Hammer se deshizo en lágrimas. Los tres se abrazaron al tiempo que el corazón de Seth se detenía porque ya no podía seguir, o tal vez porque una parte de Seth Bridges supo que aquél era buen momento para despedirse. El corazón le falló a las once y once minutos, y el equipo de urgencias ya no consiguió reanimarlo.
West se había saltado adrede la salida de Sunset East. Recuperar el BMW de Brazil no era lo primero que tenía pensado hacer. Eran las once y cuarto, y casi todo el mundo estaba sentado en la iglesia, deseoso de que el ministro se diera prisa y terminara el sermón. West estaba profundamente sumida en sus preocupaciones. Sentía una terrible e inexplicable pesadez y quería llorar, lo cual achacaba a la menstruación, que naturalmente había pasado ya.
—¿Te encuentras bien? —Brazil notó su estado de ánimo.
—No lo sé —respondió ella deprimida.
—Pareces realmente abatida —dijo él.
—Es extraño. —West comprobó su velocidad y echó un vistazo a su alrededor por si había algún agente de tráfico apostado—. Acaba de asaltarme una sensación horrible, como si algo anduviera terriblemente mal.
—Eso también me sucede a mí a veces —confesó Brazil—. Es como si captases algo en algún sitio. ¿Sabes a qué me refiero?
Ella sabía exactamente a qué se refería, pero no por qué habría de saberlo.
West nunca se había considerado la persona más intuitiva del mundo.
—Yo también me sentía así muchas veces respecto a mi madre —continuó él—. Antes de entrar en casa, ya sabía que no estaba muy fina.
—Y ahora, ¿qué?
West sentía curiosidad por todo aquello y no estaba segura de saber qué le estaba sucediendo. Normalmente era muy pragmática y controlada. Ahora captaba señales extraterrestres y las comentaba con un reportero de veintidós años, con el que acababa de intimar en un coche patrulla.
—Mi madre no está nunca fina. —El tono de voz de Brazil es ahora más áspero—. Y ya no quiero tener más presentimientos respecto a ella.
—Bien, déjame decirte un par de cosas, Andy Brazil —dijo West, que sí sabía algunas cosas de la vida—. No importa que te hayas ido de su casa, no puedes borrarla del encerado de tu existencia, ¿sabes? —West sacó un cigarrillo—. Tienes que ocuparte de ella, y si no lo haces vas a armarte un lío el resto de tu vida.
—¡Ah, vaya! Me ha liado toda la vida hasta ahora, y va seguir haciéndolo lo que me queda.
Brazil miró por la ventanilla.
—La única persona que puede liarte la vida eres tú mismo. ¿Y sabes una cosa? —West exhaló una bocanada de humo—. Si quieres conocer mi opinión, has llevado tu vida estupendamente hasta ahora.
Brazil guardó silencio y pensó en Webb. El recuerdo de lo que había sucedido le cayó encima como un jarro de agua fría.
—¿Por qué vamos a mi casa? —se atrevió a preguntar por fin Brazil.
—Te llama demasiada gente que cuelga sin decir nada —respondió West—. ¿Quieres contarme qué pasa?
—Esos pervertidos… —murmuró Brazil.
—¿Quién? —A West no le gustó la respuesta.
—¿Cómo coño voy a saberlo? —El tema le aburría y le molestaba.
—¿Algún gay?
—Una mujer, creo. No sé si es lesbiana.
—¿Cuándo empezaron esas llamadas? —West se estaba poniendo nerviosa.
—No lo sé. —A Brazil se le encogió el corazón mientras entraban en el camino particular de la casa de su madre y aparcaban detrás del viejo Cadillac—. Más o menos cuando empecé a escribir en el periódico.
West lo miró, movida por la tristeza que veía en sus ojos cuando Brazil se volvió a contemplar la casucha que había tenido por hogar e intentaba pensar en las terribles verdades que contenía.
—Andy —dijo West—, ¿qué piensa tu madre ahora? ¿Sabe que te has trasladado?
—Le dejé una nota —fue su respuesta—. No estaba despierta cuando hice la maleta.
Para entonces, West ya había determinado que despierta era un eufemismo de razonablemente sobria.
—¿Has vuelto a hablar con ella desde entonces?
Brazil abrió la puerta. West recogió el aparato de identificación de llamadas del asiento trasero y lo siguió al interior de la casa. Encontraron a la señora Brazil en la cocina, untando con manos temblorosas unas galletitas Ritz de mantequilla de cacahuete. Los había oído llegar y aquello le había dado tiempo de movilizar sus defensas. La señora Brazil no dijo una palabra a ninguno de los dos.
—Hola —dijo West.
—¿Cómo estás, mamá? —Brazil intentó abrazarla, pero su madre no quería nada con él y lo mantuvo a distancia con el cuchillo.
Brazil observó que faltaba la cerradura de la puerta de su dormitorio. Miró a West y ensayó una leve sonrisa.
—Me he olvidado de ti y de tus herramientas —comentó.
—Lo siento. Debería haberlo instalado otra vez. —West miró a su alrededor, como si pudiera haber un destornillador en alguna parte.
—No te preocupes por eso.
Hablaban en el interior del dormitorio. West se quitó la gabardina, y echó una mirada como si fuera la primera vez que estaba allí. Le preocupaba su presencia en aquel rincón íntimo de la vida del muchacho, donde había sido un adolescente y se había convertido en hombre y donde había dejado volar sus sueños.
Le invadió otro acceso de calor y su rostro se puso rojo mientras conectaba el aparato identificador de llamadas telefónicas.
—Evidentemente esto no servirá de mucho cuando tengas el número de teléfono nuevo en tu apartamento —explicó ella—. Pero lo más importante es saber quién ha estado llamando a este número. —Se enderezó tras conectar el aparato—. Aparte de tu madre y yo, ¿sabe alguien que te has trasladado?
—No —respondió Brazil, con los ojos clavados en ella.
Salvo su madre, ninguna mujer había pisado jamás aquella habitación. Brazil miró a su alrededor con la esperanza de que allí no hubiera nada que lo avergonzara o que le revelara a West algo que no quería que ella supiese. West también miraba a su alrededor, y ninguno de los dos tenía prisa por marcharse.
—Tienes muchos trofeos —comentó ella.
Brazil se encogió de hombros y se acercó a las estanterías repletas a las que ya no prestaba atención alguna. Señaló unos trofeos de especial importancia y le explicó qué representaban. Le contó a grandes rasgos algunos partidos dramáticos y durante un rato se sentaron en la cama mientras él recordaba días de su juventud que había vivido sin público, en realidad, salvo desconocidos. Le habló de su padre y ella le contó cosas de Drew Brazil, de las que se acordaba vagamente.
—Yo sólo sabía quién era, nada más —dijo West—. Por aquel entonces, yo estaba muy verde, sólo era una policía de calle que esperaba un ascenso a sargento. Recuerdo que todas las mujeres pensaban que era guapo. —West sonrió—. Se hablaba mucho de eso y también de que parecía agradable.
—Era agradable, en efecto —corroboró Brazil—. Creo que en ciertos aspectos era algo anticuado, pero eso fue consecuencia de la época que le tocó vivir. —Se mordisqueó las uñas, con la cabeza gacha—. Estaba loco por mi madre, pero ella siempre fue una malcriada. Creció así. Siempre he pensado que la mejor razón de que ella no pudiera encajar su muerte es que perdió a la persona que más la mimaba y cuidaba.
—¿Y no crees que lo amaba? —West sentía curiosidad y era muy consciente de lo juntos que estaban, sentados en la cama. Se alegró de que la puerta estuviera abierta en parte y no tuviese cerradura.
—Mi madre no sabe amar a nadie, ni siquiera a sí misma.
Brazil la observaba. West notaba sus ojos como fuego. Al otro lado de la ventana, truenos y relámpagos jugaban a la guerra mientras llovía con fuerza. Ella también lo miró y se preguntó si la vida echaría a perder la dulzura del muchacho cuando se hiciera mayor. Estaba segura de que así sería, y se levantó de la cama.
—Lo que tienes que hacer es llamar a la compañía telefónica mañana a primera hora —le aconsejó—. Diles que quieres un identificador de llamadas. Esta cajita no te servirá de nada hasta que te den ese servicio, ¿de acuerdo?
Él la miró y no dijo nada al principio. Luego preguntó:
—¿Es muy caro?
—Puedes pagarlo. ¿Y quién te ha estado llamando al trabajo? —quiso saber West mientras alcanzaba la puerta.
—Axel y un par de mujeres… —Se encogió de hombros—. No sé, no me he fijado. —Se volvió a encoger de hombros.
—¿Alguien capaz de entrar en tu ordenador? —preguntó West al tiempo que restallaba otro trueno.
—No veo cómo.
West miró el ordenador.
—Voy a trasladar eso a mi apartamento. El otro día no tenía sitio en el coche —dijo él.
—Tal vez podrías escribir tu próximo artículo con él —replicó West.
Brazil continuó observándola. Se tumbó en la cama con las manos detrás de la cabeza.
—No serviría de nada —dijo—. Todavía tiene que entrar en el ordenador del periódico de una manera o de otra.
—¿Y si cambias de contraseña? —preguntó West. Se metió las manos en los bolsillos y se apoyó en la pared.
—Ya lo hicimos.
Centelleó un relámpago, y la lluvia y el viento se abrieron paso con violencia entre los árboles.
—¿Vosotros? —preguntó West.
Brenda Bond estaba sentada ante el teclado en su sala de ordenadores, trabajando en domingo, porque ¿qué iba a hacer si no? La vida le ofrecía pocas cosas. Llevaba gafas graduadas con una montura negra Modo, cara, porque a Tommy Axel le sentaban bien. Brenda también lo imitaba de otras maneras pues el crítico de música se parecía a Matt Dillon y estaba muy bueno. La analista de sistemas Bond estaba repasando kilómetros de hojas impresas y no le gustaba lo que encontraba allí.
En pocas palabras, había que reconfigurar la arquitectura general del sistema de correo por ordenador del periódico. Lo que quería estaba claro, y no era pedir tanto. Estaba cansada de intentar convencer a Panesa a través de presentaciones que el editor no se había molestado nunca en comprobar.
El argumento básico de Brenda era el siguiente: cuando un usuario enviaba un mensaje de correo para que su servidor lo mandara a su nodo local, éste lo enviaba al siguiente nodo, que a su vez lo reenviaba al siguiente y así hasta que llegaba al nodo final en el sistema de destino. Con un rotulador, Brenda Bond había descrito vívidamente este proceso en la figura 5.1, mediante unas rayas discontinuas de colores y unas flechas que mostraban posibles vías de comunicación entre los nodos y los servidores de usuario.
Las reflexiones de Bond cristalizaron y dejó lo que estaba haciendo. Se quedó sorprendida y asustada cuando la jefa ayudante Virginia West, de uniforme, entró de repente en el cuarto pasadas las tres. West observó que Bond era un gusano cobarde de mediana edad y que encajaba perfectamente en el perfil de las personas que provocaban incendios, enviaban bombas por correo, hacían mal uso de productos como analgésicos y colirios, y molestaban a la gente con notas cargadas de odio y repugnantes llamadas anónimas por teléfono. West acercó una silla, la volvió del revés, se sentó a horcajadas y apoyó los brazos en el respaldo como si fuera un hombre.
—Es interesante, ¿sabe? —empezó a decir West, pensativa—. La mayoría de la gente cree que si utiliza un teléfono móvil no se podrán rastrear las llamadas. Lo que no saben es que las llamadas vuelven a una torre. Estas torres cubren sectores que sólo tienen un par de kilómetros cuadrados.
Bond empezó a temblar; el farol daba resultado.
—Cierto joven reportero ha estado recibiendo llamadas obscenas —continuó West—, y ¿sabe una cosa? —Hizo una pausa muy significativa—. Esas llamadas vuelven al mismo sector donde usted vive, señora Bond.
—Yo, yo… —balbució Bond, mientras en su mente se sucedían las visiones de cárceles.
—Pero lo que me preocupa es eso de acceder al contenido de un ordenador. —La voz de West se hizo más dura; cuando se movió en la silla, el uniforme de cuero de policía soltó un crujido—. ¡Filtrar sus artículos al Canal 3! ¡Eso es un delito! ¡Imagine! Es como si alguien le robara sus programas y los vendiera a la competencia, ¿comprende?
—¡No! ¡No! —farfulló Bond—. ¡Yo nunca he vendido nada!
—Entonces se los regaló…
—No —dijo Bond presa del pánico—, nunca he hablado con él. Yo sólo ayudaba a la policía.
West se quedó un instante callada. No esperaba aquello.
—¿Qué policía? —preguntó.
—La jefa ayudante Goode me dijo que lo hiciera —confesó Bond por miedo—. Dijo que era parte de una operación encubierta del departamento.
West se puso en pie, haciendo chirriar la silla. Fue entonces cuando llamó a casa de Hammer, se enteró de la terrible noticia de la muerte de Seth y se sintió mareada.
—¡Oh, Dios mío! —dijo West a Jude, que fue quien atendió el teléfono—. No lo sabía. No quiero molestarla. ¿Puedo hacer algo por… por…?
Hammer arrancó el aparato de las manos protectoras de su hijo.
—Está bien, Jude —le dijo a éste, y le dio unas palmaditas en el hombro—. ¿Virginia?
Goode estaba viendo un vídeo de
Mentiras verdaderas
y se relajaba en el sofá con la chimenea a gas encendida y el aire acondicionado a toda marcha, mientras esperaba que Webb la llamara. Había prometido escabullirse un momento, antes del noticiario de las seis, y Goode empezaba a ponerse nerviosa. Si no se presentaba enseguida, no habría tiempo de hacer ni decir nada. Cuando sonó el teléfono, lo descolgó como si su vida dependiera de aquella llamada. Goode no esperaba a la jefa Hammer. No esperaba que Hammer le dijera con aire sombrío que Seth había muerto y que pasaría por su despacho para hablar con ella a las cuatro y media en punto. Goode saltó del sofá, eufórica y llena de energía. Aquello sólo podía significar una cosa. Hammer iba a tomarse un largo permiso para poner en orden sus trágicos asuntos e iba a nombrar a Goode jefa interina.
Hammer tenía en mente unos planes muy distintos para la jefa ayudante Jeannie Goode. Aunque quienes rodeaban a Hammer no entendían del todo cómo podía pensar en el trabajo en un momento como aquél, nada habría podido ser más terapéutico para Hammer. Le despejó la cabeza. Despertó con una llamarada azul de cólera ardiendo en sus venas. Mientras se vestía —un lustroso conjunto gris de chaqueta y pantalón, una blusa de seda gris y unas perlas—, se sentía capaz de convertir a cualquiera en vapor con sólo mirarlo. Se retocó el peinado y se roció las muñecas con una leve nube de Hermès.
La jefa Judy Hammer salió hasta el coche patrulla azul marino y puso en marcha los limpiaparabrisas para barrer las hojas que la lluvia había hecho caer. Salió del camino particular de su casa dando marcha atrás y dobló por Pine Street mientras el sol se abría paso entre nubes tumultuosas. Se le hizo un nudo en la garganta y le costó esfuerzo tragar saliva. Unas lágrimas le escocían los ojos; parpadeó e inspiró profundamente al contemplar, por primera vez sin Seth, su calle y el mundo que la rodeaba. Nada se veía diferente, pero lo era. Desde luego que lo era. Mientras conducía, continuó respirando profundamente; tenía el corazón dolorido y su sangre clamaba justa venganza. De una cosa estaba segura: Goode no podía haber escogido peor momento para llevar a cabo tal golpe de efecto y que la sorprendieran.