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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

El Avispero (48 page)

BOOK: El Avispero
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Se quedó quieto, con las manos detrás de la cabeza y la mirada fija en el techo, con las luces apagadas y la música puesta. Detrás de las ventanas vio la cúspide del edificio del USBank Corporate Center, que casi tocaba la media luna del cielo, y la luz roja que parpadeaba en lo alto de la corona.

Brazil lo contempló mientras se perdía en nuevas divagaciones y lo asaltó una reflexión inquietante. Al día siguiente haría dos semanas de la última muerte causada por el Asesino de la Viuda Negra.

—¡Señor!

Se incorporó hasta quedar sentado, sudoroso y jadeante.

Apartó las sábanas y se puso en pie. Empezó a caminar por la habitación sin más ropa que los pantalones cortos de gimnasia. Bebió más agua y permaneció plantado en la cocina desnuda, contemplando el USBank con la mente llena de preocupaciones. ¡Allí fuera, en la calle, había otro comerciante a punto de convertirse en víctima! Ojalá hubiera algún modo de evitarlo. ¿Dónde estaba el asesino en aquel momento? ¿Qué pensaba aquel criminal mientras cargaba su arma y se sumía en sus tortuosos pensamientos, esperando en su telaraña de Five Points a que el siguiente coche de alquiler se acercara a la ciudad con algún inocente conductor?

Niles
seguía a West por toda la casa. La mujer estaba segura de que el gato se había vuelto loco y sabía que aquél era un peligro que corrían los siameses, los abisinios y todos los animales bizcos y demasiado alimentados que llevaban rondando miles de años.
Niles
se cruzaba entre sus piernas mientras caminaba; estuvo a punto de hacerla tropezar en dos ocasiones, y no tuvo más remedio que enviarlo al otro extremo de la habitación de un puntapié.

El gato soltó un maullido, pero insistió; después se enfadó. Una patada más, se dijo, y no respondería de su reacción. West le dio con el exterior del pie y lo envió bajo la cama, anotándose otro punto.

Niles
se quedó observando desde su rincón oscuro entre el suelo de maderas nobles y el somier de muelles. Aguardó meneando la cola a que su dueña se hubiera quitado zapatos y calcetines; entonces saltó sobre el pie descalzo e hincó los dientes en el punto blando del talón, justo detrás del hueso del tobillo. El gato sabía que allí haría daño, pues ya lo había probado otras veces. Su dueña lo persiguió por la casa durante diez minutos, y
Niles
huyó a toda velocidad pues sabía reconocer la auténtica furia homicida cuando la tenía delante. El gato volvió a la cama y se quedó allí debajo hasta que la mujer se cansó y decidió irse a dormir. Luego se escabulló y regresó a la cocina. Una vez allí se enroscó en el alféizar, donde su bondadoso y amable rey lo guardaba y protegía durante las largas noches solitarias.

La mañana se presentó lluviosa. El odioso despertador soltó un sonoro zumbido que despertó a West de golpe. Se quejó desde la cama; unas gruesas gotas de agua repiqueteaban en el tejado y le dio pereza levantarse. Hacía un tiempo perfecto para quedarse durmiendo. ¿Por qué había de saltar de la cama? El recuerdo de Brazil y su BMW averiado, de
Niles
y su extravagante conducta de la noche anterior, la deprimía y la excitaba a la vez. Aquello no tenía sentido. Se tapó con la sábana hasta la barbilla y le asaltaron unas imágenes perturbadoras, relacionadas con lo que había soñado últimamente, fuera lo que fuese. Cuando se quedó absolutamente quieta, casi notó de nuevo en su piel las manos y la boca de Brazil. Estaba horrorizada y se quedó un buen rato más en la cama.

Niles,
que podía usar libremente la casa durante un rato, se había colado en el cuarto de la lavadora. Estaba interesado en la gran caja blanca llena de ropa húmeda. Encima de la caja había varios billetes doblados y unas monedas. Se encaramó a ella y se le ocurrió una idea más para trasmitir el mensaje del rey Usbece a su dueña. Estaba contento por supuesto de saber que su dueña podía hacer algo respecto a la situación de peligro que corría el rey. La mujer podía hacer algo: irrumpir con su traje importante lleno de cuero y de metal y de juguetes peligrosos.
Niles
estaba convencido de que eso era todo lo que se precisaba. El rey le había hablado y había querido que él le pasara la información a su dueña. Ésta, a su vez, alertaría a otros líderes impetuosos, se llamaría a las tropas y el rey y todos sus súbditos usbeceanos quedarían a salvo.

Niles
pasó cinco minutos difíciles para abrir la tapa de la parte superior de la lavadora. Introdujo una pata y sacó con la zarpa una pequeña pieza de ropa mojada. Cogió en la boca un billete doblado de cinco dólares y saltó al suelo, excitado, seguro de que su dueña estaría muy complacida. Pero no fue así. La mujer no dio muestra de la menor alegría de ver al gato y se incorporó enfurecida cuando
Niles
depositó en su rostro un par de medias mojadas que había arrastrado por buena parte de la casa. West contempló las medias y el billete de cinco dólares que el gato había depositado sobre su pecho y sintió un escalofrío.

—Espera un momento —le dijo a
Niles,
que ya se disponía a salir huyendo—. Vuelve. Lo digo en serio.

Niles
se detuvo y la miró pensativo, sin dejar de mover la cola. No se fiaba de ella.

—Muy bien, una tregua —le prometió la mujer—. Aquí sucede algo. No se trata sólo de que estés más loco de lo habitual. Ven aquí y cuéntame.

Por su tono de voz,
Niles
sabía que su dueña era sincera y que tal vez estaba incluso un poco arrepentida. Cruzó el dormitorio y saltó con toda naturalidad casi un metro para subir a la cama. Luego, cuando ella empezó a acariciarlo, se sentó sobre los cuartos traseros y la miró.

—Me has traído un par de medias y dinero —murmuró West—. ¿Intentas decirme algo?

Niles
movió la cola, aunque sin gran entusiasmo.

—¿Tiene que ver con medias?

La cola quedó inmóvil.

—¿Con ropa interior?

No hubo respuesta.

—¿Con sexo?

El gato continuó indiferente.

—¡Mierda! —exclamó ella—. ¿Qué más? Bueno, déjame que haga deducciones, que trabaje el asunto como en una escena del crimen. Has ido a la lavadora, has abierto la tapa y has sacado esto. Está mojado y todavía no ha pasado por la secadora. ¿Qué es exactamente lo que querías coger para traerme? ¿Ropa?

Niles
empezaba a estar harto.

—Claro que no. —West se dio una reprimenda a sí misma.
Niles
podía coger ropa de cualquier parte: de una silla, del suelo… Pero para hacerse con aquella prenda se había tomado muchas molestias—. Has estado en el cuarto de la lavadora —murmuró.

Niles
se movió.

—¡Ah! Buscando calor allí. En el cuarto de la lavadora, ¿no es eso?

Niles
se volvió loco; empezó a frotar el hocico contra su mano y a mordisquearle los dedos. A continuación West empezó a probar con el billete de cinco dólares. Sólo tardó dos intentos en confirmar que la palabra clave era «dinero».

—Dinero y lavandería… —murmuró West, desconcertada.

Niles
no podía ayudarla más y creía haber llevado a cabo su misión. Saltó de la cama y volvió a la cocina, donde el agua impedía ver el saludo matinal del rey a su fiel súbdito.
Niles
estaba disgustado y West llegaba tarde. La mujer salió de casa a toda prisa y tuvo que volver con la misma rapidez pues había olvidado el objeto más importante, la cajita que desconectó del teléfono. Aceleró por East Boulevard hasta South Boulevard y se desvió por Woodlawn. Brazil llevaba un impermeable con capucha y esperaba en el aparcamiento porque no quería que West viera su minúsculo apartamento, completamente vacío.

—Hola —dijo, y subió al coche.

—Lamento llegar tarde. —West no se atrevía a mirarlo—. Mi gato se ha vuelto loco.

Brazil advirtió con desconsuelo que la mañana no se presentaba demasiado favorable. Él pensaba en ella… y ella pensaba en su gato.

—¿Qué le sucede? —preguntó.

West salió del aparcamiento mientras la lluvia amainaba. Los neumáticos avanzaban por las calles mojadas con un ruido silbante. Brazil actuaba como si no hubiese sucedido nada, lo cual no hacía sino corroborar su certeza de que todos los hombres eran iguales. West imaginó que aquella incursión en sus pertenencias privadas no era distinto de hojear una revista llena de mujeres desnudas. Un toque de morbo. Una calentura pasajera como la de un asiento de motocicleta lleno de vibraciones o como la de tener a la persona adecuada sentada sobre uno cuando el coche va cargado con demasiados pasajeros.

—Está chiflado, sencillamente —dijo West—. Se pasa el rato mirando por la ventana, saca cosas de la lavadora, me muerde y hace ruidos extraños, como aullidos.

—¿Y esa conducta es nueva y diferente de la habitual? —preguntó Brazil, en plan psicólogo.

—Pues sí.

—¿Qué clase de ruidos suelta?

—Empieza
yool yool yool.
Luego, calla y lo repite. Siempre, tres sílabas.

—Me parece que
Niles
intenta decirte algo y no le prestas atención. Es muy probable que esté señalando algo que tienes delante de las narices, pero o estás concentrada en otras preocupaciones o no quieres oírlo. —A Brazil le encantó hacer aquella observación.

—¿Desde cuándo eres psiquiatra de gatos? —West le dirigió una mirada y experimentó de nuevo aquella sensación vertiginosa, aquella agitación en las tripas, como si una colonia de renacuajos acabara de eclosionar allí.

Brazil se encogió de hombros.

—Se trata de la naturaleza humana, o de la naturaleza animal. Llámalo como quieras. Si nos tomamos el tiempo necesario e intentamos contemplar la realidad desde la perspectiva de otro, si nos mostramos un poco comprensivos, las cosas se pueden ver muy distintas.

—Mentira —replicó West, y se pasó de largo la salida de Sunset East.

—Acabas de pasar la parada de camiones. ¿Y qué quieres decir con eso de «mentira»?

—Desde luego conoces al dedillo tus frases, ¿verdad, chico? —West soltó una carcajada no muy agradable.

—En primer lugar, por si no te has dado cuenta, no soy ningún «chico» —dijo Brazil, y por primera vez se dio cuenta de que Virginia West estaba asustada—. Soy un adulto a todos los efectos y no voy diciendo mentiras por ahí. Debes de haber conocido a mucha gente mala en tu vida.

Aquello último le resultó verdaderamente divertido. Se echó a reír mientras la lluvia arreciaba. Conectó los limpiaparabrisas y la radio y Brazil la observó con una sonrisa en los labios, aunque no tenía idea de qué había dicho que resultara tan gracioso.

—¡Que he conocido a mucha gente mala! —farfulló ella, casi incapaz de replicar—. ¿Y cómo me gano la vida, eh? ¿Vendiendo panecillos, sirviendo cucuruchos de helado o haciendo ramos de flores?

West acompañó sus palabras de una nueva carcajada.

—No me refería a lo que haces para ganarte la vida —respondió Brazil—. La gente mala que conoces en el trabajo no es la que te hace daño de verdad. Son tus conocidos fuera del trabajo, los amigos, la familia…

—Sí, tienes razón. —West recuperó la sobriedad de inmediato—. Ya lo sé. —Dirigió una mirada penetrante a su interlocutor y añadió—: ¿Y sabes otra cosa? No tienes idea de cómo soy ni de todos los fiascos que me he llevado cuando menos lo esperaba.

—Y por eso no estás casada ni tienes compañía íntima… —apuntó él.

—Y por eso vamos a cambiar de tema. Y te toca hablar de ti, por cierto.

West subió el volumen de la radio mientras la lluvia repiqueteaba en la capota de su coche.

Hammer contemplaba la lluvia por la ventana de la habitación de su marido en la unidad de cuidados intensivos mientras Randy y Jude ocupaban sendas sillas junto al lecho, muy rígidos, y observaban en los monitores todas las fluctuaciones en el pulso y en la toma de oxígeno. El hedor iba empeorando cada vez más y los momentos de conciencia de Seth eran como livianas semillas transportadas por el aire que daban la impresión de no ir a ninguna parte ni posarse en tierra. Flotaba, ni en una parte ni en otra, y su familia no acertaba a determinar si tenía conciencia de su presencia y de su devoción. Para sus hijos, el golpe no era especialmente amargo sino más de lo mismo. Su padre no los reconocía.

La lluvia formaba regueros en el cristal y volvía el mundo gris y lacrimoso. Hammer se mantuvo en la misma posición en la que llevaba casi toda la mañana. Con los brazos cruzados, inclinó la frente contra la ventana, pensando a veces, otras no, y elevó unas oraciones. Sus comunicaciones con la divinidad no eran enteramente por su esposo. A decir verdad, estaba más preocupada por ella misma. Sabía que había alcanzado una encrucijada y que para ella había algo nuevo, algo más exigente de lo que podría hacer jamás con el lastre que significaba Seth, como le había sucedido todos estos años. Sus hijos ya no estaban en casa. Pronto estaría sola. No necesitaba ningún especialista que le dijera tal cosa, mientras contemplaba la voraz gangrena que devoraba sin descanso el cuerpo de su esposo.

—Haré lo que quieras —dijo al Todopoderoso—. No me importa lo que sea. ¿Qué importa nada, en realidad? Desde luego, no valgo mucho como esposa. Soy la primera en reconocer que no he puesto mucho en este aspecto. Probablemente tampoco he sido una gran madre. Por eso querría compensarlos a todos. Dime cómo.

El Todopoderoso, que en realidad dedicaba más tiempo a Hammer y estaba más pendiente de ella de lo que la mujer imaginaba, se alegró de oír aquello, porque el Todopoderoso tenía un plan bastante grande reservado a aquella recluta especial. El momento no sería ahora sino que llegaría más tarde. Hammer lo vería. Iba a resultar un hecho bastante asombroso, si el Todopoderoso no tenía nada más que aducir. Mientras se desarrollaba este diálogo, Randy y Jude fijaron la vista en su madre, como si lo hicieran por primera vez aquel día. Vieron la cabeza apoyada en el cristal y lo quieta que se había quedado, cuando era una persona que normalmente no dejaba nunca de caminar de un lado a otro. Impulsados por el profundo amor y el respeto que le tenían, los dos se pusieron en pie. Se acercaron a ella y la rodearon con sus brazos.

—Está bien, mamá —dijo Randy con ternura.

—Estamos aquí —le prometió Jude—. Ojalá hubiéramos llegado a ser abogados, médicos o banqueros de renombre, o lo que fuera, para que estuvieras segura de que nos ocuparemos de ti.

—Yo también —asintió Randy con tristeza—. Pero si no te avergüenzas demasiado de nosotros, al menos seremos tus mejores amigos, ¿de acuerdo?

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