Un reportero llamado Brazil, al parecer sudamericano, estaba metiéndose demasiado con Cabeza de Panocha y éste no se sentía contento. En primer lugar se desprendía de sus palabras que cuando la gente pensaba en Cabeza de Panocha imaginaba una araña, y que todos pensaban que el símbolo anaranjado que Cabeza de Panocha pintaba en cada cuerpo era un reloj de arena. Pero si pintaba aquello era porque le gustaba el naranja. También se proponía matar y robar a ocho hombres de negocios, y no más, antes de trasladarse a otra parte. Permanecer en la misma zona más tiempo habría sido tentar a la suerte, y la figura del ocho era un simple recuerdo, una nota para él mismo, de que pronto sería hora de que Cabeza de Panocha y Veneno se movieran con la furgoneta, quizás hacia la zona de la capital federal.
En el artículo de aquella mañana, el reportero llamado Brazil citaba a un criminólogo del FBI que pronosticaba que el Asesino de la Viuda Negra era un fracasado en las relaciones interpersonales, que no se había casado ni había conservado un trabajo mucho tiempo, que tenía carencias sexuales y de toda clase y que sufría una crisis de identidad sexual, según el agente especial Bird. Cabeza de Panocha, a quien por supuesto no se referían por el nombre sino con el mero apodo de «el asesino», había visto y leído mucha pornografía violenta durante su vida, procedía de un hogar desestructurado y no había terminado el instituto, si es que alguna vez lo había pisado. Tenía un vehículo, probablemente viejo y norteamericano, y aún vivía con su padre, al que odiaba o había detestado durante gran parte de su vida adulta. El asesino era desaliñado, probablemente gordo y consumidor de sustancias prohibidas.
El agente especial Bird, continuaba diciendo el artículo, predecía que el asesino no tardaría en desequilibrarse. Cometería errores, se excedería, se desorganizaría y perdería el control. Todos los psicópatas acababan por perderlo. Cabeza de Panocha arrojó el periódico al fondo de la furgoneta con gesto de desagrado. Alguien estaba yéndose de la lengua, filtrando detalles personales sobre él a la prensa, y el proxeneta miró con irritación al Rubito cuando éste se detuvo frente al Cadillac Grill, donde habían preparado cuidadosamente los bocadillos del transexual. El Rubito decidió entrar.
Los clientes del Cadillac Grill no se alegraron de verlo allí. Sabían que era periodista y no querían tener nada que ver con él ni con sus preguntas. ¿Qué pensaba, que estaban locos? ¿Imaginaba que se arriesgarían a provocar a Cabeza de Panocha, a volverlo más amenazador aún de lo habitual, y terminar con una Silvertip en la cabeza? Aquel transexual era la persona más desagradable y odiosa que existía, y lo cierto era que la comunidad de comerciantes de Five Points quería que se trasladara o que desapareciese. Pero como solía suceder en regímenes fascistas, nadie tenía las narices o el tiempo necesarios para alzarse contra él. La energía y el pensamiento lúcido eran poco habituales entre los soldados que se quedaban hasta tarde bebiendo, fumando hierba y jugando a billar.
El cocinero jefe del Cadillac era Remus Wheelon, un recio irlandés con tatuajes. Todos habían oído hablar del Rubito y no querían al soplón en aquel establecimiento. Remus era muy consciente de que acababa de servir tres bocadillos Rise and Shine especiales a Cabeza de Panocha y que aquel condenado asesino a sangre fría debía de estar sentado allí fuera, en la furgoneta, observando y esperando a que Remus le sirviera al Rubito aunque sólo fuera una taza de café. Remus atendía la barra. Se tomó su tiempo rascando la plancha, hizo más café, frió otra tanda de salchichas y hojeó el
Observer.
Brazil había ocupado un reservado y cogió una grasienta carta plastificada, escrita a mano. Los precios eran razonables. Se percató de que los parroquianos lo miraban de la manera más hostil que había notado en su vida. Les dedicó una sonrisa, como si estuviese en un salón de té a la antigua, y adoptó un aire de «dejadme tranquilo» que les hizo pensárselo dos veces. Brazil se negaba a ser disuadido de su misión. Cuando sonó su busca, todos los presentes lo oyeron y Brazil lo cogió como si le hubiera mordido. Reconoció el número y se sorprendió. Brazil miró a su alrededor y decidió que probablemente no era el mejor momento para sacar el móvil y llamar al despacho del alcalde.
Ya se incorporaba para marcharse, pero cambió de idea cuando se abrió la puerta, acompañada del tintineo de la campanilla situada sobre ella. La joven prostituta entró en el local, y al reportero se le aceleró el pulso. No sabía muy bien por qué estaba tan fascinado, pero no podía apartar los ojos de ella, que le inspiraba tanta lástima como miedo. La muchacha llevaba unos vaqueros cortísimos, unas sandalias con suela de neumático y una camiseta de los Grateful Dead con las mangas arrancadas. Iba sin sujetador, y sus pechos se movían al ritmo de sus pasos. Ocupó el reservado contiguo, frente a Brazil, y miró a éste con descaro mientras se apartaba del rostro los sucios cabellos rubios.
Remus llevó café a la muchacha sin darle tiempo siquiera a coger la carta. Ella tuvo dificultades para leer la hoja escrita a mano y plastificada, cuyas palabras se enredaban como el sedal de pesca en la orilla del lago de las algas, como llamaban los ricos de Davidson al estanque situado en el cruce de Griffith y Main Street, donde su padre la había llevado a pescar alguna vez. Eso fue antes de que se hiciera mayor, cuando su madre trabajaba de asistenta en el Best Western. Su padre era camionero en la zona del sudeste y tenía unos horarios caóticos. Su madre no siempre estaba en casa cuando su marido llegaba de un largo viaje.
En su fuero interno, Cravon Jones estaba convencido de que sus tres hijas le pertenecían, de que tenía derecho a escoger el modo de expresarles su afecto y que tal cosa era asunto suyo. La niña de sus ojos era Addie, que llevaba el nombre de su suegra, a la que Cravon aborrecía. Addie era rubia y bonita desde el mismo día de su nacimiento. Era una niña especial que estaba encantada de que su papá la mimara y con la que su madre no se sentía vinculada ni se llevaba bien. La señora Jones estaba harta de volver a casa y encontrar un hombre bebedor, desagradable y apestoso que la golpeaba, la maltrataba y en una ocasión le rompió la nariz y la mandíbula. Las hijas, comprensiblemente, estaban sometidas a él por el miedo.
Addie cumplió once años, y una noche su padre se metió en la cama con ella. Apestaba a sudor rancio y a alcohol mientras apretaba su duro miembro contra ella y luego la penetraba y las sábanas se manchaban de sangre y de las lágrimas silenciosas que manaban de los ojos de la niña. Las hermanas de Addie estaban en la misma habitación y lo oyeron todo. Nadie habló del asunto ni reconoció que se hubiera producido, y la señora Jones se mantuvo en una selectiva ignorancia del asunto. Pero lo sabía muy bien, y Addie lo advertía en los ojos de su madre, en cómo había aumentado el consumo de alcohol y en su creciente indiferencia hacia ella. Las cosas siguieron así hasta que Addie cumplió los catorce y escapó de casa mientras la señora Jones estaba en el trabajo y su padre andaba por alguna parte con el camión. Addie llegó hasta Winston-Salem, donde encontró al primer hombre que se ocupaba de ella en su vida.
Desde entonces había habido muchos que le proporcionaban cocaína y crack, cigarrillos, pollo frito o lo que quisiera. Tenía veintitrés años cuando se había apeado de un autocar Greyhound en Charlotte, hacía unos meses. Addie no lo recordaba muy bien; su último recuerdo claro era que estaba en Atlanta, bastante colocada, con un tipo rico que llevaba un Lexus y que pagaba veinte dólares extra por mearle en la cara. Ella lo admitía todo mientras no estuviera presente, y el único camino para llegar a ese lugar indoloro eran las drogas. Sea, su último hombre, el último que habría, le había pegado con una percha una noche porque tenía retortijones de vientre y no pudo hacer un solo dólar. Había huido por enésima vez en su vida y se había dirigido a Charlotte porque sabía dónde estaba y porque era lo más lejos que podía llegar con el dinero del bolso que había arrebatado a una vieja.
Addie Jones, a quien no habían llamado por su nombre de pila desde hacía demasiados colocones como para que se acordase, tenía una bolsa de viaje de lona de los Atlanta Braves que había robado a uno de sus clientes. En ella tenía unas cuantas cosas y la agarraba con las dos manos, con fuerza, mientras caminaba por West Trade Street y se acercaba al Presto Grill, frente al aparcamiento de All Right, donde Cabeza de Panocha esperaba en su furgoneta, de pesca. La mayoría de sus mejores capturas procedían de autobuses, de entre todos aquellos restos de naufragios que llegaban a la orilla como riesgos biológicos y cuya historia era siempre la misma. Cabeza de Panocha lo sabía muy bien, pues él mismo había bajado de uno de tales autobuses, tiempo atrás.
Quince minutos más tarde, Addie estaba dentro de la furgoneta azul marino y Cabeza de Panocha estaba seguro de haber realizado un hallazgo. No sólo quería a la chica para él, sino que los clientes de la calle iban a perder el sentido por su cuerpo vibrante, sus ojos tórridos y sus labios carnosos. Cabeza de Panocha puso a su nueva criatura el nombre de Veneno, y los dos juntos empezaron su violenta toma de poder. Al principio ahuyentaron a otros chulos. Después empezaron los asesinatos, y la policía andaba por todas partes. Corrían historias sobre terribles balas de punta hueca y de algo pintado de anaranjado, y también sobre una araña. Todos se asustaron.
—¿Qué va a ser? —preguntó Remus a Veneno, que fumaba un cigarrillo y observaba la calle.
—Un poco de jamón —respondió ella con un acento que ya no sonaba a blanco, ni siquiera a norteamericano.
En el transcurso de su vida profesional, Remus había observado que las putas adoptaban el acento y los modales de su dueño. Las negras hablaban como blancas y las blancas adquirían acentos negros, los gigolós blancos caminaban con la elasticidad de un jugador de la NBA y los gigolós negros se pavoneaban como John Wayne. Remus ya se había acostumbrado. Se limitaba a preparar sus platos y a llevar el local: vive y deja vivir. No quería problemas, y Veneno lo inquietaba como un punzón para el hielo demasiado cerca del ojo. Tenía una sonrisa burlona, como si supiera que él había captado la broma. Remus tenía la sensación de que un asesinato a sangre fría, incluido el suyo, le resultaría divertido a la muchacha.
Brazil permaneció en el reservado un buen rato, tamborileando sobre la carta con los dedos y observando cómo se iban yendo los clientes. La mesa seguía despejada pues nadie parecía dispuesto a atenderlo. Vio que la joven prostituta terminaba el desayuno, dejaba el dinero sobre la mesa y se ponía de pie. Brazil la siguió con la mirada cuando salía. Se moría de ganas de hablar con ella, pero estaba asustado. El timbre de la puerta quedó en silencio tras su misteriosa salida, y él también se levantó. Se olvidó de que no había llegado a pedir nada y dejó una propina. Salió del local con el bloc de notas en la mano y miró a un lado y a otro de la calle; avanzó por la acera hasta la esquina, escrutando el aparcamiento de la calle Quinta, pero no la vio por ninguna parte. Decepcionado, continuó andando.
Una furgoneta negra con cristales tintados pasó despacio junto a él, pero Brazil apenas reparó en ella mientras su mente intentaba abrir una caja de la que estaba seguro que conocía la combinación, pero a la que aún no podía acceder.
Mungo, el policía de la secreta, observó al Rubito por el parabrisas de la furgoneta y se dio cuenta de que aquel caso se hacía cada vez más grande. Cuando el Rubito abordó a Shena, una de las putas más veteranas de la zona, Mungo se sintió más excitado.
La mujer montaba guardia junto a los peldaños de madera de una casa desvencijada; allí, tomando una Coca-Cola, intentaba reponerse de la noche anterior y se aprestaba para la siguiente. El Rubito se le acercó como si se conocieran. Empezó a hablar con ella. La mujer se encogió de hombros, hizo una mueca y luego lo apartó enfadada como si fuera una paloma en mitad de su camino. «Uy, uy», pensó Mungo. Aquel muchachito estaba convirtiéndose en un problema territorial, allí fuera, frecuentando los lugares de trabajo de otras prostitutas. Probablemente el Rubito estaba atrayendo hombres, y tal vez algunas mujeres, vendiendo droga y cometiendo crímenes
contra natura
para sacar pasta.
Mungo estaba convencido de que si indagaba más descubriría que el Rubito estaba bastante arriba en la cadena del tráfico de drogas; probablemente en conexión directa con Nueva York. Y tal vez existiera alguna relación con los asesinatos de la Viuda Negra. Mungo sacó la cámara de vídeo y captó imágenes de quien posiblemente era el prostituto más atractivo y de mejor aspecto que había visto nunca, salvo en las películas. Mungo volvió rápidamente a la central.
West había pasado la noche levantada. Había hecho cuanto había podido para que
Niles
dejara de maullar y de hacerse sitio encima de ella. Lo había arrojado de la cama hasta que se le había cansado el brazo. Le había hablado como a un adulto para hacerle entender su fatiga y su necesidad de sueño. Había gritado, había amenazado y, finalmente, había dejado al felino fuera de la habitación. La mañana siguiente, cuando salió de casa con retraso camino del trabajo,
Niles
estaba perfectamente descansado y dormitaba satisfecho en su alféizar favorito. West había agotado su paciencia. Cuando Mungo entró en la sala de conferencias en mitad de su reunión con la fuerza fantasma, no estaba en absoluto de humor.
—Estamos reunidos —le dijo al agente.
—Y yo tengo algo que van a querer escuchar —respondió Mungo, y levantó con orgullo la cinta de vídeo—. Un tipo a investigar, decididamente. Tal vez más; tal vez sea nuestro asesino, o al menos tenga relación con él. —Mungo jadeaba y parecía un ciclista.
Hammer llevaba el teléfono desde que West la había visto por última vez, y ésta utilizó la radio para decirle a su superior que la llamara.
—No quiero darte demasiadas esperanzas —le confió West—, pero parece bastante prometedor.
—Describe al individuo —dijo Hammer.
—Varón blanco, un metro setenta, sesenta kilos, rubio, vaqueros negros ceñidos, camisa ajustada tipo polo, zapatillas Nike. Recorre la zona de la calle Quinta y Trade, observando los coches y conversando con las fulanas. Parece que estaba en el Presto hablando de la calidad de las drogas en la zona, de proveedores locales y comentarios parecidos. Además —continuó West—, hay algo que me molesta considerablemente. ¿Sabes quién es Veneno, también conocida como Addie Jones?