó algo en la forma en que ella evitaba su mirada.
—Bien, muchas gracias —le dijo.
—No hay de qué. —Ruth lo llevaba al matadero porque necesitaba el trabajo.
El alcalde Search era un hombre pulcro y distinguido, que vestía un traje gris de corte europeo. Llevaba camisa blanca, corbata azul y negro de algodón a juego con los tirantes. No se levantó de su enorme sillón de madera de avellano; el perfil de los rascacielos de la ciudad llenaba las numerosas ventanas. La mole del edificio del USBank Corporate Center, directamente detrás de él, sólo era visible hasta media altura, y el alcalde no podía ver la corona de la azotea a menos que se tumbara en el suelo y mirara hacia arriba.
—Gracias por haber encontrado tiempo para recibirme —dijo Brazil mientras se sentaba en una silla frente a Search.
—Tengo entendido que ha alcanzado usted una interesante posición en nuestra ciudad —dijo Search.
—Sí, señor. Y yo la valoro mucho.
Aquél no era el típico periodista listillo con el que Search trataba mañana, tarde y noche. Aquel chico era Billy Bud, era el predicador Billy Graham, con unos grandes ojos inocentes, cortés, respetuoso y entregado. Search sabía que las personas sinceras como aquel joven suponían un enorme peligro. Daban la vida por una causa, hacían lo que fuera en nombre de Jesús, servían a un alto ideal, no eran respetuosos con las ideas de los demás, creían en zarzas ardientes y no eran arrastrados al pecado por la mujer de Putifar. Aquello no iba a ser tan fácil como Search había pensado.
—Déjame decirte algo, hijo —empezó a decir Search con una actitud seria y paternalista a aquel joven que había tenido la suerte de que el alcalde le dedicara su tiempo—. Nadie siente más cariño por nuestro Departamento de Policía que yo, pero espero que comprendas que todas las cosas tienen dos caras, ¿no crees?
—Por lo general muchas más de dos, señor. Al menos según mi experiencia —dijo Brazil.
La jefa Hammer estaba en la antesala de su oficina, hablando con Horgess, mientras aguardaba a West y la cinta de vídeo que esperaba que revelase lo que Mungo, al parecer, creía que contenía. Quizás esta vez la suerte se pondría de su lado.
—Basta, Fred —dijo Hammer, mientras se detenía junto a su escritorio, con las manos en los bolsillos de sus pantalones marrón tabaco.
—Es que me siento fatal, jefa Hammer. No puedo creer que haya hecho algo así. Usted confía en mí, y a cambio yo tengo que hacerle la vida mejor, ser un subordinado fiel. Y mire lo que hago cuando las cosas empiezan a ponerse difíciles —dijo Horgess con el mismo tono triste y odioso.
Todo aquello se parecía demasiado al modo de comportarse de Seth, y lo que menos necesitaba Hammer en aquellos momentos era un marido de despacho tan despreciable como el que ocupaba la habitación 333 del Carolinas Medical Center.
—Fred, ¿qué decimos de los errores? En nuestra declaración de intenciones, me refiero. —Lo miró con expresión inquisitiva.
—Lo sé. —No podía mirarla a los ojos.
—Que permitimos un error si se estaba haciendo lo correcto cuando se cometió, si se ha dicho a alguien que se ha cometido, y si se está dispuesto a comentar el error a otros para que ellos no caigan en la misma equivocación.
—No he hecho ni lo segundo ni lo tercero —dijo él.
—Por supuesto —tuvo que aceptar Hammer en el momento en que entraba West—. Lo segundo no es necesario, porque en este caso ya lo sabe todo el mundo. Quiero un comentario tuyo en el
Informer
, en el que cuentes a todo el mundo tu error. Lo quiero aquí, en mi despacho, antes de las cinco de la tarde. —Lo miró por encima de las gafas.
El alcalde Search no sabía nada de una declaración sobre el enfoque de la responsabilidad personal en la comunidad ni de ninguna otra declaración de principios que no se cargase al responsable por cometer errores, sobre todo de ésos tan monumentales como el que había puesto a Hammer en aquel apuro.
Esto no iba a sucederle al alcalde porque Search sabía tratar a la gente, incluidos los representantes de los medios de comunicación.
—Es una mentira flagrante que esta ciudad no sea segura —le dijo a Brazil, y la oficina pareció quedarse sin aire, como si se hubiera encogido.
—Pero en las cinco últimas semanas han sido asesinados cinco empresarios de fuera de la ciudad —dijo Brazil—. No entiendo cómo puede…
—Incidentes fortuitos, aislados; menos accidentes. —El sudor le corría por las sienes. Search notó que se estaba ruborizando.
—En los hoteles y restaurantes del centro aseguran que el negocio ha disminuido más del veinte por ciento. —Brazil no pretendía discutir; lo único que quería era llegar al fondo del asunto.
—Y las personas como usted lo único que hacen es empeorar las cosas. —Search se secó la frente y deseó que Cahoon no le hubiera forzado a aceptar aquel maldito cargo.
—Lo único que quiero es la verdad, alcalde Search —continuó Billy Budd, Billy Graham—. Ocultarla no ayudará a resolver esta terrible situación.
El alcalde recurrió al sarcasmo y se tomó a risa la lógica de aquel imbécil. Notó que le corría por las venas aquel jugo amargo, notó la bilis en la boca y su rostro enrojeció peligrosamente. Su rabia era una erupción solar en la superficie de su razón. El alcalde Search perdió los nervios.
—No puedo creerlo. —Rió con ironía ante aquel reportero gilipollas—. Estás soltándome un sermón. Mira, no voy a quedarme aquí sentado a decirte que las cosas no van mal. Ahora mismo yo no me acercaría al centro, de noche. —Soltó una carcajada dura, imparable y ebria de poder.
A las seis de la tarde, a la hora de las copas gratis, West y Raines iban de camino al lugar donde pensaban emborracharse, el Jack Straw's A Tavern of Taste, al lado del La-dee-da y el Two Sisters, en la calle Séptima Este. West se había quitado el uniforme y llevaba tejanos, una ancha camisa de algodón y sandalias. Bebía Sierra Nevada Stout, la cerveza del mes, y seguía pensando con incredulidad en el vídeo que había visto con Hammer.
—¿Te das cuenta de cómo nos deja a mí y a mi departamento de investigación? —preguntó por cuarta vez—. Dime que esto es una pesadilla, por favor, una pesadilla de la que voy a despertar.
Raines bebía chardonnay Field Stone, el vino del mes. Con el calzón de gimnasia, unas zapatillas Adidas sin calcetines y una camiseta que dejaba el ombligo al aire, consiguió que todas las cabezas se volvieran hacia él salvo la de la persona que tenía sentada delante. ¿Qué pasaba con ella? De lo único que hablaba aquella mujer era de trabajo y de aquel imbécil de la prensa que patrullaba con ella. Y
Niles,
oh, sí, no había que olvidar a
Niles,
aquel maldito gato. ¿Cuántas veces había estropeado un momento de intimidad?
Niles
parecía saber exactamente cuándo provocar una distracción. Un salto a la espalda o a la cabeza de Raines, un mordisco en un pie enfundado en un calcetín… ¿Y cuando
Niles
se había sentado sobre el mando a distancia y había conseguido que Kenny G sonara como un ataque aéreo?
—No es culpa tuya —dijo Raines de nuevo, revolviendo la salsa de espinacas.
West tomó otro encurtido rebozado en pasta a la cerveza mientras los Jump Little Children empezaban a montar el equipo y los instrumentos. Esa noche, aquel pequeño sitio con manteles de plástico azul y obras de arte horribles, de colores chillones, de un artista llamado Tryke, iba a tambalearse, a colapsarse, a sacar a relucir identidades y libidos primitivas. Raines esperaba poder convencer a West para que se quedara al menos hasta la segunda parte. En realidad Raines pensaba que lo que le ocurría a la mujer en una jornada de trabajo era hilarante. No podía hacer otra cosa que aparentar ternura y preocupación.
Imaginó a Mungo a punto de entrar en el Presto Grill para tomar un bocado. Mungo veía allí a un tipo con un plátano en el bolsillo que era el capo del Geezer Grill Cartel. Se formaba una fuerza de elite, que terminaba con un vídeo del Rubito, el Rey del Vicio y principal sospechoso de los asesinatos en serie de la Viuda Negra, mientras se pavonea por Five Points con sus ajustados vaqueros negros y su bloc de reportero. ¡Qué no habría pagado Raines para ver un vídeo de la jefa Hammer sentada en su importante sala de conferencias y contemplando aquella basura! Hacía inútiles esfuerzos por contener la risa.
—¿Te ocurre algo? —West lo miró—. Todo esto no tiene ninguna gracia.
—No, claro que no —dijo él débilmente mientras se le desbordaba la risa, doblado hacia delante en su silla y con las lágrimas surcándole el rostro.
Aquello continuó hasta que los Jump Little Children instalaron los amplificadores, comprobaron las guitarras eléctricas Fender, la batería Pearl con platillos Zildjain Medium Crash y los teclados Yamaha. Se observaron unos a otros con miradas furtivas, se apartaron las largas melenas de la cara, con los pendientes brillando en la escasa luz. Ese tipo está borracho, colega, mira cómo va. A su novia tampoco le gusta. Él colocado de algo y ella no. Lo raro es que beba chardonnay…
West estaba tan furiosa que le hubiera gustado dar una patada a la mesa y volverla del revés, al estilo vaquero. Le entraron ganas de saltar sobre Raines, esposarle las muñecas y los tobillos y dejar su miserable culo en medio del Jack Straw's aquel bullicioso jueves por la noche. Casi se había creído que la única persona para la que Mungo llevaba a cabo su trabajo era para Goode. Tal vez ésta había contactado con él y le había prometido favores si traicionaba a West, si destruía su credibilidad y su buena relación con Hammer. Cuando se habían acomodado en torno a la mesa brillante y había empezado el vídeo, al principio West estaba segura de que se había cometido algún error. ¡Brazil, de tamaño natural, caminando entre los sonidos del tráfico y tomando notas! ¡Por todos los santos! ¿Cuántos asesinos en serie o traficantes de drogas caminaban a la luz del día tomando notas?
En cuanto a la descripción física de Brazil, Mungo el Mamut Lanudo se había equivocado en unos dieciséis kilos y quince centímetros, aunque West tenía que reconocer que ella nunca había visto a Brazil con una ropa tan ajustada. No sabía qué pensar de todo ello. Los vaqueros negros eran tan ceñidos que veía flexionarse los músculos de sus piernas mientras caminaba, el polo rojo ajustado como si estuviera pintado, unos músculos magros y bien definidos. Se le notaban hasta las venas. Tal vez intentaba confundirse con el paisaje allí fuera. Eso tendría sentido.
—Dime qué hizo —quiso saber Raines con voz entrecortada, secándose las lágrimas.
Con un gesto, West pidió otra ronda a la camarera.
—No quiero hablar de eso.
—Vamos, Virginia, cuéntamelo, tienes que hacerlo. —Se incorporó un poco—. Dime qué hizo Hammer cuando vio la cinta.
—No —dijo West.
A decir verdad, Hammer no había hecho gran cosa. Se había sentado en su lugar habitual a la cabecera de la mesa, mirando sin hacer comentarios el Mitsubishi de sesenta centímetros. Había visto toda la cinta, los cuarenta minutos de duración, cada segundo del largo paseo de Brazil y sus confusas conversaciones con los tipos desagradables del centro de la ciudad. West y Hammer habían visto a Brazil señalar, encogerse de hombros, apuntar, mirar y agacharse para abrocharse los zapatos dos veces, antes de volver al All Right a recuperar su BMW. Después de un silencio embarazoso, la jefa Hammer se había quitado las gafas y había expresado su opinión.
—¿Qué era eso? —preguntó a su ayudante encargada de las investigaciones.
—No sé qué decirte —respondió West, y sintió un odio profundo por Mungo.
—Y todo eso comenzó el día que almorzamos en el Presto y tú viste a un hombre con un plátano en el bolsillo. —Hammer había querido asegurarse de que estaba al corriente de los hechos.
—No creo que sea justo relacionar las dos cosas.
Hammer se había puesto en pie, pero West sabía que no debía moverse.
—Claro que es justo —había dicho Hammer, metiendo de nuevo las manos en los bolsillos—. No me interpretes mal, Virginia. No te estoy culpando de ello. —Se había puesto a deambular de un lado a otro de la sala—. ¿Cómo es posible que Mungo no reconociera a Andy Brazil? Está siempre ahí, mañana, tarde y noche, sea para el
Observer
o para nosotros…